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22. Encadenado a tu propio corazón.

Campos Elíseos

Milo abandonó el templo de Hades con premura en las extremidades inferiores y el corazón golpeando en su pecho violento y desenfrenado. Su cabeza era una bolsa de aire que se hinchaba al límite y sus sienes percutían con sadismo tras los diversos estímulos de esos últimos días.

La oscuridad reinante en el interior del lugar fue reemplazada por el flashazo del sol artificial que azotó inclemente los irises y dejó un rastro borroso en sus pupilas que fracasaron al adaptarse a la luminosidad..

En consecuencia, Milo recargó la espalda contra uno de los pilares externos apretando los párpados y frunció el entrecejo reprochando su falta de cuidado. De estar peleando, esta omisión pudo causar su propia muerte. 

Paseó la mano frustrado por su frondosa cabellera esperando a que la ceguera temporal desapareciera con el mero transcurso del tiempo. 

Ojalá sus preocupaciones se disolvieran con el mismo método.

Daba círculos concéntricos en las ideas que se alzaban con un halo fantasmagórico y lo hacían suponer que las Moiras estaban vengándose de las trastadas que protagonizó a lo largo de su existencia.

Que Hades en persona se vengase del intento de violación acaecido cuando era un niño era el pago prometido por La Doncella, pero que le entregara un obsequio para usar en el futuro...

Eso era muy, muy diferente.

¿Qué estaba pasando por esa cabeza azabache?

El tipo de regalo otorgado le dejó las tripas nudosas y los vellos erizados de la epidermis, sin olvidar el estrés que atormentaba a su cosmos.

Hades prometió: «Lo que quieras, te lo daré y lo utilizarás cuando te convenga mejor».

Eso significaba tener en sus manos el poder del Inframundo al completo sin importar el conflicto. Era desatar la misma furia del Tártaro contra sus enemigos, cualquiera que fueran estos y le parecía que la justificación en apariencia acerada, poseía un centro de cristal.

El azabache le elogió que se contuvo de vengarse de Niobe y Zelos, sin saber que fue así porque La Doncella se lo pidió. Además, el mismo dios del Inframundo les proporcionó un castigo ejemplar, casi brutal y si Milo pedía que siguieran en la sexta prisión por la eternidad o les hicieran lo que se le antojase, Hades cumpliría ese capricho.

Por eso, que le entregase a Milo un regalo de esa naturaleza era inexplicable, era...

Exactamente, inexplicable y... ¡Excesivo!

¡Ni que Milo fuera su hijo para darle tremendo favor!

Porque no lo era... ¿Verdad?

Se golpeó la frente con la palma y la arrastró por su cara por su idiotez.

¡Por supuesto que no!

Era hijo de Ares aunque Milo odiara al polluelo de la gran pava llamada Hera.

De cierta manera, presentía que los ojos de la eterna muerte divisaban un panorama aciago y desértico en su futuro y por ello, le entregó una forma de escapar a su destino.

Si tenía razón, debía ir con pasos de plomo, pero de lo contrario...

Falso, su intuición se lo gritaba. Eran demasiadas las casualidades  para que fuera  accidental.

Esto era intencional.

Muy, muy intencional.

¿Qué se le escapaba? ¿Qué faltaba? ¿Por qué Hades quería protegerlo? ¿De quién? ¿De qué?

¡¿De qué?!

¡Puta madre!

Y bien puta, ahora que lo pensaba mejor porque Lamia se especializaba en eso.

Restregó su rostro con las manos compungido y hastiado de la situación, de lo que estaba viviendo, de que Hades le diera un regalo de esa magnitud... 

¿Acaso era una broma?

La simple idea de un Hades «juguetón»  era inconcebible. De todos los dioses, el azabache se reconocía por el retraimiento, la falta de humor y la apatía. Además, él no necesitaba jurar por la Estigia.

Su voz, se cumplía siempre.

«Una vez que la Tradición termine, se vendrá una gran guerra».

Esa voz penetró su mente desde la parte que custodiaba su memoria y lo transportó a una noche estrellada en la ladera de una montaña donde Camus y él descansaban admirando las estrellas.

En aquél momento, ambos ahondaban en el motivo fundamental de la particular conducta de los dioses principales, entre los que estaban Zeus, Hera, Poseidón, Démeter y el susodicho Hades.

Camus afirmaba que ellos estaban impedidos per natura  a comportarse como Athena quería, es decir, como seres maduros, que se preocupasen por el prójimo, por un motivo cuasi insignificante: ellos crecieron sin una figura que les protegiera y brindara consuelo en los días aciagos, sin contar con la herencia que cargaban a cuestas.

Exigir de Zeus fidelidad, tomando en cuenta que Urano era un adicto al sexo; que Poseidón fuese medido en sus arranques de ira, teniendo a Cronos de padre o que Hades tuviera misericordia con las almas, después estar encerrado en una prisión perpetua; era una completa estupidez.

Además poseía notas perversas si se desmenuzaba el pasado, pues Hades apenas nació fue devorado por su padre y tras él, los otros dioses. Vivió toda su infancia inmerso en una pesadilla creada por Cronos, aquél que debió contenerlo y no sacrificarlo por su egoísta propósito de perpetuarse en el poder.

Y el motivo principal yacía en la historia, que los remitía a la profecía de Urano y sus consecuencias.

Al ser traicionado por los Titanes, el gran Urano les anunció que caerían por su propio legado. Temiendo ser derrocado, Cronos se comió a sus hijos recién nacidos pagando y haciendo pagar a Hades y a los otros, por sus elecciones.

A finales de cuentas, el Titán del Tiempo hizo caso de Gea, como Zeus escuchó a Rea. La pelea contra sus padres fue una mera acción incentivada por factores externos y motivada por el mismo afán de derrocar al tirano.

Los titanes actuaron primero, los dioses después, pero el resultado fue idéntico: ambos se alzaron contra sus progenitores masculinos. El acto per se  fue atroz, pero trajo consigo el movimiento, el cambio de ciclos y la llegada de los nuevos regentes del orden instaurado sobre una base de coágulos de icor, alevosía y crueldad extrema.

En consecuencia, la generación posterior se terminó tragando a la anterior. De hecho, les devolvió el favor.

Esto llevaba a la pregunta lógica, ahora que los dioses reinaban...

¿Quién los traicionaría?

El gobierno autoimpuesto, tomado a través de la violencia, dejó paranoia y ánimos revueltos. Los dioses desconfiaban de cualquiera que se moviera con ánimos revolucionarios y si bien ahora estaban unidos por la Tradición, ésta tenía fecha de caducidad.

En el momento que el último titán enemigo quedase cautivo, los dioses voltearían hacia sus pares o sus hijos, esperando con paranoia un advenimiento vil y el icor adornaría de nueva cuenta la creación.

Eso sin contar con que, para Camus, la siguiente que se opondría al régimen sería la misma Athena. Ya lo hacía, exigiendo a los señores que tuvieran mesura con los dioses guerreros que les servían.

También se basaba en el precedente instaurado por la historia que se repetía como un círculo vicioso y tóxico. Urano aprisionó a los Titanes entre él y Gea. Cronos consumió a sus hijos y Zeus...

Zeus devoró a Metis teniendo en su vientre a Athena y todo por la profecía de que un hijo de la titánide lo destronaría.

Si el ciclo continuaba, entonces la diosa de la inteligencia podría ser la subsecuente en crear el nuevo orden por encima de las otras deidades.

Era su derecho, era su privilegio al ser una hija devorada, a diferencia de sus pares de la segunda generación...

Milo meditó en aquél momento este punto y le dio la razón a la marina. Sabía que tarde o temprano habría una guerra por la supremacía y podría ser en manos de Athena o de cualquier otro, pero era inminente que el icor se derramaría.

Si por eso el mismo Hades le ofreció un salvoconducto para ser usado como escape de una situación precaria en esta guerra, ¿sería para que peleara de su lado y comprar su fidelidad o porque de verdad estaba agradecido por cualquier tontería que Milo hizo y se escapaba a su comprensión?

Eran inconmensurables las preguntas cuyas respuestas se ocultaban tras las sombras de la ignorancia y dejaban un rastro de ajenjo a lo largo de sus papilas gustativas, pues la sinapsis colapsaba sin oportunidad de ser reparada.

«¡Qué frustración!» pensó con impotencia, los puños crispados y las mandíbulas tensas.

Seguir dando vueltas sobre el mismo sendero le llevaría a un absurdo y a la ira por la ineficacia en hallar una luz.

Concluyó que los misterios seguirían sin solucionarse, pero todavía era responsable de sus actos y una labor caía cual losa pesada sobre sus espaldas. Bien o mal, era un espectro temporal y si su dizque padre lo despreciaba, Hades de momento lo aceptaba y protegía sin mayores dilaciones, siempre y cuando hiciera bien su labor.

Debía activarse, hablar con Radamanthys y después, presentarse ante Athena. 

Siendo esa su línea de acción, sus piernas tomaron impulso, su cuerpo siguió la dinámica y a la velocidad de la luz, se trasladó hacia la segunda prisión del Inframundo.

El enorme templo que hacía labores de tribunal le recibió en silencio. Se internó entre sus pasillos con paso seguro y confiado. El eco de sus botas al caminar le acompañó a la sala donde suponía, estaba el Juez ejecutando sus labores.

—Milo, dichosos los ojos que se posan en ti.

Las quijadas se tensaron hasta coquetear con el punto de fractura. Echó los hombros atrás y la capa ondeó al compás de sus actos. Su cabeza giró noventa grados a la derecha y por el rabillo del ojo reparó en la azulada cabellera que adornaba las facciones atractivas del dueño de la voz.

»Por fin te acuerdas de que existo. ¿Tanto te distrajeron Hypnos y Thanatos? ¿Por qué no viniste antes conmigo?

La acidez del reproche provocó una salivación abundante en la boca del rubio y sus músculos adoptaron una consistencia metálica. Su táctica de evadir a Kanon llegó a su fin y se recordó no alterar ese delicado balance que el otro manejaba con precariedad y lo semi sostenía en la cuerda floja que lo alejaba del abismo de la locura.

Ese afán abominable de mirar por arriba del hombro a los demás y juzgarlos como si de insignificantes se tratara, era una marca distintiva de Kanon y producto de una niñez bastante complicada, cortesía de Hera.

Si Milo alterase un poco esa endeble estabilidad, lo haría trizas sin oportunidad de repararlo.

En otros momentos, hablaría largo y tendido con el hijo de Zeus para ubicar sus neuronas en su sitio (ayudado por un par de golpazos) porque se notaba a leguas que las tenía colapsadas, pero hoy ya estaba harto de que las cosas vinieran de mal en peor y prefería morderse la lengua, que terminar peleado con un camarada.

Aunque si lo pensaba bien, Kanon merecía una sacudida de cimientos. Por los dioses, ¡claro que lo merecía por hijo de puta!

Al inicio de sus revolcones, Milo dejó claro que sería sólo sexo lo que les uniría en ese ámbito y nada más. Sin compromisos y mucho menos, un «felices para siempre», pero el otro escuchó lo que le convino y actuó como le dio la reverenda gana.

Fue el ego del hijo de Zeus bramando por ser ignorado, el que estuvo golpeando la paciencia de Camus cuando se descubrió que tenía «algo» con Milo y en el instante en que recibió el aire helado de la indiferencia del pelirrojo, Kanon se esmeró en abrir la boca y plagar el camino con infinidad de dardos malintencionados y chismes sin fundamento.

Si no fuera porque Camus tenía dos dedos de frente, Kanon hubiera hecho mucho daño en su relación y le importaría nada lastimar a la marina, con tal de cumplir sus fantasías tóxicas en las que Milo era su pareja y de nadie más.

Justo uno de esos rumores perversos fue tomado por Camus y Milo como pretexto para llevar a cabo la pelea mortal que «rompería» su nexo y se convirtió en el puntapié de la búsqueda del Forjador.

Y reconocía que necesitaba ponerle un alto de inmediato, pero su propio alboroto emocional produciría más perjuicio que compostura y apreciaba en algo a Kanon como compañero de armas. Sin embargo, el interés del hijo de Zeus por él, rayaba en la obsesión.

Estaba en una disyuntiva.

Se lo advirtió su abuela, que no disgustara a un dios lleno de soberbia y aires de grandeza, pero Milo se sintió invulnerable y capaz de controlar a la bestia.

He aquí las consecuencias de su propia estupidez: ahora el hijo de Zeus se sentía dueño del destino de Milo y éste no tenía ganas de ser propiedad de alguien que no fuera Camus.

»Supongo que tu silencio habla por ti —soltó Kanon y la hiel abrazó sus palabras—. ¿Acaso te traté tan mal para que me pagues así? ¿No te di todo y te largaste sin mirar atrás? ¿Cuándo volverás conmigo y comprenderás que lo tuyo con Camus fue una ilusión? Nunca iba a funcionar.

—¿Por qué todo tiene que girar en torno a ti, Kanon?

Se le escapó el primer tiro por hastío. Su cabeza palpitaba inclemente rogando por una calma que se vistió de liebre y escapó de su alcance. Giró el cuerpo hasta quedar frente a frente a su antiguo amante manteniendo el tono bajo para evitar la hecatombe.

»No me sorprende que sigas vivo pues tu cabeza es tan dura, que ni mil golpes podrían romperla. ¿Cuándo te dije que teníamos una relación diferente a la de compañeros de armas? Nunca, pero eres tan imbécil, que te meto un dedo por el culo y ya quieres boda y tu propio templo.

De acuerdo, tal parecía que una parte de su inconsciente ambicionaba pelear con Kanon y comprendía el motivo. El desquite del hijo de Zeus contra la marina fue desmedido e injustificado y Milo le soportó mucho dramatismo.

Camus ni se diga, él fue un campeón de la prudencia porque cualquier otro le habría congelado las bolas ahí mismo y si no lo hizo, de seguro fue porque sabía lo que apreciaba a Kanon, pero todo tenía un límite.

—Ahora me insultas como si tuvieras todo el derecho del mundo para ello —contraatacó con fastidio, dando un par de pasos hasta que sus respiraciones se combinaron—. No tengo la culpa de que el puto de Camus haya preferido la cama de Ares en lu...

Ambos eran rápidos, pero Milo superó al otro. Antes de racionalizar la situación, su puño derecho se incrustó con violencia en la mandíbula del hijo de Zeus y el impulso lo desvió hacia un pilar que se resquebrajó al chocar la espalda con la potencia de un hecatónquiro.

Kanon se levantó sacado de balance, restregando el dorso de la mano contra la boca arrastrando icor y saliva. Las miradas se encontraron airadas, la ofensa se lavaba con el dorado líquido. Un hilillo de él, repitió el camino desde el labio del instigador resbalando con descuido y cayó al piso.

Los corazones bombeaban con la fuerza de mil puños al unísono, las respiraciones gruesas y toscas fueron audibles, las cejas se fruncieron y los cuerpos se transformaron en piedra. Los dioses guerreros se olvidaron de la camaradería que una vez los ató y se enfocaron en las ofensas y los resentimientos que relucían, penetrando la muy delgada capa de autocontrol que empezaba a permear.

Milo estaba harto de él y podía aguantar muchas cosas, pero que se volviera a meter con Camus ahora mismo...

Ya no.

—No me importa lo que tu cabeza con aires de grandeza divague —aclaró con disgusto—, ni los motivos que te hagan suponer que tienes derecho de opinar en el tema —siseó tomando al otro de la armadura hasta que sus miradas se engarzaron—. Con Camus —lo zarandeó chocando la espalda contra el pilar—, no te vuelvas a meter, Kanon. ¿Entendiste? —rechinó las palabras con rabia—. ¡Con Camus no!

Milo encontraba insoportable esta situación a sabiendas de que la marina sufrió el abuso de Ares por su culpa. Él no quiso verlo muerto y en consecuencia, el otro tuvo que ir a presentarse a cumplir con la Tradición. Eso lo dejó en manos de Ares que olvidó su miedo a Némesis para infringir un castigo bellaco.

Era el gran colmo que Kanon se burlara de eso y no lo iba a pasar por alto.

Mientras tanto, su interlocutor respondió a las exigencias con una sonrisa soez y malintencionada que descontroló más al rubio. Kanon era ya incapaz de perdonar a Camus y tras la humillación vivida al final de la pelea de Athena con Ceo, deseaba que el rubio estallara y cometiera un error que impidiera sanar esa relación con la marina.

Aunque por los rumores en el Coliseo, si era cierto que Camus humilló a Milo y lo echó de su lado, Kanon no lograba entender qué seguía motivando al rubio.

¿Tan obsesionado estaba con la marina? ¿Qué le daba Camus que Kanon no?  ¿Qué?  ¿Acaso le gustaba a Milo lamer la suela de las botas del otro?

Kanon odiaba a Camus con cada fibra de su cosmos. Lo detestaba como a nadie y pagaría por verlo muerto. Así Milo volvería a su lado, estaba seguro de eso. 

Sin importar lo que hubieran acordado, el rubio regresaba a su cama una y otra vez después de sus fracasos con otros dioses guerreros.

¿Por qué no habría de ser igual ahora?

En ese momento, Milo azotó iracundo al otro contra el pilar, volvió a repetir el proceso frenético y sin compasión, pues sus actos eran incapaces de imponer su razón sobre el otro. Su cosmoenergía era puro fuego y la temperatura se incrementaba a cada segundo que Kanon parecía burlarse de sus exigencias.

—¿Acaso me equivoco al decir que se revolcó con tu padre? —espetó violento—. ¿Acaso crees que el Olimpo desconoce lo que sucedió con él y la marca? ¡Ya los tres berserkers que quedaron con vida tras la pelea con los Aesir lo han gritado a los cuatro vientos! Camus es tan puta com...

Milo le calló la boca con su técnica. La aguja Escarlata  penetró la armadura del otro y se alojó en el corazón creando un dolor inconcebible y lacerante. Kanon gimió y el otro imprimió sadismo en su ataque.

—¡¿Acaso estás sordo?! ¡Con Camus no te metas más! —vociferó, pero Kanon volvió a la sonrisa impregnada de icor y desdén.

Aún entre estertores, el hijo de Zeus tuvo la osadía de susurrar...

—No tengo la culpa que Camus te haya dado una patada por el culo y se haya largado a ser la puta de Bóreas o cualquier otro que conozca en las tierras del norte. Espero que nunca puedas estar con él y si lo estás, me aseguraré de que no puedan vivir en paz. Un día veré arrastrarse a ese malnacido estirado y sin orgullo que desdeña a los demás, pero se abre de patas con Ares mientras te desprecia...

Milo se alejó unos cuantos pasos más con un zumbido en los oídos, echando humo por las narinas y un tremendo peso en las espaldas que encorvó su figura. Las manos le hormigueaban por asesinar a este malnacido que parecía encantado de provocar su falta de control. Sus ojos vieron todo rojo y en lugar de golpear de nuevo, pues notaba que el dolor físico lo soportaba el otro como un campeón, se relamió el colmillo izquierdo y optó por algo más cruel.

Una voz en su mente le alertó de su error, le hizo consciente de que esto llevaría a un punto de quiebre que desestabilizaría a Kanon para siempre.

Otra voz dentro de él rugió clamando venganza. El hijo de Zeus se lo merecía, se lo advirtió y siguió insultando aquello que le daba paz.

Y nadie, nadie se metería con Camus. 

No si Milo podía evitarlo.

Iba a hacer mierda a Kanon y que el mundo ardiera, pero estaba harto de él y su odio hacia la marina. Si alguien tenía que detener al hijo de Zeus, sería Milo y lo haría con placer malsano.

—Camus es el único al que no puedo sacar de mi mente y de mi piel. Domina el pasado, presente y futuro de mis pensamientos y necesidades mientras que tú, sólo fuiste una estrella fugaz —atacó disfrutando cada palabra portadora de ponzoña y espinas—. Nunca serás más que una manta deshilachada con la cual me abrigué en un momento de debilidad y te convertiste en un pésimo recuerdo. ¿Quién puede quererte cuando te obsesionas de alguien y finges que es amor? ¿Cómo puedo interesarme en ti, si eres una copia barata de tu padre?

Los párpados del otro se abrieron inconmensurables con la última pregunta. La sonrisa se petrificó y los labios temblaron un poco. Milo conocía su debilidad y lo apabulló con ella impregnando un sadismo alevoso y despiadado.

»A diferencia de Saga, tú te hundiste en la mierda y te convertiste en lo que tanto odiábamos de niños. Eres un dios rastrero, vengativo, iracundo y aborrecible. Mucho más que tu padre —reafirmó y marcó una pausa para que cada dardo se clavara en la psique y que nadie pudiera levantarlo de los escombros—. ¿Cómo pudiste creer que tocarías una fibra de mi cosmos si eres tan culo suelto como tu padre? Tanto te burlabas de la frialdad de Camus y fue justo él, quien logró conquistar cada ápice de mi ser porque él sí vale la pena cada esfuerzo, aliento y acción que hago en su favor. Mi cosmoenergía vibra por él y su simple recuerdo me consuela —afirmó con vehemencia.

Conocía mejor a Kanon de lo que él creía. Si su afán era destruir a Camus, se lo iba a poner difícil. Primero tendría que recomponerse y cuando fijara sus ojos en la marina, recordaría este momento para sellar sus labios con el pavor de reencontrarse con Milo.

«Por Camus, soy capaz de matar con tal de que dirija una sola mirada de hielo sobre mí y tú nunca lograrás provocar esa reacción de alguien. Soy capaz de morir por él, sólo para no torturarme con su luz apagándose y su estrella cayendo del rostro de Urano. Y eso, tú no sabrás lo que se siente, pues eres como tu padre, abominable y mezquino. Te llenaste la boca diciendo que no seguirías su senda, que serías superior y ¿acaso no entendiste por qué los convirtieron a ti y a Saga en los Dioskouroi?

Fue inclemente, macabro, perverso y desleal, pues Kanon se lo comentó en un instante de debilidad. Milo usaba las propias palabras del otro para hacerlo trizas y en su oportunidad, regaría cada pedazo de él en el universo para que nunca volviera a unirse.

»¡Atentaste contra tu hermano, contra tu propio icor! ¿Acaso olvidaste que fuiste tú quien convenció a Zeus de que Saga era malvado, que él cometió la vileza de acusarlo con Hera cuando se acostó con Metis y casi termina fulminado por un rayo? —restregó en la cara del otro su inmundicia y mierda—. Compadezco a tu padre por tenerte como hijo. Compadezco a Saga por tenerte de gemelo. Compadezco al mundo porque sigues vivo, pero entiendo por qué hizo tu padre el pacto con Hades...

Pausó sus palabras con intención, lograba ver la manera en que Kanon recibía cada golpe y caminaba hacia atrás. Milo lo perseguía dando los mismos pasos adelante hasta acorralar a su presa contra una pared.

»Tenías razón al decir que tu padre te odiaba, que prefería a Saga —puntualizó sonriendo con desdén—, por eso tu culo está acá y nunca verá a Helios mientras tu hermano disfruta del Olimpo —comentó golpeando el pecho de Kanon con su índice. El otro intentó escapar y la pared se lo impidió—. Si yo soy el nieto de una perra, tú eres una víbora indigna, lameculos y perjudicial. Deberían arrancar tu lengua para siempre y de una vez destruirte. Quizá algún día alguien lo haga, Kanon y todos celebraremos que nos dejes en paz, porque una mierda como tú, sólo merece ser aplastada. ¿Por qué crees que Saga sí tiene a tu padre a su lado? Porque sólo él lo merece y tú ni siquiera tienes derecho de ser amado y mucho menos, que alguien te dé consuelo porque eres un bastardo, estúpido e insensible que merece ser desechado como basura, meado y cagado para que entiendas cuál es tu lugar... ¿Eso querías? ¿Para eso era tu urgencia de verme? ¿Estabas tan necesitado de que te la metiera? Porque ni para eso sirves, ni siquiera mueves bien el culo y tus nalgas están caídas. ¡Y todavía te sientes Hímero cuando sólo eres un pálido reflejo y una copia barata de Saga que...!

—¡¿QUÉ PUTAS MADRES HACES, MILO?! —ladró una voz desde lo profundo del templo.

El rubio volteó rápido, una cosmoenergía se concentró y un golpe fue directo hacia él. Haciendo gala de sus reflejos, puso a Kanon de escudo para que recibiera el castigo. 

El hijo de Zeus tembló con el tremendo impacto en su espalda. Sus cabellos empezaron a cambiar de un azul a un pálido gris, perdiendo el autocontrol y dejando resbalar lágrimas inagotables en medio de una crisis emocional imposible de someter.

Milo todavía se dio el lujo de soltarlo y mirar con desdén cómo caía arrodillado con las palmas en el oscuro suelo, sollozando desgarrado e histérico. 

Había tronado los seis pilares que sostenían su psique y si bien le faltó uno, pues Cronos le abandonó, su objetivo fue cumplido. 

Kanon estaba estropeado, tardaría décadas en salir adelante. Si es que antes no se suicidaba... Ya no volvería a lastimar a Camus y a nadie.

—Cada que veas a Camus y lo quieras insultar, ¡recuerda este momento, Kanon! —siseó frenético y sin compasión, dando la última puñalada mortal—. Recuerda que ¡no está solo! y seré yo quien lo defienda cada que quieras pasarte de listo con él.  ¡¿Entendiste?!

Si guardó silencio fue porque Radamanthys le arrebató su atención poniéndose enfrente y en el sentido literal de la palabra, sirvió de pared. El cosmos que emanaba de su surplice era el fuego del Inframundo elevándose al Olimpo.

—¡MILO! ¿Qué mierda crees que haces atacando a mi... mi...? ¡DÉJALO EN PAZ! —exigió perdiendo el control, tomando al otro por la capa con ambas manos.

El ex berserker se plantó engreído, engarzando sus ojos con los del Juez. Ambos echaban chispas y sus cosmoenergías demostraban su furia con inusitada violencia al confrontarse sin cuartel, golpeándose de forma intermitente.

—Si tanto te importaba, ¡más te valía haberle puesto un bozal desde hace mucho! —advirtió señalando al caído—. Me harté de que siempre intente hacer mierda a Camus, ¡es justo que reciba un castigo a su medida!

Radamanthys lo agitó con violencia, sus ojos prometían matarlo con lentitud y crueldad. Nunca antes Milo lo vio así, pero estaba dispuesto a pelear si con eso el hijo de Zeus dejaba en paz a la marina.

—Si te vuelves a acercar a Kanon, ¡mataré a Camus! —siseó iracundo—. Ambos sabemos la debilidad del otro, Milo —se afianzó protegiendo al caído—. ¡No quieras jugar al gallito conmigo!

—¿Quién juega al gallito con quién, Radamanthys? Defiendes a aquél que no tuvo compasión con Camus. Si tanto te importa, ¡mantén quieto a ese idiota! —rugió sacado de sus casillas—. Se tiene más que merecido esto por su obsesión y su malicia.

—¡Te dejaré tocar a Kanon cuando tengas los huevos para reconocer que estás enamorado de Camus! —bramó con potencia—. Mientras tanto, ¡abstente de tomar atribuciones que no te corresponden!

Milo rechinó los dientes con impotencia tras recibir tremendo revés verbal. Apretó los puños encajando las uñas en las palmas hasta que el icor corrió y un sonido cual gruñido emergió de su garganta. Sus manos fueron directas a las de Radamanthys que sostenían su capa y a base de fuerza, le obligó a soltarlo.

—¡¿Cómo te atreves a decir semejante estupidez?!

—Me atrevo porque ¡yo sí soy sincero con mis sentimientos, idiota! —espetó combatiendo el empuje de la cosmoenergía contraria que se empeñaba en aplastarlo—. Deberías hacer un análisis de conciencia antes de sentirte Juez y sentenciar a otros. Y si no tienes nada más qué hacer, ¡lárgate por donde viniste...!

Eso le recordó para qué estaba aquí y conteniendo la furia que embargaba cada parte de su cosmos, se obligó a aclarar algo.

—El señor Hades quiere que me acompañes con Athena y el Cancerbero para atrapar a Ceo, así que prepárate y espero que cuando vayas, ¡éste no venga contigo!

—Iré con quien me plazca, idiota. ¡No eres nadie para decirme qué hacer! Soy uno de los tres Jueces del Inframundo y te guste o no, estás bajo mis órdenes, imbécil. Ahora, ¡fuera de aquí!

Quiso decir algo más, quiso darle un buen golpe a Radamanthys, pero en lugar de ello, se contuvo rechinando los dientes. De cualquier forma, el llanto desconsolado de Kanon impregnó las paredes del templo y fue suficiente señal de que logró su cometido.

»Y la próxima vez que quieras hablar algo conmigo, haz un llamado a mi cosmoenergía y espérame en los Elíseos... ¡Tienes prohibido poner un pie en la Segunda Prisión! Porque te sacaré las tripas y si osas siquiera hablar con Kanon, ¡te hago cenizas aunque mi señor me castigue! ¿Entendido?

— ¡Vete a la mierda! Sólo tú puedes defender a este bastardo.

—Como sólo tú podrías defender a Camus sin importar lo que haya hecho —soltó con rapidez—. Estamos empatados y condenados por nuestro propio corazón. 




Ser parte del ejército de Hades y llevar una misión a cuestas tenía sus beneficios. 

Le fue otorgado el permiso de utilizar el camino de los dioses de forma personal para entrar o salir del Inframundo y con él, Milo se trasladó al Olimpo en búsqueda de Athena, aplacando sus impulsos y enterrando sus ganas de matar a Radamanthys después de su confrontación.

Llevaba en su mente impresas con placas de fuego, las palabras del Juez retumbando una y otra vez en su conciencia.

Reconocer que estaba enamorado de Camus...

Su cabeza se sacudió frenética, su melena fue y vino con el movimiento golpeando sus mejillas, su peinado se alborotó peor con las manos temblorosas repasando su extensión. Lo apretó entre sus falanges, queriendo arrancar esas ideas tan fácil como sucedía con sus cabellos.

¿Cómo podía ser que fuera tan transparente para alguien como Radamanthys y él mismo se negara a la realidad? 

¿De verdad estaba enamorado de Camus?

¿Por qué la maldición entonces no funcionaba? 

¿De verdad no funcionaba?

¿Y si era inmune?

¿Y por qué entonces tenía la seducción de Lamia?

¿Y si la maldición no le afectaba en ese punto?

¿Y si estaba equivocado?  

¿Y si sólo las Moiras se estaban burlando de él?  

¿Y si...?

«Milo».

Ese llamado le cortó cualquier posibilidad patética de mortificarse. Fue un alivio y al mismo tiempo, un subidón de estrés. Esa cosmoenergía le provocó náuseas. El aire entró raudo a sus pulmones y se sostuvo ahí por segundos. Lo empezó a soltar de poco en poco y repitió el proceso. Su cabeza estaba a punto de explotar.

«Milo, me urge hablar contigo».

Chasqueó la lengua extenuado, revolviendo sus cabellos una vez más. Se forzó a responder concentrándose en el rastro del cosmos que captaba a la distancia con visibles rastros de un estrés llegando a sus límite.

—¿Qué pasa? —emitió al firmamento sabiendo que una vez entablado el lazo, podría encontrarlo donde fuera.

«Necesito hablar contigo en una zona neutral. Es por Camus, sigue mi cosmos».

—¿Y por quién más me estarías jodiendo?

Renegó concentrándose para hallar la otra esencia. Una vez obtenido el éxito, se transportó al sitio. 

Sus pies se hundieron en la nieve, su capa se agitó con la ventisca y a su alrededor, las montañas estaban vestidas por un manto blanco e impoluto.

Entendió por primera vez a Camus. La simple vista de ese paisaje le dio una indescriptible paz y tranquilidad a pesar del frío que taladraba la piel sin misericordia, se coló por la nariz penetrando a los pulmones y escapó de los labios con una brizna de vaho.

»Maravilloso, querías que se me congelaran los huevos —rezongó ofendido e indignado por perderse la oportunidad de traer consigo al menos una manta o algo parecido.

—Refunfuñas demasiado, berserker —gorjeó alguien tras él.

Milo giró los ojos dentro de sus cuencas conteniendo el impulso de darle un golpe a la figura. A sabiendas de su carácter, seguro se lo respondía y terminarían más que peleados por una tontería.

—Eres insoportable, Brunhilde.

—Oh, el burro hablando de orejas —bromeó con una espléndida sonrisa—. ¿O quizá de rabos? ¿Se te encogieron mucho con esta brisa?

Era la segunda vez que los Aesir le sacaban los colores y lo avergonzaban. Primero fue el tal Surt y ahora esta descerebrada que fijaba los ojos de forma valorativa en su entrepierna. Él resopló sobándose la nuca intentando deshacer en vano los nudos de estrés producidos después de este día de locos, pensando en lo insólito de la situación.

Él hablando con aquella que se revolcaba con el dios que le arrebataba la cordura.

Estaba tocando el mundo de lo inverosímil. Las Moiras debían estar carcajeándose de su infortunio.

—¿Qué querías hablarme de Camus? Dilo antes de que el frío me obligue a partir, yo no soy un Aesir para soportarlo.

Eso devolvió la seriedad a la otra que se desprendió de su capa y la puso alrededor de los hombros del rubio. Milo hizo el amago de negarse, pero al sentir la calidez de la misma, se tragó el orgullo y la dejó hacer. Incluso, se cubrió mejor. La tela tenía la facultad de brindar calor por sí misma y el dios conservó la temperatura de buena gana.

—¿Tú sabes quién es el padre de Camus?

—No —respondió frunciendo el entrecejo—, ¿por qué debería saberlo?

—Eres su pareja, so idiota.

—Deja de insultarme, cuerva. ¿Ahora sí soy su pareja?  ¿Y qué fue eso del Coliseo?

Estaba celoso. No, celoso era un concepto ínfimo para la bestia que dominaba cada fragmento de su ser y se reflejaba en las partículas de su cosmoenergía que ondeó hostil y posesiva.

—¿Ese fue tu mejor insulto? —se mofó con malicia—. Vamos, tú mejor que nadie debiste notar que no lo hice por voluntad, cegatón. Ahora, ¿de verdad no sabes quién es el padre?

—No —insistió sacudiendo la cabeza y algunos fragmentos de nieve cayeron a su alrededor. 

Los orbes de zafiro parecían sinceros y Milo se temió lo peor. Si ella fue forzada a fingir ese espectáculo, su teoría de la manipulación de Camus cobraba vigor.

»¿Por qué es tan importante? Además, dirás que no fue por voluntad, pero bien que lo babeaste.

Ella frunció los labios y se cruzó de brazos paseando la mirada por las grandes montañas tapizadas de nieve. Milo ladeó su cabeza a la izquierda con azoro porque ella ignoraba su pulla. 

¡Es que esta maldita no tenía vergüenza!

—También viste sus ojos. No fueron imaginaciones mías y por otro lado, su cosmoenergía así como su conducta, distaban de ser las de siempre. Además, no iba a desperdiciar la oportunidad de agasajarme al dios que siempre me encantó se mofó coqueta.

El ex berserker soltó una larga exhalación. El vaho ocultó sus facciones amargadas y abatidas. Por más que quisiera olvidarlo, su mente representaba la imagen de esos orbes una y otra vez atormentando cada región de su cosmos. Lo mortificaba y perseguía a tal nivel, que ignoró la parte final del comentario de la valquiria.

—Fueron tan azules como el cobalto y tan brillantes que parecían producto de una pesadilla. Nunca vi algo así. Además está su cambio físico, sus cabellos y ojos del color de los hielos profundos.

El rubio paseó sus aguamarinas por la panorámica pensativo, el corazón bombeaba con fuerza entre sus costillas y su nariz trajo un efluvio que le fue imposible de identificar, pero añoraba con cada fibra de su icor. 

La melancolía le impulsaba a caminar en dirección noreste y la razón era todo un misterio. Incluso, dio un par de pasos y se detuvo extrañado por su comportamiento instintivo.

¿A dónde quería ir?

—Temo que Camus haya sido hechizado por una Jötunn.

—¿Una quién?

Devolvió el rostro a la diosa que tenía los párpados entrecerrados y acariciaba su barbilla con movimientos rítmicos, casi como si fuera un tic. 

—Una gigante de hielo —aclaró girando su cuerpo al del dios—. En nuestra historia, así como ustedes tuvieron titanes, nosotros tuvimos gigantes. Los más peligrosos eran los del hielo y una de ellas, puso de rodillas a todo el panteón nórdico. Se llamaba Skaði.

Ese nombre le causó un estremecimiento masivo. Sus vellos se erizaron y percibió una extraña sensación mística bullir en sus venas.

¿Por qué ese nombre le hacía temer?  

¿Por qué ese nombre le apenaba?

—¿Se murió?

—Eso dicen nuestros Aesir principales, pero...

Notó un gesto de incomodidad en el rostro femenino, en su postura, en el golpeteo de su bota en la nieve. Milo soltó una risita sarcástica y su lengua lamió el colmillo izquierdo. Entendía bien lo que Brunhilde ocultaba con voz, pero expresaba en abundancia de gestos. 

Los Aesir eran como los dioses, unos desgraciados que se callaban la información medular.

»En nuestra tierra, siempre hay forma de volver.

Si era así, entonces esa gigante podría estar usando a Camus para eso. Milo deseó que su madre estuviera libre para ir a preguntarle y ver qué opinaba. Esa era otra de sus tareas inconclusas a la que se abocaría en cuanto terminara esto de Ceo, pero antes...

—¿Sabes? He estado buscando a Camus y siempre veo un panorama parecido a éste.

—¿Cómo es que puedes verlo?

—Hay una diosa a la que sirvo y tiene una fuente en la que cualquier dios olímpico se refleja si nos concentramos y entregamos icor. Estos días hice eso, ubicar a Camus y las veces que en apariencia me lo muestra, está en un sitio repleto de nieve con grandes montañas y un puente de hielo.

—Escenarios como el que me describes se repiten en muchos sitios de las tierras del norte, ya sea en Hiperbórea o en Asgard, de donde provengo.

Milo lo sospechó, por eso no se aventuró demasiado a ese lugar y por otro lado, temía que su inexperiencia en esas tierras le pusiera en un peligro mayor. Sería irónico que muriera buscando a Camus y resultara que estaba dos metros a sus espaldas porque la nieve lo cegó.

—¿Por qué querías saber de quién era hijo Camus?

—Porque dependiendo de su procedencia, podía descartar que lo manipulara Skaði. Si era hijo de un dios del fuego, cabría la posibilidad de que se liberara por sí mismo del hechizo o que éste no hiciera efecto. De por sí estamos podridos con su herencia materna.

—¿Sabes? Lo mismo concluí, que Camus está siendo mangoneado —susurró cruzado de brazos, la ventisca agitaba sus cabellos y pequeños copos se adherían a sus hebras—. ¿De qué otra manera te explicas su completa desaparición?

—Conociendo a Camus, es imposible que renuncie a todo por su propia voluntad y siga un camino que llevará a la destrucción a toda Hiperbórea. Así que...

—¿De qué hablas? interrumpió descolocado—. Pensé que la gigante iba tras tus Aesir. ¿No dijiste que los puso de rodillas?

Brunhilde exhaló con fuerza. A diferencia de Milo, ella parecía muy acostumbrada a las heladas temperaturas y el aire no dejó rastro alguno cuando sacó el aire de su organismo.

—La última batalla de Skaði se libró contra Bóreas y los Aesir por culpa de Quíone mencionó con voz lúgubre—. Quíone es la diosa de la nieve y la madre de Camus.

—¿Camus es hijo de la diosa de la nieve?

Eso era nuevo para él. ¿Por qué Camus se aferró a tragarse los datos importantes? ¿Tanta hambre tenía cada que se veían?

—Serás «retra», Milo —reprochó indignada—. ¿Y te dices novio de Bóreasson?

—Soy novio de Camus, no de Bóreas aclaró molesto porque ella se equivocara y lo emparentara ahora con el abuelo.

Brunhilde no se contuvo, bravía y salvaje como su icor, le soltó un golpe fuerte en el brazo como llamado de atención. Él blasfemó e hizo el mohín de regresarlo, pero su mano nunca llegó a destino. La apretó en un puño y dio un gruñido. Si le pegaba, podía apostar a que Camus nunca se lo perdonaría.

—Bóreasson es Camus —explicó la valquiria con una sonrisa—, así le decimos en Hiperbórea y Asgard. Aprende de una vez si vas a seguir con él. En nuestro idioma, significa «hijo de Bóreas» o descendiente en su caso.

—Pues enséñame en lugar de pegarme, bruja. A todo esto, ¿qué es «retra»?

—Retrasado mental —aclaró con desparpajo.

—Serás hija de tu... —insultó a medias y apretó los labios conteniendo de nuevo las ganas de azotarle las nalgas por lo menos—. Recapitulemos —dispuso organizando sus ideas—, Camus es hijo de Quíone, la diosa de la nieve. Por otro lado, fue hechizado por esta gigante, ¿cuándo lo hizo si ya está muerta?

—Y pudiera ser que cuando atacó a Quíone, le haya puesto el hechizo. La historia cuenta que ella caminaba con Camus recién nacido cuando Skaði los atacó. Quíone se vio acorralada y en un ataque, soltó al bebé y éste cayó en el mar.

—Claro, ahí lo recogió Poseidón.

—Exacto, pero Quíone ya desde el inicio de la persecución había advertido a Bóreas del ataque de Skaði y él reunió a los Aesir, les hizo saber lo que sucedía y todos enfrentaron a la Jötunn. Cuenta la leyenda que durante el combate cayeron al Jötunheim, la tierra de los gigantes de hielo y ahí, la mataron y un alud la sepultó.

—Si pasó todo eso, ¿por qué Camus sigue hechizado?

—Las völvas, que son nuestras sacerdotisas, hechiceras y profetisas, suponen que es para que Camus se sacrifique y así, reviva Skaði.

—¡¿QUÉ?!

El corazón se saltó un latido, Milo escuchaba un zumbido en sus oídos interminable y su nariz sólo captó el olor de la desesperación. Si Camus se sacrificaba, él lo perdería para siempre por el afán de una loca que quería volver de la muerte.

»¿P-podría hacer e-eso? —tartamudeó incrédulo, ya restregando su nuca errático.

—Es una Jötunn, puede hacer eso y más...

—¡No! —gritó histérico, tomando los brazos de la valquiria y los agitó con vehemencia—. ¿Cómo podemos impedir eso? ¡Dime que podemos impedir eso!

—Podría hablar con las völvas de nuevo y es que estoy buscando a la más poderosa, pero hasta ahora ha sido en vano —aclaró a toda velocidad con un gesto dolido—. Milo, me estás lastimando.

Él la liberó más por el impulso de moverse que por comprender sus palabras. Avanzó de un lado al otro, como león enjaulado, con la preocupación impregnando cada poro de su piel y desquiciando su mente.

Era su peor pesadilla hecha realidad. Camus podría morir sacrificándose para una egoísta hija de la mala vida. 

No, no. 

¡No! 

No podía. No debía. No quería permitir eso. 

¡NO!

—¿Cómo puedo ayudar?

—Pues cuando tenga la información te puedo avisar y planeamos algo...

—¡Hecho! —afirmó con ímpetu y se acercó a la valquiria hasta dominarla con su altura—. Investiga, yo me haré cargo de que Camus no se sacrifique así tenga que... que...

¿Qué? ¿Qué podría hacer para impedir que la marina cumpliera tan perverso cometido?

Sólo decirle las dos malditas palabras que Radamanthys aseguraba ya eran realidad. 

¿Esto era el amor? 

Este horror rasgando sus entrañas, desestabilizando sus manos hasta volverlas de hojarasca mecida por el viento y el rechazo a la idea de perder a aquél que era su luz. ¿Esto era el amor?

»Ya veré cómo lo soluciono —susurró con un hilillo de voz—. Vete, Brunhilde. No pierdas tiempo, avísame por favor...

—Milo, lo intentaré.

—¡No lo intentes! ¡Hazlo! Y no vuelvas sin resultados —ordenó sin más.

Ella hizo una mueca, pero asintió a duras penas. Era increíble cómo las Moiras jugaban con su telar, obligando a Milo a trabajar con aquella a la que tanto envidió hace tanto tiempo. Sin embargo, si Camus la hizo su novia fue porque de seguro era competente y el rubio necesitaba que ella destrabara las puertas que le impedían comprender lo que le sucedía a la marina.

»Entiende algo, Brunhilde... Si algo le pasa a Camus por esa gigante, soy capaz de traer el Inframundo a este sitio y sabrán los Aesir lo que es el ejército de los hecatónquiros arrasando todo a su paso...



Hiperbórea

Las völvas eran las hechiceras, sacerdotisas y veedoras del futuro inexpugnable y misterioso. Respetadas, halagadas y honradas por aquellos que habitaban las tierras del norte, en esta solemne y acuciante ocasión, serían las grandes protagonistas de este acto que se realizaba por petición de los Aesir y el señor de Hiperbórea.

Sí, por petición, nunca por imposición.

No podía ser de otra forma, ellas eran libres como las corrientes provenientes del Yggdrasil o los vientos helados, salvajes e indomables, esos que se escapaban de las ataduras de Bóreas y cuyo origen se encontraba en lo profundo del Jötunheim. Tan puras como la luz y tan vengativas como la oscuridad.

Ellas no se sometían al vasallaje y se revolvían como una bestia herida contra todo aquél cuya intención pugnaba por su esclavitud. Sin embargo, de ver oportuno el colaborar hombro con hombro por una causa justa daban todo, así fueran sus propias vidas.

Y para estos momentos, llevaban ocho largas horas de ardua labor y dedicación infinita, pues el anillo de contención seguía en proceso.

Nueve de ellas permanecían de pie, cada una dominando un círculo concéntrico, incrustando sus bastones (el elemento que las caracterizaba) en el frío diamante que formaba el piso del jardín principal en Hiperbórea, atando de esta manera su Seidr, aquello que los olímpicos conocían como magia al Midgard, la tierra donde se encontraba Hiperbórea.

Sus cosmoenergías encendidas al máximo derritieron los blancos copos de nieve, cuyo vapor creaba una imagen surrealista al elevarse y acumularse en el cielo con un sello distintivo de la invocación.

Sus voces graves entonaban cánticos sagrados, los vaðlokkur, levantando el aire y formando ráfagas heladas que arrastraban a diversos espíritus de la creación hacia el centro del Seidr, con la intención de domeñar su voluntad con susurros seductores y obedecieran sus comandas.

Sin misericordia, estos seres elementales fueron convertidos en símbolos rúnicos que se encajaron en cada espacio interior de las nueve circunferencias hasta llenarlas de estos.

Así, cada símbolo tendría un poder propio e independiente de los demás, caracterizado por la naturaleza de la criatura transformada. Si uno de ellos se rompía, el resto seguiría permitiendo el funcionamiento el anillo de contención hasta que fuera desvanecido el Seidr por las mismas völvas.

La atmósfera se impregnó con misticismo y solemnidad arcana.

Los vellos se erizaban ante la vista de las nueve doncellas de edades variopintas con los cabellos salvajes, de tonalidades rubias, azabaches y pelirrojas, liberados al viento y los cuerpos cubiertos por finas telas y pieles de animal, entregándose al sortilegio sagrado hundidas en un hipnótico trance.

Las nueve atrajeron lisonjeras a la aurora boreal con el vapor de la nieve y la magnificencia de su cosmos, reduciendo a la servidumbre sus colores y con ellos pintaron cada marca creada con las esencias de los espíritus, cuidando los tonos característicos del viento y el hielo.

De esta forma, el titán Helios creador de las auroras boreales, iluminó y dio parte de su cosmos a las runas, que fueron prudentemente reforzadas con el icor que resbalaba de las heridas infringidas en las muñecas de las hechiceras y el polvo estelar traído desde el glacial más antiguo, cuyo origen se atribuía Seidr  y no mundano.

Estos elementos tatuaron en el Midgard y en específico, en el jardín de Hiperbórea, nueve gruesos aros formadores del anillo de contención y que serviría para encerrar a cualquier ser creado en cualquiera de los mundos hasta que su juicio terminara y en caso de manifestar una cosmoenergía diferente a la del propio Midgard, sería transportado al reino al que originó su poder gracias al Ygdrassil, el árbol divino de la vida, de cuyas raíces y ramas se sujetaban los nueve mundos.

Este sublime y potentísimo Seidr era, en esencia, una extensión del Ygdrassil que se tornaba como el sostén principal del anillo de contención y el principal responsable de hacer realidad la peor pesadilla del dios del viento del norte.

Bóreas se encontraba en uno de los extremos más alejados del sitio, cruzado de brazos y siguiendo cada movimiento realizado por las völvas con atención.

Sus labios sellados y compactos mostraban su disconformidad, su postura con las emplumadas articulaciones cubriendo su tórax, recordaba a una estatua. Estático y distante, mantenía encerrada, a base de un férreo autocontrol, su violenta personalidad.

El dios alado desvió los irises a su diestra captando la presencia de Frey, uno de sus generales. Éste hizo una reverencia con la cabeza y golpeó su corazón con el puño abierto intentando no distraer su atención con el hipnótico Seidr que seguía en proceso.

—Odín y los suyos están en sus sitios, las valquirias acaban de llegar y Poseidón brilla por su ausencia.

—Estúpido cobarde —siseó el aire del invierno elevando la comisura izquierda de sus labios con desprecio—, encárgate de que todos permanezcan en el salón principal. Ya está protegido por las sagradas völvas y así, Camus no percibirá la cosmoenergía de los que se encuentren en ese lugar y podremos atraparlo.

El Aesir asintió y deshizo el camino para cumplir sus consignas. Bóreas volvió la atención a las hechiceras con un malestar generalizado como indicativo de su dilema.

Estaba partido entre el amor a su nieto y el miedo a un mal mucho más profundo y arcaico que destruiría sin dudar a Hiperbórea y al Olimpo mismo.

Quería creer que Camus tenía la fuerza para expulsar a Skaði de su cuerpo con ayuda del anillo de contención, que su icor era potente para deshacerse de la garrapata de hielo adherida a su cosmoenergía, pero tenía sus dudas.

Su cargo como guardián entre el mundo helado y el Olimpo ya de por sí era difícil.

Bóreas debía pugnar por el equilibrio entre ambos, pero también evitar que una amenaza proveniente de un mundo, golpeara al bando contrario.

Si permitía que Camus, gracias al hechizo realizado por Skaði, reviviese al Jötunn Þjazi; de seguro éste iría al Jötunheim para traer a la vida a su hija y así, ambos podrían destruir Asgard, Hiperbórea y hasta el monte Olimpo.

Antes de que pudieran detener a ambos Jötnar, se perderían muchas vidas y en el peor de los casos, hasta la guerra contra los Titanes.

Y con este panorama, Zeus primero fulminaría a Bóreas con sus rayos, por ser tan imbécil de permitir que tales amenazas regresaran de la muerte, sólo por la patética excusa de amar a un dios guerrero y negarse a sacrificarlo.

Era su vida y la de muchos otros dioses, la que inclinaba uno de los lados de la balanza y en el otro extremo, estaba Camus y nadie más.

Para estas alturas, Bóreas tenía bien definida su muy amarga elección. Era el dios que mantenía el equilibrio entre Hiperbórea y el Olimpo, no podía darse el lujo de tener la coherencia encadenada a su propio corazón.

En lo profundo, sabía que su nieto lo comprendería. El poder de la Jötunn era inmenso y como se uniera a los Titanes en la guerra, el Olimpo caería sin duda alguna. Camus no permitiría esto por más que fuera su vida la que se pusiera en riesgo.

Además, era culpa de su nieto el dejarse dominar y para revivir a Þjazi con toda probabilidad, requeriría toda la cosmoenergía de Camus, así como su último aliento de vida.

En conclusión, la existencia de su nieto estaba sellada fuera cual fuera la decisión de Bóreas, quizá el error había sido de Poseidón al salvar a Camus y permitir que siguiera viviendo.

Si lo hubiera dejado morir, esta angustiante situación sería muy diferente y Bóreas nunca se vería obligado a elegir.

Esto era tan frustrante y lo dejaba impotente. Detestaba la idea de que Camus fuera muerto, a finales de cuentas era su nieto y quien más se le parecía de todos sus descendientes, pero tampoco podía permitir un cataclismo como que esa Jötunn atacase al Olimpo.

Una de las ayudantes de las völvas le advirtió sobre los riesgos por sexta vez. Bóreas asintió con la cabeza y rostro torvo, callando las voces internas que le exigían confiar en que Camus resolvería todo. Ya le había dado muchos días para ello y las noticias de Midgard fueron desalentadoras.

Su nieto había llegado a los terrenos prohibidos por los Aesir, ahí donde Þjazi, el padre de Skaði, fue derrotado.

Esa fue para Bóreas la señal más importante del desvarío de su descendiente. La indicación innegable de que estaba siendo controlado por la Jötunn y el dios alado debía actuar antes de que el menor encontrara el corazón de Þjazi y lo reviviera, haciendo rodar la bola de nieve que se convertiría en una tremenda avalancha.

Por ello, reunió a todas las fuerzas de Hiperbórea y Asgard. Si Poseidón tuviera dos dedos de frente estaría con ellos, pero su cobardía a últimas fechas y su falta de interés, demostraron que al dios del mar, Camus le importaba poco y nada.

Poseidón se limitaba a gruñir, blasfemar y patalear como un niño berrinchudo en sus dominios, pero cuando la pelea era inminente, se escondía tras su trono ufanándose de estar ocupado con los Titanes e impedido para intervenir.

Era un idiota redomado, Bóreas desconocía qué impulsó a Quíone a mezclarse con ese imbécil. Lo único bueno de esa relación resultó ser Camus, pero ahora. no sabía qué tan bueno era eso...

El último resquicio del sagrado Seidr transmutó y el anillo tomó fuerza de la tierra misma, del hielo, de las criaturas vivientes y se encadenó por completo al Yggdrasil.

Estaba hecho.

Si Camus mostraba un poco de la cosmoenergía de los Jötunn, el árbol de la vida le transportaría de inmediato al Jötunheim, de donde nunca más podría salir.

Ese era el peor escenario. Mientras su nieto mantuviera su cosmos estable y su esencia olímpica que lo ataba al Midgard, saldría ileso. Si estaba completamente poseído por Skaði...

Alejó esos pensamientos.

El dios del invierno confiaba que su icor expulsaría la influencia de la Jötunn y Camus quedaría libre de ella. Debía ser así y le tenían sin cuidado las amenazas de Poseidón, pues era un crío haciendo berrinche porque le quitaban su juguete favorito.

Bóreas en este asunto, era el único adulto y responsable de la seguridad de ambos bandos.

Haría lo imposible para mantener la estabilidad, así fuera congelando sus sentimientos por Camus. Si debía sacrificarlo por el bienestar comunal...

—Que así sea —declaró con solemnidad.

Ultimando detalles, se comunicó con Frey a través de su cosmos, hizo lo mismo con Midgard, Sigfried, Surt e Hilda. Cada uno estaba encargado de una parte del plan. Frey del salón principal, Midgard de seguir a Camus hasta donde le permitía la ventisca, Siegfried ayudaba a Odín y los grandes Aesir, Surt de atender a las valquirias e Hilda agasajaría a las völvas.

Ellos se apoyarían en los demás. El único ausente era Fenrir, quien estaba en contra de que Camus fuese atacado y Bóreas comprendía que su afinidad con su nieto era lo que le motivaba.

Desde que se conocieron, cuando Camus llegó de la mano de Poseidón, los lobos que custodiaban fieros y agresivos a Fenrir, seguían a su nieto como perritos falderos meneando la cola y eso le dio la confianza inmediata del Aesir.

Pronto, se hicieron muy amigos aunque sus conversaciones fueran cuando menos extrañas.

Parecía que se comunicaban sin pronunciar palabra, con un intercambio curioso de expresiones y gestos o bien, miradas encontradas. Lo mismo era con los lobos, Camus arqueaba una ceja o un solo gesto era suficiente para que éstos actuaran en consecuencia.

Por este motivo, Bóreas tenía a Fenrir y a sus lobos en una misión especial lejos de Hiperbórea para evitar que arruinaran sus planes.

El jardín quedó vacío y las völvas fueron al salón principal para descansar y comer, Bóreas percibió los informes de sus Aesir. Estaban listos. Invocó el viento del norte y ocultó el anillo con la nieve, esperando que Camus lo descubriera demasiado tarde.

Luego entonces, el dios del invierno bajó los párpados. En la oscuridad, serenó su mente y desligó su cosmos a cualquier emoción que pudiera ser sospechosa.

Luego entonces, trajo cada imagen de Camus que tocó su corazón con calidez, antes de estallar su cosmoenergía llamando a su nieto.

El viento polar se extendió a la velocidad de la luz cubriendo la creación y encontró un eco en la zona prohibida por los Aesir.

Sí, ahora lo comprobaba. Su Camus seguía en la tumba de Þjazi. Apretó los labios furioso y concentró más su cosmos. Al poco, recibió una pequeña respuesta seguida por una detonación descomunal.

Su nieto recibió el mensaje y se acercaba a la velocidad de la luz.

Un pequeño escalofrío recorrió cada parte de su anatomía, su mente rogó una última vez que cambiase de parecer y protegiera a Camus, pero Bóreas aplastó esa voz con fiereza salpicada de impotencia.

Su nieto se acercaba cada vez más y más.

El dios del invierno cerró los ojos y como único signo de debilidad, rogó a su abuelo que algo saliera bien.

Lo que fuera, pero que Camus siguiera con vida...

La tierra se levantó al caer la marina en el jardín. El polvo tapó la visibilidad, Camus se erigió a toda su altura y le dedicó una mirada glacial.

—Al final decidiste  traicionarme, Bóreas.

—¿De qué hablas, Camus?

Por toda respuesta, la marina extendió sus brazos a los costados y levantó su cosmoenergía. Los diferentes símbolos de los nueve círculos concéntricos se encendieron en simultáneo derritiendo la nieve que cubría el anillo. Una extraña ventisca se originó desde el sitio donde Camus permanecía en pie impertérrito y se alzó hasta los cielos agitando sus cabellos azules como la noche profunda.

Bóreas se quedó sin palabras, anonadado e impactado por el tremendo descubrimiento.

¿Cómo pudo darse cuenta del anillo tan pronto?

Su preocupación se convirtió en miedo al enfrentar un gesto sin emociones en el rostro de su nieto. No era la primera vez que se encontraba con algo parecido.

Esa mirada helada y desapegada le transportó más de veinticinco años en el pasado. En ella distinguía a Skaði y un estremecimiento masivo le recorrió la epidermis al pensar que la Jötunn transformó a su cálido muchacho en esto, en esta... cosa que ante él se mostraba sin pudores o arrepentimientos.

Era como mirar una vasija vacía, extraña y ajena a lo que le acostumbró su nieto, desde que Poseidón lo llevó a su lado a los cinco años de edad.

El chico había logrado la proeza y descongeló su corazón en cuanto Bóreas captó esos rizos pelirrojos y los orbes de rubí que le sonrieron plenos de alegría y amabilidad y por eso, su tormento era inmenso. Notaba el cambio tan radical que lo enfureció y desesperó.

¿Por qué de toda su descendencia, tenía que ser él, quien fuera tocado por la Jötunn? ¿Por qué hechizar a un bebé? ¿Por qué eligió a su chico?

Toda su resolución de sacrificarlo se desvaneció con la simple presencia de aquél que le brindó momentos inolvidables al correr a sus brazos siendo un crío, reír a su lado, confesarle sus más profundos secretos y miedos, así como aprender ávido y entusiasta de él, los secretos del viento helado.

Camus era sin duda alguna, su mayor orgullo, el hijo que nunca tuvo esas habilidades y personalidad. Saberlo controlado por esa maldita, lo hacía bramar desde lo más profundo de su cosmoenergía.

—¡Debes pelear, Camus! ¡No puedes dejarte vencer! —exigió malhumorado, dolorido, golpeado en esas emociones que creyó helar y ahora parecían agua hirviendo.

Se negó a perder a su muchacho, se dio cuenta de que por más que la lógica tuviera razón, por más que las vidas en los dos mundos peligraran, su propia vida lo hiciera, no era tan frío para dejarlo partir a un destino peor que la muerte.

Un olímpico en el Jötunheim sería carne para los dientes y colmillos de los Jötnar que vivían ahí. Simple y banal alimento. Eran iguales a los Titanes y el poder de su nieto sería insuficiente para sobrevivir una hora en ese desolado lugar, eso sin contar con que las frías temperaturas del sitio calarían en su piel cuyo icor no estaba preparado para ello.

¡No era justo!

¿Por qué él? ¿Por qué su pequeño? ¿Qué falta cometió para tal destino?

Quiso ladrar a los vientos, invocar la esencia de Skaði para intercambiar lugares con Camus, ser él quien recibiera el destino oscuro y perverso que le deparaba al menor.

Y en ese instante...

Su nieto bajó los brazos apagando su cosmos. En consecuencia, su cabellera cayó lánguida sobre su espalda y los mechones que cubrían su frente, ocultaron parte de sus gestos sin vida.

Parecía más una estatua de hielo, que un dios de carne y hueso.

El rojo que lo caracterizaba, ese color cálido, propio de su personalidad; había sido suplantado por el azul horroroso que vestía gracias a esa maldita.

Bóreas odió y detestó cada hebra oscura y ese brillo gélido de sus zafiros.

Quería saber cómo devolverlo a la normalidad. Traer de vuelta a su Camus, a su adorado nieto.

»Mírate, ¡cada vez eres más frío! —soltó inquieto y nervioso—. ¿Dónde está tu calidez? ¿Dónde está tu verdadera esencia? ¿Qué ha hecho esa hija de puta contigo? ¿Por qué no regresas a mí?

Camus bajó los párpados y por toda respuesta, caminó hasta el extremo del anillo donde Bóreas estaba parado. En cuanto uno de los pies rozó el límite, una gruesa pared de magia y cosmoenergía le impidió la salida.

Los ojos de zafiro enfocaron al señor del viento del norte, el prisionero paseó su mano derecha por su cabellera azul profundo acomodando cada lacio mechón, como si fuera más importante esa actividad, que dar respuesta a las incógnitas.

Bóreas se sintió dominado por la angustia de un padre que veía errar el camino de su hijo y por más que le gritase, el otro le ignoraba como si estuviera sordo. Quiso atravesar el anillo y sacudirlo, quizá un golpe dirigido a la mejilla del menor lograse tener una reacción para deshacerse esa mirada sin vida, carente de sentimientos que tanto lo hería.

Camus le dio la espalda antes de que Bóreas lograse tocarlo, movió su mano y formó un kline de hielo en el que descansó su cuerpo con elegancia e indiferencia.

El duro dios del viento helado entendió lo que era el sufrimiento prometido por esa malnacida. Recordó sus palabras anunciando que le quitaría todo lo que le importaba y hoy lo hacía realidad.

»¡Camus! ¡Reacciona! —rogó encajando las uñas en las palmas, temblando de cabo a rabo con ira a duras penas contenida—. Te lo pido, vuelve a mí. ¡Vuelve a nosotros...!

Dos zafiros se elevaron alcanzando los de Bóreas, el rictus de la marina no varió un ápice cuando abrió sus labios y pronunció unas horrorosas palabras.

—Los monstruos no tienen sentimientos y están condenados a la soledad...






¡Hola! ¿Cómo va?

Llegué patinando, pero llegué. 

Entramos al arco tan esperado de Skaði donde tendremos subidas y bajadas IN-TEN-SAS. Así que agarra tus palomitas de maíz, tus pañuelitos, tu mazo para darle en la cabeza a los personajes y...

Disfrútalo.

Mientras tanto, nos vemos el próximo sábado. Muchísimas gracias por tus lecturas, comentarios, estrellitas y...

¡Hasta la próxima!



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