El inicio
Mis pies chapotearon en la nieve semicongelada que cubría el camino, varias veces resbalé. A mi lado las carretas pasaban veloces, los caballos chapoteaban y llenaban de lodo el bajo de mis pantalones y sus conductores me gritaban uno que otro insulto para que me apartara del camino. Todos sabían que las carretas debían circular por el centro del camino, pero no, los conductores llevaban tanta prisa que las llevaban por los laterales, corriendo a tal velocidad y rebasándose entre sí como si se tratara de una carrera. Ugh, Cathatica era un reino desordenado y sus habitantes eran una muestra de ello.
—¿Tienes algún problema? Luces como si tuvieras uno —gritó un chico que iba sentado en la parte trasera de la única carreta que iba a una velocidad decente y que circulaba justo en medio del camino.
—Sí, voy a llegar tarde al muelle y cubierta de lodo. —Sus ojos se iluminaron y sonrió.
—¿A cuál fragata te asignaron? —inquirió y me tendió una mano en una silenciosa invitación. Sujeté la correa de la bolsa de lona con una mano y corrí hacia él, tomé su mano y permití que jalara de mi hasta subirme a la carrera. Terminé sentada a su lado, en el pequeño borde que dejaban libre la gran cantidad de sacos que transportaba la carreta.
Bien, estaba en problemas, no conocía el nombre de la fragata en la cual viajaría, solo recordaba que era la única no mercante. Observé al chico de cerca, debía ser un par de años menor que yo. Tenía una barba rojiza incipiente, que parecía más una batalla entre grupos de vellos dispersos que una verdadera barba; llevaba el cabello rojizo liso atado en una coleta y sus ojos verdes eran curiosos y vibrantes. Su rostro era casi tan largo como el de un caballo, unas facciones poco atractivas que parecía compensar con un buen ánimo y una sonrisa casi perenne.
—Vamos, puedes decirme —presionó.
—Bueno, voy a la única que tiene cañones —expliqué y tal y como lo esperaba soltó una carcajada.
—La Tempestad —sonrió el chico—. Debes ser toda una marinera de agua dulce si no te fijas en el nombre del navío.
—No lo soy, voy como grumete personal del capitán —respondí y enderecé mi porte. Había encontrado un puesto medianamente importante, debía estar orgullosa de ello.
—Oh, bueno, hablamos el mismo idioma entonces. Soy paje del médico de a bordo. —Encogió sus hombros y señaló los sacos que colmaban la carreta—. Eso que ves ahí son todo potingues, hierbas secas e instrumentos de repuesto.
—Harald, creo que no te has presentado a nuestra pequeña polizón —dijo el conductor de la carreta, un hombre en el cual no había reparado antes. Cómo hacerlo si estaba cubierto por los sacos hasta casi la coronilla.
—Oh, cierto, soy Harald. Hijo del Gran Ivar.
—Querrás decir huérfano del Gran Idiota de Ivar —masculló nuestro conductor—. Solo un imbécil como él se lanza a saquear a los habitantes de Hekima con una flota tan pequeña. Los subestimó y perdió la cabeza por ello.
—La cabeza llegó vía mensajero un par de meses después —continuó Harald como si no le importaran los insultos a la memoria de su padre—. Y ahora me preparo para vengarlo. Pasaré de paje a grumete y de grumete a soldado y antes que lo noten todos, seré un oficial y en unos años me ganaré un barco con mi valor.
—Que interesante plan de vida —susurré asombrada y no pude evitar analizar la contextura del chico. Era flaco para la contextura normal de los nórdicos, siempre musculosos y fuertes desde la más tierna infancia. Sus brazos eran un tanto fibrosos, parecía que podían soportar el peso de un hacha de guerra, pero no el impacto de un guerrero contra un escudo.
—Es más fácil llevarlo a cabo en época de guerras —admitió—. Así que voy rumbo a Kyriacos en la primera expedición. Tendré la ventaja.
—Delirios de un niño —masculló el conductor.
—¡No soy un niño! ¡Tengo barba! Soy un hombre ya.
—Si a esos retazos de musgo que tienes en la barbilla los llama barba yo soy una cabra.
Las ruedas de la carreta resbalaron en el lodo y la sangre que cubría el muelle. Habíamos llegado a nuestro destino y mis dos compañeros de viaje parecían entretenidos en su propia discusión como para notarlo. Me tomé mi tiempo para analizar lo que me rodeaba. Las fragatas mercantes terminaban de cargar sus últimas mercancías y pasajeros, algunas familias se despedían en el muelle, padres y madres abrazaban a sus hijos pequeños y los dejaban en manos de sus abuelos o de sirvientes de confianza, de sus parejas respectivas o en manos de sus vecinos.
Alcanzamos La Tempestad, las ruedas resbalaron unos instantes sobre el muelle. Harald bajó de un salto y se echó su propia bolsa de lona sobre el hombro.
—Harald, espera un instante. —Nuestro conductor abandonó su puesto y por fin pude detallarlo. Era un hombre mayor, le calculaba unos cincuenta o sesenta años, sus hombros anchos estrechaban los hombros de su casaca roja y su pecho firme se dejaba ver por los botones desabrochados de su camisa blanca. Los pantalones oscuros ocultaban piernas fuertes y sobre su cadera derecha colgaba un sable y un hacha de guerra y junto a ellos una cartuchera de gran tamaño—. Cuando cruces esa rampa. —Señaló hacia el barco—. Dejaré de ser tu tío y me convertiré en tu superior, así que exijo el máximo respeto. Conoces las leyes de a bordo, no te protegeré si las incumples.
Oh, así que este era nuestro famoso médico de a bordo.
—Sí, tío, lo entiendo perfectamente —el ánimo jocoso de Harald desapareció por completo y fue reemplazado por fría obediencia.
—Soy Sigurd, jovencita —se presentó y me tendió su mano—. Espero no verte debajo de mis herramientas demasiado pronto, mejor dicho, nunca —bufó—. Ahora, ve con Harald, dejen sus bártulos en su habitación y regresen aquí. Estos sacos no se descargarán solos.
—Pero, yo soy grumete del capitán, debo presentarme a él —mascullé.
—Lo harás después de bajar estos sacos —gruñó Sigurd.
—Vamos, no quieres enojarlo —Harald tomó mi mano y tiró de mí en dirección a la rampa que unía la fragata con el muelle. Esta vez la crucé con paso firme, arriesgarme a prestar demasiada atención a las aguas oscuras que se arremolinaban varios metros por debajo de nosotros.
El diseño de esta fragata no era tan diferente al de la Elektra, con la excepción de que se notaba más robusta. Sus amuradas eran mucho más gruesas, sus palos mayor, de mesana y de trinquete parecían mucho más resistentes y contaban con muchos más aros y remaches. No pude detallar mucho más porque Harald me guio a la carrera hasta el castillo de popa, allí intercambió algunas palabras con un joven guardiamarina.
—Soy el paje del doctor Sigurd y mi compañera es la grumete del capitán —saludó y le imité con torpeza.
—Pueden pasar —indicó y se hizo a un lado—. Sepan que si algo desaparece será su responsabilidad —amenazó.
Ingresamos al alcázar y pasamos junto al piloto y le saludamos con rapidez. Miré a mi alrededor, había algunos cañones pequeños, tal vez de 4 kilos de capacidad, frente a mí se encontraban dos puertas. Harald ingresó a través de la puerta derecha y le seguí.
Pronto nos encontramos con un saloncito con mesa y tres sillones, atrás se encontraba un escritorio y junto a este una cama y una pequeña biblioteca. Detrás del escritorio se encontraban las ventanas, estaban abiertas de par en par y dejaban entrar una fría brisa marina al lugar.
—Vamos —. Harald tiró de mi mano y me llevó por una pequeña puerta situada a estribor, bajamos unos escalones, giramos a la derecha, frente a nosotros se extendía un pasillo con dos puertas al final. Cruzamos el pasillo y atravesamos la puerta que daba a la izquierda.
—La que estaba frente a nosotros es la puerta que da al segundo puente, 20 baterías de lado y lado de 8 kilogramos—explicó a toda prisa.
—Yo había contado solo 20 —musité sorprendida.
—En el primer puente hay otras 20, pero de 12 kilogramos. Luego hablamos de este portento, necesitamos instalarlos ya o mi tío me matará —señaló sobre su hombro y recordé que no había detallado el lugar en el que nos encontrábamos.
Era largo espacio lleno de punta a punta con hamacas colgadas una junto a la otra. Sobre cada una de ellas se encontraba una estantería individual con aspecto de cesta, debajo de la misma se encontraba un perchero. Algunos de los estantes estaban ocupados con bolsas de lona y de los percheros colgaban uniformes, camisas y pantalones informales.
—Elije rápido —invitó Harald.
Di otro vistazo el lugar, parecía un pasillo largo que habían aprovechado para convertir en habitación comunitaria. Su ancho era perfecto para colgar hamacas. Fruncí el ceño y miré las paredes, al menos había algunas ventanillas. Las hamacas colgaban a la altura de mi barbilla, sería toda una proeza subir o bajar de ellas en altamar. Suspiré y elegí una hamaca que se encontraba junto a una ventana, dejé mi bolsa en su respectiva estantería y colgué mi abrigo de piel en una de las perchas libres que colgaban del perchero.
—Buena elección —Harald eligió la hamaca vecina— ¿No te molesta? —inquirió inseguro.
—No, me agrada conocer a alguien aquí— acepté. Juntos abandonamos nuestra habitación y regresamos al pasillo.
—Sé que se ve estrecho, pero es mucho mejor aquí arriba que en los puentes —explicó—. Por supuesto, los guardiamarinas tienen una habitación algo más grande, es la puerta del fondo a la izquierda—señaló hacia el final del pasillo—. Justo debajo del capitán, el primer oficial, piloto, el contramaestre y junto a los camarotes de los primeros y segundos tenientes y la habitación de los alféreces.
Regresamos al muelle. Allí se encontraba la carreta con algunos grumetes a su alrededor. Pronto nos unimos a la faena. Sigurd había sido muy estricto a la hora de comprar todos sus suplementos médicos y los sacos, que debían de pesar poco al llevar hierbas, pesaban una tonelada. Al parecer habían comprimido todas las hierbas posibles en ellos.
—Es necesario ahorrar espacio —jadeó Harald. Sobre sus hombros llevaba dos sacos. Yo apenas podía con uno. Seguí sus pasos a través de la cubierta, descendimos a través de unas pequeñas escaleras situadas en el combés y desde nos encontramos en el segundo puente.
El lugar era enorme, el sol se colaba a través de enjaretados en la cubierta creando fantasmales líneas de luz. A lado y lado se encontraban los cañones, atados con firmeza al suelo. Las hamacas estaban extendidas y se mecían con el tenue vaivén del buque. Al final del puente divisé algunas mesas organizadas contra los mamparos o paredes del barco. Aquí y allá se extendían algunos gabinetes.
—Para armas y herramientas —explicó Harald, quien me guio hacia otra escotilla. Descendimos y nos encontramos en el primer puente.
El lugar era mucho más oscuro que el anterior, los enjaretados apenas y dejaban pasar algo de luz y aire. Sobre nosotros se extendían aún más hamacas, de nuevo encontré mesas y compartimentos.
Continuamos el camino y justo sobre la línea de flotación nos encontramos con un entrepuente lleno de bancos y remos. Las salidas de los remos estaban convenientemente selladas.
Descendimos a través de otra escotilla y alcanzamos el sollado, un lugar mucho más oscuro y fresco, aunque ligeramente húmedo. A nuestro alrededor se amontonaban algunos toneles y barriles, cajas con todo tipo de medicamentos, alimentos secos y munición. Del techo colgaban ristras de ajos, cebollas y jamones.
—¿Es seguro dejar las hierbas aquí?
—Están secas —Harald se encogió de hombros y buscó un lugar alto, cercano al techo, pero alejado de los enjaretados. Allí dejó su carga y me ayudó a subir la mía—. Es el mejor lugar para almacenarlas. Es algo húmedo, pero sería peor si se mojan por una tormenta o las perdemos durante un ataque. Este lugar también funge como hospital temporal cuando estamos bajo ataque —señaló un espacio libre bajo la escotilla y en el centro del sollado.
Descargar la carreta no nos tomó demasiado tiempo. Finalizamos justo cuando el contramaestre daba la orden para soltar amarras y ordenaba a los marineros que no fueran necesarios en cubiertas a los bancos de remos para maniobrar el barco fuera del muelle.
Divisé al capitán en el castillo de popa, desde allí dirigía todo el espectáculo con su mirada y algunas ordenes escuetas a sus oficiales. En cubierta se agrupaban los soldados, organizados en filas con arcabuces al hombro y espadas en sus talabartes. Todos mantenían la vista fija en el mar si se encontraban a estribor o en el puente si se encontraban a babor.
En un instante sentí como me separaba de la tierra. Era una sensación extraña, como si mi estómago se quedara junto al muelle y mis pies y cabeza corrieran hacia el mar. Con asombro vi como la fragata se separaba lentamente del muelle y maniobraba hacia el oscuro mar abierto.
No pude evitar temblar, sentía una mezcla de excitación y miedo acumulado. Por fin, estaba en el mar, nadie me detendría. Tenía ante mi todo un mundo por delante, unas semanas y podría encontrar a Zirani, aclarar todo el malentendido entre Hallkatla y Calixtho y con suerte, podría establecerme lejos de la corte y vivir una vida junto al amor de mi vida.
—Así que aquí está mi pequeña grumete. —habló el capitán desde el alcázar. Tuve que mirarlo dos veces para reconocerlo. No era para nada el hombre envejecido del día anterior. Llevaba el cabello entrecano peinado hacia la derecha, portaba un uniforme de vibrante color azul con aires de nobleza y sobre sus mangas destacaban tres líneas doradas revelando su rango. Sus ojos verdes me miraban divertidos, pero con un dejo de dureza.
—Capitán —saludé.
—Creo recordar haberle dicho que no deseaba verla ociosa, señorita.
—¿Capitán? —Miré a mi alrededor. Los soldados continuaban su vigilancia sobre el mar como si fuera el peor enemigo. Para mi sorpresa, Harald había desaparecido de mi lado y se encontraba colgado de una de las jarcias, tirando de una cuerda cuya función desconocía.
—Ocúpese de las velas, señorita —ordenó con una sonrisa. El piloto ahogó una risita y una de las tenientes desvió la mirada para ocultar su sonrisa.
—Las velas, claro —repetí solo para tener algo que hacer, mis mejillas ardían a causa de la vergüenza ¿Se suponía que debía saber lo que tenía que hacer?
El capitán suspiró, negó con la cabeza y llamó a uno de los marinos, un hombre fornido, calvo y con una espesa barba castaña
—Daven ¿Puedes enseñarle a nuestra nueva integrante cómo soltar la vela del juanete mayor?
—Sí, capitán. Ven conmigo, marinera de agua dulce —masculló aquel hombre. Una de sus manos se cerró con fuerza sobre mi hombro, me hizo girar y me empujó/guio hacia las jarcias del palo mayor—. Sube—indicó y señaló las jarcias con un dedo lleno de callos y bultos en sus articulaciones.
Miré hacia arriba, hasta donde las jarcias se perdían hasta casi llegar a la última bandera que revoloteaba feliz en el viento sobre la punta del palo mayor.
—Claro —acepté— ¿Hasta dónde?
Daven rodó los ojos, como si hubiera preguntado de qué color era el cielo. Bufó algo sobre marineras inexpertas y respondió:
—Hasta la verga del juanete mayor —bufó y empezó a subir. Miré sobre mi hombro. El capitán tenía la vista fija en mí. Tragué saliva e imité a Daven. Debía empezar a trabajar y fingir que sabía lo que hacía, de lo contrario bien podían arrojarme por la borda o encerrarme en el calabozo. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda, o bien podían poner a buen uso cualquier vara que tuvieran a bordo. No había visto ninguna en el camarote del capitán, pero tampoco había curioseado demasiado.
Subí sin mirar hacia abajo, lo había hecho miles de veces para esconderme en la cofa de Electra, era fácil subir si no pensabas que bajo tus pies había tal altura que bastaba un mal paso para encontrar tu muerte.
Para mi horror, Daven continuó su ascenso hasta llegar a la última verga del palo mayor. Fue entonces que recordé aquel viejo libro que el traidor de Einar me había prestado. La verga del juanete mayor no era más que la última verga del palo mayor, de la cual colgaba el juanete mayor o la tercera vela del palo mayor. Temblé y me aferré con fuerza a las jarcias. Observé las maniobras de Daven y le imité, pronto pasé la cofa y me encontré a su lado.
—Ve al otro lado y suelta los cabos —ordenó.
Con pasos torpes y cuidadosos me desplacé sobre las jarcias hasta llegar al otro lado, encontré los nudos y empecé a liberarlos uno a uno. La vela se desenrolló sobre y aleteó con el viento, luego, con suma suavidad se deslizó sobre las cuerdas a la par que los marineros que se encontraban debajo de ella controlaban su caída al ralentizar la velocidad con la cual los cabos se deslizaban en los garruchos y las empuñaduras de las velas.
No miré más, me concentré en seguir a Daven en el descenso. El feroz marinero no prestó atención al temblor de mis piernas o de mis labios una vez bajé a la seguridad relativa de la cubierta y me llevó de regreso con el capitán.
—Buen trabajo, grumete —sonrió el capitán al verme llegar a los pies del alcázar—. Daven, es tuya por el día de hoy. No necesito escribir cartas y mi camarote está limpio. Solo asegúrate de regresarla a mí a la hora de la cena y con mi comida.
Y así el capitán selló el destino de mi primer día de viaje. Daven me obligó a seguirlo por todo el barco, a subir y bajar jarcias para ajustar y aflojar los cabos de las velas y a frotar a conciencia la cubierta. Solo cuando el sol estaba a punto de ocultarse en el horizonte me llevó hasta la cocina en la proa, dejó en mis manos una charola caliente y colgó en mi antebrazo una servilleta de tela:
—La cena del capitán —dijo con sequedad.
—Gracias, Daven —susurré—. Por cierto, me llamo Anahí, no nos presentamos en todo el día, lo siento —admití. La etiqueta del palacio y las buenas costumbres pesaban sobre mi comportamiento y mi conciencia.
—Un buen marinero siempre está ocupado con algo, que no tuvieras tiempo para presentarte es una buena señal y no algo que deba ser perdonado —palmeó mi hombro con cierto afecto—. Si continuas tu buen trabajo dejarás de ser grumete pronto—sonrió y me dio un leve empujón—. Ahora ve, al capitán Orvar no le gusta esperar por su cena.
Y aquí estaba, la gran heredera al trono reducida a una grumete que sirve la cena caliente a su capitán luego de pasarse todo el día maniobrando entre cabos, jarcias y velas como si de un mono se tratase. No lo lamentaba, quizás solo un poco. Era una decisión que había tomado y, por ende, era parte de mi libertad. Ahora era libre y si serlo significaba rellenar la copa de vino de Orvar cada vez que la sacudía en mi dirección, entonces amaba ser libre. Libre de la corte, del palacio y de la etiqueta y comportamiento esperado de una heredera de Calixtho, libre al fin para ser yo misma y perseguir aquello que me era amado.
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