Archivo 2: Primer contacto
El rugido del león cósmico engulló al mundo. Todos los aparatos electrónicos dejaron de funcionar en el instante que el sonido golpeó a todas las criaturas sobre la tierra. Las aves cayeron del cielo fulminadas y muertas, los conductores colisionaron con otros, incapaces de controlar sus cuerpos, y un inquietante zumbido taladraba no solo sus oídos.
El hermoso y anaranjado cielo de Manhattan fue testigo por unos breves segundos del nacimiento de un segundo sol, justo sobre las cabezas de sus habitantes. La luz de la tarde fue desgarrada y deformada, tal como si alguien decidiera aspirar el cosmos en ese preciso momento.
Nadie supo en que momento aquel fenómeno ocurrió en su cielo, pero todo el mundo pudo intuir que algo muy malo estaba sucediendo.
La respiración de Thomas, agitada por el accidente y el fenómeno astrológico, le impidió seguir manteniendo el casco puesto.
Olvidándose del dolor de sus costillas y pierna mal herida, se levantó e instintivamente trató de tomar el teléfono desde los bolsillos internos de su traje. No tuvo suerte.
La gente replicó la acción de Thomas, y de inmediato, quizá un millar de teléfonos celulares se alzaron al cielo intentando capturar el fenómeno, sin embargo, todos los dispositivos electrónicos estaban muertos.
La confusión se hizo presente en todo Manhattan.
Los sonidos de asombro rápidamente fueron reemplazados por los de auxilio. Y hubo muchos que, en ese momento, fueron conscientes de los problemas que aquel apagón general provocaba.
Thomas permanecía en su lugar, aterrado por lo que sus ojos veían.
En el cielo, aquel nuevo sol parecía absorber de forma mezquina la luz que era de la tierra. Difusas ondulaciones se arremolinaron en el cielo, similares a las auroras boreales de los polos; Thomas en cambio, sabía perfectamente que aquello no podía ser bueno.
―Las auroras... ―Thomas miró su teléfono y tragó saliva. Una gran cantidad de partículas electrónicas estaba chocando contra la magnetosfera de la tierra...
Observó a su alrededor fascinado, y también confundido. No podía estar seguro, ya que no era experto en el tema, pero al observar aquel fenómeno astronómico, la aurora boreal que difusamente danzaba en el cielo, y el apagón generalizado que les afectaba, era un fuerte indicio de que alguna onda astronómica les había golpeado. Solo esperaba que no estuviera expuesto a una gran dosis de radiación solar.
Olvidándose del dolor, Thomas levantó la moto, pero cuando intentó encenderla, nada en ella funcionaba. Parecía que la batería estaba muerta. Incluso el tipo que le chocó por detrás estaba más preocupado por encender el carro.
Durante casi un minuto, la gente quedó embobada mirando el fenómeno astral; mientras que algunos fueron más conscientes y auxiliaron aquellas personas que sufrieron accidentes debido a los bruscos frenados de los automóviles.
Lo más aterrador y siniestro, eran los miles de cadáveres aviares repartidos por la ciudad; pero a nadie parecía importarle en ese preciso momento.
A su alrededor vio a muchas personas con el mismo problema. Las baterías de sus vehículos parecían sufrir el mismo fatídico final que la suya.
Era extraño percatarse del sepulcral silencio que descansaba sobre la ciudad que nunca duerme. Thomas no podía oír las sirenas de los vehículos de emergencia, pero si se percató de la policía que, al igual de confundida que él, se paseaba por las calles intentando apaciguar al público.
―Solo un pulso electromagnético podría haber causado toda esta devastación... ―se escuchó a si mismo recitar, como una plegaria sin fe. Sus ojos volvieron hacia el cielo.
Entonces, el segundo sol que había aparecido se esfumó.
Rápidamente la gente salió del trance.
La dura realidad golpeó la cabeza de Thomas como un mazo. Sin energía eléctrica, no solo sus motores habían muerto; sino también, los recorridos del metro, los instrumentos electrónicos en los aviones del cielo, el internet y todo medio de comunicación se volvieron inservibles de un momento a otro.
El rugido de la gente llenó las calles de Manhattan. Algunos reclamaban por sus teléfonos celulares, otros alegaban ante la policía por el daño que sus coches habían recibido a causa de un accidente; otros cerraban sus locales comerciales y trabajadores confundidos salían a abarrotar las calles. Nadie quería dejar sus vehículos tirados, pero el verdadero sol se ocultaba en el horizonte y la noche comenzaba a abalanzarse sobre ellos.
A duras penas y con un dolor punzante, movió su motocicleta.
Thomas observó el camino lleno de obstáculos que se abría por Canal street, pero esa era justamente la ruta directa a casa. Llevó la motocicleta a su lado y comenzó a adentrarse en la jungla de cemento.
Se abrió camino a través de los vehículos tirados. Nunca había visto a la gente tan desesperada como en ese momento. Nadie podía contactar a nadie a través de los teléfonos celulares, y ningún vehículo podía moverse incluso después de media hora.
Las primeras estrellas comenzaron a destellar en el cielo nocturno.
La cosa se complicó cuando llegó a la estación de metro. Un mar de gente se arremolinaba en sus alrededores y la obscuridad provocada por los edificios, volvía la situación pavorosamente peligrosa.
El rugido de alarma llegó rápidamente a sus oídos. Los gritos comenzaron a escucharse cada vez más altos, hasta alcanzar a Thomas como la ola de una furiosa tempestad.
―¡Hay algo en el cielo!
La gente gritaba asombrada, mezclando en dosis pavorosas la ignorancia y la ilusión.
―¡Viene un meteorito!
Y esas fueron las palabras más alarmantes.
Entonces, sin pensarlo dos veces. Thomas bloqueó su motocicleta y buscó un mejor lugar para observar el fenómeno.
Forcejeó con la gente que comenzaba a escapar y se reunió con los nerd que, fascinados al igual que él, no podían escapar de aquel acto fortuito de la naturaleza.
Varios destellos anaranjados se vieron en el cielo y permanecieron así, encendidos y rasgando la atmosfera por más de un minuto.
―Esa cosa lleva demasiado tiempo quemándose ―Thomas miró de reojo al hombre que tenía a su lado, un hombre mayor, que al igual que él, se mantenía firme como una roca ante la fuerza del caudal. Otro nerd, incapaz de escapar.
―Eso no es un meteorito...
Sus lapidarias palabras parecieron resonar entre tanta gente. El silencio se acentuaba aún más, como una presa que se da por vencida ante las fauces del depredador.
―Ningún objeto podría quemarse durante tanto tiempo sin ser destruido...
La luz del sol había abandonado a Nueva York, pero el brillo de los meteoritos se volvió cada vez más radiante a medida que destrozaban la atmosfera y se precipitaban sin retorno sobre Manhattan.
Nada viajaba más rápido que la luz, pero aquellos objetos extraños, como bolas de fuego en llamas, descendían a una velocidad que rebasaba por mucho a la velocidad del sonido.
Un millón seiscientas mil personas desfallecieron cuando vieron lo inevitable: aquel meteorito chocaría justo frente a sus narices.
Entonces, como si de un pulpo galáctico se tratase, el meteorito abrió sus alas y miles de pequeños fragmentos salieron desperdigados en todas direcciones a una velocidad vertiginosa.
Las llamas que le seguían resultaron ser aún más brillantes, con un tono azulado verdoso. Rápidamente se alejaron del cuerpo principal en todas direcciones, dejando una estela anómala en el cielo de la ciudad.
La colisión era inminente.
Un destello de luz convirtió la noche en día.
La tierra rugió bajo los pies de todos sus habitantes y los imponentes edificios de Manhattan fueron arrasados y retorcidos como cañas secas ante la fuerza del impacto. Los coches muertos que atiborraban las calles, se elevaron por los aires al igual que las hojas de otoño arrastradas por el viento.
Entonces, todo se convirtió en caos.
Los cielos, despejados por la onda expansiva del golpe, se abrieron por miles de kilómetros a la redonda, y un vórtice antinatural y reluciente comenzó a devorar metales, vehículos y tanques de combustible. Las enormes piezas que alguna vez formaron el puente de Brooklyn se desbarataron por los aires, arremolinándose en el epicentro de aquella extraña y letal arma.
El cuerpo de Thomas salió disparado por la onda expansiva, al igual que el de todas las personas en la calle y cercanos a él. Thomas sintió como sus pulmones estallaban y se ahogó en su propia sangre. El calor de las ondas carcomió su piel y habría seguido volando por lo aires, pero se estampó con tal fuerza contra ladrillos, madera y escombros, que su vida se extinguió en aquel instante.
Bryan escupió sangre. El aroma al césped húmedo fue lo primero que inundó sus fosas nasales. Sus ropas estaban hechas jirones, luego de arrastrarse como un trapo sucio por todo el parque. Entonces lo recordó.
―¡Helena! ―su voz sonó grave por el esfuerzo. Necesitaba encontrarla―. ¡Helena!
Se incorporó lo más rápido que pudo, pero al hacerlo, sus ojos no daban crédito a lo que veían.
Frente a él, todo el césped, los árboles, las bancas, esculturas y vehículos habían sido arrancados de cuajo. La misma tierra fue desgarrada como si una gran bestia cósmica hubiese arañado el lugar. Todo se sumía en la más profunda obscuridad.
Las escasas llamas que se vislumbraban por el lugar a duras penas reflejaban las siluetas de obscuridad. Lo último que recordaba era precisamente a Helena mostrándole lo que parecía ser un meteorito que se dirigía justo sobre sus cabezas.
Su brazo izquierdo le ardía, como si en un esfuerzo sobrehumano se hubiera aferrado a una barra de hierro antes de caer por altura. Entonces lo vio.
Justo en medio de la bahía Upper, a un costado de Governors island, descansaba una gigantesca ballena metálica más grande que la isla de Manhattan. Se encontraba suspendida sobre las aguas, las cuales, ingrávidas, se arremolinaban alrededor de la colosal estructura metálica como si defendieran un panal.
Una fantasmagórica luz verdosa bañaba no solo las aguas, sino la parte inferior de aquel extraño cuerpo que, debido a la inclinación, se había detenido un segundo antes de impactar contra la tierra.
Bryan sintió el suelo nuevamente cuando su cuerpo cayó una vez más, debilitado por todo lo que veía. La sangre le daba vueltas en la cabeza, le faltaba el aire y le costaba mantener la compostura, pero una presión artificial le obligaba a mantenerse sometido por una fuerza invisible. Sus ojos no podían separarse de aquel objeto.
Entonces comprendió de donde provenían las fuentes lumínicas.
Ellis island había sido destruida hasta los cimientos.
Sobre ella, a unos doscientos pies de altura. Una esfera irradiaba aquella fantasmagórica luz verdosa. Entonces Bryan pudo percibir una especie de caminos difusos que, al igual que un telar, parecían mantener aquella gigantesca estructura que superaba las veinte millas de longitud.
Nada en el mundo era capaz de mantener aquella estructura flotando en el aire.
Nada en su mundo tenía la tecnología para aquella hazaña.
Un brillo azulado parpadeaba en la parte posterior de aquella estructura. ¿Era en realidad una nave espacial?
Bryan no era aficionado a las películas de ciencia ficción, pero siempre imaginó que la llegada de los extraterrestres sería un poco más parecida a las de Hollywood, con la raza humana pudiendo defenderse al menos y con bastante tiempo de reacción.
Finalmente sus ojos escaparon de aquella abominación.
Bryan siguió gritando el nombre de su amada con desesperación. Los árboles arrancados de cuajo desde la tierra, sumada a la vasta obscuridad de esa zona, solo le permitía confiar en su audición para buscarla.
El miedo le aprisionaba el pecho de una forma que jamás experimentó. Mil cosas daban vuelta sobre su cabeza, pero debía enfocarse solo en una: encontrarla.
Oyó en varias ocasiones los lastimeros sonidos de los moribundos. Otros también alzaron sus voces en busca de sus seres queridos. El mundo permanecía en silencio, ninguna sirena resonaba en el aire; era como si todo hubiese sido destruido.
Bryan intentó utilizar la linterna de su teléfono celular, pero no lograba encender siquiera la pantalla. Trastabilló en la obscuridad hasta percibir una tenue fuente de luz que parecía flotar entre los árboles.
«Helena... por favor respóndeme... no puedo perderte...»
Aquella suplica constante le daba fuerzas. No podía permitirse perderla. Los recuerdos a su lado le bombardeaban como un sonar con cada paso que daba. Todo el mundo conocía al brabucón de Bryan, pero nadie conocía al chico de Brooklyn que después de clases debía trabajar para apoyar a su madre.
Su padre les abandonó cierto día, cuando fue a comprar cigarrillos y jamás volvió. Desde ese día, él fue el principal apoyo de su madre, porque con los escasos dólares que ganaba, solo alcanzaba para cancelar el alquiler.
La vida jamás era fácil en aquel agujero donde vivía. Las influencias negativas tenían más poder que las positivas; o al menos así habría sido si no hubiera conocido a Helena. Ella lo cambió todo para bien.
«Sé quién eres... pero los bravucones no son lo mío...» le había dicho ella aquella tarde hace más de diez años.
Nuevamente cayó a tierra a causa de los profundos surcos que, hasta hace algunas horas atrás, no existían en ese terreno. Las voces moribundas de los caídos parecieron silenciarse en sus oídos. Un eco metálico, tenue pero lo suficientemente filoso como para perforarle los tímpanos le invadió.
―¡Helena! ¿Cariño, donde estás? ¡Háblame...!
Guardó silencio de inmediato. Instintivamente se agazapó entre lo que parecían ser árboles caídos. Un bullicio extraño, metálico, parecía hondar el aire a su alrededor.
Buscó sin éxito su arma de servicio. Helena detestaba esa "cosa", por lo que, cumpliendo sus peticiones recurrentes, había comenzado a dejarla en casa cada vez que salían a pasear juntos. Se mordió el labio de frustración.
El eco metálico fue más fuerte que antes. Y un extraño sonido salido de alguna película de ciencia ficción, le dio la bienvenida.
Alzó la cabeza a través de aquel tronco centenario y observó todo.
Una extraña figura metálica, iluminada por partículas azuladas se había estrellado a unas sesenta yardas de su ubicación. Aquel objeto era tan grueso como las secuoyas gigantes, o incluso más. Medía quizá, unas cuarenta yardas de largo.
Un haz de luz atravesó el casco de aquella especie de nave espacial, cortándola como si de mantequilla se tratase. Fue en ese momento cuando la película de terror comenzó.
Un ser deforme, con al menos seis extremidades surgió de aquella nave. Su primera impresión fue correr al aire libre, directamente hasta donde Bryan estaba.
El corazón de Bryan estaba por estallarle en el pecho cuando vio a la criatura detenerse a solo pasos de él. Aquel ser extraterrestre lo había visto, y se abalanzó sobre él de forma inmediata.
Dos criaturas más surgieron de la nave y corrieron hasta la misma posición donde estaba el primero. Ni siquiera el resplandor de la luna podía darle indicios a Bryan respecto a su forma física. Estaba aterrado.
Un cuarto enemigo surgió de la nave. Un alarido similar al hielo quebradizo le hizo poner los pelos de punta; sin embargo, los tres alienígenas parecieron entenderle.
Una de esas criaturas alzó una de sus extremidades en dirección a su nave nodriza, que seguía suspendida sobre la bahía Upper, ingrávida. Miles de películas de ciencia ficción golpearon la mente de Bryan en ese momento. Lo último que deseaba en la vida era ser abducido por esas criaturas, para ser diseccionado y vuelto a ensamblar en alguna nave extraña.
Bryan no se rendiría tan fácil. Iba a pelear.
Uno de los extraterrestres se acercó a su ubicación. Bryan había sido descubierto.
Los demás no se molestaron en él.
Aquel ser avanzó cuatro largos pasos, esos seres median unos diez pies de alto.
Entonces algo llamó la atención del extraterrestre.
A pesarde los cuatro brazos que salían de su cuerpo, aquel ser se arrodilló y escarbóen la tierra, como si buscara algo valioso. Entonces, sus brazos se enredaron en algo y lo levantó para que sus compañeros también lo vieran.
Los cabellos ondulados de la mujer, sus brazos inertes y la pulsera que tanto le gustaba a Helena, se alzaron ante el quebrantado corazón de su marido.
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