La trampa
–Cándida, ya levántate.
¿Cándida? ¿Dónde quedó Candy?
Dorian jala las colchas para destaparme y me encojo en el centro de la cama. Abre las cortinas lo suficiente para que la luz, como un láser, se cuele. Con una mano evito que la intensidad me cauterice los iris. Sumo la cara en la almohada con un gruñido.
Dorian no puede ser como Damián o Dante. ¿Tendré un patrón? Antes no era controlador.
Nuestras jornadas en el hospital son matadoras. Él sabe que un segundo extra de sueño es valioso. ¿Qué cambió?
Arrastro los pies rumbo al baño donde Dorian ocupa todo el espacio y me cuelo para sentarme a orinar. Se rasura con una navaja antigua de afeitar de mango de hueso de toro. Sus extravagancias de cirujano me gustan y por ello me cuesta terminarlo como a mis ex's.
El filo sobre la epidermis desgaja vello y células muertas. Un hilillo rojo escurre desde un poro y Dorian lo recoge con el dedo para chuparlo. Se limpia y sale a ponerse esa colonia que aborrezco.
Morosamente, me levanto para enjuagarme el rostro y cepillarme los dientes. Cuando vuelve, me hace a un lado con un empujón para usar el espejo, sin disculparse.
A veces suele ser algo brusco.
Con liviano rencor, sobo el moretón en la muñeca que Dorian me apretó hace unos días y la huella de dientes en mi hombro.
Se cree vampiro. ¿Por eso le gusta la sangre? Puede ser violento, pero vaya, posee autocontrol. Un hombre que hace craneotomías no carece de consagración o delicadeza. ¿Cierto? Solo es... apasionado.
–¿Qué guardas en el estudio? –me pregunta de repente.
–¿Papeles?
–Me refiero a lo que hay en la trampa del suelo.
–¿Hay una trampa? –respondo con extrañeza.
Dorian asiente–. Podría ser dinero... o un cuerpo –dice con malicia–. Esta casa es vieja.
–Dorian, no hagas cirugía en mi piso por favor.
La mirada de Dorian se vuelve inquisitiva. Su curiosidad científica ama los misterios, el juego.
Abre y cierra la navaja repetidas veces con un muñequeo. Quizá debería dejarlo hacer lo que quiere. Después de todo la casa necesita renovaciones (yo necesito renovaciones).
Acerca la navaja abierta a mi rostro y en segundos mi tic de la mejilla reaparece.
–Podría ayudarte a sacarlo –insiste acariciando la convulsión involuntaria del músculo junto a mi boca–. Si es dinero, no nos caería mal la plata extra. Si es un cadáver...
¡Un cadaver!
Las piernas me tiemblan conforme me apresuro en arreglarme y, aunque aún no empieza su turno, sale conmigo.
Al doblar en la esquina, me detengo con el impulso de volver. Mi intuición me pide que me cerciore de que se ha marchado, así que me asomo por el borde, lo espío. Tras un momento exhalo de alivio; hasta que lo veo volver y mi respiración se entrecorta.
¿De dónde sacó esa hacha?
No debería correr de regreso, pero lo hago. Salto las escaleras de dos en dos y lo encuentro en el estudio. Está hincado dando arcadas para descargar un vómito acuoso junto a la operación que realizaba al suelo con el hacha, misma hacha que levanto para cercenarle el cuello. Necesitaré renovar la tarima maciza para esconder un cofre más ancho. Tres cabezas no cabrán en el viejo.
https://youtu.be/WwZkk3oLmho
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