Ceguera
Los fuertes brazos de Asgerdur me rodearon nada más llegar a su alcance. El aroma de las pieles inundó mis fosas nasales y no pude evitar sentir una punzada en mi corazón. Él y yo habíamos pasado por tanto y ahora, debía dejarlo para seguir mi camino.
—Encontré un lugar en una fragata del ejército.
—No tienes que explicar nada, tu cara lo dice todo—aseguró—¿Quieres pasar esta noche en mi casa? —susurró contra mi cabello—. Podía presentarte a mis padres.
—No puedes ser más dulce—se burló Eyra—. Bueno mocosa, ya que has sellado tu destino yo me marcharé de aquí.
—¿Por qué nos seguías? —pregunté separándome de los brazos de Asgerdur.
—Tenia curiosidad ¿Qué hacían un pirata y la heredera de Calixtho juntos? Ya sabes, a veces es interesante ver desarrollarse las historias de amor prohibido.
—Entonces también eres fanática del romance y la dulzura—concluí mientras luchaba con el sonrojo que amenazada con cubrir mi rostro ante sus conclusiones.
—No, solo me gusta ver como la vida pone en su lugar a aquellos que van contra su destino—sentenció—. Un guerrero va a la batalla con la certeza de que morirá, tal vez no ese día o los siguientes, pero lo hará. Acepta su destino. Una princesa sabe que debe obedecer el mandato de sus padres y casarse con alguien de su reino. El destino no puede cambiarse, es ir contra la voluntad de los Dioses de Sangre.
—Yo me rijo por la Madre Tierra—bufé.
—La cual estoy seguro, apoyaría que obedecieras a tus madres y al sentido común, pero harás lo que te dé la gana—estiró los brazos por encima de su cabeza—. Llevarte pataleando a Calixtho no es una opción, aunque la recompensa sea jugosa—metió la mano en sus abrigos y sacó un pergamino—. El mensajero con el que hablé los estaba repartiendo. Mil monedas por llevarte sana y salva a palacio.
—¿Me seguías por esta razón? —arranqué el pergamino de sus largos dedos y leí el mensaje que ponía precio a mi regreso al palacio.
—Mil monedas, niña—Asgerdur desenvainó su daga y me rodeó con un brazo para pegarme a su cuerpo. Apuntaba a Eyra con fiereza.
—Mil monedas, pirata, aunque, no eres quien para reclamar tal recompensa—Eyra simplemente negó con la cabeza—. Pensé que podría tomar la vida de este asqueroso y llevarte atada hasta tu reino, solo son dos meses de viaje a pie, mil monedas vale el esfuerzo, pero luego vi que estabas dispuesta a todo por la otra princesita y debo admitirlo, una buena tragedia vale más que todo el oro del mundo.
—Eres cruel—bufé.
—La gente que se cree movida por el amor hace cosas maravillosas y estúpidas, ibas a darme demasiado trabajo—se encogió de hombros—. Solo espero que tengas un buen viaje.
Y sin otras palabras que esas, Eyra nos abandonó. Desapareció con paso majestuoso entre las personas que caminaban, o se empujaban entre sí, en plena calle principal.
—Bueno, la arpía se ha ido, vamos, debemos llegar a casa de mis padres antes del anochecer si queremos cenar bien—sonrió con rigidez—. Aunque nuestras creencias establecen que se coloque el plato de la persona que ha abandonado su hogar para q regrese con bien, mi madre no puede permitirse llenar ese plato.
—Cuando todo se arregle espero poder ayudarte—dije no muy segura—. Tal vez pueda darte un lugar en la corte.
—Nah, mocosa, no podrías encerrarme entre paredes de mármol, aunque lo desearas. Mi vida, por dura que ella sea, no la cambio por nada.
A medida que avanzábamos sobre la hierba corta que crujía bajo nuestros pies, no pude evitar notar que los hombros de Asgerdur se inclinaban hacia el suelo cada vez más. No parecía el hombre animado de siempre, sino uno derrotado por las circunstancias de la vida.
A tres kilómetros a las afueras del pueblo se situaba la modesta granja de los padres de Asgerdur. Era de al menos un acre, al juzgar por la humilde cerca de tablones de madera y ramas que rodeaba la propiedad hasta perderse detrás de unos manzanos y melocotoneros. También observé algunos arbustos de los cuales colgaban algunas grosellas rojas y negras. Habían sembrado ambas variedades de forma alterna, creando un patrón sencillo y bonito que destacaba sobre la monocromía del lugar.
En el resto del terreno se distribuían plantas de todo tipo, patatas y zanahorias, algunas legumbres, heno y un terreno a barbecho que, de seguro, sembrarían en la próxima temporada.
—No hay mucho para ofrecer—susurró Asgerdur con pena—. Solo es un acre que heredamos de mis tatarabuelos. La tierra es dura y a veces solo nacen míseras patatas.
—Todo está bien—palmeé su hombro—. No espero ningún gran banquete.
—Eres de la realeza—se encogió de hombros y me guio hasta una puerta con goznes de cuerda gruesa llena de musgo y moho. Empujó la puerta con firmeza y esta crujió.
Un hombre corpulento, de oscuro cabello trenzado manchado por las nieves de la edad asomó la cabeza por la sencilla ventana circular de la vivienda de piedra que se levantaba ante el sembradío. A un lado de esta, destacaba un pequeño establo, desde el cual el balido de las cabras, y el eventual mugir de una vaca, se dejaban escuchar.
—¡Asgerdur! —la ronca, pero fuerte voz de aquel hombre resonó en mi estómago— ¡Has regresado a casa! —contuve el indecoroso deseo de rodar los ojos ante lo evidente de su afirmación— ¡Y has traído una mujer a casa! Dichosos sean los dioses, Asgerdur ha traído a una esposa a casa.
Rodé los ojos y bufé exasperada. Asgerdur se encogió de hombros y recibió a su padre con los brazos abiertos. Sus cuerpos se encontraron en un ruidoso abrazo y poco pude hacer para escapar del firme agarre de aquel hombre cuando liberó a su hijo y fijó su atención en mí.
—Mmm un poco flacucha, pero ¡Lleva una espada! Sabría que escogerías una feroz guerrera que defendiera la casa y diera a luz a poderosos guerreros—los ojos claros, de un gris que hablaba ya de ceguera, se fijaron en mí y viajaron por toda la extensión de mi cuerpo.
—No soy su esposa, ni su prometida—bufé por fin—. Soy amiga de Asgerdur, yo soy—compartí una mirada con un muy divertido pirata, quién soñó se encogió de hombros representando la viva imagen de la despreocupación—. Soy Anahí, señor.
—¡Señor! Oh no, estos viejos ojos casi no podrán ver, pero aún me permiten hacer dos cosas muy bien, identificar una bella dama y evitar los ataques enemigos. Llámame Sven—la puerta de la cerca chirrió de nuevo, la nariz de Sven se frunció un par de veces y sus labios se elevaron en una gran sonrisa, una que solo era evidente por el arco de su poblada barba—. Ella es Elin, mi dulce y valiente esposa.
Por fin pude liberarme de su abrazo y me encontré con una mujer ya entrada en años. Pude notar que las facciones de su rostro compartían muchas similitudes con las de Asgerdur. Era imposible no tomarla por la madre de aquel pirata.
—¿Una esposa? —sus ojos me escanearon de arriba a abajo—. Demasiado flaca, hijo ¿Estás seguro que podrá llevar a tus hijos?
Rechiné mis dientes, odiaba cuando hablaban como si no estuviera ahí, como si fuera alguna pintura o mercancía para ser juzgada.
—Soy Anahí, señora y solo soy una amiga de su hijo. Él me invitó a pasar la noche en su hogar, si ustedes lo permiten.
—¡Faltaría más! Estas de suerte, hoy pesqué un par de rollizas anguilas para la cena—Sven extendió su brazo para invitarme a pasar a su cabaña—. Limpien bien tus botas antes de entrar, las pieles de la sala son nuevas—explicó y tendió en mi dirección un gran balde lleno de agua y un cucharón. Lavé a consciencia la suela de mis botas y solo me atreví a entrar cuando las noté relucientes.
Al atravesar el umbral un fuerte aroma a pescado invadió mi nariz, casi vomité en el acto. Por suerte, pude controlarme al ver la expresión de vergüenza de Asgerdur. Le sonreí para demostrarle que todo estaba bien y tomé asiento en lo que parecía ser la sala de estar de un hogar sin habitaciones.
El suelo estaba tapizado de pieles de cabra en diferentes estados de deterioro. Algunas pieles eran de oveja, con escasa lana, como si la hubieran trasquilado antes de sacrificarla. Todo el suelo estaba cubierto, de seguro para aislar a los habitantes del frío.
La mesa en la cual me sentaba era de madera oscura, tan desgastada que la superficie era absolutamente irregular, como la superficie del mar. Justo en el centro, en un mar de cera derretida, descansaban cinco velas en diferentes estados de consumo. Los bancos eran largos, uno por cada lado, y en los extremos de la mesa destacaban dos taburetes. En conclusión, podían comer, apretadas, unas seis personas.
Justo frente a uno de los taburetes y al lado de la puerta de entrada se encontraba la cocina, un pequeño horno de piedra, un fogón de leña y un par de gabinetes sin puertas y con dos o tres ollas completaban el mobiliario. Del techo colgaban ristras de ajo, salchichas y lo que parecía un jamón. En uno de los armarios cercanos a la ventana se encontraban unos envases de mermelada oscura. Recordé las grosellas y mi boca se hizo agua.
A la derecha se encontraban dos camas separadas por algunas tablas para dar una sensación de privacidad, aunque la separación entre ellas no hablaba mucho de ello. Había agujeros tan grandes como mi mano. Las camas eran sencillas, descansaban en el suelo y estaban cubiertas de pieles. Una estaba hecha a la perfección, la otra evidenciaba algunas arrugas.
En la parte trasera de la casa se encontraba una gran cama, rodeada de algunos tablones y una cortina de tela. La privacidad no parecía ser muy valorada, o al menos, la protegían en la medida de sus capacidades.
Una escalera entre ambas habitaciones me hizo levantar la vista. Sobre las vigas del techo habían improvisado un pequeño ático, en él, podía ver sacos de granos, algunos quesos descansando en unos estantes y de nuevo, ristras de salchichones y jamón, hierbas y algunos sacos con legumbres.
Un sonido metálico desde la cocina distrajo mi atención. La madre de Asgerdur había colocado un sartén al fuego y había colocado una gran bola de grasa a derretir en el centro. Yo estaba habituada a que las cocineras del palacio frieran con aceite y no con grasa de cerdo, la idea no me repugnaba, pero era diferente.
—¿Y cómo se conocieron? —inquirió con curiosidad mientras destripaba las anguilas.
¿Era mi parecer o lo hacía con mayor violencia que la requerida?
—Bueno, mamá, en un barco en altamar—Asgerdur sonrió y posó una de sus manos en mi hombro—. Su barco tuvo problemas y el mío la rescató—sus dedos se cerraron con fuerza sobre mi hombro. Una clara advertencia para seguir su historia.
—Sí, Asgerdur cuidó de mi desde entonces y me invitó a probar los barcos de Cathatica—continué.
—Sabía que no eras de estas tierras—Elin sacudió la cabeza—. Eres una guerrera, así que solo me queda un lugar de origen. Eres de Calixtho.
—Sí, lo soy.
—Curiosas tierras—admitió Elin mientras tiraba las anguilas a la grasa ya líquida. No pude evitar saltar ante el chisporroteo, pero ella apenas y se inmutó.
—Estoy disfrutando la experiencia—aseguré jugando con una ristra de ajos.
—Una jovencita debe recorrer el mundo y aprovecharlo al máximo antes de terminar encerrada entre cuatro paredes, sirviendo a su familia, es lo que siempre he dicho—me apuntó con su cuchillo con seriedad—. No permitas que nadie te ate hasta que estés harta del mundo y añores un hogar.
—Eso tengo pensado—aseguré, aunque sus palabras llevaron desazón y duda a mi corazón. Por primera vez era increpada sobre mi futuro de una manera indirecta, no era la típica pregunta del ¿Qué harás? Era un consejo que tomaba en cuenta el inevitable camino de la vida, uno que debía considerar con Zirani si lográbamos salir vivas de todas las dificultades.
—Mamá vas a asustarla. Anahí sabe dónde está su lugar en la vida—Asgerdur rodeó mis hombros con su brazo y me guio hasta la mesa—. Toma asiento, fue un viaje largo.
La señora bufó y dio vuelta a las anguilas. Parecía acostumbrada a que su hijo le robara las conversaciones, pero tenía que admitirlo, hablar con ella había sido poco menos que enervante.
—Buscaré a mi hermana, debe estar en el granero—explicó con un brillo de ternura en sus ojos, luego susurró en mi oído—. No dejes que mamá te coma la cabeza, es una anciana ya y gusta de dar consejos que nadie le ha pedido.
—No es problema, la verdad que no—me apresuré a responder. La etiqueta de palacio me obligaba a escuchar atentamente incluso aquello que no era de mi interés. Era una habilidad útil, especialmente cuando la maestra de palacio empezaba con las aburridas clases de economía.
Observé a Asgerdur regresar al lado de su madre y brindarle un abrazo digno de un oso gris. Mientras la señora devolvía el abrazo a su hijo, este se las arregló para deslizar la bolsa de monedas en un agujero oscuro ubicado encima de uno de los gabinetes más viejos, uno cuyos tablones de madera parecían a punto de resquebrajarse y convertirse en polvo.
El pirata siguió la dirección de mi mirada y pude notar verdadera furia en sus ojos. La amenaza estaba clara, de abrir mi boca, me cortaría la lengua, si le decía a alguien de las monedas y ponía en riesgo a su familia, mi muerte sería larga y dolorosa. Asentí y saludé, una costumbre propia del ejército y la nobleza, saludar al aceptar una orden. Aunque aquello, había superado todo concepto, era una amenaza, pero también era un ruego, un "No les digas, son sus ahorros y no hablaré sobre ello".
Sonreí, esa extraña forma de comunicación entre ambos solo podía haberse desarrollado durante nuestros difíciles días en mar abierto. Nunca había compartido ese tipo de conexión con alguien, ni siquiera con Zirani, y la realización de esa idea, llevó una agradable calidez a mi pecho. No estaba sola e incomprendida en el mundo.
Salí de mis cavilaciones con el traqueteo de la puerta al ser abierta de golpe y por el frío beso de una bocana de aire nocturno. Temblé levemente y froté mis brazos, pero los recién llegados parecían inmunes al frío. Asgerdur y Sven venían acompañados de una chica alta, de piel blanca como la nieve y ojos completamente grises acompañaba a los hombres.
Su cabello, casi tan pálido como su piel, solo resaltaba por lo intrincado de sus trenzas, de su cinto colgaban un cuchillo, un hacha y una pequeña bolsa.
—¿Carne fresca en casa, papá? —inquirió la chica con voz ronca y tono jocoso. Noté que sus ojos recorrían la estancia, como buscándome. Comprendí entonces que la chica era ciega—. Sí, soy ciega, pero puedo patear tu delicado trasero—de alguna manera, sus ojos se centraron en el lugar que ocupaba en la mesa.
—Ella es Leah. Leah, ella es Anahí, amiga de tu hermano.
—¿Le has echado la red al eterno soltero? —para mi sorpresa, se desplazó sin problemas por la casa y se sirvió un vaso rebosante del sospechoso líquido contenido en un barril de la cocina.
—No, solo somos amigos—aclaré por lo que me parecía enésima vez.
—Lastima, lo disfrutarías mucho—tomó asiento junto a mi como si supiera exactamente la distancia a la que estaba ubicada el banco, si no te fijabas en la niebla gris de sus ojos, podría pasar por una persona normal.
—No creo que a tus padres quieran escuchar eso—susurré en su dirección. Sven y Asgerdur peleaban algunas patatas mientras Elin las freía en la grasa.
—Para este momento debes haber curioseado toda la casa, sabes que eso aquí no importa, niñita de Calixtho.
—Oye, ¿Y tú cómo sabes eso?
—Acabas de confirmarlo—sonrió ladina y vació de un trago su vaso y no pude evitar sentirme como una chiquilla que caía en la típica trampa del ¿Y cómo sabes? —. Pero si de verdad quieres saber—sacó el hacha de su cinto—. Pelea conmigo, siempre he tenido curiosidad por las guerreras de Calixtho.
Mis oídos captaron un "Ahí vamos de nuevo" de parte de Asgerdur y risitas por parte de su padre. Era enervante escuchar a un hombre tan imponente reír de esa forma. Solo Elin actuó con normalidad, o al menos, la esperada:
—No dentro de la casa y llévense unas antorchas—indicó sin dejar de trocear papas y revolver las que tenía en la grasa.
La curiosidad pudo conmigo, aunque batallaba con la pena que sentía hacia aquella chica. Era una ciega, podía lastimarla y tenía la ventaja. Por otro lado, su familia lo tomaba con alma ¿Esperaban que muriera? Había escuchado historias aterradoras sobre cómo en Cathatica se deshacían de los considerados débiles o inútiles.
—No tienes por qué sentir pena por mí, eso solo me molesta—su mano se posó en mi hombro y no pude evitar soltar un quejido al sentir su firme agarre. Soy tan o más fuerte que cualquier guerrero de esta zona— ¿Aceptas mi reto o le tienes miedo a la pobre niña ciega?
No pude evitar observarla con detenimiento, sus ojos se mantuvieron fijos en mi rostro, destilaban fiereza, pese a la ceguera, parecían poder expresarse sin problemas o al menos, esa era mi impresión. Aquella era una mirada diseñada para infundir el miedo en el corazón de sus oponentes y estaba dejando que me afectara mucho más allá de un simple temblor en mi estómago, pese al frío, mis manos sudaban.
Sacudí la cabeza, aquella chica estaba jugando conmigo. No podía permitirme sentir temor ¡Menos de una chica ciega!
—Está bien, acepto ¿Dónde guardas las armas de entrenamiento? —inquirí.
Tres sonoras carcajadas amenazaron con derribar aquella cabaña. Asgerdur y sus padres no tenían ningún problema en expresar lo idiota que les había sonado mi pregunta y ello solo me enervó aún más.
—Está bien, con armas reales será—bufé levantándome de la mesa.
—Ahora hablas como una verdadera guerrera—respondió Leah abriendo la puerta de la cabaña. Una ráfaga de viento helado se coló en el interior, pero solo yo temblé al sentirlo.
—Las guerreras de Calixtho no quieren cortarse en cachitos durante un entrenamiento—mascullé tomando una de las antorchas que descansaba en uno de los soportes ubicados cerca de la puerta.
En el exterior una terrible oscuridad reinaba en todo el lugar. La antorcha que había traído conmigo apenas e iluminaba un par de pasos alrededor.
Podía decirse que pelearía en igualdad de condiciones.
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