Unidos
Si alguien me hubiera dicho que mi mayor temor en este trozo de madera flotante no sería hundirme ni morir devorada por tiburones, sino, ser secuestrada por, solo el cielo sabe, que motivos, me habría reído en su cara.
Suspiré adoptando una posición más cómoda en mi hamaca, aún no había amanecido, pero estaba segura que hasta Zirani, en su estado de inconsciencia, se había enterado del chisme.
¿Eran ella y Einar de confianza? ¿Podía confiarles mis inquietudes? ¿Era seguro confiar en las oficiales de este navío? Obviamente Zirani era una princesa, también podían referirse a ella.
No, no era ella, hablaban de mí. Aunque, habían hecho referencia a ambas. Tendría que hablar con ella, enseñarla a defenderse. Por lo que había escuchado era inútil con una espada.
Einar sería un gran aliado, podía arriesgarme con él. Si las oficiales estaban compradas como la capitana, no podía confiar en nadie con uniforme. Es decir, fueron ellas las que decidieron dirigirse a Goi, si no fuera por la palabra de Einar, estaría dudando de la escasez de víveres.
El día siguiente nos recibió con una ración de galletas remojadas en agua de las reservas que almacenábamos en nuestros camarotes. No se atrevían a encender aún la cocina, aun había nubes de tormenta en el horizonte.
Cerré los ojos disfrutando del fresco viento que precedía a la lluvia. Cuando solo tienes un par de galletas en el estómago, lo mejor es mantener la actividad al mínimo, así que había pasado las horas muertas en mi habitación y recién había salido a dar una vuelta en el alcázar y en el combes. Los demás pasajeros me miraban desde las amuradas contrarias y cuchicheaban entre sí. Como era costumbre, los "mercaderes" se encontraban separados. Miré a la capitana, pero ella los ignoraba. Bufé, mantenerse alejado no era tan sospechoso, yo lo hacía.
—Escuché que tuviste problemas de nuevo—dijo Zirani apoyándose en la amurada a mi lado. El suave viento acarició nuestros cabellos, llenando mis pulmones de aire limpio y libre de la humedad del barco.
—Fui testigo de un asqueroso complot y la capitana no creyó mis palabras—sacudí mi cabeza—. Creyó que sólo mentía para que evitáramos Goi.
Una mano suave se apoyó en mi antebrazo. Zirani me veía con comprensión y confianza en su mirada. Suspiré y narré mi experiencia. Fue como hacer catarsis, como si liberara toneladas de peso de mis hombros.
— ¿Te refieres a ellos? —Zirani señaló descaradamente con la mirada a los mercaderes.
— ¡Disimula! —siseé al ver a la capitana fulminarme con la mirada desde el castillo de popa—. Si ellos.
—No lo habría imaginado. Se habían presentado como auténticos mercaderes—regresó la mirada al mar, a cada segundo se oscurecía un poco más y la espuma que rodeaba el barco adoptaba tonos más grises.
—Ambas estamos en peligro—afirmé, sintiendo el amargo sabor de la adrenalina en mi lengua.
—Estamos solas—dijo temblando.
—No nos dejaremos capturar. Sé que es un peligro mayor que una selva llena de depredadores y monstruos—rodeé sus hombros con un brazo y me sorprendí al sentirla temblar—. Si mis bisabuelas pudieron derrotar hombres como ellos y conquistar todo un reino, nosotras podemos hacerlo. Podemos vencer a tres mercaderes en esta barcaza.
Zirani sorbió por la nariz y permitió que mi abrazo la reconfortara.
—Pero yo no sé utilizar una espada. Mis padres nunca lo permitieron. Decían que para defenderme estaba mi padre, mis hermanos y mi marido.
— ¿Tienes hermanos? —inquirí sorprendida— ¿Por qué no heredaron el reino?
—Porque soy la mayor, bendecida por los dioses. Y tengo dos hermanos, Kalum y Hiraya.
Asentí, comprendía los motivos del padre de Zirani, eran sus costumbres, ni siquiera en Cathatica entrenaban a las niñas sin autorización de sus padres, aunque la gran mayoría lo permitía, era una sociedad que apostaba por la autosuficiencia y preservación del individuo.
—Bien, ya eres mayor, debes aprender y yo te enseñaré—declaré—. Tengo un par de espadas de entrenamiento en una de mis maletas, ven—tomé su mano y tiré de ella hacia la escotilla de popa.
— ¡Pero Anahí! —la escuché protestar cuando nos detuvimos frente a mi camarote—. Las armas están prohibidas.
—En cubierta, nadie dijo nada del vestíbulo—sonreí con rebeldía—. Esta zona es nuestro reino, a medio camino entre las habitaciones de las oficiales y del resto de los pasajeros y la marinería, este es muestro espacio.
— ¿Cómo puedo aprender a moverme en un barco?
—Te dará una ventaja, tendrás un mayor equilibrio en tierra—revolví uno de mis baúles y encontré dos espadas de una mano. Arrojé una a Zirani, quien logró atraparla por el mango con evidente terror.
— ¡No hagas eso! —reprochó—. Pudiste cortarme.
—Si progresamos, haré mucho más que cortarte—amenacé, disfrutando por vez primera de ese absurdo sentimiento de superioridad del que gozaba una de nuestras entrenadoras en la Palestra, aterrar a las novatas era su especialidad. Tuve que detenerme al ver la palidez en la tez de Zirani—. No seas tonta, son espadas de entrenamiento, no tienen filo.
Zirani jugueteó con la espada, acostumbrándose a su peso y a la sensación. Sabía que se sentía extraña y poderosa con ella en la mano, yo me sentí así al recibir la mía a los tres años.
—Empezamos mañana—indiqué—. Guárdala bien, engrasada y sobre uno de los estantes, lejos de la humedad.
—Anahí, no sé cómo agradecerte esto—murmuró con timidez.
—Da lo mejor de ti, Zirani, no podría perdonarme si te capturan—pedí, sorprendiéndome a mí misma. Solía exigir, nunca pedir o rogar.
Al día siguiente, con otra ración de galletas y agua para el desayuno, nos dispusimos a practicar en la penumbra del vestíbulo.
—Movimientos básicos—indiqué a Zirani que me imitara. No íbamos a chocar espadas basta que su postura fuera medianamente perfecta.
Nuestras prácticas atrajeron atención, Einar nos miraba curioso desde las escalas de popa y los mercaderes habían disimulado su sorpresa con cuchicheos y una huida rápida a cubierta.
—Estoy agotada—protestó Zirani a la hora del almuerzo. Su brazo entero temblaba y ya no podía sujetar la espada, así que di por terminada la lección.
Aquel día encendieron de nuevo la cocina, y aunque solo sirvieron carne seca, algunos vegetales estropeados y vino, era mejor que galletas y agua rancia.
Almorzamos junto a Einar, pero cada vez que él trataba de preguntarnos las razones detrás de nuestro repentino interés por las espadas, Zirani o yo le dábamos un pisotón. Seguramente maldijo el segundo que decidió sentarse entre ambas.
—Entonces ¿Qué tan buena soy? —inquirió Zirani invadiendo mi camarote.
—Tan ágil como una tortuga—respondí con sinceridad—. Estas muy rígida, debes fluir con la espada—agregué al ver como se desanimaba—. Pero tiene solución, solo necesitas mucha más práctica.
— ¿Por qué enseñas a nuestra princesa a pelear? —inquirió Einar abriéndose paso en mi camarote. Tomó asiento en el taburete y estiró sus piernas manchadas de brea.
—Quería aprender.
—Estamos amenazadas.
Respondimos al unísono. Por un segundo, Einar frunció el ceño y apartó la mirada luego, pareció recuperarse y se mostró confundido.
—Existe una amenaza en este barco, ni Zirani ni yo estamos a salvo y la capitana no me tomó en serio.
—Oh, así que por eso todos cuchichean al verte pasar—Einar rascó su cabeza un momento—. Pero no entiendo cómo enseñarle a pelear a Zirani puede ser de ayuda.
—Una verdadera guerrera es más difícil de capturar que una delicada princesa—repuse.
—Deberías contarle a alguien más, no sé, alguna oficial o a la contramaestre, en el área de marinería se escuchan muchas cosas—aconsejó Einar y para mi sorpresa, Zirani asintió.
—No, los subordinados son como sus líderes—tomé asiento en mi hamaca—. No me apetece ser humillada de nuevo. Resolveré esto por mi cuenta y les demostraré lo equivocados que están todos.
—No puedes jugar con la vida de Zirani en este asunto. Solo porque quieres demostrar tu punto—protestó Einar.
—Ellos juegan con su vida al no aceptar mi verdad—mascullé en un chillido ahogado. A través de las paredes de los camarotes podía escucharse todo.
—Debes pedir más ayuda, no podemos ser tres contra el mundo, menos si vamos a esa isla pirata.
— ¿Isla pirata? —pregunté, ignorando el agradable sentimiento que surgió en mi pecho al escuchar que Einar se unía a la tarea de protegernos.
—Goi es famosa por sus actividades ilícitas, está muy lejos del control de Calixtho y aunque tiene una gobernadora y representantes del reino, la corrupción corre campante. No dañan los buques cuando arriban, eso sería suicidio, pero es sospechoso que unos días después de visitar Goi, los barcos que transportan bienes de valor o personas importantes son atacados.
La indignación se asentó en la boca de mi estómago. ¡¿Cómo se atrevían a traicionar así a mis madres?! Yo misma cortaría sus cabezas al llegar a esa miserable isla.
—Anahí, no hay nada que puedas hacer—intervino Zirani—. Solo eres una princesa. El verdadero poder lo ostentan tus madres.
—No puedo creer que hayan hecho tanto daño y no hayan pagado por ello. ¿Dónde está la justicia?
—Sería una locura atacar tu barco—razonó Einar—. Pero ambas son presas demasiado valiosas. Tal vez no sean planes de la gobernadora, pero algún pirata pudo enterarse y escapar de su control.
—Esto es repulsivo—sacudí mi cabeza— ¿Ella los controla a cambio de una parte del botín? ¿Les informa sobre los diferentes navíos que atracan en sus cosas? ¡Maldita!
—Por eso es imperante que reunamos más personas de tu lado—concluyó Einar con expresión seria, calculadora. Por un instante me perdí el mar de sus ojos decididos y fieros.
— ¿Cómo sabremos si son o no de confianza? —inquirió Zirani.
—Eso déjalo de mi parte—repuso Einar levantándose. Quizás no lo había notado antes, o tal vez era la situación, pero no pude dejar de notar su espalda ancha y sus músculos ¿Sería un buen guerrero? Sacudí mi cabeza.
Einar abandonó mi habitación, dejándome sola con Zirani. Por unos instantes evitamos el contacto visual, mientras entrenábamos había sido sencillo ignorar la nube gris que flotaba sobre nosotras.
—Anahí, respecto a lo que pasó hace dos días—empezó Zirani con un tono casi lastimero—. Nadie puede saberlo ¿Entiendes?
—Por supuesto—entendía sus razones y lo último que deseaba era un incidente político entre ambos reinos solo por un capricho, porque lo había sido ¿Verdad?
—Fue una tontería del momento—suspiró. Mis entrañas se anudaron al ver como quitaba importancia al beso. No era ninguna adolescente para dejar los besos en un pedestal, pero eso no significaba que no los valorara.
—Ya, fui tu experimento—mastiqué mirando al techo. Un muy conocido ardor se instalaba en el fondo de mis ojos.
—Lo siento—susurró abrazándose a sí misma, parecía perdida y por un instante sentí pena por ella y me olvidé de mis propios sentimientos.
—No tienes que disculparte—dije con suavidad. Me acerqué a ella y froté sus brazos en un gesto amistoso—. Es normal, tienes un lío en la cabeza. Olvida lo que ocurrió y yo haré igual. Debemos concentrarnos en mejorar tus habilidades con la espada—aparté un mechón de cabello de su rostro y busqué su mirada—. ¿Trato?
—Trato hecho—suspiró dolida ¿Por qué? ¿Acaso no deseaba escuchar que no la culpaba de nada? —. Debo descansar ¿Nos vemos para cenar?
—Tenlo por seguro—prometí.
Tan pronto como su espalda desapareció a través de mi puerta permití que un par de lágrimas escaparan de mis ojos. ¿Por qué no le dije la verdad? ¿Por qué no la hice sentir peor que un gusano por utilizarme para experimentar? Por razones más tontas había dejado llorando a varias personas en Calixtho. Una sirviente que había quemado mi vestido, un paje de las caballerizas que había ensillado mal mi caballo; maldita sea, incluso me había encargado junto a Xandra de una chica que había estado repartiendo falsos rumores por las calles del reino.
Subí a cubierta sumida en mis pensamientos, me apoyé en la amurada de estribor, cerca de la proa. El viento fresco que acarició mi cabello y el suave chapoteo del agua fría del mar me ayudaron a perderme en mi. Este viaje estaba endureciendo partes de mí que no creí siquiera que existían, pero a cambio, había ablandado otras partes y no sabía cómo sentirme al respecto.
—Una moneda por sus pensamientos, princesa—dijo una voz desconocida a un lado.
Giré y noté una manga azul con una línea dorada. Levanté la mirada y descubrí que quien interrumpía mi momento de paz era la teniente Sarah.
—No estoy rompiendo ninguna regla—protesté a la defensiva.
—Eso lo sé—rio—. Solo quería hablar contigo, te veías tan sola y triste. A veces, algunas personas no soportan la inmensidad del mar y terminan con su sufrimiento en un instante—se encogió de hombros y me miró interrogante.
—No soy una estúpida suicida—mascullé contrariada.
—Entonces, algo más te tiene así. Sabes, son comunes las relaciones en este tipo de travesías. El problema es que cuando las cosas salen mal, no tienes donde huir.
Bufé, rodé mis ojos y regresé la mirada al mar, tal vez, si se sentía ignorada, la odiosa teniente se marcharía.
—No es el fin del mundo —se apoyó a mi lado, dando la espalda a la amurada—. Estamos encerrados en toneladas de madera, pero eso no significa que no puedas dejarte llevar—dijo insinuante.
—No me apetece dejarme llevar—espeté. No estaba de humor para coquetear.
—Oh vamos, no puedes pasar diez semanas en absoluta soledad.
—No estoy sola
—Sabes tan bien como yo que eso no va a funcionar—suspiró—. Sé que la has pasado mal a causa de la capitana, pero no hagas que este viaje sea peor para ti—aconsejó—. No estás sola—añadió con seriedad.
Luego de aquella sorpresiva intervención, desapareció en dirección hacia la toldilla de popa.
¿Era acaso una posible aliada?
Estaba por regresar a mi camarote cuando me topé con Einar frente al palo mayor. Llevaba un bolso a la espalda y parecía nervioso. Su cabello incluso estaba más despeinado de lo habitual, sabía que uno de sus gestos más comunes al sentirse ansioso era despeinar cada mechón.
—Oh, Anahí, estaba buscándote—admitió sin mirarme a los ojos. Pude notar que llevaba un conjunto de ropa diferente, casi nuevo. No el par de pantalones manchados y la camisa desgastada. Ahora vestía una chaqueta de cuero y pantalones de algodón, sus botas relucían y cubrían cada pernera, dejando un borde ligeramente abultado—. Quería preguntarte si, si quieres cenar conmigo.
—Ceno contigo todos los días—repuse sin entender.
—Ya lo sé—tensó la mandíbula—. Quiero decir, que, si quieres que cenemos a solas un momento, pedí la cofa para los dos—sonrió esperanzado y por un momento nuestras miradas se conectaron. Pude detectar una pizca de cariño e ilusión. No me resistí a aquellos ojos azul mar y acepté.
Otra prueba de mi imparable cambio, había aceptado una cita con un hombre, UN HOMBRE y no había enloquecido cambiando mi ropa. Subí por las jarcias detrás de él.
Ya en la cofa, extrajo el contenido de su bolso. Un pequeño mantel blanco que había visto tiempos mejores a juzgar por lo zurcido y amarillento que estaba y la ración de la cena, pan tostado con mantequilla y miel.
Por último, sacó una botella de vino y se levantó para encender el farol que pendía sobre nuestras cabezas y que utilizaba el marinero de guardia para no estar sumido en la oscuridad durante la noche.
—Solo tenemos una hora—informó nervioso.
—Por mi está bien —acepté tomando asiento en el suelo frente a él.
Compartimos una velada preciosa. No paraba de hablar sobre sus padres, había nacido y crecido en el Luthier libre y aunque disfrutaba de las nuevas leyes, su corazón se sentía encarcelado en tierra firme.
Terminamos la velada compartiendo la botella, apoyados en el borde de la cofa y perdiendo la vista en las aguas oscuras que nos rodeaban.
—Soy un hombre de mar desde mis 10 años. He servido a diferentes capitanes y aunque no cumplo los requisitos para ser oficial, cuento con un camarote en el área de popa, todo un lujo—sonrió—. No quiero que eso cambie, el mar es libertad, sol y viento, tu contra la inmensidad del mundo—un sentimiento cálido se instaló en mi pecho al verlo hablar con tal cariño sobre su profesión.
—Nunca pensé así sobre mi posición —confesé. Ahora que lo pensaba, había aceptado mi deber desde la cuna, pero nadie me había preguntado si lo deseaba. ¿Si en algún futuro no iba a ser reina, que podría ser? Aterrada me di cuenta que no tenía ningún pasatiempo o trabajo que pudiera desarrollar.
Mi bisabuela disfrutaba de crear novedosas herramientas y máquinas, mi otra bisabuela cuidaba de sus caballos y comandaba el ejército. Eileen, mi madre, era pintora y Cadie se encargaba de comandar el ejército y administrar los sembradíos del palacio. ¿Y yo? Solo me probaba vestidos y me escapaba al bosque.
—Con el tiempo he pensado—Einar interrumpió mis pensamientos—. Que mi vida puede cambiar, ¿Sabes? El ser marino es incompatible con el amor y el cuidado de una familia—sonrió con tristeza—. Pero estaría dispuesto a dejarlo todo por la persona correcta.
Me miró con intensidad, como si sus ojos se hubieran convertido en dos brillantes zafiros.
—Anahí, sé que no es correcto y que las costumbres dictan algo diferente, pero desde que te vi por primera vez no he podido callar lo que siento—tomó aire por los dos, porque yo apenas y podía pestañear—. El corazón no piensa, solo siente, no entiende de prohibiciones o de limitaciones, solo quiere lo que quiere y el mío late por ti.
—Einar, yo...—no pude completar la frase. ¿Yo que? ¿Qué podía decirle? No tenía motivos para rechazarlo, era un gran hombre, leal a su trabajo y fiel a sus amigos, sus ojos me volvían loca y me había comprendido antes que nadie más en este apestoso navío.
Mis madres me habían enviado aquí así que, si regresaba con un hombre a mi lado, sería su culpa y tendrían que aceptarlo.
Uní mis labios a los suyos, sorprendiéndolo con mi aceptación de sus sentimientos. Su barba incipiente raspaba ligeramente mi barbilla y mis labios y sus manos al acariciar mis mejillas y rodear mi cintura eran grandes, fuertes y firmes. Me perdí en los planos de su pecho y abdomen, en sus brazos marcados y la sal de su piel.
¿En qué había caído?
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