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Intrigas

La cofa se convirtió en mi único refugio en el barril flotante que era la fragata Elektra. Descubrí su nombre de manera casual y Einar no pudo contener la risa al ver mi sorpresa. Me explicó que un navío siempre debía tener nombre, que era de mal agüero echarse al mar en un buque sin nombre.

Mi constante estudio sobre el barco había dado sus frutos. Aprendí el nombre de los palos, de las velas y me vi sorprendida al descubrir todo el sistema que nos mantenía a flote y en movimiento.

Zirani también avanzaba en su estudio sobre nuestra cultura. Por alguna extraña razón, subía a la cofa cuando veía bajar a Einar. En muy raras ocasiones coincidían y cuando lo hacían, parecía existir una extraña tensión entre ambos.

Descubrí el nombre de los demás pasajeros, Malén y Adara eran la pareja natural de Calixtho, habíamos avanzado lo suficiente como para evitar los prejuicios hacia ese tipo de parejas, gracias a mi bisabuela. Pese a ello, seguían siendo cautelosos y difícilmente se relacionaban con algún miembro del barco.

Adel, Basim y Fadil eran los comerciantes de Tasmandar y Ethion. Era sencillo identificar a Adel como ciudadano del primer reino, sus ropajes de colores ligeros y su eterno aspecto pensativo lo delataban. Basim y Fadil pertenecían a Ethion, eran huraños y muy recatados, en los diez días que llevábamos de navegación, solo se habían relacionado entre ellos y con la guerrera nórdica.

Hasiq era el estudioso de Tasmandar. Según tenía entendido, era un eminente filósofo y científico. Un hombre casado con sus libros y que apenas se había inmutado por la hermosa y opresiva extensión azul que le rodeaba.

Eyra era la guerrera nórdica. Con frecuencia podía escucharla afilar su arsenal en su camarote. Teníamos prohibido sacar cualquier arma fuera de ellos, pero estaba segura que ella ocultaba alguna daga en sus botas.

O en su escote, los días eran calurosos y aún así, ella llevaba pieles encima.

Podía observarlos moverse como hormigas en el combes y el alcázar. Algunos se apoyaban en la amurada y dejaban que el frescor marino aliviara sus pulmones del opresivo aroma del interior del navío.

A proa podía escucharse el graznido de algún ganso y el mugir de algunas vacas. Eran nuestra fuente de queso y leche fresca mientras se mantuvieran sanos y con vida. Los gansos, bueno, estaban destinados a ser la comida de los fines de semana.

No había prestado atención a la sinfonía del barco. Los cabos, obenques y velas creaban una combinación única de sonidos cuando el viento los impactaba.

Detuve mis contemplaciones para observar las velas. Se hinchaban con fuerza por momentos y en otros, perdían toda la tensión.

Incluso para una novata en el mar como yo, aquél día era diferente, extraño. En primer lugar, amaneció con un precioso cielo anaranjado. Einar palideció al verlo y corrió hacia los entrepuentes inferiores murmurando sobre la cantidad de trabajo que tenía que terminar.

Yo me limité a disfrutar de los hermosos colores sin comprender el peligro que vaticinaban.

Desde mi posición privilegiada en la cofa pude observar mejor el mar. Las olas se encontraban agitadas e impactaban entre sí, formando cúmulos de burbujas blancas que acariciaban el barco desde la proa hasta la popa.

—Será mejor que baje, señorita—dijo el marinero de guardia, quien al parecer también había notado el extraño comportamiento del mar.

Asentí y me dispuse a bajar. Sentía una extraña punzada en el fondo de mi estómago, una premonición física, un miedo latente que se negaba a manifestarse en mi exterior.

Me topé con Zirani en la cubierta, su expresión era grave.

—Almorzaremos temprano y nos permitirán llevar algunas galletas y ron a los camarotes, pero nada más—me informó mientras bajábamos las escalas, cruzábamos el vestíbulo y llegábamos al comedor.

En él, la actividad era frenética, los pajes verificaban que los tornillos que fijaban las mesas y sillas las mantuvieran firmes. Luego, sirvieron el almuerzo, una especie de sopa de pescado muy condimentada.

Recibí mi ración de galletas y ron y la llevé a mi camarote. No entendía aún que estaba pasando, por lo que decidí subir a cubierta.

Subí las escalas tratando de balancearme con el barco, el movimiento de bamboleo había incrementado y lo primero que me recibió al salir fue un baño de agua salada helada.

Las olas eran altísimas y bañaban el barco desde el mascarón de proa hasta el castillo de popa. Llegaban de todos lados, de babor y estribor, meciendo nuestra humilde barcaza como un palito en el mar.

Trastabillé y prácticamente caminé a gatas por una cubierta cada vez más inclinada hacia una de las amuradas. Logré sujetarme con firmeza de uno de los obenques y la imagen que obtuve del horizonte heló mi corazón.

Gruesos nubarrones de color negro, morado y azul se arremolinaban, tomaban formas diversas y luego se perdían en su constante crecimiento. Un viento fresco, con marcado aroma a mar acariciaba mi rostro con una suavidad que contrastaba con la amenaza implícita de aquella tormenta que se cernía implacable sobre nosotros.

Observé las velas, las habían recogido sobre sus respectivas vergas. Las estaban asegurando con gruesos y resistentes cabos. Los marineros llevaban capotes embreados para mantenerse secos y calientes.

De la cocina en proa ya no emanaba humo. Habían apagado todos los fogones para reducir el riesgo de incendio. Temblé involuntariamente.

—Debes dirigirte a tu camarote—me informó la capitana desde el castillo de popa. Me miró durante un segundo y luego observó con preocupación la tormenta.

Asentí y entre resbalones abandoné la cubierta y descendí por las escalas hasta el vestíbulo. Un bandazo del barco me obligó a sujetarme del palo de mesana y una ola ingresó por la escotilla, empapando mi espalda con agua helada.

Herdis recorría los camarotes, contando a los pasajeros y gritando órdenes.

—No abandonen sus camarotes hasta que se les ordene lo contrario. Está prohibido subir a cubierta hasta que la capitana o algún oficial de la voz. El comedor estará cerrado durante la tormenta. Deben cuidar las raciones que les fueron otorgadas. Aseguren sus pertenencias y todo lo que pueda caerse en el camarote. Duerman con las botas puestas por si debemos abandonar el barco—repetía una y otra vez en la puerta de cada camarote.

A trompicones ingresé en mi camarote. Había un pequeño barril con agua, una botella de ron y un paquete de "galletas".

Aseguré los libros, velas y mi ropa dentro de mi equipaje. Estarían mucho más secos ahí que afuera. Noté que la ventana estaba sellada con estropajo y brea. Tampoco la necesitaba, el ambiente estaba lo suficientemente helado.

Los constantes bandazos del barco me llevaron a recostarme en mi hamaca y a cerrar los bordes sobre mi cuerpo. El movimiento era excesivo y no paraba de mecerme en la oscuridad absoluta.

Un estruendo anunció el inicio del fin. Los cielos se abrieron sobre nosotros. Podía escuchar los gruesos goterones impactando cada tabla del barco, cada ola amenazando con partirnos a la mitad. Los palos tronaban con el viento, el barco daba vueltas y caía desde cumbres infinitas solo para caer en los abismos más profundos.

Mi hamaca se balanceaba tanto que ahora golpeaba contra cada pared de mi camarote. El tiempo se hacía eterno en aquella abrumadora e inmisericorde oscuridad. Mi estómago buscaba rebelarse contra su contenido y mi corazón parecía querer abandonar mi pecho. Quería arrancarme las orejas para no escuchar más aquel concierto de gritos que provenía del barco mismo ¿O eran los pasajeros? ¿Habían sido expulsados de sus camarotes?

Escuché el agua ingresar y chapotear en el vestíbulo, podía jurar que incluso ingresaba a mi camarote. Gemí esperando sentir la fría mordedura del agua contra mi espalda. Si eso ocurría, poco me importarían las órdenes de Vivian, iba a abandonar esta inútil barcaza.

Un nuevo movimiento sacudió el barco. Sentí como se inclinaba al punto de dejarme completamente pegada a la pared de mi camarote ¡Estábamos casi en vertical! Luego, regresé con violencia hacia el otro lado. El impacto hizo castañear mis dientes y pude escuchar golpes y maldiciones desde los otros camarotes.

Una luz repentina conquistó los rincones de aquella caja de golpes. Enseguida, un estruendo hizo vibrar mis entrañas y erizó todos los vellos de mi cuerpo. Quise llorar, mi corazón no dejaba de golpetear en mi interior, el ruido no cesaba, el agua ahora golpeaba mi ventana.

Maldito el día que acepté las palabras de mis madres como sabios consejos. Ahora más que nunca estaba segura que pretendían deshacerse de mí y darle el trono a la verdadera heredera de sangre. Todos los abrazos, mimos, cariño y educación habían sido en balde. No me amaban. No envías a quien amas a un horroroso y peligroso viaje en alta mar.

¡Y debía repetirlo de regreso pronto! Casi un año fuera de casa, de mi tierra, de Calixtho y lejos de mis amigas.

Mi periodo de auto compasión se vio interrumpido por un sollozo leve y ahogado. Venía del camarote contiguo al mío. Era Zirani.

Entre balbuceos podía escucharla llamar a sus padres, gemir y pedir perdón a sus dioses por pensamientos impuros. Parecía estar confesando sus pecados para ser aceptada en algún paraíso después de la muerte.

Otro rayo atravesó el firmamento y el barco volvió a subir otra cuesta. Escuché un estruendo en su camarote y luego silencio.

Sopese mis opciones. Las órdenes eran quedarse en los camarotes, pero todo el personal parecía estar en cubierta luchando por mantener el barco a flote, el chirrido de la bomba de achique no había dejado de escucharse ni un segundo sobre el estruendo de la tormenta.

En un momento me decidí. Zirani era una importante representante de su gente, no podía simplemente dejarla sola en aquella situación, era mi deber como anfitriona, como su amiga.

Si es que podíamos considerarnos amigas.

Bajé de mi hamaca y chapoteé en el agua que se acumulaba en el suelo. Forcejeé con mi puerta para destrabarla y finalmente lo logré. El vestíbulo era un caos, olas y agua ingresaban a toneladas por algunos agujeros de la escotilla sellada, el viento incluso se las arreglaba para entrar y helar el lugar.

Los relámpagos iluminaban levemente el lugar que, de lo contrario, se mantenía tan oscuro como la boca de un dragón. Por esa razón, decidí avanzar a cada resplandor, solo eran un par de pasos, pero era imposible avanzar en aquella superficie que no paraba de inclinarse.

Logré sujetar la puerta del camarote de Zirani justo cuando el barco volvía a inclinarse. Quedé colgada unos segundos y luego, aproveché la caída para forzar la puerta a abrirse.

Dentro, solo se escuchaba un cuerpo rodar.

Entré con miedo en aquel espacio. Apenas podía distinguir nada. Un relámpago repentino iluminó la figura desmadejada de Zirani apoyada en la pared que daba a la proa. Su hamaca se había soltado del soporte. Tal vez, solo estaba aturdida y asustada. Chicas como ella no estaban entrenadas para mantener la calma.

No que yo fuera el mejor ejemplo, estaba a punto de orinarme en los pantalones.

Sujeté su cuerpo y la levanté sobre mis hombros. Necesitaba llegar a mi camarote antes que otra ola masiva decidiera atacar el buque.

Por suerte, la naturaleza fue benévola y me permitió regresar a mi camarote antes de desatar su furia.

Recosté a Zirani en mi hamaca. Necesitaba algo de luz para comprobar si estaba bien o necesitaba algún tipo de atención. Trastabillé hasta sacar a ciegas una vela de mi equipaje. La deposité en el platillo destinado a tal fin y logré clavarlo en una rendija de la pared de popa.

La luz me brindó una nueva perspectiva del estado de mi camarote. El agua había subido un par de centímetros, pero no había alcanzado la línea de abertura de mi baúl. Por lo tanto, mi ropa y enseres estaban a salvo.

Observé a Zirani. No había rastro aparente de sangre y su cabeza solo presentaba una pequeña inflamación sobre la ceja derecha. Su cuerpo parecía magullado, pero estaba bien, nada parecía estar roto o en un ángulo terrible.

Me estremecí ante el recuerdo. Durante mi patrullaje en la frontera había presenciado los estragos del impacto de un mazo contra un brazo desprotegido. Nunca había visto una extremidad doblarse así.

Zirani temblaba y protestaba cada vez que me sujetaba de la hamaca para no caer ante las mecidas del barco. Fruncí el ceño, le estaba prestando mi hamaca, al menos podía ser algo más agradecida.

Busqué ropa seca en mi baúl. Un resfriado no era un juego. Encontré un abrigo de lana y pantalones de grueso algodón.

Entre trompicones y resbalones logré quitarle las botas. Las dejé descansando sobre mi diminuto lavamanos, luego empecé a desabotonar su camisa.

Muchas veces había protestado ante mi suerte con el destino. Siempre existía la extraña tendencia a pasarme todo lo malo a mí. Estaba por retirar la empapada prenda cuando Zirani abrió los ojos.

—¡Déjame maldita pervertida! —chilló. Por suerte, no tuve que responderle. La fuerza de su grito debió rebotar en su cráneo magullado, porque se sujetó la cabeza y volvió a caer inerte sobre la lona.

Terminé de vestirla sin mayores incidentes y sin ver demasiado. No era momento para actuar como una depravada y satisfacer la terrible opinión que tenía sobre mí.

—Lo siento—susurró luego de un rato. Al parecer, la calidez y la suavidad de la ropa nueva la habían sacado de su sopor.

—Debí dejar que te sacudieras como un muñeco sin vida—aseveré sujetándome de nuevo de la hamaca cuando otra ola azotó el buque.

—Gracias—tiró de las mangas para cubrir sus manos y lo logró, era más pequeña que yo.

—Eso está mejor. ¿Ya no planeas acusarme de nada? —inquirí con cierto veneno en mi voz.

—No, supongo que fue la sorpresa—apartó la mirada.

—Ni que fueras tan hermosa—bufé.

—Será mejor que apagues la vela y subas—dijo con un tono que sonó bastante herido ¿Acaso le importaba la opinión que tuviera sobre su belleza? —. Este tipo de tormentas suelen ofrecer unos minutos de calma para luego empezar de nuevo. Muchas han impactado las tierras de mi padre.

Asentí con gravedad y apagué la vela. En la densa y húmeda oscuridad logré alcanzar mi hamaca y tras algunas maniobras, logramos compartir el reducido espacio.

—Oye—llamé su atención—. No quise decir que no fueras hermosa—no podía evitar disculparme—. Lo que quería decir es que yo jamás me aprovecharía de nadie de esa forma.

Zirani asintió con rigidez a mi lado. Podía escucharla pensar a toda prisa, como si en su mente se librara una atronadora batalla.

Cuando el oleaje y los vientos reiniciaron su azote sobre el barco, Zirani se giró y abrazó mi cuerpo con fuerza. Podía sentirla temblar, sus dientes castañeaban.

—Tranquila, no vamos a hundirnos—la tranquilicé—. Nuestra armada es de las mejores que han surcado los mares. Una estúpida tormenta no podrá con nosotros.

—En mi viaje de ida a tu reino encontramos solo el mejor de los tiempos. Mares calmos, apenas había oleaje. Fue un viaje hermoso.

—Bueno, necesitabas la experiencia completa—bromeé tratando de superar la estridente explosión de un trueno.

Permanecimos en silencio, ahogando muecas cuando impactábamos las paredes del camarote, inspirando profundamente cuando sentíamos que subíamos una cresta para luego caer inexorablemente hacia las profundidades marinas.

—Anahí, si morimos aquí —empezó Zirani cuando no dejábamos de subir y bajar, de girar y traquetear en la oscuridad —. Si morimos aquí no quiero irme con una duda.

—No vamos a morir—espeté rodeándola con mis brazos.

—Por favor—susurró con desesperación.

—Está bien—rodé los ojos en la oscuridad— ¿Qué quieres saber? —pregunté entre dientes cuando un nuevo movimiento brusco nos sacudió y amenazó con lanzarnos fuera de la hamaca.

—¿Qué se siente besar una chica?

—¡¿Qué?!—exclamé liberándola de mi abrazo.

—Mi padre me mataría si lo descubre—hizo una pausa y pude sentir como apartaba la vista hacia una de las esquinas del camarote—. Pero en Calixtho conocí un chico y estuvimos juntos—sentí como la temperatura de su rostro se elevaba.

El siguiente bandazo del barco ahogó mi carcajada.

—¡¿La hija perfecta de papi ya no es virgen?!—grité en un susurro. Era consciente de la grave importancia que tenía tal secreto.

—¡Oye! ¿Me responderás o no?

—La verdad—traté de recuperarme de la risa, era difícil. Era como un maremoto de alivio entre todo el estrés que estábamos experimentando—. Ni sabría diferenciarlo. Nunca he besado a un hombre. ¡Mis madres enloquecerían!

—Entonces, soy más atrevida que tu—me picó. Era una faceta suya que no conocía, un lado juguetón que por alguna razón me agradaba.

—No lo sé, tal vez necesitas algo para superarme—bromeé.

El poderoso embate de una ola interrumpió nuestra conversación. Un vacío en mi estómago y el repentino silencio actuaron como preludio de uno de los movimientos más aterradores de la noche.

El barco giró sobre el eje del palo mayor, como si nos hubiera atrapado el centro de un remolino. Salimos despedidas y caímos juntas en una esquina, por suerte, logré protegerla del golpe con mi cuerpo. Era un acto reflejo, ella era una importante dignataria, solo eso, tal vez, una amiga, nada más.

Aquellas justificaciones salieron volando por la borda cuando noté que la fuerza del giro nos mantenía contra la pared, frente a frente. Esta vez y con total certeza íbamos a morir. Si estábamos atrapadas en algún remolino, el barco no soportaría. Podía escucharlo crujir, cada tablón lloraba y gemía ante los golpes y el giro violento con los que era castigado.

Quizás fue la desesperación, o las circunstancias. Tal vez fue un sentimiento naciente en el interior más recóndito de mi corazón o un mero capricho, un invento de mi mente sumida en la angustia y el abatimiento.

—Bueno, parece que ahora si vamos a morir—afirmé perdiéndome en aquellos ojos oscuros y enigmáticos que me miraban anegados en lágrimas— ¿Puedo aclarar tus dudas?

Un ligero asentimiento fue todo el permiso que necesité. Incliné mi cabeza y uní sus labios a los míos.

Eran extremadamente suaves, con el grosor perfecto, me invitaban a perderme en ellos, a devorarlos con pasión y a la vez, con la más extrema morosidad.

Zirani respondió al beso luego de unos instantes, quizás estaba sorprendida, aterrada en diversos niveles. Sentí su lengua tímida delinear mis labios y le permití explorar mi boca, suave, tímida, como si temiera hacer algo mal.

Una de mis manos acunó su mejilla, delicada, tersa y aterciopelada. Mi otra mano se concentró en tomar su cintura y acercarla a mí.

Y así, nuestro mundo continuó girando y por suerte, el barco quedó absolutamente inmóvil y silencioso sobre el mar. Nuestras vidas sin embargo, apenas habían empezado a cambiar.

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