¿Salvados?
Los milagros se presentan siempre en el último momento. La noche del sexto día, la luna asomó orgullosa a través de las nubes, un viento fresco se levantó desde la superficie del mar y cuando levantamos la vista, nos encontramos con un cielo cubierto de estrellas. Nunca me había detenido a contemplarlo y valorarlo tanto como esa vez.
—Asgerdur, el cielo—sacudí su brazo, sujetando su camiseta húmeda por el agua de mar.
Con un gruñido sordo, Asgerdur se levantó de entre los bancos y miró al cielo.
—Tal vez, sea demasiado tarde, pero una oportunidad es una oportunidad—sonrió débilmente y se levantó con dificultad. La falta de agua parecía endurecer cada una de nuestras articulaciones. Podría jurar que las mías chirriaban con cada movimiento.
Desde mi cómodo y húmedo lecho lo vi comprobar las marcas de la proa y compararlas con el cielo. Por momentos mascullaba para sí y maldecía. Luego de lo que me parecieron horas, pasó a mi lado y ajustó el timón a cuarenta y cinco grados en dirección a la derecha. Lo ató con firmeza, se inclinó para tomar dos pares de remos.
Arrojó un par a mis manos y él se quedó con el otro.
—No dimos vuelta con la tormenta, todo este tiempo teníamos la tierra a nuestra diestra—sonrió—. Solo debemos remar hasta ver tierra. Es mejor seguir a pie que por mar.
—¿Qué tan lejos estamos de la tierra? —inquirí mientras tomaba asiento y ajustaba los remos en sus soportes.
—No tengo manera de saberlo. Solo nos queda remar—suspiró—. Debemos arriesgarnos. Como lo veo, solo tenemos dos opciones: O morimos aquí o morimos remando. Solo una de ellas nos da una posibilidad de vivir.
—Según tú, en ambas morimos—señalé acompasando mis movimientos a los de él. Un ritmo suave que empujaba el agua alejándola de nosotros.
—Tú me entendiste.
Remamos hasta que nuestros brazos rogaron por un descanso. El sol empezaba a perlar el horizonte, uno donde se vislumbraba una tenue línea de tierra.
—Asgerdur, mira—señalé.
—También lo veo—sonrió—. Si remamos todo el día podremos llegar. Debemos apresurarnos, este día me huele a tormenta.
—Las tormentas no se huelen—mascullé.
—Eso es porque eres una marinera de río—apuntó con sorna.
Tomamos los remos y con renovado ímpetu empezamos a remar. Teníamos que llegar a esa costa, por muy lejana que nos pareciera. Quisiera decir que no nos detuvimos ni por un instante, que nos convertimos en auténticos esclavos remeros, pero hasta ellos tenían una ración de agua cada hora. Nosotros estábamos tan secos como el desierto que compartían Ethion y Tasmandar.
Labios resecos, gargantas ardientes y el cuerpo recubierto de un sudor anormal. Ya no podíamos siquiera beber nuestra orina -una asquerosa técnica que me había enseñado Asgerdur desde que descubrimos que el agua se terminaría en tres días- estaba demasiado concentrada, demasiado oscura y asquerosa. Beberla sería como beber veneno.
Solo podíamos humedecer nuestros rostros en el agua de mar para engañarnos con un poco de frescura. Asgerdur tenía razón, o esto nos mataba o llegábamos a tierra.
Ni siquiera me importaba a quien pertenecía ese trozo de tierra que veíamos acercarse a nuestras espaldas. Solo quería llegar a ella y desplomarme en sus tibias arenas, perderme en la firmeza de la roca, quizás abrazar un árbol y beber, beber cualquier líquido que encontráramos en nuestro camino.
Pero tenía que ser consciente de algo. La realidad. Aun si llegábamos a tierra ¿Qué nos garantizaba encontrar agua? Mis brazos flaquearon ¿Cuántas horas llevaba remando? El ardor en mi espalda, brazos y abdomen había desaparecido para convertirse en una sensación de extraño adormecimiento.
—Toma esos remos, Anahí, estamos lejos aún—ordenó Asgerdur.
Volví a sujetarlos y continué con el repetitivo movimiento. Hacia adelante, abajo, hacia atrás, arriba, hacia adelante. Un círculo sin fin. Has el chapoteo empezaba a fastidiarme. No había nada nuevo en él.
Las horas del mediodía fueron terribles. El sol brillaba sobre nuestras coronillas. Solo cuando se hizo insoportable, Asgerdur me permitió tirar la lona sobre dos remos libres. Nuestra carpa improvisada nos protegía del sol, pero ocultaba de la vista la recompensa por la cual luchábamos con tanto ahínco.
A media tarde dejé de sudar. No recordaba porqué era peligroso. Solo sentía como si mi piel estuviera a punto de resquebrajarse y mis ojos ardían con fiereza. Parpadear era una tortura.
—Solo un par de metros—susurró Asgerdur. Ya no podía gritar. Sus movimientos eran cada vez más débiles y descoordinados.
Aquellos últimos minutos restaron años de vida a mi destino, estoy segura de eso. Mi corazón amenazaba con salirse de mi pecho, cada latido era un grito de auxilio, cada respiración un golpe a mis pulmones.
En algún punto entre mis últimas fuerzas y mi muerte, la quilla de la barcaza encalló en la arena. Asgerdur se deslizó sin gracia por encima de la amurada y cayó sobre la arena húmeda con un gemido de alivio.
Le seguí, mis piernas protestaron y gritaron de alivio. Apenas y me había levantado un par de veces en todo el día. Con algo más de gracia que Asgerdur, salté fuera del bote. Nunca había extrañado tanto la firmeza de la tierra, era algo que se daba por sentado. Siempre caminamos sobre ella sin prestarle la más mínima atención.
No volvería a darla por sentado, nunca.
Caí de rodillas sobre la arena. No era suave y blanca como la que bordeaba la ciudad costera de Lerei. Era apelmazada y oscura. Muy húmeda. Me desplomé boca abajo y la arena se pegó a mi ropa y a mi piel, pero no me importó, estaba fresca y aliviaba el ardor en mi piel.
—¿No hay cocos? —inquirí recordando las grandes palmeras de Lerei.
—¿En costas del norte? No—Asgerdur contuvo una risa ronca—. Pero hay arroyos y ríos en abundancia. Solo debemos buscar alguno.
Se levantó y tiró de la barcaza. Desde mi posición en el suelo, lo observé atarla a un árbol enjuto. Quitó la lona de la barcaza, la dobló, introdujo dos barriles de ron y los barriles de agua vacíos en su interior, luego, ató aquella mochila improvisada a su espalda con una de las sogas. Luego, se acercó a mí y me ayudó a levantar.
—Arriba princesa, está por anochecer. Busquemos un arroyo y un lugar para pasar la noche.
Me levanté con dificultad y trastabillé. Mi cuerpo se sentía como si estuviera aún en el mar, balanceándose de lado a lado.
—Se te pasará en un par de horas o días, cada cabeza es única—explicó Asgerdur al ver mi extraño caminar. El suyo no era mejor.
Atravesamos una planicie cubierta de pequeñas hierbas y arbustos. No crecía gran cosa alrededor y solo a varios kilómetros de distancia podía verse algo que se asemejaba a un bosque, justo al pie de una gran montaña gris con pequeñas manchas verdes, algunas plantas se atrevían a crecer sobre aquella tierra de aspecto infértil.
Lo bueno de este lugar era que la vegetación nos permitía controlar una gran superficie, lo malo, no había ríos cerca. Ni siquiera un pequeño arrollo.
—Debemos caminar en dirección al bosque, nos protegerá del frío, del viento y con suerte encontraremos algún arrollo.
Caminamos lentamente hacia el bosque. Todo en mi cuerpo protestaba ante el abuso, pero no había nada que pudiera hacer. Debíamos encontrar agua, no desfallecer en medio de la nada.
No hablamos durante el viaje, no teníamos saliva en la boca, nuestras lenguas parecían el papel de lija de un carpintero. Tan secas y rugosas que raspaban el paladar, inmisericordes. El sol estaba ya sobre el horizonte, llenando el cielo de un fulgor anaranjado. Las nubes tenían un hermoso color violeta, si fuera posible recrearlo, sería el color que elegiría para un vestido.
Bueno, ya no tenía bailes a los cuales asistir ni invitados a los cuales sorprender con mis vestidos y joyas.
Llegamos al bosque cuando ya la primera estrella brillaba con orgullo en el horizonte. Los árboles nos dieron la bienvenida, aunque las sombras que provocaban eran tan densas que eran poco amigables y era imposible poder ver a siquiera un palmo de distancia.
Asgerdur me guio unos pasos al interior del bosque, donde el helado viento no podía alcanzar nuestra piel descubierta. Temblé, apenas había sido consciente del frío.
—Prepararé un refugio—dijo mientras tanteaba el terreno—. Pero primero necesitaré encender una fogata.
Dormité por un par de horas, cubierta por la lona. Sentía mi cuerpo temblar a causa del frío y la falta de agua. Mis labios se sentían como el desierto de Ethion, resecos era decir poco.
—Maldita sea—el rugido de Asgerdur me sacó de mi duermevela—. Hazme espacio princesita, vamos a tener que compartir calor por esta noche.
Sentí su cuerpo deslizarse junto al mío y sus brazos aferrar mi cintura. Su pecho emanaba un calor muy agradable, bienvenido en las condiciones que nos rodeaban. En otras circunstancias habría gritado y ordenado que lo decapitaran por atrevido, ahora, solo me importaba sobrevivir a toda costa.
Me acerqué aún más a su cuerpo, uniendo cada centímetro. Lo sentí reír socarronamente.
—Si no fuera porque mi sangre es mermelada ahora, estarías enfrentando un muy duro problema—bromeó.
—Si tu problema me toca esta noche, considérate castrado—balbuceé.
Pese a las circunstancias, no fue una noche muy incómoda. Asgerdur se comportó como un buen hombre y mantuvo sus manos para sí mismo. Despertó antes que yo y me espabiló lo suficiente para informarme que partiría a buscar agua.
Mis ojos permanecieron cerrados la mayor parte del día. Era una vergüenza, una debilidad y una carga, pero no podía hacer mucho más, mi cuerpo se negaba a cooperar. Era como luchar contra un peso muerto que superaba tus capacidades. Era mucho más sencillo dejar de luchar y descansar.
—¡Princesa! —un brazo fuerte se deslizó detrás de mi nuca y una superficie suave, pero ligeramente rugosa se posó sobre mis labios—. Beba, es agua, de un pequeño manantial.
El fresco líquido remojó mis labios y se coló poco a poco en mi boca. Era como recibir un beso lleno de vida, el agua acarició cada rincón de mi boca y luego se deslizó a través de mi ardiente garganta. Deseaba más, quería seguir disfrutando de aquella dulce sensación. Era un agua tan fresca, tan deliciosa, nunca volvería a preferir el vino por encima de ella.
Pero el paraíso fue arrancado de mis labios demasiado pronto. Traté de lanzar un par de manotazos, incluso sollocé como una niña cuando le quitan su juguete favorito, el agua no regresó a mí.
—No princesa—respondió el pirata ante mis protestas—. Si bebe demasiado la vomitará y no aliviará su sed. Le daré otro poco luego.
Con aquella promesa en mente pude volver a dormir. Tuve que beber un par de veces más para poder ser consciente de mis alrededores. Asgerdur incluso lavó mi rostro, eliminando los restos de sal de cada poro de mi piel. La deliciosa sensación de un rostro limpio fue suficiente como para obligarme a abrir los ojos.
—Y ya está con nosotros su majestad—Asgerdur hizo una reverencia burlesca y continuó frotando un palo contra un madero—. El barril con agua está a tu lado, bebe sorbos pequeños.
Así lo hice, disfrutando cada uno como si fuera el último. Para cuando el sol ya brillaba en lo alto del cielo estaba lista para levantarme y ayudar a Asgerdur con el refugio.
—Si estás tan segura entonces busca dos grandes ramas con forma de horqueta—indicó—. Luego, podrás traer una más o menos recta, haremos un refugio de tres lados. Suficiente para dormir esta noche—estaba por alejarme cuando añadió—. Oh y no te alejes demasiado, debes caminar donde puedas verme, estos bosques son engañosos—advirtió.
Seguí sus indicaciones, no me apetecía perderme en territorio desconocido. El bosque era majestuoso, enormes pinos, enebros y árboles cuyos nombres no podía recordar compartían espacio y se mecían suavemente con la brisa helada que surcaba el lugar. Para calentarme un poco decidí dejar de admirar el paisaje y ponerme manos a la obra.
Encontré cuatro ramas grandes, así que Asgerdur tuvo que arreglárselas para construir un refugio diferente y tuvimos que buscar muchas ramas pequeñas y hojas para crear un techo y paredes que nos aislaran del viento.
El fuego crepitaba alegre mientras Asgerdur y yo uníamos fuerzas para terminar nuestro refugio. El agua aliviaba nuestra sed, pero nuestros cuerpos enfrentarían otros peligros si no podíamos protegernos del viento.
Regresaba de mi tercer viaje en busca de agujas de pino cuando encontré a Asgerdur subido a un árbol. Apuñalaba algo con mi espada. Lo arrojó al suelo y luego tiró un montón de semillas al suelo.
—Ardillas y bellotas para la cena—anunció orgulloso.
—¿Ardilla? —no quise acercarme demasiado al árbol del cual él bajaba. Ardilla, había comido pescado crudo, pero ¿Ardilla?
—No vas a encontrar nada más sustancioso sin un arco o una flecha y el manantial tiene peces muy pequeños—explicó mientras tomaba a las ardillas por la cola—. Dos ardillas de buen tamaño, estaban engordando para el invierno.
Gruñí, simplemente genial, pasar de todos los banquetes del palacio, cubertería de oro y música dedicada por las más grandes artistas del reino para terminar en un bosque en medio de la nada comiendo ardillas.
Me dirigí al manantial. Era un sencillo brazo de agua que discurría a un par de metros de donde habíamos dispuesto nuestro campamento improvisado. Las aguas cristalinas corrían con rapidez y zigzagueaban aquí y allá. Tal como lo dijo Asgerdur, el ocasional pez era demasiado pequeño.
A pesar del frío decidí lavar un poco mi cuerpo. Tenía comezón en partes que se supone que no deben picar y si pasaba las manos por mi piel sentía granos de sal. Me desnudé e ignoré el helado viento que acuchillaba mi piel. Tomé algo de agua entre mis manos y salpiqué mi cuerpo. Grité una maldición, estaba helada.
Como pude terminé de asearme y aunque tiritaba y tuve que volver a vestir mi ropa sucia, me sentí mucho mejor. Regresé con Asgerdur y me senté cerca del fuego, ignorando los pequeños cuerpos que se doraban sobre estacas de madera.
—Ustedes y su obsesión con la limpieza—Asgerdur negó con la cabeza y dio vueltas a las bellotas que tostaba sobre una roca cerca del fuego.
—Mi piel estaba llena de sal.
—Y ahora enfermarás—me tendió una de las ardillas y para mi sorpresa ni siquiera lo pensé. Tenía demasiada hambre.
Descansamos sobre una cama de agujas de pino, cubiertos con la lona de nuestra barcaza. Al día siguiente Asgerdur planeaba encontrar algún poblado de Cathatica. No era un reino muy organizado, pero se las arreglaban para sembrar el terror en sus enemigos.
Cada ciudad estaba gobernada por un Señor o Señora, quien tenía a su cargo un ejército. En ocasiones se ofendían con otra ciudad o simplemente tenían ganas de probar sangre y marchaban unos contra otros. El rey lo permitía.
—No entiendo porque permite que sus fuerzas se debiliten de esa forma—mascullé mientras nos dirigíamos en dirección a un valle. Según Asgerdur, esta era solo uno de los muchos poblados y que teníamos suerte de que fuera aliado del suyo.
—No nos debilita, nos fortalece. Los tiempos de guerra mantienen fuertes y activos a los hombres y mujeres, los mantiene inmunes a la sangre y el dolor—me tendió la mano para ayudarme a subir una roca particularmente grande que bloqueaba el camino.
—Pero tantas muertes son ilógicas.
—Si mueres con honor vas a la otra vida como un gran Señor, eres respetado. Morir en batalla no es ilógico, lo contrario es vergüenza.
—Aun así, su ejército se ve menguado, debilitado ¿Cómo pueden trabajar juntas ciudades rivales?
Asgerdur lanzó una carcajada, se inclinó y arrancó un par de hongos del suelo. Tendió un par en mi dirección. Los tomé y di un mordisco tentativo. No eran los champiñones a los que estaba acostumbrada, pero estaban deliciosos.
—Porque los une el amor por Cathatica. No dejarían que sus disputas internas les prohíban alcanzar el mayor honor, morir por su tierra—dijo con tono soñador—. En cuanto a números, siempre habrá guerreros. Cualquier chico o chica de 14 años de mi pueblo puede darte una paliza con una mano atada a la espalda.
—Te equivocas, fui entrenada desde la cuna—bufé herida en mi orgullo.
—Bueno, podrás demostrarlo en estas tierras—señaló hacia el frente, donde un humilde poblado se alzaba como recién salido de la tierra.
Se trataba de cabañas fabricadas con gruesos troncos, sus techos recubiertos de paja tenían una cobertura de tejas de barro. Las nevadas constantes habían deslucido algunas de ellas, llevándolas a ser solo pelotas de barro que destilaba sobre las paredes. No tenían ventanas, solo un pequeño agujero circular.
—Para la luz en la cocina—explicó Asgerdur—. No quieres ventanas con este frío.
Las calles estaban húmedas y llenas de charcos, aquí y allá se encontraban montoncitos de desperdicio de caballos y ovejas. Incluso había gansos compitiendo con mis piernas por un espacio para caminar.
Los habitantes siempre miraban al frente, sus voluminosos abrigos y cuerpos musculosos y fuertes eran suficientes para abrirles paso en las calles extremadamente transitadas.
—Buscaré un par de abrigos—Asgerdur metió la mano en el interior de su pantalón y sacó una bolsita tintineante. Fruncí mis labios por el asco—¿Qué? Eso lo salvó de la tormenta. Es el pago que me debía Einar, el muy maldito no nos pagaba hasta que abandonábamos algún puerto.
—¿Puertos?
—Existen multitud de puertos piratas, niña.
Rodé los ojos y lo seguí hasta un puerto que vendía gruesas pieles. Compré una hermosa chaqueta de piel de zorro, pantalones de cuero de venado y gruesas botas. Asgerdur mantuvo sus pantalones, pero compró una capa, una chaqueta y botas.
—Nos quedaremos esta noche en la posada y mañana partiremos a Kuk, mi ciudad natal. Es una población costera que se encuentra a unos 100 km al noroeste, cruzando el valle.
Asentí, no muy segura de aquel plan, me encontraba en tierra aliada, pero no era del todo seguro para una princesa como yo el encontrarme en las calles de poblados tan belicosos. Quizás por eso no podía sacudir la extraña sensación que dominaba mí nuca. Era como si alguien me vigilara y su mirada guardara una profunda intensidad. Varias veces di la vuelta para sorprender al espía, pero no había nadie, solo el bullicio de los transeúntes y gansos.
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