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Epílogo


Inframundo

El agotamiento mental hacía mella en Hades. Tras una larguísima jornada en Hiperbórea, repitió acciones en el Olimpo, desplegando un plan de contención propio de un estratega de su categoría.

Por obvias razones el Inframundo era un sitio blindado. Hacer una réplica en el Olimpo requería de una acción conjunta de los dioses.

¿En el Olimpo?

¿Cooperar por motu propio sin necesidad de presiones?

¡Qué buena broma!

Era más fácil que los Titanes se rindieran y aceptaran entrar a la prisión por sí mismos y para ejemplos, el racimo completo:

Desde que Moro le diera a Hades el control de las huestes olímpicas, Zeus se mantenía enfurruñado y enclaustrado en su templo, cual infante al que se le quitó su juguete favorito.

Poseidón continuaba aprisionado hasta que el plazo de su promesa se cumpliera. En cuanto a este asunto, Hades debía hacer algo drástico. Conociendo a su hermano, el Tártaro sería poco para mantenerlo quieto. 

El Rey del Inframundo debía analizar al detalle, las alternativas que tenía a su alcance para mantener quieto a Poseidón. Entre ellas, dotar a alguien de la facultad de sellar y contener. 

Athena podría ser una excelente receptora de este poder, por su personalidad equilibrada y justa.

Y hablando de Athena, conforme a las instrucciones del nuevo General del Olimpo, ésta viajó al Jötunheim para conseguir las respuestas sobre Camus. Algo que no le ocuparía mucho tiempo, al menos, eso esperaba Hades.

Hera seguía encerrada en su templo en compañía de su hijo Ares. En este aspecto, Hades no iba a meterse hasta que fuera necesario. Tenía muy claro cuánto habían abusado de su rango como Reina de los dioses y Señor de la Guerra, respectivamente, así que...

Vislumbraba a la distancia un nuevo juicio.

Le frustraba que Démeter siguiera con su berrinche de mantenerse alejada de ellos, gracias a que Perséfone aceptó ser su esposa. Bien o mal, Hades necesitaba de su hermana para hacer algunas maniobras. Se anotó el hablar con ella seriamente y pronto. El tiempo era oro en estos menesteres.

En cuanto a Bóreas, la posición precaria en la que se encontraba, horadaba su muralla y fomentaba la incursión de Khaos en Gea. La presencia de ese pilar de la creación, en el estado actual de la disputa bélica, sería equivalente al suicidio de los dioses como especie.

Era claro para el señor del Inframundo, que el Olimpo se encontraba en una franca posición de desventaja y en un estado de vulnerabilidad.

Hades meditó las posibilidades que tenían de ganar la batalla, pero sobre todo, lo que Zeus hizo en los últimos tiempos.

Le llenaba de incertidumbre el panorama y empezaba a comprender por qué Moro le dio las riendas de la batalla con tal rapidez: su hermano menor los llevaba al exterminio.

En caso de que Ceo atacara, los encontraría como ratas sin cabeza. Los más cobardes correrían para salvarse, dejando atrás al resto de sus compañeros.

Sería el exterminio absoluto del Olimpo.

—Creo que llegó el momento de convocar a las fuerzas especiales —susurró para sí, revisando los múltiples planos y haciendo un recuento de sus efectivos.

—Creo que más bien, mi señor debería ir a su templo y tomar un merecido descanso —le respondieron tras él.

Hades dejó caer los párpados con agotamiento para cegar su vista. La última diosa que deseaba ver en este cuartel de batalla, era a su esposa.

—Querida mía, ¿qué os trae a este sitio? —musitó aprovechando que las ninfas lo dejaron en soledad, para voltear hacia la luz de sus días y el amor de su vida.

La presencia de Perséfone era soberbia, lucía espléndida en sus ropajes que realzaban su belleza. Hades se obligó a serenar su corazón y concentrarse en la labor. Distraerse sería cavar su propia tumba cuando su rival era ni más ni menos, que su mujer.

—Quería comprobar con mis propios ojos, que mi marido decidió cambiar su postura de no intervenir directamente en la batalla por...

Ella guardó silencio porque entre ellos, las palabras sobraban. Hades mantuvo la serenidad, entendía que su matrimonio encaraba una discusión como las que no acostumbraban.

En casa, todo se hablaba con paciencia y tranquilidad, pero el tema que los unía en particular, requería de otras artes que detestaría usar contra su esposa.

—Bien sabes que la situación lo apremia y no voy a...

—Bien sabes que yo te necesito en casa, amor mío —le tuteó sin filtros.

El dios del Inframundo volteó el cuerpo y no sólo la cabeza, hacia su esposa. Apoyó el lado derecho de la cadera en la superficie del escritorio, donde múltiples pergaminos descansaban esperando su momento para ser revisados.

Hades cruzó los brazos sobre su pecho y arqueó una ceja concediendo a su mujer, la oportunidad de soltar lo que le aquejaba.

     »Cariño, deja esto a padre.

—Por dejarle esto a Zeus, es que estamos así...

—Pues mientras no ataquen el Inframundo, estaremos bien —se acercó para acariciar la mejilla de su amado.

Hades tomó la extremidad y depositó un reverencial ósculo sobre su dorso, manteniendo agachada la cabeza.

—¿Y qué sucederá cuando los enemigos lleguen a nuestras puertas, amada mía? —alzó los ojos para analizar a detalle la expresión de su mujer.

—Lo resolveremos...

Ella frunció los labios, demostrando su inseguridad al respecto.

La lengua de Hades se agitó y dándose por vencido, la dejó en libertad:

—Claro, ¿lo resolveremos como hiciste con tus conflictos recientes? —susurró sacando a colación el asunto de una vez y por todas—. ¿Pidiendo ayuda a Pritania y a Milo?

La hermosa Perséfone tuvo el buen tino de disimular, desviando los ojos de paja para que él no leyera en ellos, cual pergamino abierto. Hades enarcó una ceja, atrapó suave y delicadamente la barbilla femenina y la llevó a mirarlo.

     »Querida mía...

—Mi amor, que soy Perséfone, no una diosa cualquiera —encogió sus frágiles hombros, pero no le sostuvo mucho tiempo la mirada—. Mi esposo me enseñó en estos pocos años que hemos estado felizmente casados, que la Reina del Inframundo no sólo posee sus dones, sino también recursos ilimitados y...

—¿Cuándo te atacó Ceo?

La boca de fresa se congeló en el acto. Los orbes se llenaron de pánico al recordar esa escena pretérita y Hades sintió el pinchazo de la ira nacer en su pecho y extenderse a cada parte de su ser.

Arremeter contra su esposa era un insulto que no pasaría por alto a nadie, pero hacer mella en su confianza y dejarla atemorizada, se lo tomaría como un agravio personal que ameritaba la destrucción absoluta.

—Ah...

—Perse~ —arrastró la última vocal con gesto adusto.

La diosa buscó con la mirada alguna salida fácil. El marido le bloqueó el rango de visión con su cuerpo.

Perséfone tragó saliva. Las pupilas titilaban con emociones orientadas al desamparo. Hades detestó verla así, tan indefensa.

Eso no era lo que le prometió que tendría a su lado, al iniciar el cortejo...

—Eh... —musitó nerviosa.

—Ih, oh, uh —le completó las vocales.

—¡Hades! —gimoteó ofendida y se cruzó de brazos—. ¡No seas malo con tu esposa o serás inmerecedor de nuestra...! —se calló de golpe.

—¿De nuestra...? —presionó con paciencia.

—No es el momento de decirte nada —se empecinó cual niña pequeña.

Hades asintió porque prefería verla así: caprichosa y testaruda que presa del miedo y la desesperación. Le tomó la cintura y la acercó a él. Colocó su mentón sobre la coronilla de su esposa y cerró los ojos rodeando el frágil cuerpo con sus brazos.

Formó un nido para ella, uno en el que podría sentirse contenida y protegida, pues él arrasaría con todo aquél que se atreviera a acercarse.

—¿Decirme nada como que... Milo fue el que te convenció para ser mi esposa? Por ejemplo —musitó con los ojos cerrados.

—¿Ahhh... qué? —graznó como pajarito al que se le atragantó la semilla en el buche—. ¡¿Quién te dijo semejante...?!

—Perse~ —volvió a arrastrar la vocal, esta vez, con tono impaciente.

Analizaba al mismo tiempo la cosmoenergía de su amada esposa. Cada pequeña fibra que se sacudía, se ocultaba o vibraba, no escapaba a su estudio pormenorizado.

Para él, ella era invaluable y la quería sana, salva, feliz...

—¡No es justo! —zapateó el piso indignada—. ¿Cómo lo supiste?

—¿Te crees que el Cancerbero sólo sirve para gruñir? —susurró besando la sien femenina con dulzura.

La sintió respingar al darse cuenta de la verdad: a donde ella fuera, el Cancerbero la acompañaba y por ende...

Hades sabía todo.

—¡Es un chismoso! —renegó más—. ¡No le daré más mimos!

El dios extendió los labios formando una leve sonrisa al imaginar la cara de pobrecito que pondría el atemorizante can, quien sería capaz de gimotear y aullar lastimeramente día y noche, hasta recuperar la atención de su amada.

Le reconocía el mérito a Perséfone por una perfecta labor: conquistó el corazón de cada ser en el Inframundo y ahora, bastaba una sola palabra de esa boca de fresa para movilizar al ejército más monstruoso de la creación con ánimo y vigor.

—Oh, vamos, él no tiene la culpa de que intentes ser tan enigmática —le buscó el rostro, levantando su mentón con suavidad—. ¿Ya me vas a decir qué pasó con Ceo?

Quería saberlo por esa voz, pero ella sacudió la cabeza, tan terca como su madre. Se abrazó más a sí misma y desvió la mirada.

Hades volvió a untarse paciencia a raudales.

—No quiero, no es justo que todo lo sepas y... —se estremeció de repelús—. ¡No quiero que mi marido esté al frente de la batalla! —soltó lo que le hacía daño, en un intento de desviar la conversación. Por supuesto, le funcionó—. No en estos momentos tan importantes para mí.

Hades la estrechó contra su cuerpo, ella recargó la cabeza en el hombro del mayor y soltó un pequeño sollozo. El dios apretó los párpados odiando cada lágrima derramada, obligándose a fortalecer su determinación, pues su objetivo era muchísimo más importante de lo que cualquiera, incluso su esposa, podría pensar.

—Sé que tienes miedo, que no es un buen momento para ti y que estás muy vulnerable —intentó consolarla.

—¡Tú no sabes nada! —gimoteó apretando la vestimenta de su marido con más fuerza de la necesaria—. No entiendes por qué estoy tan sensible y...

—Estás esperando un hijo mío —susurró bajito, sólo para su oído.

La sintió tensarse cual cuerda de arpa y guardar silencio.

Silencio absoluto.

Un silencio apenas interrumpido por un resoplido femenino y, propio de la conducta paterna, la reacción básica de Perséfone fue... ofenderse.

Sintió esas pequeñas manos plantarse sobre su pecho y empujarlo. La Reina le rechazó y Hades soportó a duras penas la herida que le dejó ese minúsculo, pero cruel embate.

Su esposa no podía saber con qué facilidad le infringía daño y lo llevaba al borde de la muerte.

Bastaba con alejarse, para que él se hundiera en el mar del sufrimiento...

—¡¿Cómo se te ocurre decir eso?! —exigió la diosa.

Perséfone sacudió la cabeza. Algunos rizos del elaborado peinado cayeron alrededor del hermoso rostro

     »¿Quién te dijo? —saltó del azoro a la sospecha, pero inmediatamente vino el reproche—: ¡¿Por qué nunca me dejas darte una sorpresa?! —le siguió el estallido—: ¡Eres exasperante!

Y un momento después, soltó el llanto angustioso.

Hades lo esperaba. Desde la última llegada de su Reina al Inframundo, se preparó especialmente para este momento. Aún así, se reconocía débil y malherido. La razón de su dolencia era sencilla: odiaba ver a su mujer así de desconsolada.

Apretó el abrazo alrededor del cuerpo hasta que ella cedió y le permitió arroparla contra su pecho, a donde pertenecía y de donde nunca debía irse.

La meció con dulzura, dejando que se desahogara con gruesos sollozos y gimoteos asustados.

En su interior, se juró que Ceo pagaría por su atrevimiento y lloraría icor por haber atentado contra su amada y su hijo nonato.

La guerra careció de importancia en ese momento, los papeles podían empolvarse, el mundo caerse... 

Perséfone lo necesitaba. 

Hades dejó que Cronos transcurriera sin pena ni gloria, convirtiéndose en el pilar al que ella se aferraba con desesperación.

Cuando el llanto se volvió hipido y las gruesas lágrimas, pequeños suspiros, el Rey vio prudente intervenir:

—¿Te sientes mejor? —susurró en el oído.

Para esos momentos, se encontraban en un kline. Él sentado y ella acurrucada contra su pecho, escondida, protegida, rodeada por sus amorosos brazos mientras la arrullaba y prestaba atención a sus necesidades.

—No... —la oyó pucherear—. Mi esposo siempre se adelanta —le acusó caprichosa—. Debía ser yo la que te dijera esta hermosa noticia y no pude, ¡no me dejaste!

Hades contuvo el impulso de la risa que le nació ante el exabrupto juvenil y tuvo el buen tino de morderse las mejillas internas manteniendo la expresión serena. Así, ella ignoraría su estado de ánimo.

—Yo sé que mi esposa estuvo demasiado acongojada y angustiada a últimas fechas —le disculpó con dulzura—. Por eso no encontró el momento adecuado y perfecto para decirme tan maravillosa noticia —musitó besando esos labios que lo enloquecían con un roce amoroso y efímero, pues de lo contrario, perdería la batalla—. Por eso es que tuve que descubrir su sorpresa.

—Nada, Hades, ¡nada lo justifica! —refunfuñó de nuevo con el entrecejo fruncido—. No debiste saberlo, yo iba a decirte del bebé y tú debías sorprenderte —se cruzó de brazos.

El dios del Inframundo hizo un esfuerzo titánico para no besarla ahí mismo y llevarla a su lecho. La adoraba cuando se ponía intransigente, le parecía un pequeño gorrión ofendido con el plumaje esponjado al que le gustaba relajar con caricias y besos suaves.

—Si mi esposa me quería sorprender, quizá debió decirlo en cuanto llegó —susurró en su oído, aguijoneando el orgullo femenino.

—¿Cómo querías que te lo dijera si yo buscaba un momento lindo? Además —refunfuñó cruzada de brazos—, tú tampoco pusiste de tu parte.

—¿Ah no? —ladeó la cabeza porque ese argumento en contra no lo tenía contemplado.

—Y no, porque cuando lo tenía todo listo, tú te ibas con tus amigotes y arruinabas mis planes y todavía agregó un: jum... —desviando su rostro en un mohín indignado.

Hades contuvo el impulso de comérsela a besos, en lugar de ello disfrutó de su forma de retorcer la realidad. Se aclaró la garganta y cedió al deseo perverso de ponerle una trampa:

—Mi amor, mis amigotes como los llamas, son tu padre y tu tío. ¿Recuerdas? —arqueó una ceja anticipando el exabrupto, dando cátedra de lo bien que conocía a su mujer.

—¡No me contradigas!

Él volvió a morderse la piel interna de la boca o estallaría a carcajadas porque su mujer cayó redonda y ahora, las cándidas mejillas ardían de indignación. Infirió que su esposa estaba decidida a echarle la culpa a él, para salir bien  librada y eso, por supuesto, se lo podía conceder.

—De acuerdo —dijo después de un carraspeo.

Los ojos de paja se fijaron en los suyos y brillaron con un deje de triunfo. Hades se maravilló con lo poco que necesitaba para hacerla feliz.

—Bien, así se hace —lo abrazó y le dispensó besos en la mejilla. 

Él ya sabía que esa, era la manera en que su mujer pedía disculpas por su berrinche. 

     »Ahora dime, esposo mío. ¿Quién fue?

El dios del Inframundo parpadeó y apretó los labios. Ella entornó los ojos y resopló.

     »No aprietes la boca y ¡dime, dime! —exigió sacudiendo los hombros del dios.

—¿Quién fue qué? —se mordisqueó la lengua para no decir más.

—¿Quién te lo dijo?

—¿El qué de todo? —porque ya había demasiados temas en escena.

—¡¿Quién te dijo que estaba embarazada?! —estalló aleteando cual gorrión colérico—. ¿Quién me arruinó la sorpresa? exigió iracunda.

Tal como acostumbraba, Perséfone empezó a buscar al culpable lanzando dardos al azar:

     »¿Fue el pulgoso de Cerbero o quizá el insolente de Manigoldo, el metiche de Deathmask, el enigmático de Hypnos? saltaba de uno al otro—. ¡Ay! ¿Quién, quién fue?

Hades ya no pudo contenerse más, de tan maravillado que estaba de las dotes orales de su mujer: soltó una barítona carcajada que vibró en su pecho y le hizo sacudir los hombros. No podía ser de otra forma, su esposa lo hacía inmensamente feliz aún y con esta conducta.

Ella se ofendió, por supuesto, y sus mejillas volvieron a la hermosa coloración rojiza. Apretó la túnica del marido y la sacudió exigente aunque a él, no lo movió ni un ápice.

—¡Dime, dime, dime quién fue para darle su merecido...!

—Cancerbero no es pulgoso, ni me lo dijeron todos los que mencionaste —pudo decir entre risas—. Y si vas a darle su merecido a quien me lo dijo, está bien... —chasqueó los dedos y la hizo voltear.

Ella se vio reflejada en un espejo.

     »Empieza con ella...

—¡¿Y yo por qué?! —reventó histérica.

—Porque ella... —susurró en el oído de la diosa, atreviéndose a deslizar las manos por las caderas, refugiándose en el hermoso cuello que cubrió de besos suaves, cual aleteos de mariposa—, ella no perdió oportunidad alguna en devorarme en cuanto regresó a mi hogar y no ha dejado de comerme cada noche con insaciable apetito...

—¿Q-que... qué? —se atragantó avergonzada y tan roja como la granada por la que fue condenada.

A Hades le daba hambre  verla así. Las ganas renacían por devorarla lentamente y a conciencia. Deseaba que su amada quedase en el lecho agotada y profundamente dormida.

—Esposa mía —ronroneó contra su oído—, ¿sabías que una embarazada depende de la cosmoenergía de su marido para tener un período de preñez estable y seguro?

—S-sí, m-me lo dijo mi g-guardiana —tragó saliva, visiblemente nerviosa.

—Bueno —saboreó las siguientes palabras—, ¿tú te crees que cuando llegaste y me comiste la boca, me llevaste a nuestro lecho y decidiste ser más que atrevida, no me di cuenta de cómo absorbías mi cosmos mientras me llevabas contigo a disfrutar del más dulce de los orgasmos?

—A... ah...

Ella buscó dónde meterse y terminó con la cara apretada contra el pecho del dios.

—¿No sabías que así es como una diosa se alimenta del padre de su hijo? —insistió con malicia—. ¿Entre besos y orgasmos?

Él conocía cada pequeña partecita del comportamiento de su amada, esta etapa de timidez sería seguida por la comprensión, que fue visible cuando asintió con la cabeza y al final...

—¡Hades! —llegó el nuevo estallido—. ¡¿Si lo supiste desde el primer día, por qué no me lo dijiste?! —le reclamó como si la hubiera insultado.

El Rey del Inframundo supo que no ganaría este combate por ningún motivo. Ella estaba decidida a ser la inocente del relato. El necio era él por seguir la pelea. 

Podía cumplirle un deseo a su mujer. A fin de cuentas, ella hacía brillante su vida.

—Siempre puedes borrarme la mente y decirme lo del embarazo. Así me darías la sorpresa...

—¿Puedo hacer eso? —se calló de pronto y acto continuo, aleteó esas pestañas con primor.

Perséfone no lo engañaba, ahora se haría la linda para que le dijera el secreto. Era una pilluela con cara de ángel.

—Sí, claro —se hizo el desentendido—. Puedes borrar eso y más.

—¿Y cómo lo hago? —le sonrió con coquetería.

¡Era una manipuladora de lo peor!

Le reconfortaba saber que él tenía el primer lugar en manipulación en el Olimpo, de lo contrario, caería redondito en sus artes.

—Sólo pasa la mano por mi rostro diciendo mi nombre y qué debo olvidar.

—¿Y funciona? se mordisqueó el labio dubitativa.

—¿Eres la Reina del Inframundo? —contraatacó.

La joven diosa asintió un par de veces, entornó los ojos y aspiró profundo. Se preparaba. Hades cerró los ojos para que ella no pudiera leer sus emociones.

Perséfone no dudó en pasar la mano por el rostro del dios del Inframundo, susurrando:

—Hades, yo, Perséfone, reina del Inframundo, te ordeno que olvides eso de que gracias a Milo yo soy tu esposa... No, no, es más, olvida que Milo estuvo en los Campos Elíseos cuando era un infante.

Se le crisparon los nervios al azabache, apretó la mandíbula y se mordió la lengua al sentir que ya estaba listo para soltar un exabrupto.

¡Su mujer era todo un peligro!

Lo que sí le llenó de curiosidad era el motivo por el que ella quería que olvidase tal hecho.

—Sí, mi señora —susurró como uno de los autómatas de Hefestos.

—Uh, esto es fácil —la escuchó decir con más entusiasmo—. Hades, yo, Perséfone, reina del Inframundo, te ordeno que olvides lo que sabes sobre Ceo y mi ataque...

Hades probó el sabor de su icor en la lengua tras casi arrancarse un pedazo. Se había mordido con violencia para no hablar. Su instinto fue descubrir la treta, pero quería saber hasta dónde era capaz esta hija de... Démeter.

—Sí, mi señora —volvió al tono neutro.

—Y quiero que te olvides de que vas a ser el General de los Ejércitos del Olimpo porque...

—¡Ah no, eso no! —se le escapó abriendo los ojos.

Ella se percató del truco.

—¡Hades! —resopló iracunda—. ¡Dijiste que cualquier cosa!

—Pero no eso, esposa mía —refunfuñó esta vez con indignación—. Te dije que lo hicieras para el embarazo, pero tú ya me hundiste el puñal dos veces, casi tres y ¡ninguna fue para lo del nene!

—¡Y me mentiste! —recriminó ofendida—. ¡Dijiste que te borraría la memoria para eso y más, pero ahora veo que no te borré nada!

—Imagínate si hubiera sido cierto, ya estaría en el futuro mirando a Milo y pensando qué tendría yo en la cabeza, para cederle un favor que podría desatar al Inframundo sólo con abrir esa bocota de perico que tiene.

Se miraron fijamente en un duelo que ninguno quería perder. La joven diosa se desprendió del calor de su marido y caminó como gato enjaulado frente a él.

—De cualquier forma, Milo ya no tiene ese favor.

—¿Ah no?

—¡Pues no! —refutó con los labios fruncidos—. Lo usó para salvar a tu hermano, ¿ya lo olvidaste?

—Eso de contener a Poseidón me benefició más a mí, que a él —reconoció llevando la espalda al kline—. Por eso decidí que seguía teniendo el favor. ¿Quién iba a decir que el buen juicio de Milo me ayudaría a que mi hermano no terminara en la Estigia?

—¿Le darás otro? —casi corrió y se sentó en el piso, apoyando la cabeza sobre el abdomen de Hades.

—Perse~ —volvió a alargar la última vocal censurando a su mujer, sin variar la posición sobre el mueble.

Podía ver los procesos mentales de su esposa como un pergamino abierto y ninguno lo favorecía.

La joven diosa tuvo el buen tino de avergonzarse y bajar la mirada.

     »¿Tengo que ponerme celoso de Milo? 

Hades arqueó una ceja con malhumor mirándola entre las pestañas azabaches.

—No, claro que no. Milo es como... —exhaló con fuerza meditando sus palabras—, como mi hermanito. ¿Entiendes? Es nieto de Pritania y ella me trata como a otra nieta, así que... es como mi hermanito, pero de otra madre menos... posesiva —refunfuñó.

—Y por el cariño que le tienes, es que no lo fulmino o lo refundo en la prisión de los Titanes.

Ella soltó una risita divertida y se recargó contra él cerrando los ojos. Él soltó el aire comprimido en sus pulmones pensando en todas las trastadas que Milo cometía en el Inframundo gracias a la venia de su mujer.

—Hades...

—¿Hmh?

—Te amo...

Él suspiró y abrazó a su amada. La recostó a su vera, hundiendo el rostro en su cabello de paja y oliendo ese aroma a flores que lo conquistó desde el primer día.

—Y yo a ti, esposa mía...

Lo dijo desde todas las fibras de su oscuro corazón, incluso las más inflexibles y crueles. Para él, Perséfone se merecía todas las riquezas y todas ellas serían pocas para demostrarle cuán grande era su amor.

La Reina sonrió más feliz, acariciándose contra el pecho del esposo disfrutando del momento.

—Hades...

—¿Sí? soltó un suspiro lánguido, disfrutando de este momento pacífico.

—Vamos a ser padres...

—¡¿De verdad vamos a ser padres?!

Fingió estupor en la voz, creyendo que ella había usado este momento para hacer realidad su sueño de darle una sorpresa.

—¡Hades! —le dio un manotazo en el abdomen—. No tienes que ser tan... tan... ¡ash!

El Rey del Inframundo esperaba una respuesta llena de emociones, pero no ésta y mucho menos a una Perséfone, que se puso en pie ofendida.

—¿Ahora qué hice mal? —rumió restregando sus cabellos frustrado.

En estos momentos, acompañaba a sus hermanos en sus lamentaciones porque las diosas eran imposibles de comprender y mantener satisfechas.

—¡Ya sabes que estamos embarazados! ¿Por qué finges demencia? —le reclamó iracunda.

—¡Porque pensé que te alegraría darme la sorpresa! —se excusó contrariado—. ¿No estuviste diciendo eso?

—¡Pero si ya la arruinaste!

—Ah no, querida, que conste ante las Destinos que la arruinaste tú.

Se cansó de los ataques y decidió defenderse. Y si ella iba a poner argumentos, él era el maestro destrozando posturas.

—¡¿Yo?! —bramó indignada.

Inexplicablemente, el cuarto se oscureció de golpe. Esa no era Potestad de Perséfone. Hades se sorprendió gratamente al entender que su hijo nonato se hacía presente ahora que su madre se sentía atacada de cierta forma.

—El bebé... susurró con una enorme sonrisa que se convirtió en carcajada—. ¡Nuestro hijo se hace presente!

La luz volvió al instante, quizá porque Perséfone también reía asombrada por la manifestación del cosmos de su hijo. Hades eliminó la distancia entre ellos para rodear la cintura de su mujer. Ella se abrazó a él con fuerza. 

El Rey giró con su Reina en brazos, exultante y maravillado.

     »Nuestro bebé, Perse... —ronroneó y besó la mejilla de su amada con devoción.

La sintió temblar, sacudir la cabeza y susurrar apesadumbrada:

—Temo que si te pasa algo estando al frente del ejército, nosotras no podamos seguir adelante con el embarazo.

—¿Por qué habría de pasarme algo? inquirió dejándola en el piso, buscando su mirada.

Quería saber qué la motivaba a pensar así, qué la hacía sufrir tanto...

—¿Por qué no? —hizo realidad su temor—. Hades, es muy arriesgado.

—Más arriesgado es mirar desde lejos y esperar que tu padre haga algo bien —dejó caer sus cartas para que ella conociera su mano—. Las huestes olímpicas necesitan unión y no sólo eso, necesitamos utilizar seres más fuertes para ganar.

La sintió temblar bajo sus brazos, acurrucarse en su pecho, buscando refugio y soltando un gemido apesadumbrado.

—¿Por qué tienes que ser tú el que los guíe?

—Porque yo tengo un verdadero motivo por el cual pelear sin cuartel —depositó su mano sobre el vientre de su esposa.

Perséfone le entendió y soltó un sollozo. Se abrazó a él con fuerza y desesperación. Hades intentó contenerla lo mejor que podía.

     »Voy a pelear por ti y por la nena —susurró, pues si ella quería pensar que era una niña, él no le llevaría la contra—. Juro que voy a darle una esperanza de vida apacible —prometió y ella sabía que no empeñaba su palabra en vano—. Confía en mí, esposa mía.

—¿Por qué no lo hace Poseidón?

—Porque debe estar contenido durante unos días más. El idiota hizo una promesa con la Estigia que si se rompe, lo llevará a sus aguas. Tú sabes que no puedo permitirlo. Además, es demasiado impulsivo, no pensará con la cabeza fría.

—¿Y por qué hizo una promesa tan tonta? —se lamentó frustrada.

—Empiezo a entenderlo a él y a tu padre —le acarició el rostro con tono lúgubre—. No sé si las Destinos me tienen preparado a una hija o un hijo, pero lo que sí sé, es que ya la amo con desesperación. Si la viera en peligro... —sacudió la cabeza con angustia—. ¿Entiendes por qué lo hago?

Intercambiaron miradas, ella pudo leer en sus cielos mientras él lo hacía en esos orbes de paja que lo llevarían a la lucha y lo traerían de vuelta al hogar. De sólo pensar en que tendría una bebé al que amaría del mismo modo, se sentía invencible.

—S-sí —susurró con lágrimas que le robaban la razón. Él no quería verla llorar, pero entendía que debía desahogarse o le haría mal a la nena—, lo comprendo. Sólo prométeme que estarás para verla nacer y crecer, Hades...

—Te prometo que estaré a su lado, hasta que alguien intente cortejarla —sonrió con sadismo—, y más, mucho más...

Selló esa promesa con un dulce beso que ella correspondió como si se le fuera la vida en ello. Hades abrazó a sus dos amores con fuerza sabiendo que para mantener su promesa en pie, debía ir más allá.

A donde ni Zeus y mucho menos Poseidón, se atreverían.

Ese era su punto a favor: él cuidaba a seres más poderosos que los mismos Titanes y hoy, era el momento de despertarlos para que se unieran en la batalla.




Jötunheim


Skaði permanecía en lo alto de la montaña manteniendo a raya a los Jötnar hambrientos y empecinados en darse un festín con los olímpicos. 

Ella sabía que hablar con sus parientes era inútil: los más viejos carecían del raciocinio para comprender algunos conceptos básicos, como el mantener a raya la glotonería a cambio de vivir en paz y los más jóvenes ya pensaban que la guerra era el único modus vivendi.

Impaciente y harta de usar trucos para alejarlos, Skaði se decidió por una estrategia contundente: se deslizó por la ladera de la montaña trayendo consigo un poderoso alud que los empujó hacia una barranca profunda. Para terminar, desató una poderosa ventisca que desprendió tierra, piedras, hielo y nieve de las laderas, que se precipitaron encima de ellos y los cubrieron.

Su intención no era matarlos, sólo demorar su paso y tras estas precauciones, seguramente su familia saldría cuando los Olímpicos estuvieran sanos y salvos en sus tierras soleadas, sin posibilidad de volver.

El no retorno era subjetivo. Ella sabía que los Tres Grandes golpearían a sus puertas en menos de una semana y esta vez, el tal Poseidón no se restringiría al exigir la vuelta de su hijo.

Su hijo...

¡Ja!

A ver si cuando le quitaran la mordaza, el pelafustán se atrevía a sostenerle eso en su cara. Sería interesante hacerlo caer en contradicción como sucedió durante el juicio.

La indignación de los Olímpicos le parecía... perversamente curiosa  y por extraño que parezca, hasta un poco hilarante.

Sus dos puntos de comparación habían sido el tal Poseidón y el Milo vehemente. Recordaba muy bien cómo les brillaban los ojos de rabia cuando ella los contradecía con los argumentos esgrimidos por ellos mismos.

Al rememorar esos instantes, esos rostros furibundos e indignados, percibía en su estómago una extraña sensación, muy parecida a cuando ella le hacía travesuras a Fenrir, incitada por Hrimnir.

¿Será que se divertía a costillas de los otros?

De ser así, Hrimnir le había enseñado algunos trucos que podría utilizar en contra de los Olímpicos y... hablando del niño...

¿Dónde estaba ahora?

La Jötunn extendió sus vientos polares por cada rincón de tierra y hielo. A través de ellos encontró a la comitiva olímpica preparándose para su partida. La tranquilizó saber que Käresthien abandonaba el Jötunheim. Eso significaba que ella podría ir y venir, sin la preocupación de mantener un ojo al elfo y otro a su hijo.

Y ahora que hacía cuentas... al grupito le faltaba ese rubio pelos enmarañados.

¿Seguiría con Hrimnir?

¿Sería que logró conmover ese corazón que hasta ahora, permanecía tan duro como los icebergs perennes ubicados en el corazón del Jötunheim?

Skaði extendió la búsqueda, no sin antes dejar una caricia suave sobre la mejilla de su pequeño elfo, que le sonrió al viento y le mandó un beso con la mano.

De sus tres nietos, el pequeño Käresthien siempre fue su adoración.

A pesar de lo que sus nietos habían tenido que sufrir cuando empezaban a ser jóvenes, en aquella desgraciada experiencia en el Jötunheim; Käresthien, con ayuda de su abuela materna, conservó un carácter mesurado; aunque en ocasiones, los tintes maliciosos y tendientes a crear alboroto, se le escapaban.

Si lo analizaba bien, era un rasgo muy típico de elfo y aunando las características inherentes de esa raza, como la nobleza y las artes bélicas, dieron como resultado que su hijo Freyr se enamora de Lothlórien, la madre de Käresthien y Degïel.

La Jötunn meditó los alcances del viaje de sus nietos al Jötunheim, pues tras superar esos momentos aciagos, Freyr se vio obligado a separarse de Lothlórien y, aunque decía estar felizmente casado con la jötunn Gerör... 

Skaði juraría que su adorado hijo seguía suspirando en secreto, por la bellísima Lothlórien.

Si no, ¿por qué seguía siendo Freyr el señor del Alfheim, el reino de los elfos y no estaba dispuesto a ceder ese cargo por ningún otro ofrecimiento, por más beneficioso que fuera éste?

Desvió sus pensamientos en el instante en que la ventisca encontró a Hrimnir. 

Él caminaba solitario por las planicies cercanas a la cueva donde ella había permanecido apresada durante décadas, justo el sitio donde se habían reencontrado recientemente.

Ese sitio para ellos tenía pues, un significado muy especial.

El cuerpo de la Jötunn se transformó en su Potestad y cuán poderosa e imbatible ventisca, viajó devorando la distancia con facilidad propia de quien disfruta un paseo. Su voz se alzó entonando la canción con que arrullara al pequeño Hrimnir cuando era sólo un bebé:

—Where are you now? —deslizó su timbre por la ventisca y ésta, más rápida, llegó a los oídos de su destinado.

El joven se detuvo en su marcha con una bella sonrisa y al verla llegar, se acercó para estrecharla entre los brazos una vez que ella se hizo carne.

Tāyi.

—Hrimnir —le acarició la mejilla, acomodando un mechón de cabello oscuro tras la oreja—. ¿Y tu... tu... tu...? —no supo qué palabra usar, así que se aventuró—: ¿Amante? ¿Es amante o pareja o...?

—Es nada...

Skaði sintió que chocaba contra un muro de hielo. Esa voz, esa mirada, ese porte...

Por un escalofriante momento, pensó que estaba frente a su padre y no con Hrimnir.

—¿Cómo que nada?  alcanzó a reaccionar antes de que el otro sospechara algo.

—Sí, hemos terminado.

—¿Tan así, de pronto, sin...? —parpadeó y frunció el entrecejo—. ¿Ambos?

—Sí, decidimos que lo nuestro no tenía pies ni cabeza, así que terminamos.

La Jötunn ladeó la cabeza, unos mechones de plata cayeron sobre su mejilla mientras recordaba la vehemencia con que el rubio defendía a Hrimnir frente a esa diosa juzgadora.

Le parecía ilógico que Milo se diera por vencido tan fácilmente...

¿Acaso le había dado demasiado mérito a ese rubio de pelos horribles?

—¿Estás seguro que...?

Tāyi, ¿por qué te interesa tanto? cuestionó con voz helada—. Cualquiera pensaría que quieres que tenga un amorío con un sujeto que me traicionó y me juzgó sin preguntarme primero. Es más, ¿no dijiste que era un idiota y le cortarías las bolas si tenías oportunidad?

—Pues sí, pero...

—Pues entonces deja el tema, Tāyi.

Lo vio caminar muy tranquilo. Es más, demasiado  tranquilo.

Un presentimiento creció como la ventisca en el interior de la Jötunn y mentalmente, según su naturaleza inquisitiva, empezó a atar cabos.

Primero, lo sucedido con Milo en el templo donde vivía Hrimnir en el Olimpo y la forma en que su hijo reaccionó ante el ataque feroz del rubio. La imagen fresca gobernó su mente y la contrastó con la conducta actual de su hijo.

Le daba error, era una incongruencia.

Hizo también recuento de lo que vio cuando Bóreas traicionó a Hrimnir en Hiperbórea y la reacción que tuvo su hijo esa misma mañana, al saber que su abuelo había sido castigado.

Le daba otro error.

Un error es sorpresa, dos son casualidad, pero...

¿Tres?

—Oye, Hrimnir, cariño...

—¿Sí, Tāyi?

La Jötunn aprovechó que él se detenía, se le acercó y analizó detenidamente esos orbes de zafiro con otros  ojos.

—Poseidón hizo un juramento sobre una laguna.

—No, fue sobre la Estigia —musitó como si hablara del tiempo—, es un río muy profundo que los Olímpicos consideran sagrado.

—Ah, pero... ¿de qué iba esa promesa?

—¿Por qué te interesa?

Ella vio un destello defensivo en él, tan fugaz como un halo de sol en la nieve. Hrimnir lo disimuló de inmediato, pero ella llevaba siglos conociendo los entresijos de sus allegados para ser engañada con tal facilidad.

—Curiosidad susurró sin perder detalle—. Me gustaría saber el alcance de esa promesa y hacer un recuento de las consecuencias físicas que vi en Poseidón. Es... encogió los hombros con frialdad aparente—, interés lógico y que apunta a comprender esos pequeños detalles, para reconocerlos en el futuro.

—Entiendo —se detuvo pensativo—. Pues antes de que sucediera el combate con Milo en el monte Parnaso, le arranqué a Poseidón la promesa de que no se metería en mi vida durante dos ciclos lunares. A grandes rasgos, no haría nada a favor ni en contra mía. Su labor era tratarme como si no me amara.

Skaði frunció el entrecejo, meditó las opciones múltiples que traería esa promesa aparejada y la confrontó con las acciones de Poseidón frente a Némesis.

Su memoria perfecta le permitió ir encajando cada intervención del dios de los mares con sus intentos de defender a Hrimnir.

El Olímpico había hecho todo lo posible por rescatarlo sin que pareciera que lo hacía, aunque al final, si no fuera por la intervención violenta del pelos de ramas, habría terminado defendiendo a Hrimnir y por ende, Poseidón habría muerto.

—¿Y por qué harías eso, cariño?

—Por varias razones —exhaló su hijo con paciencia—. En primera, para no pisotear la Tradición que como te platiqué, es un pacto muy endeble. En segunda, para que él no matara a Milo y en tercera... porque deseaba volver a su lado sin mayores contratiempos.

—¿Y... qué hubiera pasado si como te platiqué ayer, durante el juicio con Némesis, tu padre hubiera muerto por esa promesa?

—Efecto colateral sentenció con simpleza.

—Efecto... ¿qué? —le dedicó una larga mirada.

Esta vez, penetró más profundo, revisando su cosmoenergía.

—Sería un efecto colateral por la estupidez de Poseidón al haberme hecho una promesa de esa envergadura. Si no estaba dispuesto a cumplirla, ¿para qué la hace?

Lo decía con tal frialdad, que le quedó a la Jötunn un pésimo sabor de boca. De forma imperceptible, frunció los labios y fue más profundo...

—Cierto —susurró bajo—, la culpa es del idiota de Poseidón por quererte tanto.

—Por supuesto, nadie le pidió que me amara así y mucho menos, que me defendiera.

Muy a su pesar, Skaði tenía las respuestas que buscaba.

Tres errores, tres incongruencias eran un patrón...

Hrimnir había congelado sus emociones.

—Pues pensó rápido en una salida, voy a dar una última vuelta por el Jötunheim, verificaré que se hayan ido aquellos que vinieron a buscarte, cariño, y...

—¿Milo no vino solo?

—No, al parecer vino una joven diosa de cabellos violetas y un dios que la cuidaba.

—Athena... —susurró por lo bajo.

A la Jötunn le causó curiosidad la manera en que se le tensaron los músculos a su hijo. No dudó en profundizar más en el asunto:

—Sí, creo que la nombraron así...

—Al menos ya se largó de aquí —comentó caminando con paso tranquilo llamando con un silbido a los lobos.

—¿Tú hiciste un pacto con ella, verdad?

El trastabilleo en su hijo fue visible. Lo vio recuperarse rápidamente, pero ella ya lo había traducido para ese momento.

     »¿Hrimnir?

Los lobos llegaron y rodearon a su hijo. Por costumbre, los lupinos presentaron sus respetos hacia ella, que asintió con la cabeza en señal de saludo. Su hijo la ignoró acariciando el morro de Fenrir.

     »Hrimnir, con respecto a Athena...

—Oye, Fenrir, ¿escuchas eso? —levantó un dedo señalando detrás de ella y el lobo alzó las orejas—. Creo que oigo voces...

—¿Qué voces? —se interesó ella aguzando el oído volteando hacia donde señalaba su hijo, preparándose para pelear de ser necesario.

—Sí, ahí están otra vez... —dijo el joven—, creo que son voces del Más Allá que quieren que les cuente todo. ¡Qué voces tan entrometidas...!

—¿Voces del...? —captó la indirecta—. ¡Hrimnir!

Apenas salió el regaño de su boca y volvía la cabeza hacia su hijo, el joven ya corría velozmente al extremo opuesto, acompañado de Fenrir que le seguía como un cachorro. Tras ellos, por supuesto, la jauría se movió como una sola falange.

     »Tenías que ser hijo de... —y por primera vez, sonrió levemente—, el idiota de tu padre...

Ya tenía a quién echarle la culpa del comportamiento inadecuado de su hijo y hablando de inadecuados...

Ella debía  hacer algo.

Skaði dejó caer unas gotas de su icor azul a la nieve, entonando palabras poderosas. Dejó que la ventisca, su Potestad, la envolviera y se fusionó en ella. Los símbolos en la nieve le formaron un portal y ella atravesó el mismo, cual viento, viajando entre el tiempo y el espacio hasta el destinatario de su invocación.

Apareció en un tupido bosque, con una vegetación maravillosa y llena de vida. Por precaución y para no alterar el equilibrio, selló su Potestad en su cuerpo y después, buscó con la mirada a quien necesitaba.

No tardó en encontrarlo, sentado en una rama gruesa, tocaba una bellísima melodía de flauta con los ojos cerrados. Skaði avanzó lentamente, sin hacer ruido y se sintió complacida al ver una daga plateada, de manufactura élfica, atravesar el aire y amenazar con incrustarse en su garganta.

Skaði la atrapó sin dificultad, utilizando el viento para ralentizar su trayectoria y jugueteó con ella entre sus dedos admirando su belleza.

     »Me alegra saber que todas mis enseñanzas fueron tomadas en serio, Degïel —saludó con una leve inclinación de cabeza a su nieto mayor.

Decir que el elfo era bellísimo no se comparaba a la realidad. 

Sus cabellos verdes como las aceitunas se encontraban delicadamente trenzados alrededor de su rostro y sostenían en la parte trasera de su cabeza, una tiara de ramas de árbol finalmente unidas con hojas y decoradas con pequeñas bellotas, símbolo de su estirpe y nobleza. 

Abrió sus párpados y el segundo signo de su galanura se hizo presente, al fijar sus impresionantes amatistas en la Jötunn.

Ella pudo leer en sus pupilas la alegría y la complacencia de tenerla frente a él.

I'osu —le nombró en su dulce idioma "abuela" con voz amorosa, congraciándose con una deliciosa reverencia que dejó caer algunos delgados mechones de cabello verde alrededor de su rostro—, no te esperaba hoy. ¿Sucedió algo malo con Käresthien? Supe que iría al Jötunheim.

El grácil elfo bajó del árbol con un salto elegante y guardó la flauta en un compartimento de su cinturón, acercándose a su abuela para evitarle que alzara la voz.

Todo está bien, mi pequeño —le acarició la mejilla con suavidad, admirada de que estuviera un par de centímetros más alto que ella—. Käresthien realizó con éxito su misión y se retiró de mis dominios sin ningún suceso extraño. Es por otra razón que vengo a verte, Degïel.

El elfo sonrió con beatitud asintiendo con la cabeza, más tranquilo ante las noticias. Su túnica se movió con el viento cálido y dulce del bosque, agitando algunos mechones de su hermoso cabello.

Dime, i'osu, ¿en qué puedo ayudarte?

¿Escuchaste sobre aquél al que Hrimnir llama padre?

¿Bóreas?

No, ese es su abuelo. El susodicho del que te hablo se llama Poseidón —buscó en el bolsillo de sus ropajes y sacó una tela impregnada de manchas doradas—, éste es su icor y...

Degïel dio un par de pasos atrás con el rostro desfigurado por la repugnancia.

     »Oh, vamos Degïel, has olido cosas peores —le reclamó la Jötunn.

—Estoy de acuerdo, pero eso apesta a pescado, i'osu —reclamó con gesto disgustado.

Ella rodó los ojos dentro de sus cuencas, no podía creer algo así.

—¡Tu abuelo es Njörd, dios de los mares, ¿no te parece ridícula tu conducta?

—¡Pero él se baña, i'osu!

La Jötunn miró la tela y sin poderlo esperar, soltó una risita por lo bajo. En algo tenía razón, el aroma era levemente... repugnante. Apestaba a sudor e icor. Ya tenía un argumento para esgrimir en contra del tipo.

     »¡I'osu! —exclamó admirado su nieto.

—¿Sí? —arqueó una bifurcada ceja con inquietud.

—¡Te estás riendo! —susurró alegre y fascinado por el descubrimiento.

Ella se quedó con la mandíbula congelada. La cerró y encogió los hombros.

—Bueno, Degïel, también me río de vez en vez...

—Nunca en toda mi vida te vi reír, eres famosa por eso y... —se detuvo y entrecerró los ojos—. Tienes razón, te vi reír antes, pero sólo cuando Hrimnir estaba contigo y era un pequeño bebé que jugueteaba con los lobos...

Se sintió atrapada y quiso desviar el tema.

—Bueno, sonreía con tu padre y tu tía, también con ustedes...

—No es lo mismo —llevó su diestra hacia la mejilla de su abuela y la acarició con dulzura—. No me mientas i'osu. Ambos sabemos que ese bebé siempre te dio una felicidad que ningún miembro de nuestra familia pudo explicar y... —pegó su frente a la de su abuela—, me alegra que seas de nuevo feliz, i'osu.

Ella exhaló con emoción y acarició la mejilla de su nieto con cariño y dulzura. Era un magnífico ejemplar de elfo. Le preocupaba que en su raza algunos desconfiaran de él por su icor Aesir, pero por fin parecía que él también había encontrado la felicidad y dejaría de ser tan taciturno.

—Y a mí me alegra que hayas encontrado a alguien para ti, aunque... —chasqueó la lengua—. ¿Qué vas a hacer con el caparazón y las múltiples patas, querido? —puso gesto de desagrado—. ¡Y esa cola terminada en aguijón!

Degïel rió y se encogió de hombros.

—Oh, i'osu, yo al menos tengo a mi lado, a un ser que pertenece a la naturaleza. En cambio, tú te fuiste a buscar una calca de aquello por lo que te divorciaste...

—¿Cómo?

—¿Acaso Hrimnir no es hijo de un dios del mar? ¿El tal Poseidón no es como el abuelo Njörd?

La Jötunn rodó los ojos dentro de sus cuencas con fastidio y su hermoso rostro se desfiguró con una mueca de disgusto.

—En ocasiones a las Nornas les gusta jugar con nuestros destinos. Disfrutan de las ironías y los sarcasmos más que los eternos.

—Sin duda, i'osu... sin duda —se sonrió juguetón.

—Bueno, basta —impuso el orden—. Huele esto y...

—Iughhh —negó con la cabeza—, ¡es que apesta!

—Degïel, no me hagas pedirle a tu padre que me ayude.

El elfo elevó la comisura derecha de su labio y soltó el aire con exagerada resignación.

—Bien, lo huelo y... —hizo eso justamente conteniendo las arcadas—, ¿acaso no sabe bañarse este tipo?

—Mucho me temo que estaba en un momento particularmente difícil y tú estás muy delicado hoy.

—Pues ¿qué le pasaba al tal Poseidón?

—Le golpearon la garganta y casi lo degollan explicó someramente—. Después de un juicio y un gran lío, llegó su hermano y le ordenó a un perro tamaño montaña que se lo llevara a las profundidades de la tierra.

—Pobre tipo comprendió al aire lo que su abuela le ocultaba—. Ya tengo el aroma y ahora, ¿qué quieres que haga con él, i'osu? —se separó hundiendo la nariz en su capa para recobrar la tranquilidad.

—Quiero que, en cuanto él pise de nuevo el Midgard, me avises. Seguramente llegará a Hiperbórea como punto de partida, ahí puedes interceptarlo.

—¿Y te lo mando al Jötunheim?

—Exacto. Sólo ten cuidado, vendrá con sus dos hermanos, sólo quiero que le brindes seguridad al tal Poseidón, los otros dos que se rasquen con sus uñas ordenó sin titubeos.

Degïel sonrió como pocas veces lo hacía, con esa malicia heredada de su abuela y quizá, de su madre. Dejar a los otros dos seres de cabeza en el Jötunheim era equivalente a condenarlos a muerte si no eran lo suficientemente hábiles...

—¿Por qué es tan importante ese tipo?

—Porque... —se pensó un par de segundos decirle o no la verdad a su nieto—, me parece que es el único que podría darle una buena dosis de ubicatex a Hrimnir.

El azoro decoró las facciones perfectas del elfo y una ceja bifurcada, herencia de la Jötunn, se elevó antes de susurrar:

—¿Insinúas que tu hijo predilecto va por malos pasos?

—No, Degïel... no lo insinúo —apretó los puños hasta que se pusieron blancos—, lo confirmo.

Dio media vuelta para invocar el vórtice, mientras más pronto volviera al Jötunheim, Hrimnir no sospecharía de sus acciones.

—I'osu...

—¿Degïel? —le miró por encima del hombro.

—¿Te das cuenta de que eres su madre, pero no puedes obligarlo a hacer lo que tú quieres?

Skaði volteó hacia su nieto, en sus ojos de diamante había un gran pesar que se dibujó también en sus facciones.

—No pretendo obligarlo a hacer nada, pero en cambio, una madre tiene el deber de enseñarle a su hijo que hay formas y formas de enfrentar los miedos y los traumas —se miró las uñas con frustración.

     »Hrimnir piensa que haciéndole caso a su parte Jötunn va a estar protegido y se equivoca. Eso es de cobardes y yo no crié a un niño que se ocultara tras el hielo expresó con vehemencia. Y si tengo que utilizar al apestoso de Poseidón para que sacuda a Hrimnir... —se relamió los labios—, se lo llevaré de los huevos, a rastras o congelado, pero mi hijo no puede seguir viviendo así.

     »Hrimnir es emoción pura murmuró con frustración—, no el pedazo de hielo que ahora se mueve frente a mis ojos.

No dijo más, sabía que Degïel la entendería. Abrió el portal y volvió al Jötunheim a seguir fingiendo ser la madre perfecta para Hrimnir, hasta que los Olímpicos dieran con ella y entonces, iba a acorralar a su hijo para que soltara la desesperación que había sepultado en su pecho y su cosmoenergía.

Aunque en el proceso, destruyera todo el Jötunheim...




En algún lugar de Gea


La ninfa Cli, mejor conocida como la prima de Artemisa y Apolo, se deslizó entre las sombras de la noche evitando las miradas ajenas, sintiéndose atraída hacia un sitio en particular.

Avanzó por largos senderos y se detuvo en las orillas de un bosque. Ahí, desvió el rostro a la derecha, intrigada por la figura que acortaba las distancias hasta ella con paso veloz.

—¿Qué haces aquí, Odysseus? —increpó con curiosidad.

No recordaba darle instrucciones para entrevistarse aún.

—Mi señora —se inclinó con sumo respeto—, me pareció prudente informarla de que he sido requerido por Athena para ayudar en la recuperación de Bóreas.

—Bóreas —paladeó el nombre con zozobra—. De acuerdo, Odysseus, ve y no vuelvas sin haberlo sanado. Él es importante para nuestros planes.

El dios guerrero mantuvo la cabeza baja y su cuerpo tembló visiblemente antes de comentar:

—Por lo que entendí, fue atacado por la diosa Ate. No sé si yo tenga el poder para...

—Lo tienes —le interrumpió el discurso—, sólo cura su cuerpo y recuérdale que su nieto Camus necesita de él.

Odysseus sacudió la cabeza, inseguro de sus habilidades.

—La Gran Justicia mandó al Olvido a la hija de Bóreas —explicó con angustia—. ¿Cómo puedo arreglar ese golpe en su corazón?

—No necesitas arreglarlo le hizo ver, sólo sana su cuerpo.

—¿Y lo demás? —bramó exasperado—. ¡¿Cómo curaré su mente y el daño que le hizo Ate?!

—Odysseus —le interrumpió sin dudar, cansada de tanta histeria—, cállate y haz lo que te digo: concéntrate en su cuerpo. Ahora vete y no me quites más el tiempo.

—¡Khaos vendrá si Bóreas no se cura correctamente! —dio voz a sus inquietudes.

Cli resopló y sus ojos brillaron con promesas de dolor y derramamiento de icor.

—La sagrada Khaos no tiene intención de apoderarse del Olimpo a través de Hiperbórea y en cuanto al Viento del Norte, seré yo quien le dé la llave para salir de su encrucijada. ¿Eso te deja más tranquilo?

Esa respuesta clavó a Odysseus en su lugar. El dios guerrero la miró con terror en lo profundo de sus orbes.

—¿Quién eres realmente, Cli?

—Tu señora y ama, ¿lo olvidaste? —adelantó un par de pasos para amedrentarlo—. Deja de importunarme y ve a Hiperbórea. Haz lo que te pide Athena y sana el cuerpo de Bóreas. Estoy harta de darte la misma instrucción.

—E-está bien —reaccionó a duras penas.

Cli notó las ganas que tenía el otro de correr y tras un ademán de la mano femenina, el dios guerrero partió raudo a obedecer sus instrucciones.

La ninfa aspiró profundo deshaciéndose del malestar provocado por la insistencia de Odysseus, se cortó la palma de la mano y dejó manar el icor entonando un cántico antiguo.

Al finalizar la invocación, una puerta de oro con incrustaciones de piedras preciosas y remaches de obsidiana que cambiaba de composición constantemente, apareció ante ella. Cli adecentó sus ropajes, la abrió y la atravesó.

El portal le condujo a los dominios de aquella a la que servía.

Cli la vio caminar en un círculo suspendido en el Universo desconocido, observando alternadamente los siete espejos que la rodeaban. Cada uno mostraba un aspecto de la realidad que le importaba a su señora.

La ninfa se acercó, respetuosamente hincó una rodilla al piso que antes fuera de marfil y ahora tornaba a piedra caliza, después sería de otro material, pues en este sitio, lo único permanente era la ninfa.

Todo a su alrededor se transformaba.

Su señora no pareció darse cuenta de su presencia y pensativa, siguió revisando los espejos.

Vestida con un quitón cuya textura cambiaba al compás de los movimientos de su cuerpo, la señora siguió su interminable caminar. 

No se sabía estar quieta, no era parte de su naturaleza y conforme a ello, todo su cuerpo variaba: desde su epidermis que se volvía reptiliana, después lupina, al siguiente lapso de tiempo tan lozana como la de Afrodita y más tarde, volvía a elegir una nueva apariencia; hasta su cabello, que tornaba del rubio al azabache, al pelirrojo, se acortaba, se alargaba, se rizaba, se alisaba, se convertía en múltiples serpientes...

Eran migajas de los cambios de los que era capaz, pero en esta dimensión, su señora se contenía y se limitaba a modificar sólo su ser, su cuerpo.

—Pdonto debedás anclad a Odysseus a mi icod —interrumpió la señora el pesado silencio con voz de una niña muy pequeña, idéntica a su actual apariencia—, empieza a sospechad demasiado sobde tus actos, Cliduco.

—Lo entiendo, lo haré en cuanto tenga oportunidad, sagrada señora.

—De cualquierrr forrrma, he sellado su boca —acotó con una voz diferente a la primera, más ronca, más de bestia, que se mostraba en su apariencia lupina, con sus garras, la piel luciendo un pelaje oscuro y los colmillos extendidos—. Fue una buena jugada ponerrrlo bajo tu contrrrol. En su momento, deberrrás sacarrrlo de escena y trrraerrrlo aquí.

—Así se hará, sagrada señora.

La fémina caviló durante unos momentos, tornando de nuevo a un ser humanoide que jugueteaba con un rizo de su cabello, el cual se transformó en una serpiente; después, en un la cola de un zorro y posteriormente, en una madeja rubia.

—Pritania ha chido dechenmachcarada ante los ojoch de Athena susurró adoptando la figura de una anciana—. Chkaði ha chido dechcubierta como la Kourotrophoch de Camuchalertó señalando el espejo en particular, que mostraba las escenas que relataba, Bóreach ha caído en dechgracia, Pocheidón fue aprechado por Tártaro, Hadech tomó el mando de las huechtech Olímpicach, Arech echpera chu condena y Milo vuelve al Olimpo...

—¿Quione volvió a su matriz, sagrada señora? —acotó con sumisión.

—Todavía no la reinssserto en mí —comentó con el cuerpo reptiliano, formando una esfera en la que una diminuta Quione parecía dormir y acarició con su lengua, ahora bífida—, necesssito desssprenderla de un par de rasssgos que se deberán entregar a sssu sssucesssora.

—¡¿Permitirá la sucesión del poder de Quíone, sagrada Khaos?! —exclamó azorada.

La esfera desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

—Pog supuesto, quegida Cliduco.

La señora extendió las manos que se transformaron en aletas, hacia los espejos.

     »Éstos son tiempos que tdansfodman, sublevan y evolucionan. Estos pediodos son los que me fodtalecen y me hacen sed quien soy: Khaos, la que tdae el cambio, la de los ciclos etednos —razonó con soltura.

     »¿Por ké debería kedarme kon la Potestad de la Nieve kuando no deseo atarme a Gea?

Khaos, la matriz de la creación, la que no puede permanecer estática, sonrió y sus dientes se volvieron aserrados como los de un tiburón y al instante siguiente, adoptaron la forma de la dentadura de una osa polar.

—¿Y quién será su sucesora? —se interesó.

—Ezo, ez un zecreto y una zorpreza para ti —le susurró juguetona—. Amo loz paradigmaz, eztoz momentoz de la exiztencia en que laz generacionez viejaz mueren y ze alzan laz nuevaz. Ez el fin de la era de loz Titanez, para dar cabida a la era de los Diozez.

—Pero aún quedan lugares vacantes...

—Lo Sé, Pero Antes De Dar Paso A Los Sustitutos De Némesis O Quione Y Decidir El Destino De Hera Y Ares, Debo Ir Sembrando Las Semillas Que Llevarán A Los Dioses Al Cisma De Su Extinción.

—Pensé que se asentaría la era de los dioses, que sería la era dorada de éstos refutó con incomprensión.

Había momentos en que Cliduco no lograba seguir el paso de su señora y ésta, amable y comprensiva, le explicaba con suavidad.

—Y eso sucederrrá, perrro desde ahorrra, ya tengo configurrrada a Athena, que serrrá una de las que provocarrrán la caída de los dioses al apoyarrr al siguiente eslabón en la cadena...

—¿Y cuál es ese?

—EL HOMBRE...

Esa palabra le sonó desconocida a Cliduco, no conocía a alguien en la creación que se llamara así.

¿Sería acaso un sujeto en proceso de formación?

De ser así, ¿qué características tendría?

—¿Y quiénes son los otros que acompañarán a Athena? —indagó sabiendo que no debía adelantarse a los acontecimientos.

—Shush actualesh dioshesh guerrerosh, por shupuesto. Ellosh she convertirán en lo que llamarán caballerosh y usharán lash armadurash que todavía eshtán shiendo concebidash en la mente de Athena.

Eso sacó de balance a Cliduco. Estaban hablando de diez personajes, quizá más porque...

—Ella está planeando crear ochenta constelaciones —hizo voz su inquietud.

—Seyán otenta y oto en total, cuando Camus y Milo se unan a sus filas una vez teyminen su evolución.

—¿Qué no había terminado ya Camus su transformación?

—No, él essstá en sssusss iniciosss. Ahora necesssita un maessstro que le enssseñe sssusss nuevasss habilidadesss y en cuanto a Milo, él ni sssiquiera ha llegado a romper el cassscarón.

—Está obsesionado con recuperar a Camus.

—EsO estabA escritO, parA quE éL abandonE suS limitacioneS, primerO necesitA uN alicientE.

Escrito en los libros de Moro, el Destino Final, pues las hilanderas creaban el tapiz conforme a los designios de su hermano mayor.

—Milo estaba configurado para superarse constantemente —susurró la ninfa más para sí.

—ERRoR, MiLo Se SieNTe aHoRa CoMPLeTo —corrigió Khaos—, PieNSa Que No PueDe iR MáS aLLá, Que LLeGó aL LíMiTe De SuS HaBiLiDaDeS.

—No deja de ser un dios guerrero —refutó lo evidente.

—Eggog, él no es solamente un dios gueggego.

—¿No?

—Nu, querida Cliducu...

Khaos volteó hacia ella, el extremo de su cabello azabache se transformó en una cola de escorpión con la que jugueteó sin temor a envenenarse. Esa simple acción, le trajo fortísimos recuerdos a la ninfa.

     »Mi parici qui has olvidado los inicios de Milo, su vida programada por Moro, altirada por Hira con isa maldeceón, solapada por te y tus otras dos caras, auspeceada y transformada por mé...

Cliduco palideció, hacía mucho que no pensaba en el nacimiento de Milo y mucho menos, que los actos de las personas que lo rodeaban, le convirtieron en lo que Khaos sugería: el capullo de un ser que alteraría con su mera presencia, la realidad.

     »𝔐𝔦𝔩𝔬 𝔢𝔰 𝔲𝔫𝔞 𝔡𝔢 𝔪𝔦𝔰 𝔠𝔯𝔢𝔞𝔠𝔦𝔬𝔫𝔢𝔰 𝔣𝔞𝔳𝔬𝔯𝔦𝔱𝔞𝔰 —musitó emocionada—, 𝔶 𝔞𝔥𝔬𝔯𝔞 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬, 𝔡𝔢𝔰𝔭𝔲é𝔰 𝔡𝔢𝔩 𝔭𝔞𝔠𝔱𝔬 𝔮𝔲𝔢 𝔥𝔦𝔷𝔬 𝔠𝔬𝔫 ℭ𝔞𝔪𝔲𝔰 𝔰𝔦𝔫 𝔰𝔢𝔯 𝔠𝔬𝔫𝔰𝔠𝔦𝔢𝔫𝔱𝔢 𝔡𝔢 𝔰𝔲𝔰 𝔞𝔠𝔱𝔬𝔰, 𝔡𝔢𝔟𝔢𝔯á𝔰 𝔠𝔲𝔦𝔡𝔞𝔯 𝔡𝔢 𝔰𝔲𝔰 𝔭𝔞𝔰𝔬𝔰. 𝔏𝔞𝔰 𝔐𝔬𝔦𝔯𝔞𝔰 𝔶 𝔩𝔞𝔰 𝔑𝔬𝔯𝔫𝔞𝔰 𝔳𝔞𝔫 𝔱𝔯𝔞𝔰 é𝔩... 𝔶 𝔞𝔫𝔱𝔢𝔰 𝔡𝔢 𝔮𝔲𝔢 𝔩𝔬 𝔢𝔫𝔠𝔲𝔢𝔫𝔱𝔯𝔢𝔫, 𝔡𝔢𝔟𝔢𝔯á𝔰 𝔭𝔯𝔬𝔱𝔢𝔤𝔢𝔯𝔩𝔬 𝔶 𝔬𝔠𝔲𝔩𝔱𝔞𝔯𝔩𝔬. 𝔜 𝔱ú 𝔰𝔞𝔟𝔢𝔰 𝔠𝔲á𝔩 𝔢𝔰 𝔢𝔩 𝔪𝔢𝔧𝔬𝔯 𝔰𝔦𝔱𝔦𝔬 𝔭𝔞𝔯𝔞 𝔢𝔩𝔩𝔬

—¿Deberé llevarlo con mi madre? —susurró asustada.

—¿ʏ QᴜÉ ᴍᴇᴊᴏʀ Qᴜᴇ ᴀʜÍ? ɴᴀᴅɪᴇ ʟᴇ ʙᴜꜱᴄᴀʀÁ ᴇɴ ʟᴀ ɪɴᴍᴇɴꜱᴀ ɴʏx —celebró con una sonrisa torcida—. ᴍɪʟᴏ ᴅᴇʙᴇʀÁ ᴘᴇʀᴍᴀɴᴇᴄᴇʀ ᴇɴ ʟᴀ ᴏꜱᴄᴜʀɪᴅᴀᴅ ʜᴀꜱᴛᴀ Qᴜᴇ ᴘᴏꜱᴇɪᴅÓɴ ꜱᴇ ꜱᴀʟᴠᴇ ᴅᴇ ꜱᴜ ᴄᴏɴᴅᴇɴᴀ ʏ ʜᴀᴅᴇꜱ ꜱᴇ ᴅᴇᴄɪᴅᴀ ᴀ ᴄᴏɴᴠᴏᴄᴀʀ ᴀʟ Úɴɪᴄᴏ Qᴜᴇ ᴘᴏᴅʀÁ ʀᴏᴍᴘᴇʀ ᴇʟ ᴄᴀꜱᴄᴀʀÓɴ ᴅᴇ ᴍɪ ᴘᴇQᴜᴇÑᴏ. ᴜɴᴀ ᴠᴇᴢ Qᴜᴇ ᴇʟ ᴘᴀᴄᴛᴏ ᴇɴᴛʀᴇ ᴇʟ ᴅɪᴏꜱ ᴅᴇʟ ɪɴꜰʀᴀᴍᴜɴᴅᴏ ʏ ᴇʟ ᴘʀɪᴍɪɢᴇɴɪᴏ ꜱᴇ ʟʟᴇᴠᴇ ᴀ ᴄᴀʙᴏ, ꜱᴜᴄᴇᴅᴇʀÁ ʟᴀ ᴛʀᴀɴꜱꜰᴏʀᴍᴀᴄɪÓɴ ᴅᴇ ᴍɪʟᴏ, ᴅᴇ ᴜɴ ᴅɪᴏꜱ ɢᴜᴇʀʀᴇʀᴏ ᴄᴏᴍÚɴ ʏ ᴄᴏʀʀɪᴇɴᴛᴇ, ᴀʟ ꜱᴇʀ Qᴜᴇ ᴛᴇɴᴅʀÁ ᴜɴ ʟᴜɢᴀʀ ᴘʀɪᴠɪʟᴇɢɪᴀᴅᴏ ᴇɴ ᴇꜱᴛᴇ ɴᴜᴇᴠᴏ ᴏʀᴅᴇɴ.

Cliduco meditó lo antes dicho, algo le faltaba en el plan de su señora y eso era raro. Khaos a pesar de encarnar al cambio constante, tenía una estrategia bien establecida y la seguía a rajatabla, por lo que no dudó en manifestarse:

—Pensé que Camus y Milo eran seres cuyas vidas tenían correspondencia. Lo que le pase a uno, le pasa al otro de forma irremediable...

—ˢᵉ ᵉqᵘⁱˡⁱᵇʳᵃⁿ, ˢí... ᵖᵒʳ ᵉˢᵒ ᵉˡ ᵘⁿᵒ ᵉˢ ⁱⁿᵈⁱˢᵖᵉⁿˢᵃᵇˡᵉ ᵖᵃʳᵃ ᵉˡ ᵒᵗʳᵒ. ᶜᵃᵐᵘˢ ʸᵃ ˢᵘᶠʳⁱó ˢᵘ ᵖʳⁱᵐᵉʳᵃ ᵗʳᵃⁿˢᶠᵒʳᵐᵃᶜⁱóⁿ. ᶠᵃˡᵗᵃ qᵘᵉ ˡᵒ ᵉⁿᵗʳᵉⁿᵉⁿ ᵖᵃʳᵃ qᵘᵉ ʳᵉᶜˡᵃᵐᵉ ˢᵘ ʰᵉʳᵉⁿᶜⁱᵃ. ᴬˢí, ᶜᵃᵐᵘˢ ˢᵉʳá ᵉˡ ᵉqᵘⁱᵛᵃˡᵉⁿᵗᵉ ᵃ ᴹⁱˡᵒ ᵖᵘᵉˢ ᵘⁿᵒ, ⁿᵒ ᵖᵘᵉᵈᵉ ˢᵉʳ ᵐáˢ ᵖᵒᵈᵉʳᵒˢᵒ qᵘᵉ ᵉˡ ᵒᵗʳᵒ.

—Si Milo tiene un lugar privilegiado en este nuevo orden...

—CAmUs lO tIEnE, pEro En Un sItIO AjEnO Al OlImpO.

Esa declaración hacía pensar a Cliduco en el sitio donde ahora se encontraba el hijo de Poseidón. Sin embargo, a diferencia de Milo, a quien le seguía los pasos, el pelirrojo era un enigma para ella en muchos aspectos.

Cliduco no se hacía cargo de configurar a Camus. 

¿Quién lo hacía entonces?

—¿Por eso tiene raíces con los asgardianos?

—Cammmus es parte Jötunnn, el equivalennnte a los Titannnes en Asgard.

—Pero Milo no tiene icor de Tita...

Khaos sonrió al ver que la otra se detenía.

La ninfa se había quedado sin aire al mirar el plan de su señora más a fondo.

¡Por supuesto que Milo tenía icor de Titanes!

—Recuerda shush orígenesh, Cliduco aconsejó regocijada—. Recuerda los orígenesh de Milo, porque shon losh mishmosh que de Camush se relamió con lengua de sapo—. Ellosh dosh shon mish torresh en el tablero, uno no puede sher menosh o másh que el otro. Shon equivalentesh soltó una carcajada—, y shi muere uno, el otro no puede shobrevivir shin shu complemento.

Esa parte final la dejó sin fuerzas. Había notado la obsesión de Milo por Camus y la demostración de amor de Camus hacia Milo, hasta protegerlo del mismísimo Poseidón.

Entendía ahora que uno no pudiera sobrevivir sin el otro, si se amaban tanto... el mundo no tendría sentido si faltaba su contraparte.

—Se corresponden en amor... —musitó la ninfa.

—Y en locura —asentó Khaos—. Ambos llegarán a extremos con tal de estar al lado del otro. Sólo les falta evolucionar...





Monte Parnaso


«Regresa al origen de todo...»


Cada que Milo erraba garrafalmente en algo, la Kourotrophos constituida como su madre, le decía las mismas palabras:


«Regresa al origen de todo, pues en él, las respuestas aguardan y vislumbrarás aspectos que ignoraste en un primer momento».


Para Milo, el inicio de este ciclo bizarro de dolencias y sinsabores se encontraba aquí, en el monte Parnaso, en una pelea fingida, en una batalla decidida antes de que se dieran los golpes finales y él «muriera» a ojos de los demás.

Él planeó su fallecimiento sabiendo que su abuela tenía más acceso al Inframundo, en su carácter de intermediaria en el mundo de los vivos y los muertos, pero más que eso, en su papel de guardiana de La Doncella.

Camus en cambio, no tendría ninguna oportunidad. Por principio de cuentas, ni siquiera podría atravesar el Camino de los Dioses, creado exclusivamente para aquellos que tenían icor ctónico: los señores del Inframundo.

Milo poseía ese don gracias a su abuela. 

Pritania propiamente era  el Camino de los Dioses y le daba el permiso a Milo de atravesarlo desde pequeño. El rubio conocía sus entresijos, Camus no y entrenarlo era arriesgado.

Por éstas y otras razones, era obvia la elección de quién llevaría a cabo la labor.

Sin embargo, avisar a Camus que de ambos, sólo Milo era el indicado para bajar al Inframundo, podría alterar la escena y alertar al Titán del Conocimiento, aquél que lo sabía todo gracias a su centenar de ojos.

En su momento, Milo no confió en que Camus supiera disimular lo suficiente y que Ceo supiera sus intenciones de ir por el Forjador, significaría enfrentarse a un Titán en los mismos terrenos de Hades.

Por eso, le ocultó sus planes a la marina, confiando en que Camus sería custodiado por un Poseidón fundamentado en La Tradición. Aunque Ares quisiera meter sus zarpas, con el miedo que le tenía al Dios de los Mares, no se atrevería a tanto.

Lo que nunca esperó, fue que Camus también hiciera planes por separado y le arrancara una promesa a Poseidón de tal envergadura. 

Eso selló el destino de la marina: se puso en una posición tan vulnerable, que Ares no dudó en aprovecharla al ver que Camus llegaba solo a exigir su castigo, sin un Poseidón que lo apoyara y protegiera.

En aquellos momentos previos a la pelea mortal, Milo barajaba múltiples posibilidades que lo estresaban al máximo. A ello, acusaba su falta de atención a los detalles que le gritaban la verdad: Camus iba demasiado tranquilo al monte Parnaso a pesar del loco plan.

De haber notado eso, le habría sacado la verdad a punta de culeadas o habría detenido todo.

Y era su culpa, pues Milo estaba más concentrado en:

La prioridad de que el Rey del Inframundo no se enterara del ataque que Ceo perpetró contra La Doncella. Ese era uno de los requisitos indispensables que su abuela le había exigido. La Reina estaba negada a que Hades lo supiera y actuara en consecuencia. La Doncella consideraba que ésta era su pelea y la iba a solucionar echando mano a sus recursos.

Preparar con Manigoldo y Deathmask el ritual para regresar a la vida, pero sobre todo, para que Milo tuviera control de su alma en la colina de Yomotsu y no ser atrapado por Ananké, la diosa de la Necesidad, cuya cosmoenergía obligaba a las almas a caer en la entrada del Inframundo.

Pues la Necesidad, no era más que aquella donde los seres vivos querían morir y renacer. Esa era la Potestad de Ananké y por la cual, estaba íntimamente ligada a Moro, el Destino Final.

Por eso, Manigoldo y Deathmask lo ataron a Camus, a su cosmoenergía.

Camus también debía crear el ataúd de cristal para mantener intacto el cuerpo de Milo, reuniendo los rastros de cosmoenergía del rubio para incluirlos en el féretro. Así, evitarían que Khaos consumiera a Milo y éste cayera en el Olvido.

Otro punto más a llevar a cabo, fue espolear previamente los celos de Thanatos para que, en cuanto Milo apareciera en la Colina de Yomotsu, el Dios de la Muerte fuera a cobrarse las ofensas. El objetivo era que lo llevase de inmediato a los Campos Elíseos por el Camino de los Dioses. Por ende, no caería por la entrada del Inframundo, ni pasaría por las prisiones, ni sería enjuiciado.

Esos eran elementos indispensables para no quedarse atado en los dominios de Hades y volver a Camus.

El último era una jugada muy arriesgada: la idea de manipular a Hades para que lo convirtiera en un espectro y así, tener libertad de explorar el Inframundo para buscar el Forjador, era una locura, pero su abuela había insistido en que le ayudarían en ese aspecto. Si Hades no caía en la primera trampa, Pritania se lo pediría argumentando que deseaba a su nieto a su lado.

Afortunadamente, Hades lo propuso por sí mismo y eso le dio oportunidad a Milo de explorar el Inframundo sin despertar sospechas.

El plan terminaría una vez que encontrara el Forjador y ahí, le devolverían a la vida. 

Sabía que Hades y las Moiras se le echarían encima cuando se enteraran, pero las reglas del Inframundo creadas por Moro eran claras: para ser considerado un alma bajo el dominio de Hades, Milo debía cumplir con las cuatro condiciones:

Ser muerto, atravesar la entrada de Yomotsu, pasar por las prisiones y ser juzgado por algún Juez.

Manigoldo había investigado bien el manual de su padre y analizado al detalle cuándo era la fecha de muerte planificada por Moro. Todo cuadraba.

Milo se defendería argumentando que sólo fue muerto por entrenamiento y vuelto a la vida sin afectar el orden instaurado por Moro. Las otras tres condiciones no se habían cumplido y por ende, él seguía teniendo dominio sobre su alma.

Se granjeaba la enemistad eterna de Hades, por supuesto. Incluso la de las Destinos, pero valía la pena con tal de regresar al lado de aquél que tanto amab...

Amab..

Am...

A...

—¡Me cago en todos los putos gigantes de hielo y más en esa puta de mierda! —blasfemó pateando lejos una piedra que chocó contra un árbol y ambos se hicieron pedazos—. ¡Maldita, mil veces maldita esa Skadamandra!

Ella hizo añicos su bien orquestado plan.

No, no fue ella, sino él mismo, Milo.

¿Cómo se le ocurrió reprocharle a Camus haber sido la puta de su padre a sabiendas de que el desgraciado lo deseaba con cada fibra de su maloliente culo?

¿No se había rendido Milo en aquellas tres ocasiones, después de iniciar su relación con Camus y cedido ante las exigencias de Ares de ser su puta, con tal de que no tocara a la marina?

Tres veces volvió a ser el juguete sexual de... su padre.

Sin embargo, era muy diferente saberse usado a imaginar el cuerpo salpicado de pecas de su LucyRo siendo tocado por las blasfemas manos de ese malparido.

¡Lo había mancillado en cuerpo, en mente, en emociones!

Era algo que Milo no podía soportar, ni siquiera imaginar, mucho menos comprobar con la expresión de culpa de Camus. 

Habría esperado que el idiota de Ares le hiciera su tortura favorita: abrir toda la espalda hasta los pulmones y dejar expuesta la carne viva, pero no tocarlo así...

Y todo porque Milo había confiado en el puto Pose-Pose y ¡el idiota no había hecho nada por culpa de Camus!

Nunca esperó que Camus le arrancara una promesa a Poseidón. Eso hizo trizas todo su plan.

Camus había quedado indefenso y a merced de Ares. Poseidón no pudo salvarlo.

De estar vivo, Milo no habría permitido que lo mancillaran, habría matado a puñetazos a Ares y...

¿De qué estaba hablando?

¡Él mismo tuvo que poner el culo para que Ares no se acercara a Camus!


«𝔓𝔬𝔯𝔮𝔲𝔢 𝔱ú 𝔡𝔦𝔧𝔦𝔰𝔱𝔢 𝔮𝔲𝔢 𝔭𝔬𝔡𝔯í𝔞𝔰 𝔡𝔢𝔣𝔢𝔫𝔡𝔢𝔯𝔪𝔢,
𝔭𝔢𝔯𝔬 𝔰𝔦 𝔫𝔬 𝔭𝔲𝔢𝔡𝔢𝔰 𝔫𝔦 𝔡𝔢𝔣𝔢𝔫𝔡𝔢𝔯𝔱𝔢 𝔱ú, 
¿𝔠ó𝔪𝔬 𝔥𝔞𝔯á𝔰 𝔭𝔞𝔯𝔞 𝔮𝔲𝔢 𝔫𝔬 𝔪𝔢 𝔱𝔬𝔮𝔲𝔢?»


Las palabras de Camus le reventaron en el cerebro. Milo rugió de rabia, impotencia y desesperación.

¿Cómo haría para defender a Camus? ¿Cómo haría para que Ares no lo tocara en el futuro?

No podía dejarlo al arbitrio de Poseidón, eso ya lo hizo en el pasado y no funcionó.

No podía esperar que otro hiciera su trabajo. Él era quien deseaba a Camus a su lado, porque el pelirrojo era su hogar.

¿Cómo entonces podría cuidarlo?

Tenía la seguridad de que por esa razón, la maldita giganta de mierda lo tenía a su lado.

¡Lo había comprobado!

Había notado la herida profunda que Camus padecía, antes de que se metiera tras una sólida pared de hielo y lo esquivara.

Sí, Milo lo descubrió ahora que analizaba todo al detalle, después de salir encabronado de los dominios helados y meter su cabeza en agua fría, literalmente.

Su LucyRo estaba herido de muerte, en su propia personalidad, en su propia psique, en su esencia.

En su cosmoenergía...

Tal como hacía Ares con todos los que tocaba, pero Milo ya era inmune a tremendo castigo. Su Camus no...

Y Milo carecía de las armas para protegerlo adecuadamente. Era un inútil, un dios guerrero cualquiera y ella, la tal Tayi, era una gigante de hielo. Una a la que los mismos Aesir temían

Aquellos dioses del norte que se enfrentaron a los berserkers de Ares y los vapulearon, le tenían pánico

Si en el nivel de poder, los Aesir eran superiores a los berserkers y le temían a la Skadi...

Ella tenía a Camus no por manipulación, sino porque él se sentía protegido con ella.

¿Por qué no lo vio antes?

Y aunque lo hubiera visto, ¿qué podía ofrecerle Milo?

La misma tortura una y otra vez.

¡Ni siquiera tenía el poder para quitarle la marca de Ares!

Era un inútil, era un imbécil con ínfulas de grandeza. Ni siquiera sus hazañas en el campo de batalla se comparaban al poder de Ares.

Camus lo despreciaba por débil...

El bramido que surgió de su garganta cimbró la tierra y pudo percibir a las almas que todavía no llegaban al Inframundo moviéndose inquietas.

Él era insuficiente...

Débil...

¿Cómo podía solucionar eso?


«𝔐𝔦𝔩𝔬, 𝔫𝔬 𝔥𝔲𝔫𝔡𝔞𝔰 𝔡𝔢𝔪𝔞𝔰𝔦𝔞𝔡𝔬 𝔢𝔩 𝔠𝔲𝔢𝔯𝔭𝔬 𝔢𝔫 𝔩𝔞 𝔠𝔲𝔫𝔞 𝔡𝔢𝔩 𝔬𝔯𝔦𝔤𝔢𝔫,
𝔫𝔬 𝔟𝔬𝔯𝔯𝔢𝔰 𝔩𝔞 𝔠𝔦𝔠𝔞𝔱𝔯𝔦𝔷 𝔮𝔲𝔢 𝔱𝔢 𝔡𝔢𝔧ó ℭ𝔞𝔪𝔲𝔰...».


Las palabras de su abuela Pritania que le dedicó en su aventura en el Tártaro, le recordaron que sí tenía acceso a algo: la cuna del origen. Sabía los riesgos, podía perder más de lo que obtendría, pero confiaba en que ahí, el poder nunca antes imaginado para él, le esperaba.

Sólo necesitaba no hundirse demasiado, ni borrar la cicatriz...

Sus manos se dirigieron hacia esa marca ubicada entre el primer y segundo abdominal izquierdo. Aquella que le había dejado Camus en esa noche que todo empezó.

Ésta no se curaba y seguramente tampoco la de su LucyRo.

Tenía una forma de transformarse, para adquirir más poder, pero debía hacerlo rápido. Ir al Inframundo ahora, con Hades sabiendo lo que pasaba, podía ser problemático, pero...

Pero...

Hades ahora era el líder de los Olímpicos, el máximo General. Si se lo encontraba, podría justificar sus actos prometiéndole que mejoraría y él tendría un guerrero más poderoso para comandar.

Era jugar con el Inframundo mismo, pero ¿qué otra opción tenía?

Se dirigió a toda velocidad al interior del monte Parnaso con el corazón agitado y el ajenjo en su boca dejando un sabor amargo.

Rendirse no era parte de su naturaleza y la vida le aseguraba encontrarse de nueva cuenta con Camus: él estaba atado a la promesa de Athena y debía ayudarla a derrotar a Ceo.

Ahí, Milo lo vería... ahí, le demostraría que era suficiente para cuidarlo y protegerlo.

Avanzó por los húmedos pasillos del monte, entre las cuevas y la oscuridad cuasi absoluta buscando un sitio en particular: donde haría el ritual con Manigoldo para darle más tiempo y seguir como espectro.

Sin embargo, ya no necesitaba ser un espectro, necesitaba aquello que habían escondido ahí, en las entrañas del monte. Debía unirse a él y con su verdadero poder, para ir directo al Tártaro y hundirse en la cuna de la vida, sólo así...

Iba a defender a LucyRo de todos...

Sus pasos se detuvieron al detectar otra presencia en ese lugar. Una que le apretujaba las tripas y le congelaba las terminaciones nerviosas.

El poder de este ser era inconmensurable.

—¿Crees que podrás hacer lo que quieras con nuestro tapiz?

Lentamente Milo volteó para encontrarse con una réplica de Brunhilde: la armadura, las ropas, los gestos ríspidos, pero ella tenía los cabellos plateados.

—¿Qué hace una valquiria en terrenos olímpicos?

—No soy sólo una valquiria —aclaró dando un paso al frente—, mi nombre es Skuld y soy una Norna. Una hilandera de los asgardianos y tú, has pisoteado mi tapiz.

Norna, hilandera, tapiz...

—¿Eres una Destino? —se le cayó la mandíbula al piso.

—Exactamente, creo que así las llaman aquí y tú, ya alteraste demasiado las cosas en el Yggdrasil para que te siga dejando con vida...

Se le cayó el alma a los pies. De permitirle a ella alcanzarlo, perdería toda oportunidad de arreglar las cosas con Camus.

¡Ja!

—¿Y tú qué dijiste: éste ya me puso el culo y se dejó ensartar? —sonrió torcido—. ¡Ni sueñes, hija de puta!

Ni siquiera lo pensó, apretó el paso y salió de ahí corriendo a la velocidad de la luz, no por cobarde, él tenía un objetivo: eso que guardaban en la cámara.

Una vez se uniera a él, podía combatirla con el máximo de su poder y después, llevaría a cabo su plan para quitar del camino a esa Skalamandra del Tártaro.

Esa maldita giganta no le arrebataría a quien Milo consideraba su hogar.

¡Nunca se dejaría vencer por una imbécil como esa!

Los golpes de la Norna eran continuos, Milo se ocupó de evadirlos lo mejor posible, pero un par lo alcanzaron. El último, le destrozó gran parte de la Surplice.

Milo lo hacía a propósito, habiendo recordado las palabras de Hades: si perdía la Surplice, volvería a ser un espíritu.

Y justo eso necesitaba para unirse a su objetivo en la cámara principal.

El último golpe lo recibió en el perímetro de la cámara, su alma se despegó del cuerpo prestado y se apresuró a entrar al sitio de descanso de...

Su mente hizo un corto circuito, sus neuronas entraron en pánico y con ellas, su alma sufrió un colapso.

La cámara había sido objeto de un ataque, alguien había entrado en ella y desaparecido el ataúd de cristal que conservaba su cuerpo...

¡Su cuerpo!

Aquello con lo que se iba a unir, ya no se encontraba ahí.

—Morirás, Milo...

Apenas escuchó las palabras de esa Norna, supo que esta vez, se haría realidad su mayor miedo: perdería a Camus.

Lo perdería porque alguien se había llevado su cuerpo y destrozado la cámara. Tenía detrás de sí a esa Hilandera y...

Oh no.

¡No y no!

Si nunca cedió, ni siquiera ante la presencia de Prometeo, no lo haría ahora.

¡Vendería cara su alma!

Tomó la daga que la Kourotrophos le entregó y la empuñó. Al unísono alguien musitó:

—Sagrada señora, venid y haced realidad tu deseo.

Milo por el rabillo del ojo, notó a una figura. Juraría que esa frase provenía de Cliduco, su hermana, la ninfa que cuidaba de Apolo y Artemisa.

Inmediatamente, se vio envuelto en una nebulosa de tinieblas. Revolviéndose y peleando sin cuartel, alcanzó a notar la figura de Nyx atrapando su cuerpo y recordó a Manigoldo advirtiéndole durante su encuentro con Deathmask y Brunhilde:


«𝕾𝖎 𝖊𝖑 𝖛í𝖓𝖈𝖚𝖑𝖔 𝖘𝖊 𝖉𝖊𝖘𝖙𝖗𝖚𝖞𝖊,
𝕸𝖎𝖑𝖔 𝖊𝖘𝖙𝖆𝖗á 𝖈𝖔𝖓𝖉𝖊𝖓𝖆𝖉𝖔 𝖆 𝖈𝖆𝖒𝖎𝖓𝖆𝖗 𝖑𝖊𝖏𝖔𝖘 𝖉𝖊 𝖑𝖆 𝖑𝖚𝖟 𝖕𝖆𝖗𝖆 𝖘𝖎𝖊𝖒𝖕𝖗𝖊».


Y él había respondido que si tenía que caminar con la oscuridad... bienvenida fuera.

El vínculo se había destruido, había usado toda su cosmoenergía y tuvo la certeza de que moría de nuevo. Antes por la mano de Camus, hoy, por la oscuridad que se cernía sobre él...

La gran Nyx parecía dispuesta a cumplir el deseo de Milo: lo llevaba a caminar lejos de ahí, a un sitio del que él no podría escapar.

No podría volver... ni ver a su LucyRo.

Lo separaban de lo único que tenía sentido, que le daba paz, seguridad y confort.

Le alejaban de su LucyRo, de Camus, de aquél que él amab...

Que él amab..

Am...

A...

¡Malditos todos!

¡Maldito Camus!

Pero... ¡más maldito él!

Porque él, Milo, ¡a-m-a-b-a! a Camus.

¡Milo amaba a Camus con cada fibra de su ser!

¡Lo amaba!

¡LO AMABA!

¡LO AMABA!

Con esa seguridad, con esa desesperación de saber que amaba a Camus y esta vez, haría plausible su verdad y se lo diría en la cara al pelirrojo, se opuso a Nyx con cada fibra de su cosmoenergía, empujando, pateando, lanzando su golpe más poderoso.

Peleó con cada fibra de su ser, con los restos de su cosmoenergía extinta. 

Con su corazón lleno de amor para ese pelirrojo.

Y... era inútil. 

Fue reducido, convertido en un insecto que observaba con terror cómo ese capullo de tinieblas seguía su accionar y lo engullía lentamente.

Nada detenía a Nyx, nada de lo que hacía Milo la dañaba.

Era cierto... él no tenía la fuerza para defenderse, ¡mucho menos para defender a Camus!

Y en esa sapiencia, en ese agobiante golpe de la realidad, lágrimas de icor resbalaron por sus mejillas.

¡Amaba a Camus y no tenía la fuerza para seguir a su lado!

¡Era un inútil, un completo inútil!

¡Nunca podría hacer realidad su anhelo de decirle que lo amaba!

Nunca podría decirle la verdad sobre por qué le llamaba LucyRo...

Nunca podría ver sus pecas.

Sus ojos de rubí.

Escuchar su voz.

Su risa...

Sus suspiros al hacer el amor.

¿Moriría entonces?

No...

No...

¡No!

Sacando fuerzas de flaqueza, apretó la daga que le transformaba en escorpión y penetró su esencia, en el punto donde la cicatriz hecha por Camus seguía en su ser y Milo sintió que algo inaudito sucedía consigo mismo.

Su cosmoenergía estalló como nunca antes, dándole un poder desconocido y al mismo tiempo, familiar.

Pero era tarde ya...

Nyx lo engulló completamente en ese preciso momento y lo mantuvo apresado en un bucle de locura y terror.

El dolor de la separación de aquél que era su hogar, de su LucyRo, fue indescriptible. Su corazón se rompió con un sonido potente y desesperado que emergió de su garganta, escuchándose hasta en el mismo Olimpo.

—¡CAMUUUUUUUUUUUUUUUS!










Everybody knows that you love me baby
Everybody knows that you really do
Everybody knows that you've been faithful

[Todo el mundo sabe que me amas, nene
Todo el mundo sabe que de verdad lo haces.
Todo el mundo sabe que fuiste fiel.]


And everybody knows that it's now or never
Everybody knows that it's me or you
And everybody knows that you live forever
When you've done a line or two.

[Y todo el mundo sabe que es ahora o nunca.
Todo el mundo sabe que es tú y yo.
Y todo el mundo sabe que vives eternamente,
cuando ya has hecho la cola una o dos veces.]




La Traición Mortal.

20 de marzo de 2022 - 07 de febrero de 2023.


Feliz cumpleaños, Camus.

Gracias por darme tanto y dejarme aprender de Milo y de ti.


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