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24. La traición de tres.

Templo de Apolo.

Cli revisó los últimos detalles de la habitación con ojo crítico. Después de que Apolo en su compañía, acudiera con la diosa de la inteligencia y le relatara la profecía del Titán del Conocimiento, Cli sabía que era cuestión de tiempo para que este encuentro tuviera lugar.

A ella, de entre todas las divinidades, le gustaba provocar ciertos actos y esta vez, lo presionó al comparecer en el templo de Athena, convirtiéndose así en carnada.

Y funcionó, pues a lo lejos, podía percibir el cosmos del dios guerrero que se acercaba raudo a las inmediaciones del templo de Apolo, tal y como ella lo había cronometrado, pues la entrevista debía hacerse ahora y no antes, ni después.

De esta forma, el dueño de este sitio, así como su hermana Artemisa y las ninfas que los servían, se encontraban disfrutando de una de sus cacerías lejos del Olimpo y Cli terminó de colocar los recaudos precisos para que ninguno de ellos tuviera conocimiento de esta clandestina reunión.

Sí, era necesario el secretismo a los sentidos de los otros dioses, eso era lo que a ella le convenía. Cli tenía la plena intención de aprovechar esa franja de tiempo y establecer algunas pautas que podrían ayudarle en su propósito en el futuro.

Debía cuidar todos los entresijos y las puntas sueltas para evitar la catástrofe que se aproximaba aunque en el camino destruyera el actual orden.

Pocos podían conocer la diversión y satisfacción que quedaba tras observar desde la oscuridad a los diferentes personajes que se creían los protagonistas de la historia, desconocedores de aquellos individuos, como ella, que tras bambalinas jalaban los hilos de sus tapices.

Había que tener una perfecta sincronía para elevar algunas hazañas en detrimento de otras, así se exaltarían en la historia las aventuras y osadías de unos, en contraste de los que permanecerían sentenciados y castigados por sus indecisiones o pasos en falso.

Por ejemplo, uno de estos individuos que actuaba sin saberse marioneta, era el «gran» dios Apolo.

El hijo de Zeus y Leto se consideraba el mejor arquero del Olimpo en compañía de su hermana Artemisa. También tenía el orgullo de ostentarse como uno de los dioses más bellos y sus habilidades, así como su poderío eran bastos, pero en realidad...

Era bueno en todo y no se especializaba en nada. En pocas palabras, era tan inútil como cualquier otra ninfa.

En otro momento, Apolo fue desechado del tablero de juego por los dioses, sobre todo cuando los celos de Hera dominaron el escenario y ordenó a la gran Pitón que se deshiciera de Leto, ya preñada de Artemisa y el susodicho.

Si éste hubiera sido otro mundo, Apolo habría muerto en el vientre de su madre por las fauces de este gigantesco reptil y sin embargo, la intervención de algunos factores llevaron a que fuera el propio hijo de Zeus quien destruyera al ofidio, armado de unas flechas, su buena puntería y motivando este asesinato (para disfrazar de algo glorioso su berrinche y ansias de venganza), en el hecho del limpiar el honor de su madre.

De esta forma, cambió por completo las líneas de su existencia sin saberlo y por otro lado, de aquél dios guerrero que venía a toda velocidad en dirección a este templo.

Ahora que los nuevos artífices del Khaos estaban estableciendo las pautas para cambiar de manos un gran don, Cli no encontró un mejor depositario que ese dios bello, con aptitudes para todo, poderoso por excelencia gracias a sus padres y al mismo tiempo, brillante en nada...

¿Apolo comprendería su cambio de suerte y sería capaz de agradecer por los favores otorgados?

No, Cli lo tenía muy claro. Apolo era tan vanidoso que sostendría el argumento de que lo merecía.

Ese es el problema de los actuales dioses, eran muy parecidos a los titanes y en su oportunidad, a los seres primordiales: se creen intocables, perfectos, indestructibles y un largo etcétera de defectos que los harán detestables en la siguiente rueda del Khaos.

Y en algún momento, por más que intente evitarlo, Apolo se encontrará frente a frente con Gea, esa enemiga que lo odiaba por matar a su hija Pitón y él deberá hacerse cargo de sus faltas en un juicio que podrá traerle gloria o... tragedia a su existencia.

Nada queda sin premio y tampoco sin castigo.

Sin embargo, ahora mismo Cli se concentraba en los hechos, pues el asesinato de Pitón propició que su icor salpicara las manos y el cuerpo de Apolo, favoreciendo la adherencia de la sustancia que con posterioridad, Cli le fue suministrando de poco en poco y cuyo objetivo último era que compartiera un don místico y extraño.

Así, le entregó a Apolo una habilidad más allá de la comprensión de un dios inferior. En un completo desacato al orden divino, que fue posible gracias a la misión cumplida de un guerrero que se hundió en la Fuente y reconfiguró el sistema, Apolo se convirtió en el dios de los Oráculos desbarrancando a Ceo.

Y si Ceo era desplazado de su sitio por un dios menor, podía entonces ser encarcelado por la eternidad...

Ese era el orden divino, ninguna potestad podía ser regida por dos seres diferentes. Uno debía caer para que el otro tomara su sitio.

Y Cli, gracias a su herencia, era una de las pocas diosas que podían observar las líneas del destino. Ese marcado por las Moiras y que hacía hincapié en la fuerza de los seres considerados insignificantes. Esos que desconocieron las habilidades con que les dotaron y que para ellos fueron defectos que sufrían, se reprochaban y los retorcían llorando, desquiciados por el poder inalcanzado, sabiéndose mortales.

Pobres desgraciados, Cli sonreía al ver sus sufrimientos pues ella mejor que nadie sabía que esas minúsculas rendijas de mortalidad, los hacían invisibles a los ojos de los guardianes del orden, pues eran los huecos donde habitaba Khaos, el invisible, el sin materia.

Porque se sufre lo que no se tiene, desdeñando lo que se posee. Es parte de los vicios de la creación, ese drama que hace sabrosa la vida

¿Cuándo aprenderán que por eso mismo, son tan valiosos?

En algún momento, los esbirros de los señores dejarán de ser el último escalón de la creación y se convertirán en leyenda. Otros ocuparán su lugar, vulnerables y de cuerpos mortales, pero en sus manos tendrán a Khaos, el gran y magnífico primordial que permite los cambios.

En la historia quedaron marcados oponiéndose a la tiranía y creando el nuevo orden trascendental. Antes se llamaron titanes y posteriormente dioses. Hoy, son los más pequeños de esa estirpe: los dioses guerreros. Mañana, serán denominados semidioses y posteriormente, el hombre.

Y mientras estos últimos, los hombres, duermen en los laureles de una creación todavía no completada por Zeus, un ex berserker logró lo impensable: dio vida a la posibilidad de las increíbles transformaciones.

Era de la mano de Cli, que una de ellas estaba tomando forma y asentándose en el mundo, pues era justo, que fuera ella de entre todas, la que llevara la batuta y modificara al dios Apolo.

¿Y quién más, si su abuela transformó al poderoso Hades y su madre reconstruyó al ex berserker, hasta hacer de él...?

—Cli, supuse que te encontraría aquí.

El dios guerrero avanzó hasta su presencia sin inmutarse por la mirada que le fue dedicada. Se había escapado de la vista de Athena aprovechando la visita de un espectro que antes fue su compañero, para solucionar esto que le quemaba las entrañas. Algo estaba haciendo ella, pero no podía entender el qué y tenía que poner un alto a sus acciones.

Cli se cruzó de brazos sin mostrar una sola emoción en su rostro. Era, de todas las divinidades femeninas en el Olimpo, la más inalcanzable, distante y perenne, más que incluso la propia Hera o Artemisa. Y todo porque si el mundo se destrozaba, ella seguiría en pie. Su herencia le permitía ese pequeño lujo.

—Odysseus, diría que me sorprende verte aquí, pero ya te esperaba.

—No me queda la menor duda —el dios guerrero avanzó hasta encontrarse frente a frente con la otra—. ¿Qué estás haciendo con Apolo, Cli?

—¿Te incumbe?

—¡Por supuesto! Todo lo que pasa con él, me incumbe.

—¿De verdad te incumbe, Odysseus? —insistió con una máscara inmutable en lugar de rostro. Dudaba que el otro comprendiera un ápice de la verdad, pero le causaba una insana curiosidad que defendiera al dios ególatra a capa y espada. Ese morbo le dominó al preguntar—: ¿Por qué habría de importarte a ti?

El dios guerrero se acercó a ella, se miraron frente a frente, midiéndose en silencio, como si las pupilas de ambos pudieran resolver las dudas que se elevaban entre ellos como pilares indestructibles.

—Cli, ¿crees acaso que no reconozco tu jugarreta con Apolo durante su entrevista con mi señora Athena?

La otra extendió sus párpados hacia su frente, fingiendo incredulidad de que un dios menor como él pudiera notar el pequeño detalle que le pasó desapercibido incluso a los dos astutos hijos de Zeus. Ladeó la cabeza a su izquierda tomando una nueva posición estratégica con respecto a Odysseus ahora que había dejado una marca imborrable de que el juicio del otro era correcto.

Sí, estaba jugando con él. Aparentaba sorpresa, pero movía las fichas en la mente del otro para ver hasta dónde era capaz de llegar.

—¿Qué desinteligencia es esa? —buscó sacarlo de su balance.

—Vamos, Cli —sacudió la cabeza incrédulo—. ¿Me crees idiota? Reconozco el olor del icor, no por nada es la base de mis técnicas. ¡Le diste a Apolo el icor de alguien más!

Conocía las habilidades de Odysseus, pero ahora se enteraba de cuán profundas eran. Los rumores eran apenas susurros contrastados con la realidad. Este dios guerrero se convirtió, sin proponérselo, en una pieza fundamental de su plan.

—Así que reconoces mis métodos, ¿qué tipo de sospechas tienes?

—¿Crees que te diré todo? —sacudió la cabeza—. Retomando tus palabras, ¿qué desinteligencia es esa?

La cabeza de la fémina se desvió lento a su derecha, sus labios formaron una mueca que no llegó a ser sonrisa. Era lo máximo que podría percibirse de su humor ligero, pero era un rotundo éxito para el dios guerrero.

Odysseus se erigía como un ente a tomar en cuenta, eso podía ser muy malo o muy bueno, dependiendo del cristal con que se mirara.

—Si no me lo dices, seré yo la que enterrará la semilla de la desconfianza en la mente de Démeter y eso sería suficiente para que transcurran las lunas y en poco tiempo, te conviertas en uno de los más acérrimos rivales del Olimpo.

Su voz era seda mojada en mortal ponzoña. Suave, dulce, cálida y mortal. Cli se erigió en su sitio, recobrando una altura inusitada para su constitución física, dejando a la vista de Odysseus parte de su secreto, pero aún cubierto para no asustarlo de más.

Le convenía, ningún movimiento era al azar. No por nada era hija de quien era.

—¿Q-qué? —unos ojos abriéndose hasta el infinito y un tragar de saliva le dieron la respuesta que ella buscaba. Odysseus tenía miedo. Odysseus le  tenía miedo a ella—. ¿P-por qué a Démeter?

—Porque buscará por todos los medios congraciarse con Hades y tener cerca a su hija en estas lunas venideras... —susurró con voz helada—. Estás en mis manos, Odysseus. Eres muy inteligente, pero esta vez, la serpiente cayó en la trampa de las bestias salvajes.

El dios guerrero dio un paso atrás, titubeó, tembló y palideció. Cli avanzó tragándose ese espacio libre, ganando terreno en su contienda.

»Debiste suponer que mi presencia en el templo de Athena tenía propósito. ¿Qué desinteligencia te hizo creer que fue un desliz?

Odysseus sacudió su cabeza, los cabellos se desestabilizaron y viajaron en distintas direcciones de derecha a izquierda. Apretó los párpados y puños con fuerza. Cli podía imaginar sus procesos mentales. Como la sierpe, el dios guerrero buscaba escapar de su depredador.

»Te hice dos preguntas —presionó sin compasión—. La primera, ¿por qué te incumbe lo que haga con Apolo? Y la segunda, ¿qué tipo de sospecha tienes?

Un paso atrás del dios fue seguido por uno al frente por ella. Parecían bailar, Odysseus no encontraba un sitio donde permanecer a salvo. Cli no le daba tregua.

—¡Porque es mi padre! ¿Acaso crees que no reconozco su icor? Hermes no es mi progenitor por más que insista en ello. ¡El icor llama!

—Interesante, el niño reconoce a su padre —recitó con voz átona—. ¿Y lo segundo?

—Tú le diste el don de la profecía. ¿Verdad? ¿De quién es el icor, Cli? Porque no es de un dios... es de alguien más fuerte que un simple dios...

La otra sonrió pletórica. Esta vez sus labios se extendieron y si antes su rostro formó una mueca difícil de digerir, ahora Deimos dominaba con su esencia a Odysseus.

Cli sonriendo era una pésima señal.

Lo que antes sólo fue un atisbo de su verdadera esencia, ahora se mostró en todo su esplendor ante el dios guerrero que cayó de rodillas sujetando el piso lustroso con ojos llenos de lágrimas. Era una visión terrorífica desplegada ante sus ojos de dios guerrero, el más bajo en la escala jerárquica.

—Tú a mis pies por siempre, Odysseus —susurró con una voz alterada, duplicada y magnificada que rebotó por las paredes y pilares, creando un eco espectral—, desde ahora en adelante, el primer hijo de Apolo, el portador del icor de Pitón, el amo de la vida estará bajo mis órdenes. ¿Entendiste?

Y Odysseus no pudo más que bajar la cabeza entre lágrimas y escalofríos que dominaban cada ápice de su ser para balbucear...

—S-sí, por siempre, mi s-señora...



Templo de Hera

La diosa más importante del Olimpo daba vueltas en su habitación como gato enjaulado, histérica y gobernada por un frenesí sin límites. Decir que echaba humo por las orejas era un eufemismo porque literalmente parecía creada por el magma de la ira que exudaba cada poro de su piel.

Descansando en un kline, Ares jugueteaba con un racimo de uvas que medio masticaba con gesto iracundo sabiendo que su situación era precaria, particular y estúpida. No lograba comprender cómo todo se fue de cabeza por culpa de un maldito dios guerrero cualquiera.

Llevaban días, ¡días! dentro de esas paredes, incomunicados, sin ver siquiera los rayos de Helios para agarrarlo y obligarlo a que les contara lo que estaba pasando afuera. Las pocas ninfas que aparecían, se dignaban a dejarles el sustento diario y desaparecían antes de que uno de los dos pudiera reaccionar y hacer algo en su contra.

Las bastardas iban y venían a la velocidad de la luz, como si quien les ordenara supiera bien que en caso de permanecer un instante, Hera o Ares las harían papilla para desquitar sus ánimos homicidas.

— ¿Y...? —comenzó la plática Ares con mala voz y la tensión vistiendo su cuerpo—. ¿Cuánto más tiempo estaremos aquí?

—El que le salga a tu padre por la punta de la verga —respondió con voz fúrica—. ¡Como si no lo conocieras!

—¿Y por qué tenemos que seguir sus designios? —ladró el dios de la guerra—. ¿Por qué? ¿Qué nos obliga a estar aquí como si fuéramos enemigos mortales del Olimpo?

—Bienvenido a mi mundo —encogió los delgados hombros—. Tu padre es así, cuando le conviene estás en la cima, pero si lo haces enojar, te manda al Tártaro o en este caso, aquí...

Ares frunció los labios mirando las uvas en sus manos. Se levantó con ímpetu y las arrojó contra la pared frente a él. El racimo impactó contra el duro marfil con que estaba hecho el templo y se deshizo en pulpa y zumo manchando la blancura del mismo.

—No me da la gana...

Hera sonrió con malicia porque conocía lo cabezota que era su hijo. Ella lo crió y podía comprender bien sus líneas de pensamiento. Con verlo ir y venir como animal enjaulado sabía que su paciencia había llegado a su límite y no habría forma de calmar su furia.

—¿Y qué propones, hijito? —hundió la uña en el punto donde él tenía la herida supurando—. ¿Qué te gustaría hacer para evitar que tu padre nos tenga como sus perros castigados por romperle la túnica?

—A la mierda con él —rumió frenético—, es tu templo, madre. Por más que él tenga mayor poder, ¡es tu templo! —la señaló con el índice—. ¿Por dónde nos colamos para largarnos de aquí?

—¿Y a dónde iríamos, Ares? —lo enfrentó a la realidad—. ¿A dónde sugieres ir para que tu padre no nos devuelva? ¿Crees que no lo he pensado antes? ¿Y de qué serviría?

—¡Con los titanes! —bramó iracundo abriendo los brazos a los costados—. ¿Crees que no le interesaría a Ceo saber cómo están conformados los escuadrones? ¿Crees que Menecio o Crius no estarían interesados en saber cuáles son las puertas falsas del Tártaro?

Hera guardó silencio golpeada por las palabras de su hijo y su mente se quedó en blanco. Odiaba a Zeus, a sus hermanos Poseidón y Hades que en lugar de defenderla, le permitieron al menor de ellos violarla, pero de eso a traicionarlos...

Su corazón latía desenfrenado ante esa posibilidad tan ruin.

—¿Estás loco? —sacudió la cabeza sintiendo que Deimos rasguñaba su corazón con vehemencia y dijo lo primero que se le pasó por la mente, sin mencionar sus emociones—: ¿Y si nos atrapan? ¿Y si mandan a Némesis tras nosotros? ¿Acaso has perdido la razón?

—¡Oh vamos! —rezongó con sonrisa torcida y mirándola con censura—. ¿Acaso no lo escuchaste? Si pierde la batalla se divorciará de ti y llamará a Némesis para que me enjuicie. Y para colmo, los ejércitos los pondrá en manos de la única bastarda que él ha declarado diosa de la guerra. ¡En Athena! ¿Acaso crees que tenemos un mejor panorama? Y recuerda, madre... tú maldeciste a una embarazada, no yo...

—¡Y tú violaste al hijo de Poseidón!

—¿Qué hijo de Poseidón? No soy tan estúpido para meterme en esos líos.

—¿Y quién crees que es esa marina estúpida a quien marcaste con tu sello, Ares?

El dios se puso tan rígido que podría compararse a las cuerdas de la lira creada por Hermes. Su cabeza se volteó lentamente hacia su madre, de poco en poco hasta que sus ojos se encontraron con los de la diosa.

—¿Camus es hijo de...?

—¡Sí, es el hijo más pequeño de Poseidón!

—La puta madre —se le escapó y le temblaron tanto las piernas que cayó de culo en el kline—. ¡¿Por qué no me lo dijiste antes?!

—¿Y yo por qué tengo que decirte lo que no debes hacer, idiota?

—Porque... porque... ¡eres mi madre!

—¡Te lo advertí en su oportunidad! —bramó Hera—. Te dije que te olvidaras de tus caprichos, que esa marina era prohibida y ¡me hiciste el caso que le haces al burro!

Ares se mesó los cabellos con las manos pensando rápidamente en una salida porque no deseaba a su tío tras sus pasos. Ese desgraciado sería capaz de enterrarle el tridente en el culo, en caso de que le faltaran ideas para hacerle pagar su osadía.

—Nunca supe que fuera su hijo... Él no sería capaz de tocarme si mi padre me protege —llegó a la conclusión tragando saliva—. ¡Tenemos que quedarnos!

—No te entiendo, Ares. ¿Ahora dices que tu padre te protegerá? ¡Si acabas de decir que lo traicionarías con los Titanes! —reclamó la diosa con incredulidad—. ¿Cuándo te convertiste en un cobarde? ¿Cuán...?

Se le atragantaron las palabras. La mano de Ares presionaba tan fuerte su cuello que temía que se rompiera en cualquier momento. Los ojos del dios menor echaban fuego y odio, sus mandíbulas estaban trabadas y sus dientes se mostraban amenazantes.

—¿Cómo me llamaste? ¿Cómo me dijiste? —escupió las palabras frente a la cara de aquella que le dio a luz y no hizo caso de su rostro convirtiéndose en un grandilocuente tomate rojo y a punto de estallar—. ¿Cómo te atreves a decirme cobarde? —siseó con los ojos inyectados en sangre, bramando sobre el rostro de su madre—. Tú mejor que nadie sabes que si no fuera por tu gran poder, ya te hubieran puesto en tu lugar no una, ¡cientos de veces! —apretó más fuerte su presa y la levantó en el aire. Hera agitaba las piernas, encajando las uñas en ese brazo desesperada, intentando zafarse—. Más te vale mantener tu boca cerrada, gallinita —amenazó con un brillo siniestro encajando las uñas de los dedos en el cuello de marfil—. Cállate o alguien te encontrará destrozada como nunca antes han visto un muerto en el Olimpo...

La diosa tenía tan abiertos los ojos que parecía que se saldrían de sus cuencas en cualquier momento. La saliva resbalaba por las comisuras de sus labios, un hilillo de mucosidad huyó desde la fosa nasal derecha hasta ocultarse dentro de su boca. El rostro estaba tan rojo que sus venas podrían colapsar en cualquier momento. Pequeñas hebras de icor escapaban de los sitios donde Ares hundía las uñas.

El hijo se volvió en contra de su madre y no tuvo la menor de las compasiones cuando hundió sus dientes en el hombro de la diosa perforando su carne y el icor brotó desenfrenado.

El grito que brotó de la garganta femenina demostró el pavor que dominó cada ápice de la diosa. Éste se incrementó al percibir que su hijo jalaba con violencia el líquido bendito de su cuerpo que la convertía en la diosa principal del Olimpo y lo absorbía.

Después de angustiosos momentos que le parecieron horas a la diosa, Ares la dejó por fin, la soltó y ella cayó desmadejada en el piso.

—Recuerda bien mis palabras, vieja: conmigo o en mi contra. No puedes hacer nada sin mí y más te vale entender que soy yo el que decidirá el rumbo. Si quiero que nos unamos a los Titanes, serás una más del paquete y si decido que nos quedemos con mi padre, le abrirás las patas y te callarás cualquier ofensa que te haga. ¿Entendiste?

La diosa tembló aún golpeada por lo que acababa de vivir.

»¿Entendiste, Hera?

Y sin control de sus acciones, en contra de su amor propio, la diosa asintió con gruesas lágrimas resbalando por sus mejillas.



Hiperbórea

El fulgurante Seidr  de las völvas se levantaba de entre las entrañas del hielo perenne, tan intenso como el ánimo combativo de aquellos espíritus elementales atados a éste; de núcleo fortísimo como las auroras boreales que lo alimentaron; y cuya esencia imbatible copiaba el temperamento de aquellas que lo conformaron.

El jardín de Hiperbórea se convirtió en mudo testigo de este acontecimiento fuera de lo común. Los diversos árboles de escarcha y diamante rodeaban ese anillo de poder que mantenía preso al individuo que, tras pronunciar aquellas funestas palabras ante Bóreas, había creado un asiento de cristal y hielo, donde se acomodó cubriéndose bajo el anonimato de la capucha de su capa y eligió el mutismo como moneda de cambio.

La amenaza hoy tenía nombre y apellido, surgido del vientre de la mismísima hija del guardián y amo de esta ciudad de cristal. Era pues Camus Bóreasson, el prisionero a mantener entre estas paredes de Seidr. Aquél que se identificara a sí mismo bajo la denominación de «monstruo» y enfriase con aquella primera conversación, el icor de los que aguardaban su testimonio.

En su oportunidad, tras escuchar aquellas palabras fatídicas de su nieto, Bóreas dio un paso al costado apenado hasta lo más profundo de sus raíces, apagado y deslucido como la nieve oculta bajo el manto estelar. De esa forma traicionó a su sangre, abandonándolo a su sino y aguardando a que fuera otro el que decidiera su castigo, así fuera la muerte más espantosa de todas: terminar devorado por los gigantes de hielo en esa tierra de hielo y escarcha, el Jötunheim.

El único que avanzó creando la punta de lanza, fue el gran Odín. Con voz de tormenta y sabiduría, pronunció el discurso que llevaría a este preso desdichado a la comprensión de lo que sería su destino:

—Sea pues, Camus Bóreasson, que durante nueve días estarás sometido a este anillo de contención para que purgue tu ignominia de la faz de esta tierra pura y divina. Sé fuerte muchacho, sé paciente, pero sobre todo, sé sabio; pues en caso de que haya prueba que ella te gobierna más allá de lo demostrado hasta hoy, tu cuerpo terminará hundido en las profundidades del Jötunheim y absolutamente nadie te abrirá una puerta para que regreses al Midgard.

Una vez emitida esa sentencia, Bóreas y los demás dieron media vuelta, dejando a Camus solo y desamparado.

Después de ello, los Aesir se rotaban para hacer la guardia frente al anillo de contención, sin que eso evitara que la ciudadela se mantuviera en alerta total, cuasi en pie de guerra. La expectativa de que Camus Bóreasson fuera una ventana al poder de la vieja Jötunn y la reviviera, ponía a los Hiperbóreos y Asgardianos a temblar.

Día y medio después de la creación del anillo, en mitad de la noche, el viento silbaba con voz quimérica.

Sus corrientes glaciares rasgaban la piel y agrietaban sin misericordia cada superficie que encontraban a su paso. La nieve caía del cielo con potencia, parecía que Quíone lloraba por su hijo perdido, pues su angustia se reflejaba en el aumento del nivel de su elemento.

En el manto de blanco inmaculado que se postraba sobre la superficie terrestre y los árboles fuertes que se mantenían erguidos a fuerza de terquedad soportando el peso de la nieve; varias figuras aparecieron sin inmutarse por los efectos de esta noche de tormenta. 

Estaban acostumbrados a ser presas del mal tiempo y caminando en cuatro patas continuaron su peregrinar.

Los recién llegados a Hiperbórea eran los lobos, que se congregaron en numerosas manadas alrededor de las gruesas murallas, manteniendo una pose feroz y peligrosa.

Los aullidos fueron llevados por el viento y recorrieron la ciudadela penetrando por las ventanas, erizando los vellos de aquellos oídos que los captaron. Esas voces lobunas anunciaban el inicio de una guerra y su disposición a participar en ésta, amenazando con no dar cuartel a aquellos que los enfrentaran.

Desde la torre principal, el vigía dio la voz de alarma. Thor y Loki fueron los primeros Aesir en llegar a su lado y observar el panorama. Odín y Bóreas les secundaron sorprendidos por el despliegue de esos seres cuadrúpedos que rodeaban las murallas de Hiperbórea.

—¿Quiéres que los ahuyente, padre? —opinó Thor intrigado por lo que veía—. No significan nada para mi poder, con un revés de mi mano puedo convocar a los truenos, matar a algunos y dispersar al resto.

—No, eso significaría alterar el equilibrio natural —respondió el Aesir supremo cruzado de brazos contra el pecho—. Los lobos son uno de los depredadores de estas tierras y deben ser respetados, pero concuerdo en que nunca vi que se congregaran tantos de ellos.

—Tú no, pero yo sí —intervino Bóreas—. Justo el día que matamos a Skaði, varias manadas persiguieron a mi hija y a mi nieto, manejados como títeres por esa maldita.

Odín meditó lo antes dicho y sus cejas se fruncieron. No le gustaba ser testigo de estos eventos donde un paso en falso podría cobrarse la vida de muchos inocentes. La única culpa de estos lobos recaía en seguir a la manada.

—Una cosmoenergía los está llamando —explicó Loki concentrado en el ambiente—. Es distante y poderosa, pero esa habilidad de controlarlos de esa forma no es poseída por alguien de Hiperbórea o Asgard. Suena coherente que sea la Jötunn quien los está llamando porque ese cosmos es muy suyo: sin clemencia, fuerte y frío. Para los lobos es imposible de ignorar.

—¿Acaso esa hija de puta no se harta de jodernos la vida? comentó Thor rascándose la barba—. No entiendo, si está muerta esa idiota, ¿cómo sigue dominando a los lobos?

—Quizá porque los alfas la protegían —supuso Loki cabizbajo—. Recuerdo que ella dijo alguna vez en Asgard, que los crió desde pequeños y aunque tú no los veas, no significa que ellos estén ausentes.

—¡Es indignante! —señaló Bóreas con gesto de disgusto—. ¿Los está convocando a través de los alfas? ¡Esa Jötunn está muerta! La desterramos al Jötunheim y ahí la matamos.

—Lo único que se me ocurre, es que sienten el cosmos que ella depositó en tu nieto —calculó Loki—. Quizá están aquí para defenderlo.

—Pues parece que aguardan las instrucciones de esa bruja —gruñó Thor con frustración. Bajo ellos, las manadas estaban atentas y cada lobo con las orejas rígidas—. ¡Hasta en esto mete sus frías narices queriendo olfatear nuestros culos!

—Es como si le apeteciera que matemos a los lobos —opinó Odín—. Los está usando como distracción, pero son inocentes en esta pelea tal como tu nieto, Bóreas. Eso no quita que sean peligrosos si atacan, pero su muerte no sería nada para ella. Es tan fría que no llorará, ni sentirá piedad o compasión por su pérdida.

Bóreas no supo cómo reaccionar, se llevó las manos a la nuca y apretó con fuerza para destensar sus músculos. Esta situación lo estaba superando y cada vez estaba más cerca del punto de quiebre.

¿Acaso no había sido suficiente con traicionar la confianza de Camus y apresarlo en ese anillo?

—Es increíble —se quejó con amargura amasando sus gruesos cabellos azabaches—, quiere destruir lo que edificamos con icor y valentía, todo por una venganza estúpida e irracional. Esa traidora lo corrompió todo, hasta la nobleza de mi nieto. Esgrime a Camus como un hacha, en aras de sembrar la desdicha y el deshonor.

—Sin embargo, no puedes negar que tu nieto tiene los rasgos de los Jötunn —comentó Loki apoyando los antebrazos sobre la superficie de ladrillo de la ciudadela—. Sus cabellos, sus ojos, la piel de diamante...

—¡Eso no significa que mi nieto sea un traidor! —ladró con vehemencia y un brillo agresivo en sus pupilas.

—Eso no lo discutimos, Bóreas. Mantén la tranquilida—intervino Thor poniendo las palmas frente al dios griego—. Sabemos que es una maldita desgraciada —resopló agotado—. Ya la viste, ella nos puso de rodillas sólo por un berrinche. Fue la más terrible enemiga de Asgard y todo por esa venganza infantil. ¡Mi padre le permitió desposarse! No es culpa nuestra que haya elegido a Njörðr.

—Ojalá tu nieto hablara, Bóreas —interrumpió Odín—. No puedes negar que si pudiéramos mantener una conversación con él, podríamos entender mejor lo que está sucediendo y lo que le está pidiendo Skaði.

—Lo sé, pero no quiere hablar con nadie...

—¿Y si le pides a tu hija que lo intente? —sugirió Odín—. Es su madre, bien o mal, Bóreasson podría entender que si ella actuó como lo hizo, fue porque Skaði la perseguía.

El dios alado meditó durante un largo instante, seguía atento a los lobos y presentía que algo muy malo estaba por suceder. Se resignó a la expectativa de que su nieto cediera con él. 

Sí, quizá Quíone pudiera endulzar su carácter.

—Le pediré que lo haga y veremos qué resulta —musitó exhausto.

Necesitaba al menos una buena noticia. Una sola...

Porque a pesar de que la lógica le indicaba que debía resignarse a la muerte de su nieto y preparar de una vez los ritos fúnebres... Bóreas no quería perder a Camus. 

Quíone era la diosa de la nieve y como tal, su belleza era sublime, magnética, pero con rasgos pacíficos. No por nada desde su nacimiento, se convirtió en la epítome de la elegancia, el glamour y la delicadeza en el Olimpo.

Sus modales y actitudes refinados tan innatos en ella, dieron origen al vocablo «moda» entre las divinidades, pues cada actitud suya creaba tendencia e incluso, su apariencia cautivante y al mismo tiempo inalcanzable, era un modelo a seguir.

Sus congéneres femeninas, como las mismísimas Hera o Afrodita, le dedicaban miradas envidiosas cada que aparecía para alguna reunión entre los salones del templo de Zeus en compañía de su padre, pues Quíone poseía el don de atraer las miradas de propios y extraños sobre su figura con ese aire etéreo y sofisticado, causando un enorme revuelo entre los dioses masculinos.

Eso le traía otros beneficios, pues no había ser que fuera inmune a sus encantos, en caso de que la señora de la nieve se propusiera algo.

Para variar, gracias a Quíone, el refrán de que «la elegancia no se aprende, se nace con ella», se hizo realidad y Camus tenía la fortuna de que por sus venas corría con naturalidad, al ser su descendiente directo.

Por ello, era tan magnético y su simple presencia glamourosa despertaba el libido de quien ponía los ojos en la marina.

Esa apariencia subyugante se reflejó mientras la diosa se encontraba descansando en un kline en su habitación de Hiperbórea, jugueteando entre los dedos índice y pulgar con el tallo de la copa de néctar portando un gesto meditabundo.

Frente a ella, en un contraste chocante con la deliciosa atmósfera que imponía Quíone, el violento e impetuoso Bóreas caminaba de un lado al otro nervioso, a punto de entrar en una crisis existencial, sino es que estaba metido de cabeza desde hacía tiempo.

La tranquilidad de la diosa era insuficiente para influir en el ánimo de su padre. Éste tenía las plumas de las alas esponjadas y los nervios erosionados y tan porosos, que en cualquier momento podrían fracturarse.

—Me alegra escuchar que por fin me dejarás hablar con mi hijo, padre —la voz de Quíone era una delicia como toda ella, parecía terciopelo mojado en vino tinto, tan suave y embriagadora a la vez, que causaba adicción—. Me prohibieron verlo y no podía cambiar la instrucción sólo por mi bella cara.

—¡Esas fueron las órdenes de Odín, Quíone! —ladró el mayor—. Sin embargo, sé que lograrás algo. Cuando te lo propones, eres capaz de cambiar el mundo.

La diosa soltó un aire contenido muy lentamente, casi de forma imperceptible. Sus dedos se movieron de nueva cuenta por el tallo de la copa y las bellas piedras que adornaban  la superficie del cáliz resplandecieron con la luz de las velas. Guardó silencio a sabiendas del carácter volátil de su progenitor. Presionar sólo rompería la burbuja de aire trayendo consigo la tempestad y ella era medida en sus actuares para cometer semejante atrocidad.

—Lo intentaré —concedió con una pequeña sonrisa—. Sabes que haría cualquier cosa por ti, papito y más porque se trata de Camus —se puso en pie dejando la copa a un lado y llegó hasta él, acariciando el lateral de su rostro con su toque frío y terso—. Mantén la calma, pero quiero que entiendas algo...

—¿Y qué es?

—El poder de Skaði va mucho más allá de nuestra comprensión y no sé si el pequeño Camus pueda tener la fuerza para combatirla.

—¡Es mi icor el que corre por sus venas! —bramó iracundo—. ¡Por supuesto que podrá combatirla!

—Porque es tu icor, papito —comentó cual susurro—, es que es difícil que él pueda combatirla. Tenemos poder sobre su elemento. Camus tiene mi icor, que es el icor helado y el de su padre, que es el icor acuático. Son dos elementos que Skaði utiliza para ejercer su poderío.

Un aleteo brusco volcó la mesa, las copas y las vasijas. El kline terminó manchado por el néctar y la ambrosía. Quíone sacudió su quitón al que se adhirieron algunos fragmentos alimenticios con un movimiento suave como una caricia, pero efectivo pues las zonas quedaron limpias.

—Odio que esa bruja maldita haya elegido a mi nieto —blasfemó agitando las alas creando una corriente de aire que congeló la superficie de la habitación—. ¿Por qué, Quíone?

—¿Por qué, qué, papito?

Ella le dedicó una mirada inocente en tanto acomodaba algunos mechones de su blanquísimo y largo cabello tras la oreja, que había sido agitado por el revuelo de su padre. Y es que la diosa no comprendía lo que deseaba el dios, quizá por ello su mirada cual diamante se oscureció hasta parecer obsidiana pura.

—¿Por qué lo eligió a él?

Quíone se estremeció y por primera vez en mucho tiempo, abrazó su delicada y frágil figura en busca de protección. Su rictus se tornó amargo y ríspido. Su mandíbula se hizo como en el hielo inquebrantable de los icebergs originarios. 

Una pequeña gota de cristal apareció por su lagrimal y resbaló hasta caer en el piso con un tintineo.

—Porque era el símbolo del infortunio y la desesperanza. Lo que debió ser un hijo perfecto, llegó en el lugar e instante imperfecto y ella aprovechó mi debilidad para corromper todo a su paso como siempre hacía —explicó con tono lúgubre—. En ese momento, el dios a quien amaba me había dejado indefensa y desvalida, débil y marchita. Me traicionó, así como a Camus y el Olimpo no respondió a mis plegarias. ¡Ella apareció de pronto! Y parecía tan sincera cuando dijo que me ayudaría, pero todo era una trampa.

Quíone jadeó llevando una mano a su pecho, la deslizó hasta rodear su cuello. Una de sus largas uñas decoradas con diamante se detuvo en mitad de sus labios. Las otras falanges siguieron rozando su piel de nieve en su largo cuello de cisne. Cada una de sus facciones mostraba la oscuridad de ese instante que la sumió en la depresión y el colapso emocional aprovechado por aquella que aún ahora combatían.

»Todo era oscuro y maligno, no encontraba una salida a mis tribulaciones y la que elegí fue la inadecuada. Skaði se aprovechó de mi debilidad y me embaucó —susurró tan tenue, que el dios se obligó a abrir bien los oídos para captar su voz—. Fue mi culpa, padre. Debí utilizar otra vía para evitar este evento desafortunado... Fui débil, lo reconozco y mi falta de cuidado fue la ventana que ella tomó para traer la desgracia a nuestra familia.

—No te culpes así, hija mía —rogó el dios del invierno acercándose a ella hasta rodear su frágil cuerpo con sus fornidos brazos. Las alas la cubrieron a su vez—. También fue mi culpa, debí ser más cauto.

—Camus debió ser la alegría de nuestra familia y hoy sólo es un títere que nos lastima. Teniendo como madre a una infeliz fracturada y golpeada hasta el agotamiento —su voz se tornó una nota delicada—, pero no más. Ya no más... Reconozco que debí hacerme cargo de mis errores y afrontar las consecuencias de una elección desatada por la debilidad, pero tenía miedo... Fue por eso que Camus, el pequeño que tanto deseaba conmigo, pagó por mis dudas. Hoy lo arreglaré, me convertiré en la madre que debí ser y traeré la felicidad a mi familia.

Su pecho se hinchó con el aire que traspasó sus fosas nasales y se acumuló ahí, en sus pulmones. La diosa de la nieve bajó sus párpados cuyas blancas y rizadas pestañas caían sobre sus pecosas mejillas que eran un símil de las de aquél que sufría en el anillo de contención.

—Sé que lo harás, Quíone. Confío en ti, hija mía.

El dios depositó sus labios sobre la suave piel de la frente femenina que se refugió en su estructura abrazando su torso con ambas manos. Padre e hija se consolaron en ese círculo de amor y cariño que se deshizo cuando ella dio un paso atrás.

—Lo sé, padre... arreglaré esto, no puedo permitir que mi familia siga sufriendo así. Concebí a Camus bajo el anhelo del amor y ahora verlo ser un títere de la ambición desmedida de Skaði, me parte en dos —una porción de saliva se deslizó por su garganta con dificultad, ella aspiró una vez más y contuvo las siguientes lágrimas de cristal que amenazaron con aparecer en la realidad—. Camus volverá a donde pertenece, pelearé porque así sea con uñas y dientes y te prometo que nuestra familia estará bien. Te prometo que no importa lo que pase, no importa lo que me lastime o destruya, voy a arreglar aquello que no hice en su oportunidad. Traeré la paz y la felicidad a nuestra familia, papito.

Se separó de él con una efímera sonrisa y sus pies anduvieron el camino hacia la puerta con esa grácil caminata que más parecía danzar en la superficie.

—Quíone...

—¿Sí, papito?

—¿Qué quería Skaði de Camus? ¿Por qué pelearon esa noche? ¿Por qué lo echaste al mar?

—Quería un amante, padre... —resopló indignada—. ¡Skaði quería a Camus como su compañero de vida! Por eso me lo quería arrebatar, porque según ella, Camus era suyo. ¡Era un bebé y ella quería que creciera para violarlo! —sacudió la cabeza—. No podía permitir eso y durante la batalla, resbalé y Camus cayó al mar. Yo no quería que sucediera, pero no pude rescatarlo antes de que las olas lo atraparan porque ella me hirió y...

No dijo más, sólo llevó una mano a su costado, aquél en donde bajo el quitón permanecía una cicatriz que aún rezumaba icor congelado en las noches de tormenta.

—¡Tranquila! —rogó el mayor tomando la mano de la diosa, apretándola entre las suyas—. Entiendo, me disculpo por hacerte recordar horribles momentos. No debes exaltarte, sabes que esa herida que te hizo Skaði no ha sanado todavía y te mantiene débil, recluida en tus habitaciones porque sigue absorbiendo tu cosmoenergía —aspiró su aroma con desesperación—. No te exaltes cuando hables con Camus, por favor. Intenta recuperarlo, pero no a costa de tu vida. ¿Entiendes, hija?

—Haré lo que se tenga que hacer, papito —sonrió acariciando su mejilla, se puso de puntillas para depositar un suave beso en los labios del dios, como acostumbraba desde pequeña—. Te amo, papito. Verás que todo saldrá bien, nuestra familia seguirá fuerte y unida.

Bóreas la miró irse cubriendo los delgados hombros con una capa de fina hechura. Se pasó una mano por sus gruesos cabellos confiando en que su hija lograría el milagro. Pocos dioses podían oponerse a sus deseos cuando aplicaba su encanto en la conversación.

Aún así, tenía un mal presentimiento. La cosmoenergía de Camus estaba alterada, corrompida por un halo sobrenatural que mucho le recordaba a ella, a Skaði. Presentía que sería más difícil de lo que a simple vista parecía.

Salió de las habitaciones de su hija, caminando hacia el salón principal donde los Aesir aguardaban expectantes, deleitándose en los platos de comida y copas de hidromiel. Bóreas se acercó tomando asiento a la derecha de Odín, fatigado y silencioso. Los otros guardaron silencio y le acercaron las viandas. El señor del invierno bebió hidromiel esperando inquieto el desenlace de este encuentro.

—¿Tu hija ha ido con tu nieto? —empezó la conversación Odín.

—Lo está haciendo en este momento —murmuró pensativo, percibiendo por el rabillo del ojo la llegada del guardián del anillo —. ¡Midgard! —llamó su atención con un ademán de la mano y un vozarrón—. ¿Quíone está con Camus? —indagó en cuanto llegó a su vera.

—Sí, mi señor Bóreas. Me pidió privacidad.

—Bien, ¿Cómo ves a mi nieto?

—Igual, impertérrito, parece un muro más que un dios guerrero.

—No te preocupes, va a estar bien —intervino Frey poniendo una mano sobre el grueso hombro de Bóreas—. Es Bóreasson, ha salido de cosas peores.

—¿Ah sí? Dime una sola.

—Terminó su relación con Brunhilde...

Las risas resonaron en todos los espacios del salón con fuerza. La aludida valquiria que estaba sentada en una mesa con sus hermanas, alzó la cabeza al escuchar ecos de su nombre y frunció el entrecejo.

—¿Alguien quiere perder la verga? —soltó beligerante poniéndose en pie al tiempo que golpeaba la mesa con la palma—. No me importa lo que están hablando, me cortan el tema ya, que mis orejas zumban. ¡Están metiéndome en un chisme!

—Te comportas como una delicada ninfa del Olimpo, Brun —le gritó Bóreas risueño—. De cualquier forma, te dije que ataras a mi nieto a la pata de tu cama y en lugar de ello, decidiste dejarlo a sus anchas. Ahora el idiota está tras el rabo de otro.

—¿Y? —respondió cabezota—. ¡Mejor el rabo de un buen guerrero, que la almeja de una cualquiera! —soltó soez—. Mientras Bóreasson no siga el ejemplo de Surt que se equivoca de cama y cual perra en celo se mete en la de Fenrir para que su lobo se lo monte, todo está bien.

Las valquirias, en lugar de censurar a su hermana menor, soltaron tremenda carcajada que se elevó en el salón. El aludido pelirrojo soltó un exabrupto y se estaba levantando para restaurar su honor cuando Siegfried lo logró atajar.

Brunhilde descarada como ninguna, le guiñó un ojo al otro y hasta le mandó un beso entre carcajadas.

El ambiente se aligeró en el salón, las pláticas continuaron y en algún momento, Bóreas tuvo al lado suyo a esa valquiria descocada.

—Mi señor Bóreas, ¿me acepta una copa de hidromiel? —le mostró la mejor de sus sonrisas.

—Siéntate, mula descarriada —aceptó sabiendo lo que la otra se traía entre manos. En cuanto la joven estuvo acomodada, le soltó—: ahora dime, ¿qué quieres saber?

—¡Mi señor Bóreas! ¿Sugiere que sólo vengo a sonsacarle con hidromiel cuando quiero jalarle la lengua? —se hizo la sorprendida.

Bóreas levantó una de sus gruesas cejas como respuesta. La joven soltó una risita divertida mordisqueando su labio inferior.

»Está bien, está bien, me atrapó —se sirvió un poco de queso antes de soltar el dardo envenenado—. Quiero saber quién es el padre de Bóreasson, mi señor.

—Y en el Tártaro, los titanes quieren libertad.

—¿Qué?

—Que no te lo voy a decir, mocosa. Siguiente pregunta. Además, es increíble. ¿Te hacías llamar novia de mi nieto y nunca te dijo quién era su padre?

—Oh, es que su nieto es más duro que los hielos perpetuos de los icebergs originarios, mi señor. Le pregunté y me cogió. Le volví a preguntar y me cogió... A la tercera vez —exhaló resignada y coqueta—, ya mejor le ponía el culo porque sabía que no me iba a responder, pero me iba a gustar.

—¡Eres una descocada, Brunhilde! —aulló Bóreas incrédulo ante semejante desparpajo—. ¿Cómo lograste que mi nieto te mirara dos veces con semejante lengua?

—Oh, mi señor. ¡Porque no sabe lo que hago con la lengua! ¡Ayy!

Brunhilde se sobó la nuca porque Bóreas no se contuvo y le mandó tremendo zape que la hizo ver estrellas.

—¡Decir que eres una descocada es poco! ¡Tu madre no te enseñó modales!

—Ay, ¿para qué los quiero? Si yo soy una guerrera, no una dama de cámara, mi señor —aclaró sobándose aún la nuca—. Bueno, si no me lo va a decir, al menos dígame si sabe el paradero de Elli.

—¿Y para qué quieres tú saber el paradero de la völva más importante de Asgard? —intervino Odín que se había mantenido en silencio durante toda la conversación.

La valquiria tuvo el buen tino de tragar saliva y pensar sus palabras. Una cosa era Bóreas y otra muy diferente el Aesir más importante de todos.

—Es que me salió un grano en el culo y me dijeron que ella podía quitármelo —le sonrió con desvergüenza.

—¡Eres una bocona, Brunhilde! —vociferó Bóreas.

—Ash, ¡es que me ponen nerviosa! —renegó la valquiria y aspiró profundo enfrentando a Odín—. Mi señor, con todo respeto. ¿Usted cree que estaría buscando a Elli porque hoy desperté con ganas de joder? ¡No! Sinceramente, sé que cada uno está haciendo lo que puede en esta precaria situación. Thor y Loki están afuera atentos a los movimientos de los lobos, la señora Quíone está con Bóreasson ahora mismo intentando descubrir algo en el plan de Skaði, ustedes están aquí expectantes, pero yo soy demasiado culo inquieto para no moverme y estar esperando. Amo a Bóreasson y voy a pelear para recuperarlo.

—Pero mi nieto eligió a otro, Brunhilde.

—¿Y usted cree que eso eliminó mi amor por él? No, mi señor. Cuando se ama, se ama con todo lo que se es. Aunque no sea correspondida, porque se lucha por la felicidad del otro, si es que se puede ayudar. Y sinceramente, estoy en eso. No es para que se enoje, pero ¿quién es usted para decirme qué puedo y qué no puedo hacer por el hombre que amo? Y si mi señora Freyja me permitió amar a Bóreasson, voy a hacer todo lo que esté en mis manos por su felicidad aunque ésta signifique que cuando su nieto esté libre, termine con el rabo largo del rubiecito de Milo enterrado en el culo.

—Estás bien loca, valquiria —razonó Bóreas aunque le acarició la mejilla.

Brunhilde tragó con dificultad jugueteando con la copa de vino. Estaba intentando hacer algo, para no estar ahí sentada esperando como imbécil. Sin embargo, mordisqueó su labio inferior.

—Lo estoy, lo sé, lo reconozco, pero... —sacudió la cabeza—. ¿No lo sienten? ¿Acaso no lo perciben?

—¿El qué? —se interesó Odín.

—Hay algo raro en todo esto... hay algo muy raro. Mi cosmoenergía me lo dice a grito pelado, tengo un escalofrío recorriendo la columna cada que veo a Bóreasson metido en ese anillo de contención y no dejo de pensar una y otra vez en lo mismo...

—¿Y qué es eso? —interrumpió Bóreas.

—Bóreasson es reconocido por su mente fría y calculadora, por ser un estratega como ninguno en Hiperbórea —comenzó con tono firme—. Sin embargo... —hizo una pausa que no fue interrumpida por nadie—. ¿Por qué? ¿Por qué vino a Hiperbórea a sabiendas de que ya había mostrado señales de la dominación de Skaði sobre él? ¿Por qué sigue en silencio ahí, esperando sin hablar con nadie?

—¿Qué estás sugiriendo, valquiria? —se atrevió a preguntar Odín en otra pausa que hizo en su discurso.

—¿Y si...? —se relamió los labios nerviosa y se acercó a ellos, que hicieron lo mismo para que su voz no tuviera que elevarse—. ¿Y si él quería que lo metieran en el anillo de contención?

—¿Y para qué haría eso? —siseó Bóreas.

—¿Y si...? —tragó saliva la joven—. ¿Y si él quiere ir al Jötunheim?

—¿Para qué? —insistió Bóreas.

—Alguien me dijo que cuando buscaba a Bóreasson con magia, ésta le mostraba un paisaje invernal. Por otro lado, sé que Midgard y Fenrir lo siguieron hasta la zona prohibida —continuó la joven nerviosa e inquieta—. Y en la zona prohibida todos sabemos lo que hay, ¿verdad?

—Los restos del padre de Skaði —completó Odín—. ¿Estás sugiriendo que él fue por algo hasta allá?

—Estoy sugiriendo que él trajo algo desde allá, sino... ¿Por qué están todos los lobos afuera esperando... a qué?

—Por el culo de Gea —blasfemó Bóreas—. Entonces... Quíone...

Apenas se puso en pie el dios del invierno y salió corriendo, Odín tomó del brazo a Brunhilde.

—Te diré dónde está Elle, tendrás que ir a buscarla, pero asegúrate de que te diga lo que está pasando, Brunhilde.

—Sí, mi señor, le prometo que...

Un estallido de cosmoenergía alertó a todos en la ciudadela. Los Aesir avanzaron ante la orden de Odín, las valquirias secundaron sus movimientos. Se desplazaron a la velocidad de la luz, pero nada fue más rápido que el Bïfrost.

Éste se desplegó con su halo arcoiris, hermoso y fuerte. Aterrizó en el jardín de Hiperbórea en pos del único que le interesaba. Sus hebras lo capturaron y mantuvieron bajo control antes de iniciar un viaje raudo e inaudito hacia una tierra helada, llena de escarcha y diamante.

Ahí, en el Jötunheim, fue abandonado Camus Bóreasson, el dios guerrero con una cosmoenergía proveniente del mismo mundo de hielo al que fue ¿devuelto?

Y en el Midgard, una voz sollozaba en brazos de un dios alado que la contenía.

—¡Me atacó! Mi hijo me atacó, me quiso matar... Papito, me quiso matar Camus. ¡Me quiso matar, Camus! Dijo que ella se lo ordenó, ¡que se lo ordenó esa maldita Jötunn!



¡Hola!  ¿Cómo va?

Y... Ay, ya estamos en esto que se complica cada vez más y más y más. Agarren sus palomitas, sus chocolates y pañuelos porque se viene...

¡Se viene!

El siguiente capítulo tendremos un tuttifruti y en la parte final... ay, Athena, ay...

*¡Se tapa la carita!*

No adelanto más.

Quiero agradecer a Ms_Mustela por tanta ayuda, ánimo y por ser una beta extraordinaria que me organiza las ideas cuando siento que se me desbarrancaron como mochuelos indignados.

¡Gracias!

Y a ti, por tus lecturas, estrellitas, comentarios y seguir adelante con esta historia. Te mando muchos chocolates por tanto que me das.

¡Hasta pronto!








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