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VII

Bárbara no podía negar lo encantadora que le resultaba la hacienda, tampoco le convenía perder un futuro contrato de arrendamiento en ella, y es que su clienta estaría sin duda maravillada con el lugar. Y lo confirmó de la manera más increíble al enterarse por boca de la mismísima doña Carolina, abuela de Diego, que la hacienda contaba con su propio manantial, un lugar exclusivo para plantaciones, además, de un pequeño mirador en lo alto de una colina que daba la mejor vista de día y un espectáculo mágico por las noches.

—Dieguito, ¿por qué le platicamos todo esto a la señorita limosnera? —preguntó la anciana con clara curiosidad.

Diego tuvo que reprimir una carcajada para responderle con dulzura.

—Carito, ella no pide dinero. La señorita Bárbara es la mujer que quiere grabar el comercial en la hacienda.

—Oh, ¡¿una actriz?! —indagó, llevándose ambas manos al rostro en una mueca de sorpresa.

—No, no, ella es, es una...

—Licenciada en publicidad y marketing, con maestría en comunicación corporativa —respondió Bárbara de manera casi mecánica.

—Oh, qué pomposa —comentó la anciana con guasa.

Bárbara río un poco, esa mujer era dulce, tanto que podía jurar que en lugar de sangre tenía azúcar.

—Bueno, ¿qué le pareció la cena? —preguntó Diego cambiando el tema de golpe.

La rubia examinó su plato, la verdad es que hace muchono probabacomida tan típica, y no podía negar lo mucho que la había disfrutado.

—Está deliciosa, muchas gracias —respondió pinchando otro trozo de asado.

—Me da gusto linda, todo lo cosechamos en esta hacienda. Dieguito, ¿por qué la señorita maestra tiene la ropa mojada? —indagó la anciana, cambiando con brusquedad de tema.

Diego miró de reojo a Bárbara, la que le regresó el gesto con una sonrisa retadora.

—Anda Dieguito, respóndale a la señora Carolina —apuró, fingiendo inocencia.

—Yo la mojé —respondió muy quitado de la pena.

— ¿Y eso? No me digas que la llevaste ya al manantial, Dieguito, ¿pero con todo y ropa...?

— ¡No! —Cortó el hombre después de ver a la rubia atragantándose con la carne —. Carito, ¿cómo crees eso? Mira te cuento. Lo que pasó es que la señorita Bárbara, estaba caminado en el pueblo, después de la tormenta de esta tarde, así en pleno chipichipi. Justo por la calle que lleva a la casa del padre José, que, por cierto, le mandó saludos y la bendición. Y yo iba con una prisa de aquellas, casi volado, ¿recuerdas a la señora Asunción?

La abuela asintió atenta al relato sin pies ni cabeza de su nieto, que para el gusto de Bárbara resultaba demasiado confuso.

—Ah, pues, me había llamado una hora antes, que su yegua estaba por dar a luz y, la cría venía mal. Y Gloria, la veterinaria del pueblo y mi prima —aclaró viendo a Barbie —. Aún no llega de sus conferencias esas que fue a tomar al D.F. Ay, como se le extraña y la falta que hace la condena, ¿verdad mi Carito?

La anciana volvió a asentir con puchero de tristeza.

—Y pues, como no está Gloria, la pobre Asunción estaba que lloraba por teléfono, muriéndose de la mortificación por sus animales, y yo no podía dejar morir a la cría ni a la madre...

—No, claro que no —apoyó Carito, con la angustia reflejada en sus profundas arrugas.

—Entonces, agarré la camioneta de Pepe, el capataz. Ah, porque la mía está desde hace una semana en el mecánico con el motor fundido —aclaró viendo a Bárbara de reojo —. Y me fui, hecho la mocha y al dar vuelta en la calle del padre, la señorita salió de la nada y pues, la mojé. Pero eso sí, pedí disculpas.

— Y, ¿cómo está? —indagó la abuela.

—Ya más seca, gracias...

—No, no, la yegua y su cría —cortó, con un gesto exagerado de su mano.

Diego ahogó una carcajada con un trago de agua.

—Bien Carito, no soy veterinario, pero ya sabes que me las sé de todas, todas.

—Lo sé, por algo eres mi nieto —aseguró la orgullosa cabecita blanca.

Bárbara giró los ojos, mientras Diego asentía con amor y su abuela cortaba otro trozo de su carne.

El resto de la cena transcurrió con normalidad, la abuela contaba una que otra anécdota de la hacienda, Diego se carcajeaba de ellas, mientras Bárbara escuchaba con atención cada una.

—Bueno, yo me retiro antes de que mi Joaquín salga a buscarme, Joaquín es mi esposo —explicó mirando a Bárbara —. Y si me tardo más, seguro se preocupará. Bueno, un gusto conocerla señorita maestra, suerte en su telenovela.

—Comercial Carito —corrigió Diego, aun sonriendo.

—Eso.

Bárbara sonrió mientras se ponía de pie para darle un par de besos a la anciana, la que, después de hacer lo mismo con Diego, terminó por perderse en la elegante escalinata.

— ¿Por qué su abuelo no nos acompañó a cenar? —indagó Bárbara con curiosidad, aunque al momento se sintió como toda una chismosa.

Diego borró de inmediato la sonrisa.

—Murió hace diez años, y antes de que piense que mi Carito está loca, déjeme, le digo que sí, lo está, pero es de las buenas.

La rubia sonrió mientras asentía, ella más que nadie sabía lo triste y difícil que era ver partir a los seres queridos.

—Entonces, ¿qué le pareció? —preguntó Diego, mientras se ponía de pie para ir a sentarse al lado de la rubia.

—Es un encanto...

—Lo es, la mejor mujer del mundo. Pero me refería a mi explicación.

Bárbara recordó de golpe la serie de incidentes de esa tarde.

— ¿Qué horas es? —indagó presa de un sobresalto.

—Las once y media —respondió, señalando el reloj de pie a la entrada del comedor.

Como si le hubieran colocado un petardo en el trasero, la rubia se puso de pie. Era de verdad tardísimo, hace horas debió haber llegado a casa.

—Necesito ir al pueblo por mi coche, lo dejé en el mecánicoesta tarde.

— ¿A esta hora? Pues el mecánico cierra a las siete —aclaró el hombre, poniéndose de pie también.

Bárbara lo pensó un segundo, estaba muy lejos del pueblo, afuera seguía lloviendo, ya era demasiado tarde, y lo peor era que no tenía ningún modo de comunicarse a casa, sin contar el hecho que ni siquiera traía zapatos y se estaba poniendo ronca por el frío.

—Si gusta, puede llamar a alguien que venga o....— Diego se interrumpió —. Podría pasar aquí la noche, a esta casa lo que le sobra son habitaciones solas.

La rubia lo miró con agradecimiento. Sabía que llamar a casa no era opción, ya que, con su móvil muerto, había perdido todos los contactos, aunque debía aceptar que era una verdadera vergüenza, no saberse ni el número de su propia casa de memoria.

—Se lo agradezco mucho. Entre todo este caos de día mojé mi móvil y.... Sí, es mejor que pasé la noche aquí.

Diego asintió con una sonrisa, tan linda y encantadora que Bárbara tuvo que parpadear varias veces para salir del trance en que la dejó.

—Muy bien, le diré a Consuelo que le prepare una recamará y lo necesario para que se dé un baño caliente, le hará bien.

¿Dónde quedó el hombre de esta tarde? Pensó la rubia, asintiendo con una tonta sonrisa ante la linda amabilidad y caballerosidad galante del vaquero.

Diego se acercó un poco más, el perfume varonil que emanaba de su piel, sumado al ambiente suave y tranquilo de la noche, hicieron que Bárbara no retrocediera, al contrario, terminó dando un tímido paso hacia adelante que la llevo a estar frente al él, cerca, muy, muy cerca, pero, sin tocarse. Diego levantó de forma automática su mano para tomar uno de los rubios mechones dorados y colocárselo detrás del oído, era como si su cuerpo fuera un imán al que no podía resistirse.

—Bárbara

¡Dios! Nunca se había escuchado tan bien su nombre como en esos labios, con ese tono ronco y ese aliento que rozaba su oído derecho y la llevaba a estremecerse de ¿deseo? No, no, era algo más intenso

.

La rubia asintió, media perdida en la oscuridad de su mirada.

—Aún hueles a Casandra.

Y ahí murió el encanto, Bárbara soltó un sonoro bufido y se apartó bruscamente del hombre.

Diego terminó riendo entre dientes, pensando en lo mucho que estaba disfrutando hacerla desatinar, y es que se veía tan linda cuando levantaba en mentón y apretaba los puños.

— ¿Y de quién será la culpa? Ay no qué asco —bramó oliéndose uno de los mechones.

Si era verdad, apestaba a perro mojado.

—Lo siento, aunque si mal no recuerdo usted tuvo la culpa —defendió de manera relajada.

Bárbara abrió la boca para protestar, pero en lugar de eso un ataque de tos la llevó devuelta a la silla, al sentarse, un sin fin de estornudos la atacó de forma cruel.

Diego la miró preocupado.

—Es mejor que se quite esa ropa mojada antes de que pesque un resfriado. Un buen baño de tina le caerá bien.

Cuando la rubia levantó la mirada lo vio perderse en una gran puerta de madera, para regresar un minuto después acompañado de una mujer joven.

—Ella es Consuelo, Consuelo, ella es la señorita Bárbara, ya sabes a dónde llevarla —ordenó el hombre con gesto preocupado y es que la rubia se había puesto algo rojiza y temía que le pudiera dar fiebre.

La joven empleada asintió viendo detenidamente de arriba abajo, llamándole la atención que ni a zapatos llegaba.

—Bárbara, si necesita alguna pastilla o algo durante la noche mi habitación está frente a la suya. No dude en llamarme.

La cara de Consuelo no podía reflejar más asombro, si bien su jefe era muy conocido por ser un hombre amable, caballeroso y alegre. Siempre se manejaba bajo un halo de misterio y jamás invitaba a nadie a dormir a su casa, y menos aún, en esa habitación.

—Muchas gracias Diego, es usted muy amable —respondió, sintiéndose atrapada en un juego de amor-odio.

—No hay de qué. Venga le muestro por dónde ir.

Bárbara sonrió cojeando escaleras arriba.

La casa no desmerecía nada en su interior, las escaleras, los cuadros que la adornaban, los pequeños y finos detalles arquitectónicos la dejaron bastante asombrada. Diego, por su parte, caminaba a su lado sumido en sus propios pensamientos.

—Es aquí —anunció Consuelo al notar a su jefe distraído.

Empujó la pesada puerta de madera para dejar a la vista una bella recámara, adornada, al igual que el resto de la casa, en un estilo de época, romántico, con un aire verdaderamente encantador.

—Vaya es... —Un par de fuertes estornudos interrumpieron a la rubia.

— ¿Se siente mal?, ¿necesita alguna pastilla o llamo al doctor? Sí, si mejor lo llamaré —sentenció Diego, mirándola con una preocupación exagerada.

Bárbara negó con rapidez, si bien si sentía un frío intenso y escalofríos profundos, estaba segura de que con el prometido baño de tina se repondría

.

—No —aclaró con firmeza—. Realmente con un ¨ salud basta.

El hombre sonrió un poco, aunque de manera forzada.

—La dejamos para que se quite esa ropa mojada —respondió.

Bárbara asintió y dos segundos después ya estaba sola, donde admitió que, si se sentía mal, la garganta le dolía, sin contar el dolor de cabeza, de tobillo y de piernas. Había sido un día tan largo y frío, lo único que deseaba ahora era meterse a la tina para después abrocharse ese acojinado albornoz que reposaba en la mullida cama y, perderse entre esos blandos almohadones.

Suspiró, con tan solo imaginarlo ya lo gozaba.

Y así lo hizo, pero cuando por fin se disponía a perderse en el apetecible colchón, alguien llamó a la puerta, al asomarse vio a la imponente figura de Diego sosteniendo una pequeña taza humeante entre sus grandes manos.

Bárbara sonrió ante la dulce escena.

—Dice Carito que el té de manzanilla es bueno para la garganta —explicó con simplicidad, extendiéndole con cuidado el pequeño plato de porcelana blanca.

—Muchas gracias, lo tomaré.

Diego compuso un amable gesto de aceptación, aunque aún se le notaba angustiado.

—Al lado de su cama está un teléfono, puede usarlo cuando guste. Su esposo debe estar angustiado —señaló tratando de pisar con cautela el terreno.

Un repentino ardor sobre el dedo anular le hizo recordar el anillo, había estado todo el día sin pensar en ese maldito aro infernal. Aun así, decidió no dejarse arrastrar por el pasado y sin ningún tipo de vergüenza o reparo, aclaró.

—No estoy casada y, no tengo ningún compromiso. Aún.  

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