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30. Where are you now?


Era una mañana como cualquier otra en el Jötunheim. Skaði levantó las pestañas y sus ojos de diamante recorrieron el enorme lecho cubierto por pieles y rodeado por alfombras. La habitación no era cálida, ni tibia, pues las bajas temperaturas eran agradables para ella.

Si su lecho poseía abrigo, era por quien se encontraba entre sus brazos, tan confiado y feliz, que seguía durmiendo sereno.

Sus dedos largos y estilizados acomodaron las hebras sedosas y lacias de una cabellera azul profundo, descubriendo el rostro que amaba con cada fibra de su helado y cristalizado corazón.

Sólo Hrimnir podía convertirlo en fuego y magma.

Por él pelearía miles de batallas con tal de que alcanzara la felicidad plena a su lado. Por él sangraría icor azul y destruiría a cualquiera que se atreviera siquiera a rasguñar someramente esa epidermis que adoraba.

Lo vio resistirse al despertar, con una sonrisa amable y una caricia suave en la mejilla masculina. Él frunció el entrecejo y movió los labios emitiendo un pequeño sonido que la hizo sonreír aún más.

Todo era bello en él, cada átomo y célula eran perfectos.

Su Hrimnir soltó un largo y sonoro suspiro antes de levantar las negras y tupidas pestañas, cerrarlas y volver a abrirlas un par de veces. Se desprendió del sueño y enfocó esos ojos en ella.

Los zafiros mostraron pronto la adoración que le profesaba y era plenamente correspondida.

—Buenos días, mi amado Hrimnir —saludó con deleite, continuando las caricias mimosas sobre los cabellos y las mejillas del otro—. ¿Descansaste, mi amor?

El aludido escondió el rostro en el cuello de la Jötunn y soltó un bostezo aletargado opacado por la piel de marfil. Se ancló a la desnuda cintura femenina y restregó la frente contra la clavícula derecha de la otra como un gato buscando el roce del amo.

—Contigo siempre descanso —sonrió levantando la cabeza, buscando los labios femeninos—. Hola, buenos días —saludó con un beso que intercambió alientos y algo más.

Ese fue el preludio al que siguieron otros ósculos, caricias, susurros y sonidos bajos, que se escucharon en la habitación mientras ellos compartían y se demostraban su amor.

Ella devolvía a la par lo que le ofrecían y aún más. Hrimnir era su todo y no dudaría en matar por mantenerlo a su vera.

Si su amor era tóxico, posesivo, territorial y enfermo... que se jodan todos aquellos que lo juzguen. Ninguno podría entender lo que padeció para tener consigo a su amado.

Después de un tiempo, un rascar en la puerta interrumpió el descanso posterior al dulce amorío.

—Ese llamado es para ti —le susurró ella, arqueando una ceja.

Hrimnir rodó los ojos dentro de sus cuencas y exhaló con fuerza desprendiéndose con desgana de los brazos amorosos y tomó asiento en la cama. Su espléndida desnudez se descubrió al caer las pieles contra el lecho.

—¡No estoy!

Un gimoteo se escuchó tras la puerta. Skaði alargó la comisura derecha en lo que parecía una sonrisa.

—No se lo creyó —se sentó tras la marina y le besó el hombro desnudo—. ¿Será que por fin accederá a bañarse?

Un respingo del otro lado, los alertó del movimiento. Cuatro patas salieron a toda velocidad, con rumbo desconocido. En el camino, algo cayó y su ruptura sonó a la distancia.

—Eres realmente mala, ¿lo sabías?

—Ah, ¿yo? —fingió asombro—. ¿Acaso no eras tú el que lo iba a bañar sin que se diera cuenta? ¡Hasta planeaste congelarle las patas para que no pudiera moverse! —le reprochó con un brillo risueño en sus orbes de diamante.

—¡Tiene pulgas! —aseveró con molestia—. Y cada que las tiene, termino lleno de ellas. ¿Cómo es que resulta eso?

—El que con lobos anda...

—¿A aullar se enseña? —completó con curiosidad.

Su mano volvió al cabello de su amado, acomodando los mechones tras la oreja derecha. Reconocía que teniéndolo a su lado, era imposible mantener la distancia. Sus manos picaban por tocarlo.

—No —aseveró con una pequeña sonrisa¡amanece con pulgas!

—¡Mira tú! —reclamó levemente indignado—. ¿Te recuerdo que tú duermes conmigo?

—Ah, pero yo tengo una táctica infalible para evitar las pulgas.

—¿Y cuál es? —se le arqueó una ceja bifurcada.

—Las congelo —confesó quitada de la pena.

La boca se desencajó durante un par de segundos y la ofuscación hizo presa del varonil rostro.

—¿Y por qué no se las congelas a Fenrir?

—Porque es divertido ver cómo se detiene para atacarse el rabo con saña —reveló risueña.

Hrimnir refunfuñó. Meditó la idea, rodó los ojos dentro de sus cuencas y volteó hacia ella, llevándola al lecho entre besos y caricias dulces.

—Te amo —le susurró Hrimnir en el oído con ternura—, ¿lo sabías?

—Sí, siempre lo supe, aún a la distancia —acarició la mejilla del otro correspondiendo las dulzuras—. ¿Sabes? Esa cicatriz en tu brazo no desaparece.

—¿Y qué tiene de malo? —le dedicó una mirada fugaz.

La marca poseía un diseño interesante para ella, le hacía pensar en alguna mordedura de antaño. Le despertaba curiosidad el momento en que fue hecha.

—La mayoría de tus marcas se han ido, ¿por qué esa no?

—No sé, quizá porque... —hizo un gesto malhumorado—. No sé.

Detectó una duda en él, sibilina, sutil. Casi como una brisa.

—¿Será que no quieres que se vaya? —se aventuró a investigar.

—¿Y por qué habría de querer un recuerdo del Olimpo? —chasqueó la lengua con disgusto.

—Es el sitio donde te criaste —musitó encogiendo los hombros.

Sería lógico que a pesar de las desgracias, Hrimnir albergara algún recuerdo trascendental y se opusiera a condenarlo al olvido.

—Y donde me aplastaron hasta hartarse —dejó en claro sentándose de nuevo—. Hay pocas personas que me importen de ese lugar.

—¿Tu padre por ejemplo? —quiso saber.

Acicaló a su vez con un peine de oro que apareció en su mano gracias a su voluntad, los larguísimos cabellos azules como la noche, sedosos e increíblemente manejables.

—No niego que hizo lo mejor que pudo con las pocas bases que Cronos le dio.

—¿Como tu abuelo?

—Ese ya pagó el precio por su idiotez.

—¡Hrimnir! —le censuró con el peine en alto—. ¿No crees que estás siendo muy rudo con Bóreas?

—Si la sinceridad la interpretas como rudeza, no es culpa mía —le tomó el peine con delicadeza y se acomodó los cabellos—. Él tuvo la culpa por dejarse embaucar por Quione.

—No caigas en el banal orgullo. Tú también caíste en su engaño —le recordó ceñuda.

—Es diferente —rumió con desgana.

—¿En qué podría ser diferente? —inquirió de inmediato—. Quione sabía muy bien cómo envolver a cualquiera en su red de mentiras.

Se levantó del lecho con el malestar en la boca del estómago. Pensar en esa araña la ponía de mal humor.

—Era una cría caprichosa.

—¡Que también te engañó sin que te dieras cuenta! —insistió trenzando su propio cabello con rapidez—. O recuérdame, ¿cómo fue que llegaste al Jötunheim, mi amor?

El otro apretó los párpados con fuerza y le siguieron los puños. La Jötunn recorrió la distancia que la separaba de la cámara contigua donde una hermosa poza de agua se mantenía a temperatura ambiente para su aseo.

—No es igual —insistió siguiendo sus pasos.

—Quizá no, pero deberías comprender que Quione tenía a tu abuelo en la palma de su mano.

Skaði aprovechó el momento para meterse a la fuente de agua y desprenderse de la suciedad de su cuerpo.

—La culpa fue del viejo por confiarle tanto.

—Viejos los cerros y aún reverdecen —combatió con tesón—. Y ten más respeto por él, pues sin su ayuda indirecta, tú y yo no nos hubiéramos vuelto a encontrar.

—¿Acaso lo defiendes? —se exacerbó trenzando el cabello con movimientos bruscos.

Ella siguió todos los pasos maravillada por la destreza que denotaba con sólo un peinado. Se mordió el labio inferior arrobada.

—Sí, Hrimnir —respondió dentro de la poza—. Lo defiendo porque a pesar de su inseguridad y su paranoia, te trajo de vuelta a mis brazos.

—Y no quiero separarme de ti, jamás —se hundió en el agua, buscando con ahínco el cuerpo que le daba tanto confort—. No quiero estar lejos de ti —gimió necesitado de su amor—. ¿Entiendes?

—Lo sé —le recibió entre sus brazos y fundió sus labios con los otros—. Sabes mejor que nadie que nunca te soltaré, Hrimnir.

—Promételo —le urgió con desespero—. Promete que no permitirás que nada ni nadie me separe de tu lado.

—Te lo juro.




La puerta de roble trenzada con hojas y enredaderas, apareció en el sitio donde el Jötunheim iniciaba. Al contacto con el ambiente hostil, la naturaleza respondió plegando su color y se envolvió en cristal.

Al abrirse el umbral, cuatro individuos y una criatura, salieron revisando a su alrededor con inquietud.

Uno de ellos era Milo, quien se mantuvo estático sobre uno de los pequeños montículos de nieve y hielo que se desperdigaban en el suelo, como piedras en las orillas de un lago.

Metros más adelante, dejaban de ser pequeñas motas de blanca consistencia para convertirse en la vastedad de la nívea sustancia que se extendía al infinito.

A diferencia de lo que esperó en un primer momento, el Jötunheim se le antojó desolado e inexplicablemente... majestuoso.

En los montes altivos, las planicies serenas o las barrancas lánguidas; allí donde Milo posaba su vista, el mundo se teñía de una pura e inmaculada estampa que invitaba a la reflexión y la nostalgia.

Esta monotonía se rompía en las zonas azarosas, identificadas por una arquitectura de caprichosos cristales, que daban un toque surrealista y cuyos reflejos diamantinos vestían colores azules o verdes, en todas sus gamas de tonalidades.

Las creaciones de vidrio llevaban la mente a recuerdos más vívidos, cargados de agridulces emociones de anhelo.

Lo que le causaba conmoción era el cielo: donde en el Olimpo acostumbraba lucir nubes y un lienzo de azules variados dependiendo de la luminosidad de Helios; en el Jötunheim, la sombra de Nyx resaltaba con ahínco la silueta de varios planetas multicolores.

Para su deleite, desde el lado Oeste y en dirección contraria, una luna desgajada dejaba una estela de minúsculos fragmentos, cual polvo de estrellas. Su brillo atraía la mirada de forma indefectible, provocando un vértigo que se entremezcló con el asombro,

Era como estar en el espacio exterior y al unísono, reconocer que no se había movido de la tierra.

Había belleza, calma y se podía sentir la hospitalidad que invitaba a quedarse ahí.

El ambiente traía paz al corazón, reducía el estrés, alejaba el dolor y por todas estas bondades y maravillas, Milo reconoció la imperceptible advertencia de una muerte segura a todo aquél que se descuidara.

Él lo sabía mejor que nadie: un sitio tan bello, forzosamente debía poseer un defecto mortal.

¿Sería el viento, que jugueteaba con la nieve, con las superficies terrestres y las capas de los recién llegados?

Ese impulso eólico llevaba escarcha a los cabellos y penetraba el frío en las epidermis. Los sostenía en un abrazo lánguido, prometiendo mantenerlos en ese sitio seguro, hasta hundirlos en una prisión imposible de eludir.

Ese dulce y aterrador abrazo los tornaría en hielo y los terminaría sepultando en ataúdes de cristal, que detendrían el paso de Cronos en las carnes y se cumpliría el juramento silencioso de conservar la belleza de quienes fueron, en algún momento, Olímpicos.

Los llevaría a un sueño eterno, en el que sólo existiría la paz en las tierras heladas.

A pesar de la velada amenaza, el verdadero peligro radicaba en lo que Krest hizo hincapié:

—No se dejen envolver por la magia de este mundo —advirtió, cubierto por una gruesa capa y montado sobre Kardia—. Las emociones que desata en lo más profundo de su ser, son el preludio de la muerte. Si se descuidan, el morir en el helado abrazo será el menor de sus problemas y eso es porque sus cosmoenergías los identifican y marcan como la presa favorita de quienes habitan este lugar.

»Para los Jötnar, ustedes son un bocado suculento, dulce y cálido que les es ajeno a su alimento cotidiano. Pelearán entre ellos por una sola gota de su icor. Los partirán en pedazos con tal de lamer un centímetro de sus carnes. Así que no pierdan la concentración o serán devorados.

El pequeño azabache había dado todo de sí para traerlos a este sitio con la condición de venir «bien preparados» y eso significó capas nuevas, las armaduras puestas y la consigna de que él sería el guía.

Krest mandaría sobre ellos hasta encontrar a aquél que tanto buscaban: Camus.

—¿Cómo puede un lugar tan bello, ser repudiado por Odín y los suyos? curioseó Athena.

La joven diosa avanzaba por la gruesa capa de nieve, con las botas que Krest insistió que debían calzarse. A su diestra se encontraba Dohko y a su siniestra, el gigantesco escorpión que la resguardaba.

—Depende del cristal con que se mire —le respondió el elfo—. Para los Aesir, el Jötunheim es sinónimo de muerte helada. Los Jötnar son seres despiadados y hábiles guerreros. No es fácil combatirlos y por eso, los Aesir idearon varias artimañas para neutralizar o diezmar a los habitantes de este lugar.

—¿Por diezmarlos, te refieres a matar a su Rey? —indagó Dohko.

El viejo maestro soplaba su aliento contra sus manos frías a pesar del abrigo de sus guantes. Sus mejillas habían adquirido una tonalidad rojiza por las bajas temperaturas.

—Por ejemplo —su faz mostró disgusto ante la perspectiva puesta sobre la mesa.

—¿Acaso no dijeron que el Rey quería sepultar la creación bajo toneladas de nieve?

Ese que hablaba era Milo. Su disgusto era palpable: sus cabellos, tan largamente cepillados por la paciente Athena, volvían a enredarse con el travieso viento.

—Eso fue después de que los Aesir incursionaron por primera vez en el Jötunheim y se enfrentaron a los Jötnar —aclaró Krest.

—Entiendo, buscaron la guerra y después, no supieron cómo pararla —opinó Athena pensativa.

—Algo así... —suspiró Krest y su aliento formó una nube de vaho que distorsionó sus facciones—. Por eso no participo en guerras sin sentido.

Milo volteó hacia él, arqueando una ceja en franca actitud intrigada. Había visto a Odín llamando a todo su pelotón contra la gigante, ¿por qué no así a Krest?

—¿Y no te obliga Odín? se le escapó la inquietud por la boca.

—¿Y por qué lo haría? refutó a su vez—. A finales de cuentas no le rindo cuentas al Padre de los dioses.

—¿Y entonces a quién? —insistió el rubio.

—A mi adar... err... a mi padre —se corrigió a continuación al recordar que ellos no podían entender su lenguaje—. Por cierto, ¿cómo encontrarán al guerrero que buscan? ¿Lo pensaron? El Jötunheim es gigantesco.

Los Olímpicos pasearon la mirada por el sitio comprendiendo la inquietud que gobernaba al pequeño.

—A diferencia de otros dioses guerreros, Athena tiene forma de contactar y ubicar a Camus —comentó Milo con tranquilidad.

—Existe un juramento inquebrantable que los vincula —aclaró Dohko—. A través de este pacto, ella podrá sentir dónde se encuentra.

La diosa asintió deteniéndose, tocó delicadamente la estrella que se marcó en su dermis después de la promesa hecha y se concentró en la marina. Al poco tiempo, abrió los ojos.

—Por allá —señaló un sitio.

Krest chasqueó la lengua. Los demás voltearon con curiosidad.

—Pues resulta que por allá —imitó el gesto y señaló la zona—, se encuentra la mayor concentración de Jötnar —exhaló resignado.

Athena se mordisqueó el labio inferior. Dohko soltó un resoplido que se convirtió en una estela de vaho. Milo puso el cuerpo en tensión.

Si los gigantes querían guerra, la tendrían, pero él no se iría sin Camus.

     »Pues vamos susurró el joven elfo—. Acérquense a Kardia, que le daré impulso para que podamos avanzar por estas tierras con rapidez y sin ser detectados. Nuestra mejor chance es manteniendo un perfil bajo.

—Tú guías, Krest —sonrió Athena acomodándose donde le indicaron.

El azabache hizo una invocación en su melodioso idioma y pronto, Kardia devoraba las distancias llevando consigo a los Olímpicos, que sólo debían subirse a la estela verdosa que formaban las patas del escorpión para ser transportados por él.

El Jötunheim cambiaba de estampa conforme Kardia seguía adelante: ríos con cascadas congeladas, interminables lagos y cuevas cristalizadas con auroras boreales como fondo, eternos laberintos de cristal,...

Cada pequeño pedazo del mundo era una obra maestra de hielo y escarcha.

El cielo variaba también: desde la majestuosidad de los planetas, hasta nubes desnutridas o una oscuridad infinita, tapizada de constelaciones extrañas y ajenas a los recién llegados.

—Ahora entiendo por qué Camus consideraba el Olimpo demasiado alegre —susurró Athena.

—Sin embargo, lo adoraba —contradijo Milo al instante—. A Camus le gustaba ver el atardecer con sus colores, escuchar el sonido de las olas, aspirar los aromas de los campos y sentir el calor de Helios en la piel.

—No digo lo contrario, Milo —intentó mantener la calma la joven diosa.

—Comparto que le guste esto, es muy... bello, pero al mismo tiempo —sacudió la cabeza—, él necesita estar entre nosotros. Este lugar... no deja de ser helado para su esencia olímpica.

Le inquietaba no percibir el cosmos de aquél que le quitaba el sueño, el hambre y la concentración. Le parecía extraño que no pudiera sentirlo.

—¿Y si él en esencia, es hielo? interrumpió el silencio Krest.

—¡Claro que no! —respondió en el acto el rubio, bastante cabreado—. Camus no es hielo, Camus es fuego, se nota en sus cabellos, en sus ojos, en... —por deferencia a Athena, se calló las explicaciones del comportamiento de la marina en la cama de Milo y lo suplantó con un—: su forma de actuar.

—Si tú lo dices —no parecía que el elfo le diera la razón al otro.

Milo desestimó al otro, a finales de cuentas, parecía demasiado joven para comprender los entresijos de un personaje como su LucyRo.

     »Prepárense, estamos llegando a territorio Jötnar. Ya les dije: si se levanta una refriega, haré lo posible para mantenerlos protegidos, pero no puedo hacer más.

—¿Insinúas que no pelearás de nuestro lado? —reclamó Dohko.

—Yo le dije a Athena que pelearía guerras justas y lo lamento, pero no hay nada en sus argumentos, que me haga levantar mis puños contra ellos.

Krest ni siquiera se dignaba a ver al maestro, su atención estaba fija en la diosa que asentía a duras penas, meditando su línea de acción.

—Ah, bueno, me lo hubieras dicho antes, así al menos habríamos traído refuerzos —soltó venenoso Milo.

Kardia chasqueó las tenazas iracundo, el rubio lo ignoró sin remordimiento. Para no entrar en mayores discusiones, Milo desvió el rostro hacia el Este y una escena atrapó su atención poderosamente.

     »¿Qué es eso? —señaló con el índice hacia una montaña.

—Mmmhh... parece una caída de nieve —opinó Krest—, pero a esta distancia, no puedo adivinar —y se echó de espaldas sobre el cuerpo del escorpión.

—¿Por qué presiento que estás mintiendo Krest?

Su instinto se lo gritaba, quizá por el tono de voz o por su comportamiento. Podría ser porque eso de poner los brazos en jarras tras la nuca, le recordaba a alguien en su típica postura de que no deseaba hablar.

Camus...

—¿Quizá porque eres un petulante y grosero, a quien no tengo obligación de decirle nada?

—¿Y tú eres una manzanita en dulce?

—Prefiero ser perita —respondió el otro con tono aburrido.

Milo sintió que le jalaban de los pelos de la cola con ese comentario. De no ser porque este sujeto les estaba ayudando, le caería encima y lo haría tragarse sus palabras.

—¿Podrías decirme qué es eso que señaló Milo, por favor Krest?

—Athena —el azabache la miró con intensidad y tras unos segundos, exhaló recuperando la vertical—, está bien. Sólo porque de todos los presentes, eres la que me cae mejor.

Kardia golpeteó sus tenazas frenético. De inmediato, Krest le pasó una mano por el lomo calmando sus ánimos.

     »No tengo que reafirmar lo que ya sabes: tú estás fuera de toda discusión. De lo contrario, no te cuidaría, Kardia.

Eso hizo sentir mejor al otro que avanzó a mayor impulso. Athena esperó paciente, hasta que Krest resopló y volteó el rostro hacia el sitio que despertaba tanta curiosidad.

—Ese rastro lo deja la gwenn, la Dama de estas tierras. Se desliza por ellas en un juego eterno y en plena bajada, dispara sus flechas contra sus enemigos o bien, contra las presas que desea comer.

—Esa estela no pareciera ser dejada por un solo individuo —protestó Milo con malhumor.

—Aunque no lo creas, es así. Ella trae con sus deslizamientos los aludes, que son desprendimientos de capas de nieve que caen ladera abajo de las montañas. Es cierto, muchas veces la gwenn no viene sola: la acompaña una jauría de lobos y recientemente, a su lado se encuentra aquél a quien considera su par.

Algo en esa frase le provocó un estremecimiento a Milo. Éste meditó el concepto y sin pensarlo dos veces, salió como bólido, directo hacia la tal gwenn.

     »¡Milo, no te separes! exigió Krest.

La orden le entró por un oído y le salió por el otro.

A la velocidad de la luz y con un tambor tocando vigoroso en su pecho, Milo siguió adelante hacia el sitio que generaba una atracción imposible de resistir y a cierta distancia, percibió algo en el viento que le paralizó el corazón y le convirtió las entrañas en cientos de abejas.

A la par, las piernas se detuvieron. Le pesaban cientos de kilos. Pudo caminar a base de terquedad, pero una parte de él, se lamentaba de dolor y nostalgia.

Conforme iba acercándose a la dama, el aire se volvía más y más altivo, beligerante y sin compasión.

Una precipitación blanca y helada empezó a gestarse. Se nutría de la nieve desprendida de la montaña creando una barrera.

Milo la intentó atravesar y falló la primera vez.

El estómago se le encogió ante la expectativa de no llegar al centro del vórtice. Levantó la mano hacia la gruesa muralla de escarcha y fuerza eólica. La sintió bajo la palma a pesar de tener puestos los guantes y de alguna manera, intuyó que no era deseado en ese lugar.

Sin embargo, a él le llamaba, le convocaba una voz imposible de ignorar y que provenía de algún lugar más allá de la tormenta...

Ese sonido era dispar a los vientos que agitaban violentamente su ser: poseía dulzura, aderezada con nerviosismo y congoja.

Entonaba una canción plagada de emociones que le tocaban fibras sensibles.

Entre las notas musicales, percibió una tristeza que le rompía el alma en mil pedazos.

Lo más extraño, era que Milo conocía esa tonada de algún lado, quizá de algún sueño, quizá de sus memorias más profundas.

Le motivaba a perderse en ella y no soltarse jamás...

Las manos le temblaron y no era por la bajada de temperatura que sufrió su cuerpo: fue su alma reclamando esa voz, la que se hacía presente. La que clamaba por ese sonido desde hacía mucho, mucho tiempo.

Quizá desde que sólo era un pequeño.

Quizá desde que nació.

De alguna manera, su icor se desesperaba por ella y le obligaba a seguir, a pesar de que la tormenta se solidificó y quería tragárselo, destruirlo, barrer su existencia del sitio.

Puso la mano al frente tocando el grueso muro y se quebró: un sonido lastimero, que más parecía un gimoteo canino que un llanto humano, emergió por su garganta.

Una lágrima se deslizó por su mejilla, se sentía...

Perdido, desprotegido.

Olvidado...

La ventisca cambió de dirección, la gran barrera se transformó en dos inmensos brazos que lo envolvieron de inmediato. Milo temió por su bienestar. Sin embargo, las corrientes de aire y nieve lo rodearon protectoramente.

Lo empujaron al centro, hacia la zona donde la temperatura era benevolente y no podría dañarlo.

Hacia el ojo de la tormenta que maduraba hasta llegar al clímax, alejando al resto de las personas. Y en medio de esas corrientes heladas, escuchó a esa voz cantando:

—Where are you now? [1]

Grande fue su sorpresa al notar que la voz provenía de la misma ventisca, de la nieve, del hielo, del viento.

Lo rodeaba, lo inundaba.

Lo hacía sentir protegido.

—Was it all in my fantasy? [2]le devolvió en un sentido y doliente canto.

¿Por qué conocía ese idioma?

¿De dónde lo conocía?

¿Por qué le parecía tan familiar?

—Where are you now? —escuchó de nueva cuenta.

—Were you only imaginary? [3] volvió a responder.

Lo impulsaban demasiadas emociones que se desbordaban por sus poros y cuya procedencia era un misterio.

—No, you're wrong. I'm alive —le cantaron al oído y Milo sintió que esa voz le llenaba de calor—. I'm your destiny. I'm yours and you're mine... [4]

Volvió a escuchar esa voz cuyo timbre le hacía derramar lágrimas de añoranza y desesperación.

—Where are you now? —le devolvió Milo intuyendo que esa, era la pregunta medular.

Si sabía dónde estaba, podía conocer a quién buscaba...

—I'm here [5]le cantó una tercera persona y Milo no necesitaba más para saber a quién pertenecía...

Sus entrañas se lo gritaron, su corazón lo afirmó, su alma se reconfiguró sólo con escuchar ese timbre.

La ventisca llegó a la parte culmen de su poderío y Milo en medio de ésta, distinguía cada pequeño retazo de viento entonando la melodía.

Al unirse cada hebra, se convirtió en una oda a la añoranza y al reencuentro, que cambió de dirección hacia el Norte.

Milo lo percibía en su piel, en cada vello erizado, en cada latir de su corazón. No importaba lo que hubiera pensado antes, esa ventisca buscaba a alguien...

Y no era a él, a Milo, porque él mismo también lo buscaba.

—Where are you now? —insistió esa voz.

En esta ocasión, Milo le dio fuerza con la suya convirtiéndose en un solo llamado, un solo lamento, un solo clamor que resonó entre la tormenta y llegó hasta los confines del Jötunheim.

—I'm here —cantó la tercera criatura—. Under the trees —gorjeó aquél que jugueteaba en la fría superficie—, under the trees... [6]

El ex berserker actuó por instinto: se dirigió hacia donde provenía esa voz que le daba sustancia y emoción a su cuerpo marchito, deslizándose por la nieve gracias a un calzado extraño para él, que parecían dos largas varas formadas de hielo e impulsadas por la ventisca.

Adquirió una velocidad de miedo, una que nunca antes conoció y sobre esas varas, devoró kilómetros, atravesando pendientes, saltando hondonadas, recorriendo altas montañas, patinando sobre lagos, ríos y entre gigantescos seres de hielo que lo veían y bramaban un saludo respetuoso.

Un saludo que él sabía, no estaba dirigido a su persona, sino a la voz, a aquella que controlaba esta ventisca que le servía de muralla y lo empujaba hasta la saliente de una lejanisima montaña y cuyo panorama compartió fascinado, porque sus ojos no podían tener una vista más maravillosa que la de ahora:

Y no era debido al espléndido y tupido bosque de abetos y pinos, sino que correspondía a ese que añoraba con cada partícula de su ser.

Su bello Camus caminaba entre la nieve y los árboles, rodeado por varios lobos. Sus cabellos seguían siendo azules, pero su cosmoenergía parecía recuperada. Estaba sano, pleno, en magnífico estado y Milo agradeció a toda la creación por ello.

—Nunca estuvo en mejor forma —susurró la voz de la ventisca.

—Así es —respondió con satisfacción.

Percibió una sombra por el rabillo de su ojo, Milo volteó esperando ver a la dueña de la voz y su estampa le hizo perder el equilibrio. El rubio olvidó la función de sus cuerdas vocales y sacudió la cabeza sin poder creer que tantas emociones vividas tuvieran la misma matriz.

     »¡¿Tú?! —bramó herido de muerte, con el estómago duro y el corazón agitado, al recobrar el aliento.

Debió reconocerla, pero admitía que su estampa en el Jötunheim era muy diferente a la que vio en Hiperbórea.

En primera, no llevaba puesta una armadura, sino ropas hechas con pieles. En segunda, nunca le vio antes el cabello y éste era blanco como la nieve. Y en tercera, las marcas de su rostro, antes no las tenía. Era un maquillaje, parecido al de los Aesir y al mismo tiempo, muy diferente.

—¿Quién más podría traerte hasta acá, sin que los Jötnar tocaran una sola hebra de tu...? —se interrumpió de improviso con el entrecejo fruncido—. ¿A eso le llamas cabello? Más parecen hebras de heno viejas, tiradas al azar sobre el mismo montículo —opinó con el disgusto en el timbre de voz.

—¿Cómo te atreves a... a...? —se le atoraron las palabras y apretó las manos en puños—. ¿Por qué te burlas de mí?

—Si decir la verdad es tomado como una burla por ti, entonces... —meditó unos segundos mirando hacia el cielo—. No, no lo lamento. Me parece más bien que es problema tuyo —encogió los hombros quitada de la pena.

—¡Mira giganta de pacotill...!

—No se te ocurra ofenderme en mis terrenos, Milo, hijo de Ares y Lamia —susurró fría como el hielo.

—¿Acaso me amenazas?

Se le revolvía el estómago de sólo pensar que esta giganta tuviera el descaro de ponerlo a prueba.

—Te lo estoy advirtiendo fue su respuesta lacónica.

—¿Eso es una amenaza?

Ella rodó los ojos dentro de las cuencas. Con el disgusto en la boca del estómago, Milo reconoció que Camus usaba el mismo gesto cuando lo hartaba.

—Considero que no importa lo que diga, le darás un giro a mis palabras. Lo que sí te recuerdo, es que a diferencia de ti, puedo chasquear los dedos y enviarte de nuevo al Midgard sin que hayas hablado con Hrimnir.

El rubio apretó las mandíbulas. Quería saltarle encima, deseaba poner sus manos en el cuello de cisne, golpear cada parte de su —lo reconocía— hermoso rostro y dejarla muerta en estas tierras yermas, pero deseaba algo más con cada fibra de su cosmoenergía.

Y sólo por eso, claudicó.

—¿Por qué me dejarías hablar con él?

—¿Y por qué no? —respondió con aburrimiento—. A diferencia de ti, yo sé qué territorio estoy pisando y cuánto me ama Hrimnir.

—¡Camus no te ama!

—Ya te dije que su amor por mí es inagotable hizo hincapié con fastidio, aún y después de que tú mueras o aún y después de que todo se destruya, Hrimnir seguirá amándome.

—Eso está por verse.

—Entonces ¿qué esperas? —señaló el camino hacia el tercero en discordia—. Ve con él e intenta convencerlo de volver al Olimpo.

La giganta le dedicaba una mirada que Milo no soportó.

Sus entrañas se encogieron ante la sensación de que, otra vez, le ponía una trampa como cuando le llevó con preguntas a aceptar que había perdido a Camus en el juicio ante Némesis.

—¡No necesito que me digas lo que tengo qué hacer! se alistó para la caminata.

—Pero antes de que te vayas, Milo, hijo de Ares y Lamia...

—Sólo dime Milo, aquellos de quienes provengo no merecen siquiera estar enlazados con mi nombre. Los mezquinos merecen morir solos.

Skaði mostró una emoción extraña en su rostro. A Milo le pareció ver algo que de inmediato eliminó de sus posibilidades, porque esa desgraciada no merecía siquiera un segundo de su atención.

—Lamento que tengas tan mal concepto de tus padres y...

—¿Qué ibas a decirme? —la interrumpió grosera y maleducadamente.

La Jötunn hizo una mueca que Milo no supo descifrar. Antes de que el rubio pudiera adivinar sus intenciones, ella le dijo con paciencia:

—Sé sincero con él... completamente sincero o no podrás penetrar sus muros.

Milo la miró con duda, incertidumbre y una extraña sensación en el pecho.

¿Acaso ella no quería quedarse con Camus? ¿Por qué entonces le daba ese consejo?

Seguramente era una trampa.

Como ella lo dijo, no tenía nada qué perder y quizá sabía algo que Milo desconocía.

¿Sería que se había enterado de la maldición de Hera y deseaba que matara a Camus, pues así completaría su misión para revivir a su padre, el Rey de los Jötnar?

Se le hizo un nudo en la garganta y carraspeó para despojarse de él.

—Yo conozco a Camus y sé qué hacer.

Altanero, dio media vuelta y al intentar bajar por la ladera, sintió el viento empujarlo suavemente, haciéndolo deslizarse por la nieve hasta llegar al bosque. Milo se detuvo sin exabruptos, con un gran nudo en la garganta y una sensación indescifrable en su estómago.

Por un momento, le pareció que Skaði le cuidaba.

¿Sería así o sólo quería deshacerse de él lo más pronto posible?

Se restregó los cabellos con impaciencia y rabia, esa giganta era incomprensible. Todo un enigma y Milo no deseaba caer en sus artimañas. Se concentró en lo más importante: Camus.

Su Camus.

Su LucyRo.

Y hacia él, caminó.



El corazón de Milo se asemejaba a las creaciones de Hefestos. Bombeaba con afinada frecuencia, enviando descargas de icor y adrenalina a cada ínfimo sitio de su anatomía. Hinchaba sus músculos y los llevaba al descanso en un ritmo constante, cuasi perfecto, que discrepaba con el mal funcionamiento de su estómago, ese que parecía un hoyo negro.

Supongamos que el aire del Jötunheim era insuficiente para llenar sus pulmones, que haría falta más para consolar su ser...

Quizá con grandes cantidades, pudiera mantener a raya sus espasmos.

Esos frenéticos temblores que le recorrían la epidermis, erizaban sus vellos y entumecían sus miembros.

Fue consciente de cuán indefenso se encontraba ante el evento que protagonizaría en poco tiempo.

La simple idea de lo que afrontaría, convirtió la garganta en un desierto árido y despiadado. La lengua se paralizó, los dientes castañeaban y esto último, nada tenía que ver con las motas de nieve o el frío.

Esos elementos de la naturaleza sólo empañaron su vista, la volvieron borrosa.

Todo lo que Milo era y fue, se convirtió en una sustancia gelatinosa y propia de estremecimientos.

Descubrió de pronto, que era un indefenso niñato ante la cruel posibilidad de perder aquello que lo constituía. El rubio estaba vulnerable, desamparado, nervioso y por qué no decirlo: asustado.

La expectativa de su encuentro con aquél que tenía en sus manos su calma, despertaba inquietudes titánicas.

Todo gracias a las posibles consecuencias, esas que podrían mantenerlo estable o destruir su mundo y devolverlo a Khaos.

El objeto de sus afectos, de sus suspiros y desvelos, estaba ahí, a doscientos metros de él. Jugueteaba con una manada de lobos, como un grupito de cachorros divirtiéndose en medio de la nieve.

Camus, su LucyRo...

Su Luciérnaga Roja, su hogar, su faro, su templo, su altar, su refugio, su amad...

Esa palabra inacabada se manifestó en una gruesa gota de sudor. Se formó y nutrió de la oscura perspectiva que lo hacía trizas. Se deslizó por su sien y resbaló lánguida acariciando su mejilla sonrojada por la vulnerabilidad. Llegó a la barba y ahí, se perdió al saltar al vacío indolente a su fin y sin albergar esperanzas de ser rescatada.

Milo se obligó a comportarse a la altura de las circunstancias. Debía ser fuerte, tenaz, pero también sabio y utilizar las palabras de forma asertiva, para convencer al ente que fue herido de antemano por tantos y tantos.

Porque Camus había sido objeto de la perversidad de los Olímpicos. Fue mancillado, vapuleado, violado, pisoteado, destrozado...

Traicionado.

Hasta el tuétano...

Y Milo fue uno de los tantos verdugos que se ensañaron con él.

La excusa era lo de menos, pues no existía disculpa para su comportamiento.

La razón era tan sencilla, como importante: Milo en ese momento, era su pareja y éstas se apoyan, se comprenden, se contienen, no se atacan como perros salvajes.

Se restregó el rostro con las manos cubiertas de guantes, se echó atrás el cabello y se obligó a dejar atrás los oscuros escenarios. A finales de cuentas, nada era peor que la realidad.

La realidad tenía una línea y vivirla era suficiente para saber que se podía ganar o perder, pero jamás sería tan apoteósica o terrorífica como las infinitas posibilidades que carcomían las mentes de aquellos que las imaginaban y sufrían por ello.

Debía apostar a la verdad, no sangrar con la fantasía.

«Vamos, Milo. Tú puedes» pensó dándose ánimos y avanzó.

Cada paso combatió a un cruel enemigo mordiendo sus terminales nerviosas. Si no fuera porque Fobos y Deimos tenían prohibido el acceso al Jötunheim, Milo pensaría que estos rivales eran el miedo, el pánico o el terror, haciendo mella en él.

Se armó de valor y dio cada paso que lo separaba de Camus.

En poco tiempo, escuchó los sonidos de las conversaciones de su LucyRo y los aullidos, ladridos y gimoteos que los lobos usaban para comunicarse... y por mucho que le doliera, envidió que esos cuadrúpedos lograran hacerlo reír así, después de que sufrió tanto.

—El plan es sencillo, nuestra guerra con ese engendro del Helheim termina ahora —le escuchó decir—. Así que ustedes dos por el norte, Fenrir va de lanza de flecha, ustedes dos van a la retaguardia y yo seré el cebo. ¿Hay dudas?

Los lobos ladraron, algunos con beneplácito y otros con el lomo erizado, ofendidos por algo que Milo no logró entender.

El más grande de todos, seguramente Fenrir, los puso en orden con un gruñido. El resto percibió la advertencia en el sonido producido por el Alfa y se plegaron en una formación nutrida, dejando en medio a Camus que deslizó sus ojos de zafiro por la zona, hasta encontrar a Milo.

—Hola, Camus —saludó saliendo desde la oscuridad de los árboles, mostrándose sin disfraces o argucias.

El lobo Alfa mostró los colmillos, los otros erizaron los lomos, agacharon las orejas y abrieron los hocicos.

Milo reconoció los signos de advertencia: si daba un paso más, le atacarían. Era el mismo código que su abuela le había enseñado para comunicarse con sus tías las Empusas o bien, con cualquier perro y eso incluía al Cancerbero.

No por nada, Pritania era conocida como la Perra Negra.

Una mano marfileña se colocó sobre la cabeza Fenrir y le acarició suavemente el pelaje, calmando los ánimos.

—Hola, Milo —saludó y al inclinar el rostro a la derecha, algunos mechones azules cubrieron su faz haciendo imposible leer sus reacciones.

—Quiero hablar contigo.

—Estamos hablando —le respondieron con el mismo tono neutral.

El rubio se restregó los cabellos de la nuca deslizando sus aguamarinas de forma elocuente sobre el grupo de lobos.

»Entiendo —musitó dirigiendo los zafiros al gran lobo Alfa—, déjenme a solas con él.

Fenrir mostró los colmillos de nueva cuenta, de la garganta emergió un grueso sonido en desacuerdo, que levantó los ánimos salvajes de la manada.

»No pasará nada, bien sabes que Tāyi está cerca.

El lobo accedió a regañadientes y muestra de ello, fue que caminó hacia Milo rechinando los dientes con una clara advertencia. Lanzó un ladrido autoritario y la manada se movió al unísono, desapareciendo entre los troncos del poblado bosque con movimientos rígidos y malhumorados.

Camus volteó hacia Milo, parpadeando lentamente. Ni siquiera se dignó a presionar al rubio. Su única reacción fue iniciar una caminata con rumbo desconocido.

—¿Camus?

—Pensé que querrías ir a un sitio donde puedas sentirte más seguro, que en medio de un bosque, donde todos nos observan.

Con una sonrisa amarga luciendo en su rostro, el ex berserker avanzó tras él. Había olvidado lo bien que lo conocía Camus.

—¿Estás bien? —inició una plática banal.

Deseaba ir despacio para que Camus aceptara irse con él, sin presiones.

—Sí.

—¿Estás herido?

—No.

—¿Por qué entonces no has vuelto al Olimpo?

Le respondieron con un encogimiento de hombros.

»¿Acaso no puedes?

—No.

—Espera, ¿sí puedes volver? —quiso asegurarse.

—Sí.

Detuvo su paso con desagrado. Odiaba los monosílabos, pero más cuando eran pronunciados con ese timbre átono y sin sustancia.

¿Así cómo sabría qué le molestaba a Camus?

Por otro lado, si podía volver y ya estaba bien de salud, ¿qué seguía haciendo en este lugar?

Entonces esa maldita sí que lo tenía manipulado.

El otro se detuvo, volteó hacia atrás encontrando la mirada aguamarina. Los zafiros poseían una temperatura más baja que la nieve misma.

—Camus, ¿tienes algún problema para hablar conmigo? —su intuición le mandó señales de alerta.

—No.

—¿Acaso ella te impide que seas sincero?

No.

—¿Ella te tiene aquí, en contra de tu voluntad?

—No.

Se le alborotó el espíritu.

—¡¿Entonces por qué no te explayas en tus respuestas?! —gruñó impaciente.

—Porque no hay razones para utilizar más palabras —encogió los hombros.

—¿Estás poniéndome a prueba? —insistió con un mal presentimiento.

—Si responderte con verdades, es para ti ponerte a prueba —arqueó una bifurcada y elegante ceja—, entonces es problema tuyo, Milo —fijó sus zafiros en él—. De tu inseguridad y de tus propios conflictos internos —expresó con tono neutro, que ni siquiera parecía un reproche—. Arregla eso y vuelve después, para que hablemos con serenidad —le dio la espalda.

La extraña sensación saltó de nivel. El espantoso presentimiento de que algo no saldría bien de todo esto, empezó a hacerse fuerte.

—¡Camus, espera! —exigió antes de que el otro diera un segundo paso.

—¿Sí? —se detuvo.

Milo se obligó a serenarse. Abrió la boca y la cerró aspirando el aire enrarecido que rodeaba al ex pelirrojo. Vio a Camus dedicarle una corta mirada y no inmutarse cuando el rubio le sonrió con timidez.

Su LucyRo era...

Un témpano de hielo.

—¿Podrías...?

Volvió a callarse sin encontrar una frase que pudiera penetrar esa coraza con la que el otro se cubría.

—¿Sí?

—¿Me das un minuto?

—¿A solas o quieres que...?

—No, no, quédate aquí, Camus —pidió porque no deseaba perderlo de vista.

El otro asintió.

—¿Al menos podemos seguir caminando, Milo? Quiero que conozcas un lugar.

—Ah... s-sí —carraspeó con una esperanza en su pecho. Si Camus deseaba que estuvieran juntos, era un buen presagio—. ¡Sí, está bien! —afirmó más sereno.

Quizá fueran alucinaciones suyas, producto de su propia incertidumbre. Estaba muy a la defensiva, debía ser más claro en sus pretensiones.

La voz de esa Jötunn penetró en su mente: «Sé sincero con él... completamente sincero o no podrás penetrar sus muros».

Más preguntas germinaron en su mente. Todas relativas a las intenciones de esa extraña gigante.

Camus le guió por el bosque. Coníferas y pinos los cercaban. Los acompañaban los sonidos propios de la ventisca que azotaba lejos. Milo meditaba cómo abordar al otro con éxito.

Necesitaba algo para adentrarse en el tema medular. De momento, su estrategia consistía en dejar a un lado la actitud ofendida y no saltar sintiéndose atacado por nada o por todo. Tampoco saltar porque sí, porque no o saltar por las dudas.

Podría combinarla con...

No saltar por nada y...

—Hemos llegado.

El rubio levantó la cabeza. Tan concentrado estaba en seguir la figura de Camus y no caerse mientras meditaba su plan a seguir, que no se dio cuenta de dónde se encontraban.

Habían entrado a una cueva. El techo era de hielo mismo, con colores que variaban del más profundo negro, pasando por la gama de azules hasta el brillante blanco, conforme la posición del observador.

Había algunos sitios en que las sombras eran iluminadas por extraños focos azules o verdes y al prestar mayor atención, Milo descubrió que en realidad, eran pájaros. De alguna forma, sus cuerpos estaban dotados de luminiscencia, como las luciérnagas y daban ese juego de luz y sombras.

La panorámica era soberbia, el suelo estaba formado por piedras de obsidiana y con ayuda de arroyuelos, se creaban pozas de agua redondas de distinta profundidad, simulando una escalinata en forma de coliflor, que se extendía varios metros hacia abajo.

En donde terminaba la última poza, con el agua que se desbordaba, se moldeaba una espléndida pista de hielo que invitaba a patinar, como alguna vez hicieran en el Olimpo, gracias a los dones de Camus.

Sin embargo, tanta hermosura le hizo estragos. El rubio se sintió extrañamente... triste.

Nostálgico.

Con un regusto amargo...

—¿Qué es este lugar, Camus?

—Me pareció el sitio perfecto para decirnos adiós.

—¡¿Qué?! —vociferó y su voz hizo un eco interminable.

Las pequeñas aves escaparon a toda velocidad. Milo creyó que su corazón las imitaba, para no llegar al fondo de esto.

Sus piernas flaquearon, las manos temblaron.

Su cuerpo se hundió en un hoyo negro sin fin.

De todas las frases que deseó escuchar de la boca de Camus, esa era la que menos esperaba.

De todos los escenarios posibles que imaginó, éste nunca lo concibió.

Confiaba en lo que ambos sentían por el otro, no en que Camus deseara separarse de su lado.

—Lo que escuchaste: debemos dar fin a esto, que sólo nos trae conflictos.

«Esto».

Jamás en su vida Milo recibió un golpe tan profundo que lo dejase sin habla y mucho menos, que calase tan hondo en él.

Y Camus sólo había pronunciado esa palabra con su tono neutro para darle una paliza.

—¿E-esto?

—Sí —lo vio mover la diestra, formar un banco de nieve del que tomó un puñado y lo compactó entre sus manos.

Tal y como hicieran en el Olimpo cuando eran jóvenes con piedras en un lago, Camus formaba bolas de nieve que arrojaba sobre una de las tantas pozas, creando un sonido extraño, cuasi musical por el eco que rebotaba en la cueva.

La imagen le golpeó, pero más el símil y la calma con que Camus seguía haciendo esto, mientras a Milo se lo comía el mismísimo Tártaro con la expectativa de alejarse de él para siempre.

Era tanta la indiferencia, la distancia y la frialdad mostradas por Camus, que Milo no supo cómo reaccionar.

—¿P-por qué ni siquiera puedes decirlo por su nombre? —exigió con malestar—. Tú y yo tenemos una «relación». No es un «esto».

—Las etiquetas no quitan el hecho de que mi único deseo es seguir contigo como camaradas —otra vez el tono distante que dejaba a Milo sin aliento—. A finales de cuentas, es lo que nos une: somos compañeros de armas, en una guerra contra los Titanes —manifestó lanzando otra bola—. Fuera de eso, no quiero algo más contigo.

¿Dónde escuchó eso antes?

¿Dón...de?

Kanon.

¿Qué no habían sido las palabras que Milo le dijo al gemelo cuando intentó que volviera con él?

Una gota de sudor le recorrió la nuca a pesar de que todo su organismo tiritaba de frío. Las Moiras le estaban propinando un revés tremendo, al hacerle revivir esa escena con los papeles invertidos.

Kanon lo quería a él, pero él deseaba a Camus.

Y Camus sólo quería alejarlo.

¿Por qué?

¿Qué había cambiado?

¿Tanto lo había herido con su estallido en el templo?

Demasiadas preguntas y ninguna respuesta.

Los ojos se llenaron de incertidumbre y se obligó a mantener la calma.

Él era Milo, un berserker a las órdenes de Ares, que si bien su padre era un dios miserable e injusto, capaz de dejarlo solo en medio de una pelea mortal, pocos podían sobrevivir en esas filas.

Él era Milo y había tenido combates más duros contra Camus, como cuando al inicio de sus encuentros, el otro lo mandaba derechito al Tártaro.

Él era Milo, si había convencido a Camus antes de tener una relación con él, ahora más que se conocían.

Un fuego en su interior le llenó de un brío inusitado, le hizo alzar el rostro, aspirar profundo apagando los incendios de su mente y volver al ataque.

—¿Qué ha sucedido para que pienses así? —quiso saber—. Tú sabes que por ti lo daría todo.

—¿Y qué es todo, Milo?

—Mi vida, mi aliento, pelearía por ti, a tu lado, contigo —aspiró fuerte para lanzarse al vacío. Si no era ahora, ¿cuándo?—. Eres la persona más importante de mi vida, Camus. Sin ti, el mundo no tiene color o sentido, no hay alguien que me haga sentir lo mismo que tú —puso el corazón en sus palabras.

A sabiendas de que Camus quería irse y él debía hacerlo recapacitar como fuera.

»Sabes que lo nuestro es algo fuerte y que ha superado muchas pruebas. Ésta es una más y saldremos adelante.

—Lo sé.

Se permitió una pequeña sonrisa por el alivio que le embargó. Iba por buen camino y siguió en esa tesitura.

—Entonces dime qué necesitas para seguir adelante.

—No estar a tu lado.

Se quedó tieso, le tembló el labio inferior y se acarició el abdomen con la diestra. Su siniestra mesó los cabellos con angustia.

—Camus, ¿acaso no te acabo de decir que superaremos esta prueba? —graznó a media voz—. ¿No te acabo de decir que eres lo más importante de mi vida?

—Sí, pero yo jamás aseguré que seguiría a tu lado —aclaró con esa voz sin cambios—. Entiendo que hemos pasado mucho, pero no deseo seguir padeciendo el suplicio de soportarte y tú...

—¡¿Qué?! —aunque sintió el impulso de dar un paso atrás, se contuvo—. ¿Cómo es eso de que me soportas?

—Cuando una de las partes se vuelve demasiado pesada, la otra tiene que soportar la carga —dijo tajante y sin previo aviso—. Llegó el momento en que te convertiste en un peso para mí. Eres quien me impide avanzar —compactó otra bola de nieve—. Por lo tanto, no te deseo a mi lado, considero que me haces demasiado daño.

—¿Cómo que te hago demasiado daño? —sacudió la cabeza sin dar sentido a esa frase.

—Primero me perseguiste y después de que acepté, fue cuando me engañaste...

—¡Yo no te engañé con nadie! —soltó con todas sus fuerzas.

Le había sido fiel a Camus, jamás estuvo con otra persona y los besos que le dio a Hypnos durante el período de búsqueda del Forjador, sólo eran parte de la estratagema para engañar a Thanatos.

—¿Acaso no me hiciste creer que sería yo quien moriría en el monte Parnaso? —pronunció con un tono tan suave, que parecía un arrullo.

Milo cerró la boca y se le quedó un sabor amargo en la lengua.

Sentía una enorme herida en el pecho que no se cerraría ni con toda la cosmoenergía de Odysseus.

»Si no hubieras hecho eso, yo no habría hecho prometer a mi padre, que durante dos ciclos lunares me dejaría vivir sin entrometerse de ninguna manera y eso significaba, que no buscaría venganza por ningún acto en mi contra —se relamió los labios—. En pocas palabras, mi padre debería comportarse como si no me amara.

—¿P-Por qué hiciste eso? —le parecía estúpido, pero ahora lograba entender por qué Poseidón no había metido las manos con todo lo que le pasó a Camus después de su enfrentamiento mortal.

Hasta dónde era el tamaño de lo que prometió.

—Porque temía que, al enterarse de que me habías matado, el gran Poseidón te destrozara —musitó con tranquilidad—. ¿Acaso crees que no sé cuánto me ama mi padre y de lo que sería capaz por mí?

—P-pero... —sus ideas se acomodaron—. ¡Si lo hiciste para que no me matara, es porque sientes algo por mí! —le hizo ver con desesperación.

—Lo hice porque no quería que la balanza de la guerra contra los Titanes se desestabilizara —apuntó tajante—. Si Poseidón te mataba, Ares buscaría la forma de joderlo y terminaría todo en pésimas condiciones —formó otra bola de nieve y la aventó lejos—. ¿Qué crees que diría mi padre cuando se enterara de que mi muerte, en realidad era una estratagema para conseguir el Forjador y que yo nunca estuve bien muerto?

—¿Por qué tendría que enterarse tu padre?

—¿Por qué no? —le cambió las tornas—. A finales de cuentas, soy su hijo más amado.

Esas últimas cinco palabras le dejaron una emoción agridulce. Significaban una sentencia fuerte para Poseidón, justificaban toda su conducta ante Némesis, buscando la forma de que Camus saliera avante de ese juicio, arriesgando incluso su propia vida. Utilizando toda su astucia para sacarlo de ese embrollo, sin terminar arrojado a las aguas de la Estigia.

Lo que no entendía era por qué Camus lo decía con tan poca emoción en su voz. Era como si comentara del tiempo, de algún tema que le aburría...

—Ambos sabíamos que esto del Forjador tenía consecuencias, Camus.

—Sí, pero me engañaste, me traicionaste.

—El muerto terminé siendo yo —le recordó con disgusto.

—Y yo terminé convirtiéndome en la puta de tu padre —remarcó con aburrimiento.

Milo se revolvió los cabellos con desesperación. Recordaba la forma en que Camus se le había ofrecido a Ares en el templo de la guerra y su estómago se revolvía, pero más se agitaba al ver esa forma en que le dejaba caer las frases: distante y sin emociones.

Algo estaba muy mal, volvió a repetirse hasta la saciedad.

—No era lo que quería —confesó agitado—, contaba con que tu padre te defendería.

—Pues no lo hizo —miró la bola de nieve que estaba formando—, ¿cómo iba yo a saber tus planes si nunca me los contaste?

—¡¿Cómo iba a saber yo de la promesa si tampoco me lo dijiste?!

Se hizo el silencio. Ninguno lo interrumpió. Ambos se miraron a los ojos y por un momento, Milo vio la indecisión en Camus.

Supo que era su momento, debía atacar ahora...

»¿Cómo podía cuidarte si no sabía lo que habías hecho? ¡Yo contaba con la Tradición para protegerte! afirmó deseando que lo entendiera.

El otro bajó la mirada y le temblaron los labios. Milo avanzó un par de pasos queriendo acortar de alguna forma la distancia entre ellos, esa que le hacía tanto daño. Añoraba el tacto de Camus, el sabor de esos besos, el aroma de esos cabellos.

—Estoy de acuerdo, estamos empatados —susurró con una emoción reflejada en su faz.

¡Ahí estaba ese Camus que él conocía!

Al menos un rayito de él, pero lograba verlo.

—Yo sé que no fue fácil una vez que me diste el golpe final, Camus —se acercó un poco más—. Sin embargo, deseo seguir a tu lado.

—¿Aunque haya sido... —se le agolparon las palabras—, la... la...?

—¿La qué? cuestionó al ver que el otro titubeaba.

—¿La puta de Ares? —se le quebró la voz y bajó la cabeza avergonzado.

—No eres el único que ha sido la puta de Ares...

Milo quiso apaciguarlo con miedo a que explotara de nuevo, a que pasara la misma escena de su templo.

—¡No estoy preguntando por otros, Milo!

Se alejó y le dio la espalda física y emocionalmente.

—No hablo de otros, sino de...

El frío de pronto era insuficiente para paliar la rabia ardiente que brotó de la boca de Milo.

»¿No es vomitivo saber lo que Ares hacía tras bambalinas y...?

—¿Y si lo sabías, por qué no lo detuviste? —le interrumpió con amargura—. ¡¿Por qué no le pusiste un alto?!

—Lo intenté, por eso, Ares me... me... —se aclaró la garganta mirando sus manos cubiertas por los guantes.

—¿Te qué? —insistió Camus, como un perro tras su hueso—. ¿Te qué, Ares te qué, Milo?

—Ares —exhaló vistiéndose de valor y coraje, llevando los colores con orgullo—, me... Cuando intenté que no se sobrepasara con uno de los hijos de Dioniso, empezó a follarme —se relamió.

—¡¿A ti?! —ladró indignado.

—A mí —exhaló por lo bajo—. Si alguien puede saber lo que sientes, soy yo.

Camus se convirtió en una bestia enjaulada: caminaba de un lado al otro, en un frenesí incontrolable.

—¿Te hizo la marca?

—Obvio, es la forma en que el hijo de puta se puede sentir grande —escupió a un lado con fastidio—. ¿Acaso no sabes que nadie se le acercaría sin ella.

La marina tembló antes de preguntar con un hilito de voz:

—¿A-Afrodita la tuvo alguna vez?

—Eso deberías preguntárselo a tu padre, él la vio desnuda.

Camus frunció el entrecejo, su mente cavilaba a toda velocidad. Milo quería abrazarlo, pero no ahora que esa mierda había sido destapada y él también se sentía sucio.

—¿Y... te la quitó?

—Sí, cuando le hice saber sutilmente que le diría a mi abuela... —sonrió con amargura y cinismo—. Entonces me la quitó corriendo, el puto.

—Entonces... —se detuvo cavilando las razones expuestas—, ¿debería decirle a mi padre de...?

Milo encogió sus hombros, esa era decisión de Camus a finales de cuentas. Él no podía intervenir en su dinámica familiar y mucho menos ahora que sabía, la conocía menos que nada.

—Lo que sí sé, es que haré todo lo posible para protegerte de él, Camus —alargó la mano buscando la de su compañero.

Ansiaba su tacto como un sediento el agua. Camus le daba paz, cordura y alegría. Sintió con la punta de los dedos la suave y firme piel del otro, la disfrutó intensamente, la paladeó con gula...

Pero no más.

Camus le retiró la mano y después, le dio la espalda. Milo entrecerró los párpados y frunció el entrecejo.

»¿LucyRo?

—Hacer todo lo posible, no significa que él nunca volverá a tocarme —sentenció con voz fría.

—Eh, —carraspeó rascándose los cabellos de la nuca—, estoy de acuerdo, pero bien sabes que peleo mejor que...

—Él es el dios de la guerra, hijo de Zeus y Hera —le recordó—. Comparado a él, tú no eres nadie.

Eso lo ofendió, ¿cómo podía decir eso cuando lo vio pelear? ¿Cómo podía decirlo cuando él derribó enemigos formidables que su padre no pudo siquiera enfrentar?

—¡Claro que soy alguien! —espetó molesto—. Soy Milo, me he destacado en mis múltiples peleas y...

—Ceo te mantuvo cautivo por casi dos años, ¿acaso lo olvidaste, gran Milo? —dijo lo último con sarcasmo.

El rubio tomó una postura defensiva. Le molestaba que Camus se comportara de forma tan exasperante.

—Sigo siendo mejor guerrero que tú —le echó en cara sin filtros—. Sigo siendo...

—Fuiste su puta, ¿acaso tu graaan trayectoria, evitaría que Ares volviera a cogerte? —había una marcada ironía en ese alargue de palabra.

Imaginar a su padre de nuevo presionando su nuca para hurgar en su culo, le revolvía las tripas.

—¡No sería la primera vez que peleamos! —rezongó ofendido sacudiendo la cabeza para alejar esas ideas—. ¡La última vez, casi lo mato!

—La última vez te hiciste de su lanza por un golpe de suerte, no espero que te la ponga al alcance una segunda vez.

¿De dónde sacaba tanto veneno?

Sentía que Camus cada vez iba más profundo, cavando en sus inseguridades para hacerlo presa del pánico.

—No necesito de su lanza —sentenció con una seguridad que distaba de su verdadero sentir—, yo solo me basto para darle una batalla en la que pueda caer de rodillas.

—Y si es así... —le dirigió una mirada cargada de escarcha—, ¿por qué no lo detuviste antes de que te hiciera su puta?

El golpe le dejó sin aire un par de segundos, el color abandonó raudo su piel. La hiel llenó su boca y blasfemó.

—¡Era un crío cuando lo hizo! Recién había conquistado mi armadura y... —cayó en la cuenta de algo—. ¿Por qué estamos discutiendo esto, Camus?

Se había dejado llevar por cada impresión horrenda y espantosa que carcomía sus memorias. Eso lo descontroló, debía ubicarse para que su LucyRo volviera a su lado.

—Porque tú dijiste que podrías defenderme, pero si no puedes ni defenderte tú, ¿cómo harás para que no me toque?

—Ya te dije que pelearé por protegerte —terció disgustado porque el otro pusiera en duda sus palabras.

—¿Por cuánto tiempo, Milo?

—Ah, ¿cómo que por cuánto tiempo?

No lograba entender la dimensión de la pregunta.

¿Se refería al tiempo que su padre los dejaría en paz, a que esa giganta se diera cuenta de que habían escapado o qué?

Volvió a restregarse los cabellos frustrado.

»No te entiendo...

—¿Hasta que te hartes de mí?

—¿Por qué me habría de hartar?

Debatió aturdido, sin argumentos. Él sabía cuánto sentía por Camus por más que se lo callara.

—Te hartaste de Kanon.

—Es diferente —aclaró con fuerza—, ¡tú eres diferente!

—¿En qué soy diferente?

—A tí sí te... —se le atragantó.

Quiso pegarse la frente contra la pared, era increíble que en el momento preciso, en el más determinante, volviera a dudar, pero la sombra de la maldición de Hera tenía un tamaño bestial y él no quería perder a Camus.

—¿A mí sí me... qué? —insistió.

—¡Eres diferente, tú eres diferente, a tí... tú...! —gruñó desde lo profundo de su ser—. ¡Tú eres mi LucyRo!

Se le atoraban las palabras en su desesperación por hacerle ver su realidad, su postura, lo mucho que sentía por él por más que se negara un amor...

—Otra vez ese estúpido apodo.

—¡No es estúpido! —defendió a capa y espada—. LucyRo significa que eres mi luciérnaga roja, la única persona que...

—¿Yo? ¿Una luciérnaga roja? —arqueó una ceja con disgusto—. ¿Me comparas con un insecto?

Rechinó los dientes de rabia e impotencia. Tenía el presentimiento de que Camus cada vez sacaba algo nuevo para hacerlo exasperar.

—¡No es cualquier insecto, Camus! —quiso hacerle ver, pero sentía que estaba hablándole a la pared—. Las luciérnagas son...

—Insectos, ni más ni menos. Supongo que es a lo único que puedo aspirar contigo.

Milo sintió sus manos hundirse en el nido de pájaros que antes fuera su cabello. Sentía los nudos y deseaba jalarlos, arrancarse los pelos para ver si así lograba encontrar una vía que llegara al corazón del otro y dejara a un lado estos reclamos insulsos.

—¿Qué? ¿De qué hablas? —se escuchó decir porque en realidad, no quería saberlo.

—Sólo puedo desear que me compares con un insecto, en lugar de que me digas una palabra de amor.

Una vocecita le reprendió por haber abierto la boca. ¿Y ahora cómo iba a debatir eso?

—Y-yo...

—Porque es eso, ¿verdad? —su voz se volvió un frío témpano—. Tú no eres capaz de amar a nadie, sólo le echas la culpa a una maldición que ni siquiera sabes que te afectará.

Dio un paso atrás herido de muerte. Con el sabor metálico en la boca y sin saber de dónde procedía hasta que notó que venía de su lengua.

En algún momento, se debió morder por la histeria.

—¡Esa maldición sí que me afecta! —debatió ofendido—. ¿Cómo te explicas que todos quieren coger conmigo?

Era como con su madre, todos la miraban y caían como idiotas con su hechizo y su aroma.

—No sé, quizá porque eres demasiado apuesto o porque como tú dices, alardeas demasiado de tus faenas dentro y fuera del campo de batalla.

—LucyRo...

Aspiró fuerte para no salirse de sus casillas. Estaba a muy poco del activador que le llevaría a un estallido brutal y agresivo como el del templo de Camus.

¿Y a qué le había llevado eso?

Justo a este momento de estrés.

Aspiró profundo, queriendo echar nieve a su cabeza y relajar la postura. Se hundió en sus memorias bélicas, esas le hacían recordar que la templanza era el camino a la victoria.

—¡Deja de llamarme de esa forma estúpida! —exigió despectivo—. Es infantil, inmaduro, propio de un idiota comparar a otro con un insecto por más bello que sea. ¿Te gustaría que te dijera que eres una mariposa?

—Depende de tus razones para compararme...

Esta vez, la voz fría provenía de Milo. Su gesto era duro y distaba de la concordia. Un halo de oscuridad se le adhería a cada rasgo.

—Ninguna razón puede hacerme creer que ese apodo es adecuado cuando te refieres a mí.

Milo tuvo el presentimiento de que Camus sólo buscaba excusas para zafarse de su relación.

¡Un momento!

¿Y si todo era parte de la manipulación de esa giganta?

—Ya veo... ¿qué tal si te digo Jötunn? —susurró con tono peligroso—. ¿Eso iría acorde a ti?

—Por supuesto, eso va más acorde a mí.

—Bien —asintió con la cabeza ahora que sabía, iba por buen camino—, porque los Jötunn...

—Jötnar, Milo... cuando hablas en plural, debes decir Jötnar.

El rubio soltó una risotada sarcástica y malhumorada.

¿Cómo podía parecerle tan sexy este témpano de hielo a pesar de mostrarse tan hijo de puta?

—Me importa un pito como se diga —desdeñó con sonrisa torcida.

—Y esa es otra de las razones por las que tú y yo no debemos seguir juntos.

—¿Disculpa? —eso ya no le gustó.

—Sí, te disculpo, porque tu intelecto es infinitamente inferior al mío.

¡Qué ataque más gratuito y soez!

—¡Vete a la mierda! —soltó sintiendo que volvía a subir el termómetro de su enojo.

—En la mierda estoy desde que me traicionaste.

—¡YO NO TE TRAICIONÉ! —estalló frenético.

¡Era tan terco! ¡Estaba comportándose como todo un cabezota!

—Por supuesto que lo hiciste, me dejaste en bandeja de plata para que tu padre me la metiera a sabiendas de que me deseaba. Porque lo sabías, ¿verdad Milo?

El rubio calló, claro que lo hizo, porque bien sabía la respuesta a esa pregunta. No por nada, después de volver del confinamiento de Ceo, volvió a caer en las garras de Ares.

Porque sí, volvió a ser su puta a espaldas de Camus sólo por cuidar de su LucyRo...

»Y como siempre, te lo callaste... —apuntaló Camus.

—No te oculto todo... —balbuceó queriendo reunir de nuevo los pedazos de su ser.

Era difícil: los veía desperdigados a cada embate de aire frío que provenía de aquél que era su todo.

—Sólo lo que consideras que no debo saber. ¿Cuándo me contarás sobre tu madre, la Kourotrophos?

¡Otra vez lo mismo! Él quería saber, pero... ahora tenía por dónde jalar:

—¿Cuándo me contaste de la tuya? —aulló golpeado en su orgullo—. ¡Si no sólo yo me callé las cosas, Camus! ¡Tú también te las tragaste todas!

—Y no sabes las últimas noticias —sonrió con malicia.

Milo dio un paso atrás.

En toda la conversación, esta fue la primera vez que retrocedió física y mentalmente. Sin embargo, ya sus emociones estaban caldeadas y fueron ellas las que le abrieron la boca.

—¿De qué hablas?

—Dices que soy tu refugio, tu hogar, tu sustento, pero el mío, es Tāyi...

El mundo se le abrió en dos y lo engulló, como si Hades apareciera en ese momento y le ordenara al Cancerbero que se lo tragara.

Las fauces babeantes y malolientes eran una mejor expectativa que seguir en esta tesitura con un Camus que no quería escuchar.

—¿T-Tayi?

Tāyi repitió con el típico tono con el que se educa a un infante: condescendiente.

Milo sintió sus tripas revolverse y el estómago gestar una náusea que se fue incrementando. No quería preguntar, pero de nuevo, su impulso le ganó:

—¿Q-quién es esa?

—Skaði...

Tayi era Skadi.

Las ideas se le bloquearon y no pudo enlazarlas adecuadamente.

—¿Qué tiene que ver ella con nosotros?

—Todo...

—¿P-por qué?

—Porque yo la amo y ella me ama... algo que tú jamás lograrás hacia mí o que yo te corresponda en igual medida.

Milo sacudió la cabeza queriendo alejar esas horrendas palabras de él, a sabiendas de que esa maldita giganta le llevaba la delantera.

Ella no tenía una maldición que le impidiera decir esas palabras que hubiera deseado dedicarle a Camus.

Porque sólo él las merecía...

—L-LucyRo...

Tāyi no me pone sobrenombres estúpidos.

Sonrió con amargura, agridulce y herido hasta la médula. Llevó su diestra al nido de pájaros y soltó una risa histérica.

—T-te hace llamar Hrimnir...

—Hrimnir en idioma Jötnar, significa escarcha.

—L-LucyRo es... es...

Quería explicarle, quería decirle lo que para él significaba, quizá así Camus pudiera leer entre líneas y entender cuánto sentía por él, pero en su lugar...

Su LucyRo decidió interrumpirlo y hundir el puñal en su corazón:

—Quiero seguir con Tāyi, quiero amarla sólo a ella, quiero fundirme en ella y olvidarte sentenció.

Camus avanzó hacia Milo, quien retrocedía sin darse cuenta, golpeado con cada frase.

»Te quiero fuera de mi vida, Milo. Te deseo lejos, muy lejos, para que jamás puedas tocarme. Soy sólo de Tāyi, en cuerpo y alma. Duermo todas las noches con ella, desnudo. Despierto todas las mañanas con ella entre mis brazos, besándonos y demostrándonos cuánto nos amamos. Tú... Milo... tú...

El rubio sintió las mejillas húmedas, el pecho vacío y el estómago destruido...

Y no sabía por qué.

Y si lo sabía, no quería digerirlo aún...

Quizá así, Camus siguiera siendo su pareja...

¿Verdad que sí?

»Tú eres historia. Mi futuro es Tāyi y tú, ya eres mi pasado.

Y con esas palabras, Milo se descubrió fuera de la cueva que se cerraba con un ademán de la mano de Camus.

Un Camus que desconocía, que le había llevado hasta allí sólo para...

Herirlo y así, en plena agonía, le abandonaba...

¿Por qué?

Y en medio de sus preguntas e incógnitas, soltó un sollozo, uno tan desgarrador, que cimbró el piso, elevándose hasta el infinito mientras gritaba destruido, desamparado, arruinado.

Rasguñando el suelo, llevándose el alma en cada gemido...

—¿Milo? —escuchó a la distancia.

Con todo su orgullo y su dignidad maltrecha, Milo recompuso su figura, se levantó y procuró que no lo vieran de rodillas.

No Athena, mucho menos Kardia o Krest, a quienes no les debía nada y deseaba lejos de él.

—Athena...

Se sorprendió a sí mismo por lo firme que sonaba su voz.

—¿Viste a Camus?

—Sí, lo vi... —respondió.

Milo se mantuvo de espaldas a ella, limpiándose las lágrimas con orgullo para evitar habladurías estúpidas.

El gran Milo, el conquistador, el coqueto y seductor Milo... rechazado por...

Un maldito insecto.

—¿Y? —la joven diosa quiso acercarse, pero Dohko se lo impidió sujetando delicadamente su mano—. ¿Pasó algo?

—Él se quedará aquí, con su... Tāyi teniendo sexo como conejos escupió la palabra con asco.

—¿Tayi?

La voz de Athena sonaba descolocada, la jovencita no lograba entender lo que decía Milo y mucho menos, la alteración tan preocupante de su cosmos.

—Si me disculpan, tengo otras cosas mejores que hacer. ¿Puedes abrirme el portal, Krest?

—Pero si abro el portal, será para todos —explicó el joven elfo.

Fue lo último que su paciencia soportó. Volteó con celeridad y los ojos brillando homicidas.

—¡ME IMPORTA UNA MIERDA SI LO ABRES PARA MÍ, PARA TODOS, PARA ATHENA, PARA QUIEN SE TE OCURRA, HIJO DE PUTA! —vociferó encendiendo al máximo su cosmoenergía—. ¡ÁBREME EL PORTAL O TE ABRO UN AGUJERO EN EL CULO! ¿ENTENDISTE?

Krest chasqueó la lengua, pero una tenaza de Kardia golpeteó varias veces. El joven elfo resopló y tras unos instantes, abrió un pequeño portal.

—Te llevará a Hiperbórea y...

Milo no lo escuchó, salió de ahí a toda velocidad sin mirar atrás llevándose con él, todas sus ilusiones y pretensiones. Deseando que Camus se pudriera en ese sitio frío.

¡Bien merecido se lo tenía con la golfa que había elegido! ¡Ojalá le congelara las pelotas!

Krest cerró el portal y dirigió su mirada a Athena.

—¿Me puedes explicar qué lo tiene tan mal?

—Me temo que es Skadi...

El joven elfo ladeó la cabeza, sus rizos azabaches cayeron sobre sus finas facciones incrédulas.

—¿Qué tiene que ver ella con su mal humor?

—Ella tiene a Camus como amante.

—¿Amante? —repitió con intriga—. ¿Amante de qué tipo?

Athena se puso roja hasta la punta de los pies. Carraspeó, abrió la boca, la volvió a cerrar. Se relamió...

—P-pues... pues... de... de...

—De los que tendrán hijos entre ellos —aclaró Dohko—, por el método tradicional del... Tú sabes cuál, no apenes a mi pequeña señora —le sonrió a la joven diosa.

Krest los miró a uno, a la otra, al uno, a la otra... a Kardia.

Ese ciclo lo continuó un par de veces más...

Y al final, explotó en una reverenda carcajada que lo hizo caer de espaldas sobre el caparazón del escorpión, que golpeteó sus tenazas frenético.

—¿Qué te parece tan divertido? —exigió Athena sin entender.

Krest no podía hablar, seguía entre risas, hasta que Kardia se movió y el azabache cayó directo a un montículo de nieve. El joven elfo se puso en pie sacudiéndose ceñudo, pero su sonrisa seguía perenne en su faz.

—¡Sólo ustedes los Olímpicos podrían creer tal estupidez! —exclamó risueño alisándose las ropas.

—¡Krest! —soltó una alterada y muy ofendida Athena.

El otro encogió los hombros y se aseguró de estar bien presentable.

—Ay, es que es inusitado —se limpió las lágrimas.

—¿Para qué más iba a querer a Camus? La profecía dijo que marcaría a su par —le hizo ver la joven cruzada de brazos.

—La profecía de las Völvas no trata de ella —rodó los ojos dentro de sus cuencas.

Athena y Dohko se quedaron más tiesos que un pedazo de resina seco.

—¿No? —insistió la diosa.

—¡Claro que no! —aleteó golpeando con sus palmas los muslos.

Dohko chasqueó la lengua pensativo.

—¿Entonces? —le presionó, quizá este chico supiera más de lo que aparentaba.

—Trata de Hrimnir...

—¿De Camus? —exclamó asustada Athena.

En su cabeza, la joven diosa acomodaba todas las piezas del rompecabezas, pero con una dirección muy diferente.

¿Qué había dicho Odín?

—¿Camus? —esta vez fue el turno de Krest de preguntar.

—A ver, nuestro Camus, es el Hrimnir de Skadi —explicó Athena y sacudió la cabeza—, y el Bóreasson de Hiperbórea.

—Me lo sospechaba —sonrió Krest muy contento.

Incluso, caminó alrededor de las tenazas de Kardia, jugando a subirse en ellas. Athena le siguió con la mirada, analizando todo lo dicho.

—Pero entonces... ¿Skadi no es la amante de Camus?

—¡Qué va! —soltó una risita más, columpiándose con una tenaza que Kardia elevaba para su deleite—. Es imposible, sería ir en contra de su naturaleza.

—¿Por qué lo dices? —porque no le cuadraba nada a la joven—. ¡Para eso se lo pidió a Quíone! ¡Quíone misma lo dijo!

—¡Patrañas! —desmintió con entusiasmo—. En realidad, mi abuela...

—¿Qué abuela? —interrumpió Dohko.

El pequeño se meció de cabeza sobre la tenaza, con los ojos puestos en el dios guerrero. Los rizos caían al piso y con los pies se sujetaba para no caerse de testa.

—Skadi es mi abuela, pero también, es la Tāyi de Hrimnir o Camus, como ustedes le llaman, por eso es imposible que sean amantes se estremeció de repelús. ¡Iughhh, qué horror!

Se soltó dando una pequeña pirueta y cayó de pie, cual gato. Se sacudió la túnica y siguió sus jugueteos con Kardia.

—Espera, pero entonces —exigió Athena sin entender—. Empecemos por el inicio, dices que es la Tayi de Camus. ¿Qué significa Tayi, Krest?

El pequeño elfo sonrió con malicia y un halo de oscuridad lo rodeó. Sus ojos brillaron astutos y le guiñó el derecho a Athena.

—Mi querida Athena, es muy sencillo... —se relamió feliz—. Tāyi en idioma Jötnar, significa «mamá».



Hola, ¿cómo va?

¡Hijo de la tostada! 

Qué fuerte fue para mí Traición Mortal, cuántos buenos sabores me ha traído y no olvidemos las jaladas de greñas. 

Lo que pensé que terminaría en noviembre Traición Mortal en una sola entrega, se me convirtió en este pequeño monstruito que todavía no termino de creerme lo grande que creció.

Sin embargo, tengo la satisfacción de decirte que éste es el final...

Y fue difícil llevar Traición Mortal hasta este punto sin que se me descontrolara todo. 

Es agridulce cerrarlo aquí porque como ya te diste cuenta, faltan muchas cosas por contar y muchos enigmas por resolver.

Tú lo sabes, a este punto, ya te enteraste de que éste es el fin de la primera parte y vendrá una segunda.

¿Por qué no la hago toda en una sola entrega? 

Porque lo que sigue, va a ser muy enredado y tendría que estar haciendo Flashbacks uno tras otro. Prefiero agarrarlo desde el inicio, e ir contando la historia desde el pasado hasta el presente y de ahí, al futuro.

Mi anhelo era que te pasaras un rato agradable y que la historia te gustara. 

¿Lo logré?

¿Te imaginabas que Skadi en realidad era la mamá de Camus?

Porque ese fue el secreto que más me costó mantener bajo control. 

Me costó más incluso que Poseidón amaba a Camus, más que no poner el nombre de la abuela de Milo (muchas veces puse el nombre de Pritania) o el secreto MUY MAL GUARDADO de que Poseidón era el papá de Camus (nunca me fijé ni registré que puse con Bóreas la verdad, hasta que leí el comentario de alguien YA PUBLICADO). 

O sea, soy mala ocultando cosas xDDD.

Se aceptan críticas CONSTRUCTIVAS, comentarios, amenazas de muerte y si quieres, mucho amor, con respecto de Traición Mortal, AQUÍ --->

No sé cuándo se venga el segundo tomo de Traición Mortal, quiero terminar primero Propuesta Indecente que sí, irá en una sola entrega, seguido por el Paballedo del Patito.

Y estoy preparando una sorpresa para el cumpleaños de Camus, espero lograr el cometido.

Mientras tanto, muchas gracias por seguir Traición Moral, por la fidelidad, las lecturas ninjas, las estrellitas, los comentarios que me dieron vida y me hicieron respirar cuando sentía que no iba bien en algo, en fin, gracias por todo.

Gracias a ti, muchas gracias.

Y gracias a mi Beta adorable, Ms_Mustela por tanto amor, paciencia, aligerar la tensión, liberar estrés con sus risas. 

Mil, mil gracias comadre, agradezco al cielo que te haya puesto en mi camino y sobre todo, que sigas a mi lado.

El siguiente capítulo será el Epílogo porque sí, necesitamos un epílogo. 

Ahí me despediré de ti, de Traición Mortal que para mí, fue un enooorme reto y que, por fin, POR FIN, siento que terminé a la altura de lo esperado.

Besos, abrazos, chocolates, pañuelitos y muchos mazos.

¡Hasta pronto!

NOTAS DEL AUTOR

En primera, crédito a las imágenes a sus creadores. Para mí, son la imagen perfecta de Krest y Kardia, Skadi y el bello Camus en el Jötunheim.

En segunda, las frases:

[1] Where are you now? — ¿Dónde estás ahora?

[2] Was it all in my fantasy? — ¿Todo eso fue fantasía mía?

[3] Were you only imaginary? — ¿Sólo eras una ilusión / imaginario?

[4] No, you're wrong. I'm alive... I'm your destiny. I'm yours and you're mine... — No, estás equivocado. Estoy vivo. Soy su destino. Soy suyo y él es mío.

Si alguien tiene algo de imaginación, ¿sabe de qué canción hablamos? Porque es real... ¿Tienes idea de cuál es? Dímelo por aquí...


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