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Cautividad

Fui arrojada a los calabozos sin muchas contemplaciones. Por lo que pude observar del barco, mientras era arrastrada y empujada a través de sus entrañas, noté que su diseño era similar al nuestro, pero se encontraba mucho más abarrotado y la tripulación era casi en su totalidad masculina. Las pocas mujeres que pude ver tenían la mirada de una presa, desesperadas, angustiadas. Muy pocas, si acaso podía contarlas con los dedos de mis manos, tenían un aspecto mucho más confiado y aguerrido.

Como en la fragata que alguna vez fue mi hogar, los calabozos se encontraban por debajo de la línea de flotación. Esto provocaba que fueran intensamente húmedos y oscuros, carecían incluso de algún tipo de iluminación como velas o lámparas. Estar en ellos era como ser arrojada a la pútrida oscuridad de la boca de un lobo.

Me lanzaron al interior de uno de los calabozos entre risas y comentarios obscenos que helaron mi sangre. Por suerte, no había ningún charco de dudoso contenido en el cual caer. Mi cuerpo cayó con pesadez sobre las tablas que me separaban de la sentina. Traté de levantarme para no quedar en tan indigna postura, pero mis músculos reclamaron ante el movimiento. Recordé entonces la herida que tenía en el costado y que seguramente no había dejado de sangrar.

—La gran heredera en el calabozo de mi humilde navío—se burló Einar desde la puerta de gruesos barrotes de acero oxidado. Ante sus palabras llenas de desprecio, logré darme la vuelta y lo miré con todo el odio que pude reunir.

Su silueta era apenas visible gracias a la escasa luz que entraba por la escotilla a través de la cual habíamos ingresado. Pude ver como descansaba los brazos con gesto desenfadado sobre los barrotes horizontales de mi celda.

—Espero que disfrutes del viaje—dijo con sorna—. Tenemos buen viento, es probable que alcancemos tierra en unas cuatro semanas. Ya ves, nosotros si tenemos la voluntad divina a nuestro favor

No le di el honor de una respuesta de mis labios. El simple recuerdo de haber estado cuerpo a cuerpo con él me causaba repulsión ¿Cómo podía haber sido tan tonta? Un par de palabras bonitas, algunas cenas y un libro, ese fue el único costo que Einar tuvo que pagar para acceder a mi camarote. Mientras yo, lo había perdido todo.

—¿Ahora no hablas? —espetó—. Si mal no recuerdo tenías una vocecita muy impertinente y una actitud de soberana insufrible.

Continué sin dirigirle la palabra y me sentí orgullosa de mi temple cuando pateó la reja del calabozo lleno de furia.

—¡Háblame! ¡Respóndeme! Te lo ordena un hombre, el capitán de este navío—escupió con desesperación. Al notar mi desobediencia agregó—: Fuiste mía y probablemente serás mía en un futuro—amenazó con un tono helado—. Nadie me desobedece y se burla de mí.

Propinó una última patada a la puerta y se alejó. O al menos, eso me indicó el sonido de sus pesados pasos perdiéndose en la oscuridad. La luz del mediodía había dejado de colarse a través de la escotilla y ahora solo quedaba una profunda penumbra que apenas me dejaba ver, a un palmo de mi rostro, mis dedos manchados de sangre.

Reuní las fuerzas necesarias para recorrer y reconocer el calabozo. Apenas tenía un espacio de dos metros de ancho por tres metros de largo. Una vieja tabla abatible sujeta por cadenas corroídas hacía las funciones de cama y un cubo roñoso era mi baño. No había ventanas por supuesto, y a pared que daba al mar estaba fría, húmeda y pegajosa debido a la brea utilizada para impermeabilizar el interior.

Una de paredes laterales estaba fabricada con gruesos tablones, de ella pendía la cama. La otra pared era una reja como la puerta. Fuertes barrotes separaban un calabozo de otro y brindaban cero privacidad. Suspiré, al menos no había otros prisioneros que pudieran hacer de mi encierro algo mucho más incómodo.

Dado que no había nada más que investigar y que mi herida no dejaba de latir, decidí tomar asiento en mi nueva cama. La madera crujió bajo mi peso amenazando con resquebrajarse. No le di importancia ¿Qué era un pequeño accidente comparado con todos los problemas que me ahogaban?

Me quité los guantes y los dejé en lo que definí como el cabecero de la cama. Luego, hebilla a hebilla fui liberando mi peto. El aire enrarecido de los calabozos no era cálido, pero me estaba haciendo sudar a causa de la humedad. No tenía otra opción más que buscar la mayor comodidad posible mientras durara mi encierro.

Un mes, tal vez más, en este agujero oscuro, maloliente y supurante. Solo llevaba unos minutos y ya me sentía enloquecer. ¿Cómo podía sobrevivir tanto tiempo en la oscuridad?

Sacudí la cabeza y aparté esos lúgubres pensamientos para proceder a levantar mi camisa y tantear la herida. Mis dedos rozaron los bordes y se deslizaron sobre la sangre que apenas dejaba de salir. Una cruda punzada recorrió la zona cuando mis dedos tironearon de más la piel, así que desistí en mi labor. Después de todo, estaba demasiado oscuro para ver nada.

Recordé que las bayas podían ayudarme, pero estaban algo viejas y resecas y no contaba con el agua necesaria. Bufé, ni siquiera contaba con agua para lavar la herida, mucho menos luz para revisarla, estaba condenada.

Jugueteé con las bayas ¿Debía consumirlas? Ellos hablaron de entregarme a mi reino luego de cobrar un rescate. Pero Einar pretendía, tragué en seco, él quería utilizar mi cuerpo. Abracé mis rodillas ignorando mi herida y gemí, no podía siquiera imaginar pasar por tan terrible situación. Las mujeres en la frontera se preparaban para evitar ese destino consumiendo las bayas, incluso se rumoraba que debían tragarlas para ser consideraras verdaderas guerreras.

Lo curioso era que, por encima de todo, mi corazón sangraba por Zirani ¿Estaría bien? El barco no se encontraba demasiado lejos de la isla, si remaban sin parar podían llegar en un par de días. Vivian era una capitana talentosa, seguro encontraría una solución, no dejaría morir a los pasajeros y a la tripulación, así como así.

¿Y si la isla era tan peligrosa como la pintaban? ¿Y si la gobernadora era una maldita traidora? Temblé, Zirani no podría salvarse de un terrible destino.

Una ola de frío hizo temblar mi cuerpo, me sentía débil, mi mente no había parado de dar vueltas a todo tipo de escenarios. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, solo que desde la escotilla ya no llegaba ni un mísero rayito de luz. Seguramente estaba por anochecer y por esa razón la temperatura había bajado tanto.

Me levanté de aquel camastro y me acerqué al cubo. Con ayuda de mi pie lo acerqué a donde dormiría, no deseaba levantarme y caminar a oscuras por aquella celda cuando la naturaleza llamara a media noche.

Mi peto, cota de malla y guantes eran una pésima almohada, pero era lo único con lo que contaba para apoyar la cabeza. La tabla apenas y me permitía descansar sobre mi espalda, lo cual no era tan grave, me encontraba mucho más cómoda descansando sobre mi costado sano.

No pude evitar abrazarme a mí misma en busca de algún consuelo. Estaba sola en medio del mar, con piratas esperando para hacer quien sabía que con mi cuerpo y con el precio de un rescate como única garantía de mi vida. Si alguien me hubiera dicho que así terminaría el día cuando estaba con Zirani, lo habría tachado de loco idiota.

Mis ojos se cerraron por cuenta propia en algún punto de la noche. Me había resistido a llorar, la sed hacía que mi garganta ardiera como la arena del desierto y ni siquiera el pútrido y húmedo aire del calabozo parecía aliviarla.

El sonido de mi estómago protestando por comida me despertó en el momento más frío de la noche. Era una sensación relativamente nueva para mí. Nunca había sentido hambre sin tener la seguridad de un plato de comida futuro. Apreté la piel sobre mi estómago en un vano intento por calmar el feroz ardor que amenazaba con devorarme desde el interior.

En algún momento el sueño me venció. Un descanso sin sueños o pesadillas, mi situación actual era lo suficientemente terrible e irreal como para suplantar tales engaños de la mente.

Desperté cuando el sol empezaba a brillar suavemente a través de la escotilla. Tal vez era la mitad de la mañana, más cerca del mediodía que del amanecer. La claridad era muy escasa, pero al menos podía ver mis dedos manchados de sangre seca. Aún no había la luz suficiente para evaluar el estado de mi herida. Así que me limité a observar como las sombras iban cediendo poco a poco hasta que la luz cayó en una línea recta a través de la escotilla, iluminando los calabozos, si bien no en su totalidad, si con la suficiente fuerza como para poder detallar el espacio.

Mis percepciones anteriores eran ciertas, me encontraba en una de las celdas cercanas a la escotilla. La celda vecina tenía la cama en la pared que enfrentaba a la mía y estaba separada por barrotes de acero ennegrecido.

Los tablones que me separaban del mar estaban húmedos, pero no supuraban agua. El embreado, si bien no era perfecto, cumplía con su función. Mantenía el agua fuera del barco y apestaba el lugar.

Detuve mi análisis cuando comprendí que buscaba alguna debilidad en la estructura y estaba perdiendo los escasos minutos de luz. No tenía sentido escapar, yo sola no podría dominar todo el barco.

Tomé asiento de nuevo en la cama y levanté mi camisa. La herida lucía inflamada, aún dejaba escapar un poco de sangre y los bordes estaban ligeramente separados en algunos puntos. Dejaría una terrible cicatriz si no encontraba la manera de cerrarla. Aquello me recordó la primera vez que me corté entrenando en el palacio. Mi maestra de esgrima solo se había encogido de hombros, me había instado a no llorar y me llevó a la enfermería del palacio. Observé mi antebrazo, una fina línea discurría en diagonal desde mi pulgar hasta llegar a medio camino del codo. Aquella cicatriz era el único recuerdo físico de la experiencia.

Tenía cuatro años y me había distraído con un pajarito muy colorido que se había posado en la ventana, si, lo admito, no fue lo más brillante dada la situación. Hacía solo unas semanas que mi maestra había migrado a espadas con filo y aún me estaba habituando al vibrante miedo que me provocaba el sujetarlas.

Mis madres habían acudido como locas a la enfermería. Eileen, mi madre, me levantó en brazos y fue ahí cuando las compuertas no resistieron y empecé a llorar. Cadie lo tomó con algo más de calma, me separó de los brazos de mi madre y me distrajo el tiempo suficiente como para que terminaran de coser aquella fina, pero profunda línea.

Suspiré ante el recuerdo, no era la mejor memoria de mi niñez, mis madres discutieron mucho aquella noche. Que si me estaban sobreprotegiendo, que si la maestra había sido muy precoz conmigo, que si debía leer más y pelear menos. Cabe destacar que nunca volví a distraerme en un entrenamiento, al menos, hasta que alcancé la adolescencia.

Los recuerdos me ayudaron a olvidar el paso de las horas, la sed acuciante y el hambre que acuchillaba mi estómago de manera inclemente. Lo único que me tranquilizaba era saber que no podían dejarme morir de mengua en este agujero infernal.

El sol ya estaba a punto de desaparecer del todo cuando una lámpara cansina iluminó el pasillo que discurría entre los calabozos. El sonido de unas llaves al tintinear me impulsó a levantarme y observar desde el fondo del calabozo. Si venían por mí, no dejaría que me tomaran sin luchar. Las bayas pesaban en mi mano y causaban un sentimiento de pesadez en mi brazo, pero las tomaría sin dudar si era necesario.

Una chica enjuta llegó frente a mi celda y alzó la lámpara para iluminar mi rostro. Cegada, tuve que cerrar los ojos durante unos instantes, momento que aprovechó la chica para abrir la celda a toda prisa y deslizar un jarro de agua y un plato con un pan duro.

—Regresaré en unos minutos, es mejor que coma—susurró al suelo sin siquiera levantar la mirada.

—Gracias—mascullé con la voz ronca a causa del desuso. Aquella chica dio un respingo al escucharme y se marchó corriendo, llevándose con ella la lámpara y mi esperanza de contacto humano.

Me vi obligada a remojar el pan en el agua, dando como resultado un mejunje pastoso y poco agradable, sin embargo, era la única forma en la que podía tragar aquella roca disfrazada de pan. Al terminar, deslicé el plato fuera de la celda. No tenía por qué hacer el trabajo de aquella pobre chica más difícil de lo que ya era.

Por alguna extraña razón, sentí mis parpados caer presas del peso del sueño. No había hecho nada en todo el día, pero me sentía muy agotada, como si hubiera ido de cacería.

Volví a acostarme en aquel duro tablón. No había otra cosa que hacer que esperar, ya fuera por un milagro o por llegar a tierra, a Ethion y ser rescatada por mis madres.

Un aspecto curioso de la monotonía es lo agotadora que puede ser y los detalles que te hace notar, tanto de ti misma como de lo que te rodea. El paso del tiempo era el mismo, tanto si lo dejaba pasar sentada en el suelo, dando vueltas en la celda o acostada en aquella tabla que cada día rechinaba más. En la pared había exactamente cinco tablones superpuestos y la brea goteaba lentamente al mediodía, cuando hacía más calor.

El moho que descansaba en la esquina había crecido unos cinco centímetros desde que había llegado y la puerta rechinaba un poco más cada tarde, cuando aquella chica tímida la abría para dejar el agua y el pan.

Después de un tiempo, la peste del cubo que fungía de baño había dejado de molestarme, el picor en mi cuero cabelludo eran meras caricias y las trenzas que había armado Zirani empezaban a endurecerse a causa de la grasa y la mugre del ambiente, pero me negaba a desarmarlas. Hacerlo era peor, lidiar con una melena enmarañada era mucho más difícil que un par de trenzas enredadas. Además, acariciarlas me traía algo de paz, me ayudaba a recordar la sensación de los dedos de Zirani en mi cabello, sus labios sobre los míos, era lo único que me ayudaba a mantener la cordura en las horas más aciagas del día, cuando la oscuridad cubría mi celda y solo tenía el tacto y mi voz para hacerme compañía.

Si salía viva de esto, iba a discutir seriamente con aquellos que afirmaban que hablar solo era un síntoma de locura. Al contrario, me ayudaba a mantener la mente lúcida cuando no tenía otra cosa que hacer que contar la cantidad de gotas de brea que rezumaba la madera.

En ocasiones no podía evitar preguntarme ¿Por qué a mí? No era una mala hija, no merecía ser arrojada al mar para pasar penurias. Para enamorarme y ser usada y traicionada. Para sentir mi corazón dividido en dos por culpa de unos ojos oscuros y una piel canela.

Esos eran mis peores momentos, eran instantes en los que no me importaba la supurante herida de mi costado o las protestas de mis pies. La pared de madera junto a la cama resistía los embates de mi furia y luego se reía de mi cuando caía al suelo derrotada, con el estómago protestando ante la escasa ración que me era ofrecida.

El único alivio que encontraba en aquel infierno era contar los días raspando la madera sobre el cabecero, o lo que yo había definido como el cabecero, de la cama. Había trazado siete marcas, siete días de 28, lo que supuestamente tardaríamos en navegar hasta Ethion. 7 días en los que Einar no había recordado sus amenazas. 7 días en los que las bayas descansaban al salvo ocultas en un agujero en el suelo.

Un día no encontré fuerzas para levantarme al mediodía y dar mis vueltas acostumbradas a la celda. Mis piernas no respondían y mis brazos se sentían como pesadas piezas de acero. Mi cabeza parecía un tambor, no paraba de latir con cada movimiento de mi corazón. Mis labios estaban imposiblemente resecos y al pasar la lengua sobre ellos, los sentí hervir.

Recordé entonces los bordes enrojecidos de la herida y el extraño líquido amarillento que emanaba. Sabía que podía terminar así, pero me había confiado. Ahora, Einar sería informado de mi estado y se enfurecería. Su tan esperado rescate estaba en juego. Yo había ganado.

De mi garganta reseca y dolorida escapó una risa cínica. Si, tal vez había perdido toda cordura, tal vez me habían robado a libertad, pero no habían podido tomar el control sobre mi vida.

Aquella tarde, solo sentí lástima por la joven sirvienta. Parecía sorprendida de verme ahí, acostada, sin hacer nada y sin haber tocado la ración de aquel día.

—Se...señorita, si no come deberé llevármelo—susurró con la voz entrecortada.

No respondí, no tenía fuerzas para hacerlo. El hastío y la soledad habían caído sobre mi sin tregua ni compasión y ahora estaban pasando factura de la peor manera posible: No tenía razones para seguir adelante.

Escuché la puerta cerrarse y luego de lo que parecieron horas, una nueva luz invadió mi espacio.

—Y yo pensando que finalmente te había quebrado—espetó Einar con odio— ¿Pretendes morir de hambre?

Escuché un chapoteo y luego una fría ola cubrió mi cuerpo empapándolo por completo.

—Apestas, maldita sea—protestó con desprecio—. Si no quieres comer está bien. Veremos quién gana al final, Anahí. Pero serás mía, no lo olvides.

Traté de levantar mi cabeza para dedicarle una mirada de odio, pero una aguda punzada me obligó a recostarla de nuevo. Maldito sea Einar y su descendencia, pensé entre temblores. El agua, aunque bienvenida por mi piel y la roña que la cubría, era lo peor en mi estado. Los temblores ahora eran más furiosos, hacían traquetear el madero donde descansaba.

De nuevo, no fui consciente del paso del tiempo, dividida entre períodos de lucidez y duermevela, solo podía sufrir el incontrolable frío que parecía emanar de mis propios huesos y extenderse en cada centímetro de mi piel.

En ocasiones, sentía el borde de una taza deslizarse entre mis labios y susurros aterrados animándome a beber. Sabía que era aquella chica, la sirvienta asustadiza y sometida al dominio de aquellos bárbaros.

La siguiente vez que fui consciente de mis alrededores, mi corazón se detuvo. Sobre mí no se encontraba el mugriento techo de la celda, sino uno de madera brillante, o al menos, así lo hacían ver las lámparas de luz parpadeante.

—Mis disculpas capitán, pero es demasiado tarde, no puedo hacer nada—escuché decir a una voz gruesa y profunda.

—¿Cómo que no puedes hacer nada? —exclamó Einar presa de la desesperación y la ira más profundas—. Ella es quien nos hará ricos, ella es la única que puede salvarnos de morir decapitados como unos animales.

—Tal vez si no la hubiera arrojado al calabozo nada más llegar—intervino otra voz. Escuché un forcejeo y un par de golpes que se escucharon de tal manera, que incluso sentí mi cara romperse.

—El próximo que dé su opinión sin ser consultado, correrá el mismo destino—amenazó Einar con la voz agitada—. Escúchame bien, Asgerdur, mantenla con vida hasta que la entreguemos a su madre. No me importa lo que tengas que hacer.

Dos dedos callosos presionaron mis párpados y me obligaron a abrir los ojos.

La mirada furiosa y venenosa de Einar penetró en mi mente con la fuerza de mil soles. No se le notaba desesperado, solo iracundo. Sabía que su cabeza estaba en juego y no estaba dispuesto a perder.

—Estoy seguro que por llevarme la contraria eres capaz de morir, perra asquerosa, pero no te lo permitiré ¿Escuchaste? No te lo permitiré.

La presión sobre mis párpados se detuvo de repente y poco pude escuchar de los susurros quedos de Asgerdur. Tal vez estaba haciendo valer su poder como médico, o cual fuera su posición en este navío destinado al fracaso. Por ahora, yo tenía la delantera en este juego, de mí no se iban a beneficiar.

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