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21. La leyenda de los amos del caos.


Campos Elíseos, Inframundo


El desasosiego invadía cada terminación nerviosa rasguñando con fiereza los receptores sensitivos. En consecuencia, Milo percibía su pulso acelerado, las respiraciones desequilibradas, el cuerpo tenso como una cuerda de lira y las manos hormigueando por la pausa insoportable en que lo sumía la realidad.

Al espectro se le daba fatal la inactividad. Lo destruía por dentro, le hincaba el diente a su coherencia, lo hundía de forma figurativa en la misma Nyx, sin un umbral que diera salida a su malestar generalizado.

Desde la infancia, su personalidad pugnaba por la dinámica y ahora, ésta se veía delimitada por un abismo eterno de incertidumbre, que aumentaba el vapor contenido en su ser a límites insostenibles.

En cualquier momento, sin una válvula de escape, Milo explotaría destrozando todo a su paso...

El único motivo de su angustia emocional era la completa desaparición de un dios guerrero. Y no era uno cualquiera, sino aquél que le otorgaba la paz con el poder de su mera presencia.

Todo el cosmos del rubio estaba orientado en la búsqueda de ese otrora pelirrojo, cuyas pecas interminables coloreaban las mejillas y el tabique de la nariz, acumulándose en una respingona punta que solía elevarse con fastidio, si algo incomodaba a su poseedor.

A Milo le descomponía la posibilidad de no volver a admirar esas pecas de cerca, de perder la dicha de escuchar esa voz fría, dotada de monotonía y calma, de sentir el calor de sus besos y perderse en el divino efluvio de su aroma que lo reconfortaba.

Camus era el epítome de su otro yo, el que perdió en algún momento de la creación y que las Moiras le pusieron en su vereda para reencontrarse y retenerlo contra su pecho con urgencia y angustia, por el corto lapso que el otro aceptó ser su pareja.

Para él, Camus era suyo de mil formas posibles y al mismo tiempo, de ninguna en específico.

Le faltaban las palabras para describir sus emociones al percibir, aunque sea tenue, la otra presencia cerca de su perímetro. La forma en que su corazón latía a galope y el fuego de su cosmos se calmaba con el roce frío de esas manos, era imposible de explicar.

La marina se erigió en su paz, su hogar, su punto de equilibrio y encuentro. Que lo maldijeran con saña, pero Milo derrumbaría el Olimpo de ser necesario, para vencer la adversidad y acariciar con la yema de sus dedos la piel de marfil y nieve del ser que lo complementaba, en tanto se hundía en esos rubíes ígneos que le dejaban la sensación de pertenecer a un sitio y ese era sin duda alguna, Camus.

¡Era Camus! ¡Su Camus!

El rubio estaba obsesionado con reencontrarse con ese dios de frío y ecuanimidad. El único capaz de atraerlo a su órbita sin oportunidad de escape en un ciclo infinito. Y ya puestos en el tema... ¿Quién querría escapar de Camus, de los besos y brazos que confortaban el espíritu?

Sin embargo, su desaparición terminaba en una investigación infructuosa. Tal parecía que se lo había tragado la tierra porque no encontró rastros en el Inframundo e Hypnos le perdió la pista en los sueños. Incluso, la fuente de La Doncella que mostraba el pasado y el presente de los dioses, era incapaz de reflejar una imagen clara del ex pelirrojo.

Su abuela había comentado que una poderosa cosmoenergía podía ser la causa de la neblina que cubría los pasos de Camus.

De ser así, se creaban múltiples líneas de posibilidades y cada una era más insólita que las anteriores. Las sospechas más firmes recaían en Bóreas, algún Aesir o bien, Brunhilde, pero Milo no lograba captar el objetivo de que se inmiscuyeran en la vida de Camus y mucho menos, que él permitiera tal ataque a la independencia que protegía con tanto celo.

Por otro lado, la intuición le gritaba que el camino correcto para resolver el misterio, yacía en el cambio físico ocurrido cuando la marina explotó su cosmos helado y que trajo el azul como exponente máximo de sus características corporales.

Otra razón se fundaba en ese brillo indescifrable que percibió en los ojos de Camus durante su último encuentro.

Milo sospechaba que la respuesta recaía en algo externo al Olimpo y es que nunca vio algo parecido entre los de icor dorado. La misma Brunhilde parecía sorprendida por la reacción de Camus.

No, sorprendida no. Era como si lo reconociera y ella seguía siendo ajena al panteón griego.

Esos eran los argumentos en los que se apoyaba para justificar su premisa, pero al querer demostrar la veracidad de la misma, se golpeaba contra un muro de hielo.

Era frustrante cómo una sola pista al respecto, se convirtió en la pesquisa de una aguja en un pajar.

Milo requería toparse con Camus y penetrar su armadura glacial para remediar los males que le provocó con su conducta. Sabía que condenar al otro sin tener un trasfondo de peso, fue un error garrafal que pagaba con noches en vela y la zozobra a flor de piel.

Se negaba a continuar sin él...

Y en este preciso momento, al reconocer los motivos de su inestabilidad, se percibía parado en una bifurcación que lo llevaba hacia una muy rechazada existencia en solitario o bien, el enfrentamiento con el temor encarnado si y sólo si deseaba recuperar a la marina.

Y desconocía cuál de los dos le amedrentaba más, pues muy en el fondo intuía que si decía las palabras que Camus deseaba escuchar, el propio Milo terminaría destruido.

¿Cómo poner en palabras la importancia en su vida de aquél que añoraba, si con ello despertaría a la bestia que habitaba en él y consumiría la miel que le daba la paz en un acto aberrante de violencia y devastación?

Quiso gritar a los cuatro vientos, explotar su cosmoenergía hasta dejar un cráter desvaneciéndose con el derroche estúpido de poder, morir ahí mismo ante la execrable conducta que pisoteaba todos sus estándares, su ego y su propia personalidad.

Milo era un dios guerrero orgulloso y tenaz. Uno tan fuerte como los doce que imponían las reglas en el Olimpo. Saberse tan débil y obsesionado por otro dios guerrero, le estaba matando.

Restregó los cabellos con sus manos alborotando cada mechón rubio. Cuando fue insuficiente para paliar su ansiedad, bajó las palmas por su rostro hasta dejarlo rojo de tanta fuerza impresa en sus acciones. Su garganta parecía un desierto y era doloroso tragar con la expectativa de que quizá al final de todo, se quedaría solo con el peso insoportable de haber sido el causante de herir de muerte su relación.

No, su relación no... Su vida misma, su existencia, la razón de seguir en pie...

Traicionó a Camus al desconfiar, al acusar y ahora moría por su inconsciencia.

Perder a Camus era inconcebible y al mismo tiempo, saber que arrastrarse tras él era despreciable para su propio ego. Era miserable su existencia supeditada a un ser extraño a él, que podía pisotearlo y la ironía misma se encontraba en el hecho de que, si era Camus, Milo le permitiría todo...

¿Era esto el amor?

Se negó toda su vida a amar a alguien que no fuera su madre o su abuela. Y por «madre» no se refería a Lamia, sino a «la otra». La Kourotrofo que le cuidó y protegió al lado de su abuela. Aún así, ni a ellas les dijo que las amaba y por ellas, daba su vida, bajaba la cabeza, escuchaba las regañizas y aprendía a su lado.

¿Era esto el amor por otra persona?

¿Era esto que sentía por Camus, amor?

¿Quería sentirlo?

¿Quería...?

No...

No.

No. No. No, no, no...

¡No!

No iba a perderlo por una estupidez y el amor lo era. Milo se obligó a sepultar esas dudas y las emociones que le bullían como burbujas de agua hirviendo. Tenía que encontrar a Camus, arreglar su nexo de alguna manera y rogar porque al otro le fuera suficiente con el sexo y el compañerismo que hasta hace poco compartieron.

Sí, debía ser suficiente para Camus que tampoco daba mucho de él. Milo ni siquiera supo quién era su abuelo hasta que lo comentaron su abuela y La Doncella. Mucho menos sabía quién era su padre.

Esa era la relación que tenían. Una basada en ocultismos y secretos, pero rica en caricias, besos, coitos y posesividad.

Camus era suyo y nadie se lo quitaría... ni el mismo Camus.

Con terquedad, repitió por tercera vez en el día el proceso para que la fuente le diera respuesta a su pregunta principal. Dejó caer las gotas de néctar hasta el agua cristalina y en tanto se teñía de dorado, su mente se llenó de imágenes de un Camus con cabellos azules como la profunda noche.

Detestaba ese color en el dios guerrero, le parecía aberrante y saltaba las alarmas de su sentido de protección. Las aguas le mostraron esa nieve espesa, las corrientes de aire impetuosas, la piedra antigua de un sitio que Milo nunca vio en su existencia y después, el líquido fluctuó y se tornó cristalino...

Ir más allá era imposible.

Blasfemó golpeando el borde con la palma, la cabeza cayó adelante y su mano se apretó en el marfil hasta resquebrajar la estructura. Era lo mismo cada vez que hacía el ritual. Si al menos tuviera una mejor imagen, se movería al mundo de la superficie e investigaría por su propio pie, pero así, era dar pasos de ciego.

Las hebras de una poderosa cosmoenergía le alcanzaron desviando su atención, Milo a regañadientes interpretó el mensaje oculto en ella y se puso en pie.

Hastiado, abandonó el sitio de la fuente y sus pasos se encaminaron hacia el templo de Hades con cientos de incógnitas extendiendo las alas para volar muy lejos, antes de ser resueltas.

Se detuvo a las puertas de la inmaculada construcción. Se arregló la túnica, aplastó sus greñas en un infructuoso intento de verse presentable, adoptó un gesto más solemne en las facciones y se internó en la profundidad del refugio del señor del Inframundo.

Aún caminando, cavilaba sobre el proceder de Camus. Le era imposible sacarlo de su mente cuando gobernaba cada región de su cosmos.

Desde que Milo lo conoció, el ex pelirrojo se caracterizaba por una perfecta capacidad de raciocinio cubierta por una fachada ecuánime, pero alcanzaba esporádicos arrebatos cuando el rubio le crispaba los nervios. Sin embargo, el Camus que vio en el Coliseo, era tal cual lo que rumoraban a su paso desde su niñez: un ser de hielo y escarcha, incapaz de mostrar emoción alguna.

El ex berserker se negaba a creer que el choque de voluntades suscitado al descubrir la marca, tuvo tales consecuencias. Era correrse a un extremo inconcebible. Camus estalló contra él muchas veces, pero ni en sus peores momentos tuvo un arranque tan bizarro.

Entendía que otro factor a tomar en cuenta para echar leña al fuego, era la violación a la que Camus fue objeto por culpa de Ares, pero...

Ahí estaba el punto de inflexión.

Si Camus estuviera muy dañado de forma psicológica y/o emocional por las acciones de Ares, jamás se habría dejado tocar de nuevo. Aunque tuviera la marca de ese hijo de puta, la marina era capaz de cortarse la verga y arrancar de tajo sus impulsos eróticos para mantener su poco orgullo intacto.

Más que conocer su forma de pensar, Milo conocía sus instintos.

Y nunca, nunca, Camus hubiera permitido que Ares lo convirtiera en su puta una vez libre del castigo y mucho menos, se le habría ofrecido de forma tan soez.

Alguien dijo que cuando todas las posibilidades lógicas eran la respuesta incorrecta, la más alocada podía ser la que resolviera el misterio.

Si seguía esa vertiente, entonces...

¿Podría ser que Camus estuviera siendo manipulado como hacía Minos con sus títeres?

Tendría sentido. Por eso una poderosa cosmoenergía impedía encontrarlo, la frialdad absoluta era sustentable y sus cambios físicos estarían justificados. Eso sin contar con sus palabras, donde Milo era su debilidad.

Bien sabía que alguien con un motivo fuerte en su vida, podía romper las cuerdas que lo sostenían en contra de su voluntad. De ser así, tenía que investigar quién era el que estaba haciendo todo esto y cuando lo encontrara...

Más le valía correr rápido porque lo haría trizas.

—Milo.

El rubio estaba tan abstraído en las suposiciones que no registró el momento en que llegó hasta la presencia del dios azabache. Su nombre le sacó del trance y por inercia, hincó una rodilla al piso y agachó la cabeza mostrando respeto.

»¿Estás bien? Te noto distraído.

—Lo lamento, mi señor —exclamó con sinceridad bajando la cabeza avergonzado por mostrar en sus facciones los temores—. Fue impropio de mi parte.

Una larga pausa le puso incómodo. Mantuvo la postura evitando averiguar a través del cosmos qué hacía callar al dios del Inframundo. Milo mordisqueó su lengua por la incertidumbre, deseando que esta entrevista terminara pronto para seguir sus pesquisas. Sentía la mirada penetrante del mayor sobre él y un estremecimiento le recorrió la epidermis.

Era casi como el azabache buscara a través de su cosmos la respuesta a las interrogantes...

—De acuerdo —el tono de voz sugería una rendición por parte de Hades en una contienda misteriosa para el espectro—, he decidido que vayas con Athena y te presentes con ella. Le dirás que vas de mi parte y que llevarás contigo a Radamanthys y al Cancerbero en cuanto sea pertinente.

Milo se sorprendió con la última adición, levantó el rostro impactado y la boca se resecó. Hades le devolvió la mirada de cielo, en lo profundo de sus pupilas se percibía la confianza en su orden.

El rubio se sintió un inútil pues le fue imposible vislumbrar las intenciones del mayor. Sacar a su mascota de paseo podría ser perjudicial para cualquiera que se descuidara y la aventura podría terminar en un grandilocuente desastre.

—¿Llevar al Cancerbero con Athena? —repitió con el intelecto de un gigante—, p-pero ¿por qué?

—Tengo entendido que Athena está preparando la contienda contra Ceo y desconocen su paradero. El Cancerbero le ayudará a ubicarlo. Tú mejor que nadie conoces el instinto y habilidad de mi pequeño encontrando individuos. Por otro lado, él obedece a Radamanthys. Así que avisa a mi sobrina que irán ustedes tres con ese fin.

¿Su pequeño? ¿El Cancerbero era «pequeño»? ¿De dónde?

Comprendía el punto para sacarlo a pasear. Sí, poseía una increíble habilidad ubicando seres. No por nada custodiaba el Inframundo mejor que cualquier espectro y Hades tenía razón al decir que Radamanthys se imponía al pequeño.

De eso a mandar a Milo a esta misión, había una gran distancia. Más bien sugería que Hades le estaba dando un castigo.

¿Qué hizo mal para que le impusieran esta carga?

—Eh...

—¿Tienes algún problema con mis órdenes, Milo?

—N-no —mintió con flagrancia—, si es voluntad de mi señor que vaya y lleve a su mascota de paseo para que juegue al «corre que te encuentro»... ¿Quién soy yo para oponerme? —remató con una sonrisa que debió ser alegre y le salió sarcástica.

Un tamborileo de dedos le puso los pelos de punta al espectro. Por inercia, sus ojos aguamarinas se posaron en la mano diestra del azabache que golpeaba con ritmo el reposabrazos.

»Eh... —titubeó paseando la lengua por su colmillo izquierdo, le disgustaba esta tensión—, a lo que me refiero es que...

—Dejemos algo en claro, Milo.

—Lo que mi señor quiera —susurró y de pronto, algo en su interior se revolvió—. No, la verdad es que no — gruñó y se puso en pie frustrado olvidando todo respeto. Estaba hastiado de lo que las Moiras le preparaban y esta vez, se negaría a viva voz—. ¿Por qué tengo que ir yo? Es de todos conocido que el Cancerbero sólo obedece a dos personas, a La Doncella y a usted. Puede ser que Radamanthys le imponga, pero su mascota tiene por costumbre acumular ira y soltarla cuando menos se espera. Si se escapa y se enfrenta a algún titán, no habrá forma de detenerlo. ¿Qué hice mal para merecer este castigo?

El ex berserker fue recompensado con el silencio y unas facciones marcadas con la indiferencia. Su abuela le había platicado del Hades justo, del que imponía castigos a los infractores, pero para Milo era un mal momento para recibir estas órdenes sin sentido.

—¿Por qué debería ser un castigo?

—¿No lo es?

—Explícame tu lógica.

—Si algo le pasa al Cancerbero, así sea una uña rota o un dolor de muelas porque mordió algo mal, nos rebanará la cabeza —discutió relamiendo su colmillo izquierdo calmando sus ímpetus—. Por otro lado, el perro es tan inconsciente que se enfrentaría a cualquiera y si bien tiene la fuerza para combatir como dije, a un titán, eso puede resultar mal, muy mal.

—Interesante argumento —opinó apoyando los codos en los reposabrazos y entrelazó los dedos—. ¿Acaso entre tus teorías destructivas pensaste que te elegí porque el Cancerbero tiene una inusitada afinidad contigo?

El rubio arqueó una ceja sacado de balance. Iba a responder, pero contuvo el arranque verbal mordiendo su lengua. Reconoció a regañadientes que lo de Camus lo tenía volátil, inestable y gruñón. Alborotó sus cabellos con la diestra ofuscado, sentía que la irritación le impedía pensar con coherencia. Por ello, mantuvo la calma para seguir escuchando.

»Entiendo que la situación con Camus te tiene estresado. Sin embargo, la razón básica por la que te estoy pidiendo que dirijas esta misión es porque el Cancerbero baja la cabeza contigo. ¿Lo notaste antes?

Ya ni se preguntaba cómo era que Hades sabía sobre su estrés con el tema de Camus. Quizá hasta leía la mente. Y con sus palabras, una imagen se grabó en su mente, él tenía apenas cinco años, un enorme festín estaba servido en una mesa y una diosa de cabellos color de paja lloraba. Alguien le llamaba y él dio media vuelta encontrándose cara a cara con una gigantesca criatura de tres cabezas que le gruñó. En automático, sintió la ira recorrer su cuerpo al ver la tarascada que le dirigió la testa derecha.

Milo recordaba el golpe que le dio y cómo cayeron al unísono las otras dos cabezas mansas. Podía recordar el rabo moviéndose tras regañarlo e irse de ahí.

—¿Cómo es que sabe todo eso?

—Milo —susurró con pereza—, soy el dios del Inframundo. ¿Crees que no sé todo lo que sucede con los dioses y criaturas que me sirven?

—No con todos — chasqueó la lengua beligerante recordando a dos idiotas sonriendo con lascivia mientras lo sometían.

Hades mostró una sonrisa muy oscura. Ese tipo de gestos que son desconocidos por la plebe, le resultaron a Milo repelentes. Sin importar lo que el rubio supusiera del señor del Inframundo, su sexto sentido le susurraba que algo estaba forjándose en esa cabecita azabache con la dureza del metal y la habilidad de Hefestos en la fragua.

Y más le valía a Milo mantenerse calladito porque le iban a dar... y no dulces de ambrosía saborizados con manzana.

Un chasquido de los dedos de Hades abrió una brecha, el camino de los dioses se extendió a la derecha de Milo brillante e inmaculado. De él, tres espectros salieron. Dos de ellos los conocía el rubio de una lejana distancia marcada por Cronos. El tercero, era ni más ni menos que Minos de Gryphon, el juez de la primera prisión.

El rubio sintió que las tripas se le enredaban y hacían nudo. Las yemas de los dedos pinchaban por las ganas de soltar un buen puñetazo contra esas caras y destrozar esos gestos sórdidos que le devolvían la mirada. Aspiró y soltó aire conteniendo los ánimos. Si se le salía de las manos, terminaría bien muerto y todavía tenía asuntos por resolver.

—Estoy seguro de que se conocen —comentó Hades en cuanto el camino se cerró—. Por si queda alguna duda, él es Milo y ellos son Zelos y Niobe.

Los tres aludidos sellaron sus labios, pero sus cosmoenergías eran transparentes para alguien experimentado como Hades, versado en juzgar a las almas que llegaban a sus dominios. Percibió cada filamento emotivo, las notas de lascivia y los rastros de desdén. Encontró también las hebras de ira y el color de la venganza permeando la esencia del rubio, pero venían acompañadas de una rígida contención absoluta de los actos irascibles que exigían su escape.

—Hay dos aspectos que con dificultad perdono en mis espectros.

Hades se levantó del asiento y la capa se abrió permitiendo la visión de su armadura y la espada colgada de su cinturón. Envuelto en un aura intimidante, caminó por la estancia, deteniéndose frente a los dos espectros.

»La primera es la traición y la segunda... —pausó con intención. El aire se electrificó. El dios del Inframundo se limitó a pasear su mirada insensible de Niobe a Zelos, es el daño a un inocente.

La espada del azabache vibró con una frecuencia que alertaba a los corazones. Permanecía ahí ante ellos, impertérrito, frío y distante. Una fracción de segundo después, sus facciones se alteraron de forma casi imperceptible y en ellas se leía el desprecio. Bajó los párpados y su cosmoenergía se intensificó.

Por instinto de supervivencia, los dos espectros intentaron dar un paso atrás; sin embargo, se encontraron rodeados por hilos que controlaban sus movimientos y los obligaron a permanecer en su sitio.

Detrás de ellos, Minos balanceaba sus falanges con gesto oculto bajo los gruesos mechones de cabello plateado. En drástico contraste, los labios mostraban una sonrisa macabra disfrutando de este estresante suceso.

»Fueron débiles ante el poder de Hímero —señaló inconmovible—, persiguieron a un niño inocente para saciar en él sus bajos instintos. Rompieron su psique, su estabilidad y no conforme con eso, lo sometieron con crueldad y haciendo gala de una bruta fuerza que debía ser exclusiva para el enemigo.

El espacio-tiempo se resquebrajó, el poderío del dios mayor se intensificó y sus dos guerreros cayeron de rodillas desamparados implorando un perdón, una absolución de sus infracciones, una oportunidad de escapar a su destino.

Eso fue lo único que Minos les permitió, en una broma macabra de quien disfrutaba de los llantos y ruegos sin esperanza.

»¿Acaso ustedes escucharon las súplicas de un inocente? —replicó con tono neutral—. ¿Acaso detuvieron sus actos cuando era más vulnerable? acusó con esa voz serena.

Eso era lo más impresionante de este juicio. El contraste entre los sollozos y la histeria de los dos espectros y lo taciturno del comportamiento de Hades.

Milo era un mero espectador que tenía emociones dispares. Deseaba con cada parte de su ser, ver a esos dos reducidos a cenizas y al mismo tiempo, algo le tiraba del estómago porque sentía injusto que sufrieran el castigo de la mano de Hades.

Le parecía desproporcionado el nivel de cosmoenergía entre el juez y los acusados. La potencia de quien infringía una violencia tétrica pues sin tocarlos, los hacía trizas con las fúnebres expectativas.

»¿Hay alguna queja, Milo?

El rubio se sobresaltó al ser incluido en el monólogo del dios del Inframundo. Ni siquiera se preguntó si el otro leía sus pensamientos. Suponía que el azabache tenía sus métodos para saber lo que sucedía con él, en tanto ignoraba los lloriqueos de sus espectros y enunciaba cada falta en este juicio aplastante.

—¿Por qué usted y no yo? —encontró su voz y la plasmó en palabras que distaban del reproche. Milo quería saber los motivos—. ¿Por qué no los puedo matar yo?

—¿Eso quieres, su muerte?

—Sería lo mínimo que se merecen.

—Ahí está el punto —señaló y se tomó un momento para voltear hacia el rubio—. ¿Crees que la muerte es lo mejor que les puede suceder? Porque tu cosmoenergía me ha manifestado que esos recuerdos te siguen atormentando.

—¿Y a quién no? ¡Era sólo un niño! —reclamó con odio—. Ellos dijeron que era por mi madre que me hacían eso, que yo tenía la culpa. ¡Un niño tenía la culpa de que ellos fueran incapaces de controlar sus impulsos lujuriosos!

—Ahí está el conflicto entre nosotros. Tú los quieres muertos y para mí, es muy poco sufrimiento para el error que cometieron y que te sigue acosando.

—¿Cuál sería la manera idónea de hacerlos pagar, según su criterio?

—En primer lugar —puntualizó bajando la mirada indiferente a la espada que se iluminó en un tono violáceo—, Zelos y Niobe abusaron de su poder. Por eso soy yo el que decide el castigo para que aprecien lo que te hicieron y la impotencia que te gobernó en esos momentos. En segundo lugar, pagarán con su belleza. Si su corazón es horrendo, es justo que los demás lo conozcan con sólo posar la vista en ellos.

Los dos espectros eran deidades y por ende, el atractivo era parte de sus atributos. Hades volteó hacia ellos y exclamó con voz dura la sentencia.

»¡Sea pues, que sus cuerpos y rostros tendrán la imagen y semejanza que anida en sus corazones corruptos y decadentes!

Al unísono que sus palabras aparecían en el mundo, los cuerpos de ambos se iban transformando.

Pústulas, granos, dedos saltones, encorvamientos y deformidades los adornaron. Lo que fue bello se tornó tan asqueroso como repulsivo. De la piel desapareció la tersura, de los músculos la firmeza, del rostro la simetría, de las espaldas la línea recta. Lo que los hacía hermosos, se desvaneció en segundos.

Milo fue testigo de lo acontecido con el corazón incrédulo al descubrir a qué extremos llegaba Hades al aplicar un castigo. La Tradición dictaba que otros dioses no podían transfigurar a los infractores para mantener la lealtad de los mismos, pero era omisa si un señor quería utilizar ese castigo con sus propios dioses guerreros.

»Después, estarán confinados en la Sexta Prisión para que paguen por sus repugnantes actos y su arrepentimiento sea tan prístino como el agua —volvió a su tono calmado y sereno.

Lo que para dos dioses guerreros era la hecatombe, para el dios del Inframundo parecía una experiencia más, un requisito ineludible en su afán de ser justo hasta con sus propios sirvientes. Hades era el máximo juez de la tierra de los muertos y el único con la completa y absoluta libertad para aplicar un castigo.

Y hoy, hacía gala de ello dejando a un Milo estremecido hasta la médula, por la fascinación de presenciar al verdadero Hades del que le contaba su abuela y al mismo tiempo, por el pánico que inundó cada poro de su piel, al pensar en que pudiera granjearse un castigo así.

—Si los manda ahí, usted perderá a dos espectros —razonó sorprendido con los ojos fijos en el azabache.

—Es correcto, pero prefiero mil veces quedarme sin dos efectivos para esta guerra, que soportar la aberración de conocer que ellos lastimaron a un inocente y no recibieron un castigo proporcional a sus faltas —explicó con un leve atisbo de furia en su voz que desapareció al siguiente parpadeo—. Si no tienes problema con ello y hasta que encuentres un castigo mejor, prefiero que Minos los saque de mi presencia y los lleve a donde los confiné por un largo, largo tiempo.

El rubio meditó unos instantes, conocía el sitio donde los iba a refundir y de momento, no tenía mejores ideas. Les podría cortar la verga, pero ahora que Hades los había transformado, le daba repelús asomarse ahí. Si no quería pensar en cómo les había quedado, mucho menos comprobarlo...

Además, él dijo que si se le ocurría algo, podía decirle.

—Está bien, que se vayan.

Hades abrió una brecha en el espacio-tiempo frente a los pies de ambos infractores, Minos tiró de los hilos para que los dos cautivos cayeran y se fue con ellos. En cuanto la abertura se cerró, el azabache volvió a su asiento.

—Quiero que te quede algo claro, Milo —manifestó con los ojos de cielo fijos en los aguamarinas—. Te reconozco el esfuerzo para no tocar a Zelos y Niobe, por ello te concederé un favor. Lo que quieras, te lo daré y lo utilizarás cuando te convenga mejor. Sigue siendo fiel a mis disposiciones y gozarás de mi protección. Ahora ve y avisa a Athena —le ordenó con voz pacífica.




En el Olimpo


Athena se encontraba en la soledad de su habitación personal revisando de nueva cuenta la estrategia que descansaba sobre la mesa de apoyo. El estrés del panorama futuro era un peso muerto que ensanchaba sus delgadas espaldas. Estaba en el ojo del huracán, observada y criticada por los demás dioses que rumoreaban a su paso, el escepticismo de que pudiera cumplir con la comanda de atrapar a Ceo.

Se percibía sola encarando a un titán con la habilidad de saber lo que sucedía a su alrededor, con los cientos de ojos que vislumbraban cualquier rincón de Gea. Por algún motivo que desconocía, pero sospechaba, su padre le indicó que descartara a Ares de la contienda.

Ya le parecía raro que Camus hiciera ese despliegue de poder en el templo de su medio hermano sin consecuencias y tras el cambio trascendental que la marina tuvo en su físico hace poco, Athena presentía que la situación seguía muy tensa en esa rama de la familia.

Camus era un dios muy enigmático. Serio, impertérrito y poseedor de una belleza sobrenatural que levantaba llamaradas de deseo en donde se apareciera. La misma Athena reconocía que en sus primeros días de nacimiento, se turbaba al tener a Camus frente a ella y en más de una ocasión, percibió las torvas miradas que Ares le dedicaba a la marina.

Estaba segura de que sus presentimientos eran correctos y el choque de batallones en el templo del dios de la guerra, había sido consecuencia de las acciones de su medio hermano contra el nieto de Bóreas. 

Si el único guardián del pelirrojo estaba muerto, ¿Quién impediría que Ares metiera a Camus en su cama?

Además, esa ausencia total del dios de la guerra y su madre era sospechosa.

—¿Mi señora se encuentra bien?

—¡Hasgard!

La diosa sonrió a su guardián con alegría comprobando su mejoría física. Confiaba que en estos momentos el dios guerrero estuviera sano de sus heridas tras el enfrentamiento con Ceo. Sin embargo, el de cabellos plateados había partido con Shura y Aioria para entrenar con ímpetu en zonas agrestes.

—Te extrañaba —comentó sin morderse la lengua—, me hiciste mucha falta, Has.

Su corazón se agitó de felicidad al notar el sonrojo generalizado en el otro. Athena tenía un placer culposo de gozar con la timidez de un dios tan poderoso como el moreno.

—Mi señora yo...

—Por favor, Has —elevó la mano y la deslizó por la barba recién afeitada con dulzura—. Sabes que te amo y nada me gusta más que estar contigo.

La de cabellos lilas recargó la cabeza en el gran hombro y el dios se vio derrotado por su aroma y su calor. Hasgard colocó la mejilla sobre la coronilla de la diosa y formó un círculo de protección alrededor de ella con sus brazos. Hebras de sus cosmoenergías se entrelazaron comunicándose sin palabras correspondiendo sus sentimientos con plena seguridad.

Athena estaba enamorada de este dios, de sus formas amables, caballerosas y su convicción por cuidar del más indefenso. Compartían ideales y puntos de vista sobre diversas situaciones que a ambos les desagradaban, como el abuso de los dioses mayores sobre sus guerreros y la tendencia a transformar a los que se oponían a sus decisiones.

¿Para qué crear más enemigos?  ¿Acaso no tenían suficiente con los Titanes, los gigantes y todo tipo de monstruos que ya existían?

Un toque en la puerta los sobresaltó. Hasgard tomó distancia en automático, protegiendo la honra de la diosa. Athena quiso negarse a que se moviera, pero él negó con la cabeza.

Shion penetró por el umbral manteniendo la mirada al piso dando intimidad a su diosa. Dohko y él, conocían muy bien los sentimientos de Athena, al ser sus consejeros. Sin embargo, tenía que ser muy prudente y cuidadoso al tratar con la joven diosa.

—Su hermano Apolo está aquí, mi señora —informó lacónico—. Le dije que estaba ocupada, pero insiste en hablar con usted. Dice que es importante y no puede esperar.

—Bien, le atenderé en el jardín —repasó con la mirada los papiros—. Pídele que por favor, me espere ahí.

—Iré de inmediato —hizo una pequeña reverencia y se alejó de ahí.

Una vez salió, ella dirigió sus ojos de zafiro a su amado y sonrió un poquito. Se acercó a él y acarició su mejilla cariñosa. Hasgard unió su frente a la suya entrelazando sus manos.

—Ve, Athena. Bien sabes que necesitamos cualquier ayuda para cumplir con esta misión.

—¿Me esperarás o volverás a irte a entrenar?

—Tú sabes que el tiempo es oro, pero cuando esto termine, tenemos toda la eternidad para estar juntos.

A regañadientes, la diosa de cabellos lilas accedió a separarse de él no sin antes dispensar un suave beso en la mejilla derecha. 

—Aún así, espera al menos que termine con mi hermano, por favor.

—De acuerdo, mi señora concedió con una sonrisa—. Bien sabe que soy débil a sus caprichos.

Athena sonrió coqueta, arregló su estampa esmerada en detalles de vestuario y peinado para salir en busca de su hermano mayor. 

Lo encontró en su jardín sentado en un kline pensativo con una diosa de cabellos de plata y ojos de un azul tan claro que parecía blanco, relegada en un segundo plano como hacían Shion y Dohko. 

En su presencia, Apolo se puso en pie y su enorme altura la obligó a echar atrás la cabeza para mirar sus ojos de fuego.

—Athena.

—Hermano, lamento haberte hecho esperar.

El dios tomó asiento al tiempo que lo hacía la joven. Ambos guardaron silencio y Apolo cerró los ojos. Athena percibió que el cosmos de su hermano vibró enigmático y místico como nunca antes.

—¿Tú sabes quién es el guerrero que es bello como el trigo portador de ponzoña y espinas o el de la tormenta y diamante?

La cabeza de Athena se activó con la última mención. Levantó el índice pidiendo un momento de silencio e hizo memoria de dónde había escuchado ese sobrenombre. Entretanto, la diosa que acompañaba a su hermano vertió néctar en una copa y se la prodigó. Apolo agradeció con una inclinación de cabeza y la llevó a su boca dando un pequeño trago.

Ese gesto le pareció extraño a la diosa de la inteligencia. Su hermano como su padre, no se caracterizaban por agradecer nada a nadie. Repasó con sus ojos de zafiro la figura de la diosa que acompañaba a Apolo con más preguntas que respuestas.

—Sí, Ceo lo dijo durante nuestra batalla —murmuró desviando su rostro hacia su hermano y chasqueando los dedos—. Estábamos en mi coto de cacería, la batalla era muy complicada y temía que fuéramos a perder. De pronto, Ceo gritó sobre el guerrero de la tormenta y el diamante. Después, ordenó la retirada. Fue... —se interrumpió buscando las palabras—, incomprensible su acción. Iba a ganar y salió casi asustado.

Apolo apoyó el codo en el reposabrazos del kline y acarició la frente con los dedos.

—Por alguna razón —susurró con tono apagado—, estos días tuve episodios donde una cosmoenergía se comunicaba con la mía. Era enigmática, poderosa y eterna. Y hoy, logré completar el mensaje.

—¿Un mensaje? —repitió entrecerrando los ojos al recordar que su padre comentó sobre las visiones de su hermano—. ¿De quién?

—Cli, quien me acompaña hoy explicó señalando con un ademán de la mano y una sonrisa amable a la diosa que le servía—, insiste en que quizá tú podrías descifrarlo. 

Otra vez esa diosa parecía ser importante para que Apolo escuchara. Por más que Athena hizo memoria, no recordaba haberla visto antes con su hermano, pero una imagen le vino a la mente de golpe: Cli estaba entre las ninfas al servicio de Artemisa. Por eso le fue imposible ubicarla al inicio. 

Lo que más le intrigaba era el trato que sus hermanos mellizos tenían con Cli, porque Artemisa tampoco la trataba como una ninfa más. Hacía diferencia con ella. 

¿Por qué?

»Cli sospecha que es una profecía —continuó el dios.

—¿Una profecía de qué?

—De los dos amos del caos.

—No logro comprender tu línea de pensamiento, Apolo.

—Te diré lo que vi y lo discutiremos. ¿Te parece bien?

La confusión de Athena crecía, su hermano distaba de ser tan errático en sus discursos y el cambio en la cosmoenergía de Apolo le lesionaba el pecho como una lanza se abre camino por la carne. Un estremecimiento recorrió su epidermis y reunió toda su atención para dispensarla en lo que Apolo le contaría.

El dios bajó los párpados y expandió su cosmos, éste abarcó el jardín y se desbordó por los muros que lo delimitaban. Athena tuvo ante ella una nueva cara de Apolo que la hizo sentir pequeña e indefensa. 

El de cabellos de fuego se puso en pie y su cuerpo se elevó varios palmos de la tierra. El dios abrió sus brazos a los costados, sus ojos se abrieron y con voz sagrada, enunció con potencia las palabras.


«Y vi a dos guerreros padecer
el amor, el odio y la traición mortal, de tres.
De hielo uno, con coraza de fuego.
De fuego el otro, con piel de hielo.


Uno era bello como el trigo, portador de ponzoña y espinas,
con seis semillas granates hirió de muerte al ciclo invicto.
El otro era tormenta y diamante, de corazón convicto,
su icor místico conquistó el mar y liberó a su reina de las ruinas.


Los dos amos del caos atacaron portando la telaraña del sueño,
con su magia cegaron, vencieron y hundieron al erudito viejo.
Y en Urano, dos figuras doradas tomaron alineamiento
cuidando por la eternidad a la doncella del nuevo razonamiento».




Hola, ¿Cómo va?

Ayyy, este capítulo fue complicado por las múltiples variantes que debo manipular con Milo, pero por fin, POR FIN salió.

Ahora sí ya sabes de qué puzzle estaba hablando desde capítulos pasados. Es nada más y nada menos, que la profecía. 

No soy una experta en poesía, pero confío en que todo quedó engarzado.

Lamento la tardanza y espero que te haya gustado.

Cualquier duda por este medio y...

¡Hasta la próxima!

*Crédito de las imágenes a sus respectivos autores.


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