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18. Te amo.


Hace años atrás.
Olimpo.


Camus terminó el entrenamiento estirando la espalda y posicionando las manos en la nuca para elongar su columna, mientras el resto de los dioses guerreros hablaban sobre lo que harían después de asearse. El pelirrojo movió el cuello para un lado y el otro, hasta oír un crujido que alivió la tensión de la zona. Sus cabellos se mecieron con el viento fresco que traía olor a abeto, pino y una ligera brisa a hielo eterno.

El invierno estaba por llegar, lo sentía en el ambiente. Hasta Helios alejaba su carro de la creación temiendo que las corrientes de Bóreas atraparan sus caballos y les congelaran las patas, como sucedía en el extremo norte de Gaia.

Camus dirigió sus pasos hacia la enorme fuente que usaban para beber y tras ella, pequeños cubículos les servían para lavarse. La marina ocupó uno de los vacíos y se desprendió de su ropa de entrenamiento.

La mano se hundió en el agua de la poza y la sintió tibia. Con tedio, bajó varios grados la temperatura hasta que estuvo fría y con ella humedeció su piel quitando el polvo y la suciedad. El pensar que su abuelo estaba en camino y tendría la oportunidad de seguir entrenando en su elemento, le puso de buen humor.

— ¿De qué te sonríes, LucyRo? — se interesó un Milo tan desnudo como el pelirrojo, recargado en el marco de la puerta y paseando la mirada de forma apreciativa por el cuerpo de la marina —. Pareciera que alguien te contó una buena noticia.

— Y así es — aseguró deshaciendo su tenue sonrisa —. Te agradecería que tengas la decencia de esperar afuera a que termine de asearme.

— Eso hago, estoy afuera — aclaró con una sonrisa torcida.

Camus se resignó a que el otro no cambiaría su conducta y se limitó a seguir con su limpieza ignorando esas miradas que parecían acariciar su piel. Apresuró el lavado con la intención de salir de ahí y alejarse del estado de vulnerabilidad que el otro estaba aprovechando.

Hacía diez meses que fueron nombrados dioses guardianes de Athena y descontando las doce semanas del invierno en que Camus fue a entrenar sus habilidades de hielo a un «sitio secreto», Milo aprovechó cada instante para invadir su espacio personal. Un par de veces, la marina congeló los pies del rubio para escapar de sus flirteos, pero el berserker era terco y seguía insistiendo con vehemencia.

— Vamos, LucyRo — refunfuñó aún sin despegar los ojos de su figura, incluso ladeó más la cabeza queriendo mirar los genitales ocultos, pues el pelirrojo le daba la espalda —, ambos sabemos que si dejaras caer tus barreras, te daría lo que necesitas.

— ¿Sexo entre dos varones? — reclamó sacudiendo la cabeza recién enjuagada. Las gotas volaron en distintas direcciones, algunas cayeron sobre el rubio que se rio divertido —. ¿Cuántas veces te he de decir que tengo novia y que no me gustas?

— Una novia que curiosamente nunca viene por ti, ni hemos escuchado de ella y que para tu buena fortuna, te encontraste cuando te fuiste a entrenar en el invierno — reprochó con una sonrisita maliciosa —. Ni siquiera los maestros Dohko y Shion saben quién es. ¿Será que me das esquinazo por miedo a que te guste lo que te ofrezco? 

El rubio se acercó al pelirrojo, sus ojos aguamarinos brillaban coquetos. Intentó poner la mano en la mejilla de Camus, que se la desvió con un golpe.

— ¿Puedes comportarte como corresponde, por una sola vez en tu vida, Milo?

— No — reconoció actuando con agilidad, atrapó la cintura de la marina hasta acercarlo a su cuerpo —. Mírame, LucyRo. Sabes que me encantas y te niegas a mis avances, pero te sonrojas cada que me acerco a ti.

Las pieles se tocaban, la temperatura baja de la marina contrastaba con la elevada del berserker. Estaban tan próximo, que Camus percibía sin problema la musculatura bien desarrollada del rubio contra la suya. Por inercia, sus pezones se erizaron y endurecieron, así como su virilidad reaccionó abasteciéndose de icor. Su desgracia fue mayor, pues sintió sus mejillas ponerse rojas.

— ¡Se te infló la cabeza! — intentaba deshacerse de su agarre metiendo las manos y empujó en vano. No se movía. Por lo menos, alejó las caderas y no se dejó en clarísima evidencia —. No me gustan los varones, Milo. ¿Cuántas veces tengo que decirlo?

— Las que sean necesarias hasta que realmente te lo creas — reiteró con fastidio, tomando la barba de Camus entre sus dedos, empujando con el cuerpo para que el pelirrojo retrocediera —. Mírame, LucyRo — ordenó y no desistió hasta que el otro le cumplió el capricho por fastidio, por cansancio, pero lo hizo con la espalda a estas alturas, pegada contra la pared —. Sé que anhelas a alguien que te dé tu lugar y una mujer no tiene esa fuerza.

— ¿Alguien que me dé mi lugar? Te has golpeado muy fuerte la cabeza y deja de decirme LucyRo. Mi nombre es Camus — comentó con fastidio, aunque algo le picó la curiosidad —, pero digamos que te hago caso. ¿Cuál es ese?

— Con un pie en las alturas de las montañas nevadas y el otro disfrutando del aire de la renovación — declaró con gesto serio sin separar sus ojos del pelirrojo —. Camus, eres una persona complicada porque anhelas una libertad intelectual, así como mediática. Alguien con quién compartir, con la tranquilidad de que respete tus momentos de soledad y tenga la fuerza para dominarte en la cama.

La marina se quedó en silencio durante unos pocos segundos. 

Milo pensó que había ganado, acarició la cintura del pelirrojo y bajó la cabeza para encontrar los labios del otro. Camus puso sus manos en el tórax del rubio y le dio una «muy pequeña» descarga de aire invernal.

El berserker siseó temblando de frío, dando unos cuantos pasos atrás y se sacudió para recobrar la temperatura. Las manos hicieron fricción rápidamente sobre su tórax para calentarse, con los labios rígidos por el rechazo.

— Auch — se quejó con el entrecejo fruncido —, eres muy bruto.

— Aunque no lo creas, mi novia me complementa en muchos aspectos — comunicó evadiendo al rubio para aproximarse a la salida —, no importa lo que hagas o digas. No me interesa explorar mi trasero de ninguna manera.

Una mano se alargó y atrapó el brazo de la marina. Milo lo obligó a voltear hacia él, volviendo a quedar frente a frente. Los ojos de ambos seguían fijos y sus cuerpos tensos. Estaban hundidos en una lucha de voluntades y ninguno estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.

— ¿Crees que hablo sólo de sexo, que lo mío se extingue después de una noche? — reclamó con fiereza —. No, LucyRo, yo no...

— ¡Camus, te buscan afuera!

El pelirrojo se zafó aprovechando la oportunidad, el rubio blasfemó por lo bajo y se restregó el cabello.

— Ya voy, maestro Dohko — avisó la marina alejándose del berserker —. No me interesa y espero un día lo entiendas.

— ¿Por qué no me das una oportunidad? — indagó sujetando su brazo con terquedad —. Disto de ser la persona que los demás dicen.

Camus se sacudió para que lo soltara. Detestaba que el otro intentara usar la fuerza para hacer valer sus palabras.

— Porque te lo repito — expuso tajante —, no me interesa. Yo ya tengo a alguien con quién estar.

— ¡Tu novia invisible!

— Milo, vete al Tártaro a ver si ya se echó el Cancerbero.

— ¡Camus, apúrate o no te esperará!

La marina salió de ahí a paso rápido, poniéndose el quitón tras absorber el agua que humedecía su cuerpo. Podía sentir tras él los pasos de Milo, sabía que seguiría insistiendo hasta que le diera un ultimátum.

De cualquier forma, apenas salió de los cubículos y su vista se acostumbró a la luz, entendió que tenía la fórmula perfecta para que Milo lo dejara en paz.

— ¡Camus! — gorjeó la jovencita que hablaba con Athena y tras una reverencia a la diosa, fue hacia él con una bella sonrisa —. Lo lamento por no avisarte, pero en cuanto pude poner un pie en el Olimpo, quise...

— ¡No te disculpes por eso! — la interrumpió rodeando el delgado cuerpo con los brazos —, ¿Llegaste con el señor del invierno? — ella asintió con la cabeza —. ¿Cuánto tiempo vas a estar aquí?

— Me han dicho que puedo permanecer contigo hasta que te vayas a entrenar con nosotros.

Eso a la marina le venía como anillo al dedo. Sus labios se extendieron en una genuina sonrisa y pegó su frente contra la femenina.

— Me parece perfecto — alzó la mirada con una simple intención —. Ya conociste a mi señora Athena, después te presentaré a mi señor Poseidón. Y ellos son mis actuales compañeros de armas — presentó con solemnidad.

Con un gesto afable, algo completamente desconocido para los presentes, con excepción de Saga, la marina aprovechó que todos tenían los ojos puestos en ellos para hacer caer las dudas y sospechas.

— Mi señora Athena, compañeros — llamó y volteó hacia la bella joven que tenía a su lado —, les presento a mi novia Brunhilde.

— Es un placer — se alegró la joven rodeando con el brazo la cintura de Camus —, es también un honor conocerlos. Mi Kjæreste me ha contado mucho sobre ustedes.

Era una preciosidad de cabello tan largo que rozaba la mitad de los muslos, de un azabache que destellaba en azul profundo como las alas de un cuervo, sujeto por un broche en el costado izquierdo y unos ojos como las esmeraldas, astutos y alegres. Tenía un cuerpo delgado, pero fibroso; cubierto por un vestido blanco como la nieve, con mangas abombadas y rematadas en puños que apretaban sus muñecas; y en los pies, vestía gruesos botines del mismo tono de la ropa.

Completaban el atuendo un collar y un cinturón, ambos hechos de oro con rubíes de manufactura ajena al Olimpo.

— ¿Ella es una doncella o sacerdotisa? — indagó con malicia Milo, quien ya se veía dispuesto a incomodar a la joven —. Supongo que dormirá con las ninfas.

— No soy una sacerdotisa propiamente — respondió la joven, intrigada por el tono con que le preguntaron —, yo soy una...

— Brunhilde es una diosa guerrera — zanjó Camus y ella guardó silencio elevando la mirada hacia el pelirrojo —. Tal y como nosotros, sirve a uno de los dioses que habitan las zonas frías. Por otro lado, al ser mi novia y en vista de que ninguna regla establece lo contrario en el Olimpo, dormirá conmigo en mi templo y hasta mi partida. ¿Está bien, mi señora Athena?

Esa pregunta era más por cortesía que por esperar una autorización. La joven diosa si bien pareció sorprendida por terminar metida de cabeza en lo que parecía una disputa entre pseudo amantes, atinó a disimular y sonreír un poco.

— Por supuesto, Camus. Eres libre de decidir quién te visita en tu templo — aclaró con tono neutro, que cambió a uno más amable al poner sus ojos de la recién llegada —. Eres bienvenida, Brunhilde y es un placer tenerte entre nosotros. Ya Camus nos había contado de ti, me alegra mucho el conocerte.

— El placer es todo mío, señora Athena — correspondió la azabache el gesto con una inclinación de cabeza elegante —. Me da gusto que por fin, logré tener un tiempo para venir con mi Kjæreste.

— Pues con su permiso, mi señora Athena, compañeros — tomó la palabra Camus decidiendo terminar con esto —. Seguramente Brunhilde estará cansada del viaje y tenemos mucho de qué hablar, así que nos retiramos.

Tras las despedidas, el pelirrojo puso una mano sobre la espalda de la joven y la llevó hasta su templo sin hablar mucho. Al menos, hasta que entraron y se encargó de cubrir las paredes con una capa de hielo.

— Cuando me dijiste que viniera a visitarte este invierno, no sabía que debía poner una línea divisoria entre mi Kjæreste y el rubio que casi me mata con la mirada se mofó con picardía acercándose a la marina.

— Te dije que no eran las cosas fáciles acá, Kirja — le recordó tomando la cintura femenina y pegando su frente con la otra —. Me alegra que hayas llegado por fin, te extrañé mucho.

Camus sujetó la cabeza azabache con la diestra, bajando su cabeza hasta encontrar los labios femeninos. Los rozó lento y suave, casi como aleteos de mariposa controlando el movimiento de la mujer. Su lengua repasó con la punta la superficie del pliegue inferior y recorrió después el superior. Los suspiros de ella traspasaron la barrera de sus dientes y Camus percibió su aliento a hierbabuena.

El ósculo se profundizó, Camus mantuvo la mano entre los rizos azabaches, jugueteando con la valquiria que respondió con ímpetu, estrechando el cuerpo contra el del dios guerrero. Las curvas de ella contrastaron con las líneas firmes de él. 

Venus y Marte orbitaron entre sí, con la fuerza magnética de una gravedad imposible de controlar.

El pelirrojo recorrió la fina espalda, llegando hasta la cintura. Sin pedir permiso, repasó con su palma la curva de los glúteos afianzando la parte inferior con erotismo. Su mano de largos dedos rodeó la zona e hizo presión. Ella no necesitó demasiado para entender, el impulso la llevó a las caderas del pelirrojo con las piernas rodeando su cintura.

Ambos jadearon al contacto de sus sexos. La virilidad henchida prometía un placer bien conocido por ella, la tela emitía sonidos con el roce de sus pelvis. Camus hundió esa palma libre entre los pliegues del vestido con lascivia, paseando su piel callosa por el entrenamiento sobre la suave y tersa piel del muslo femenino.

Ascendió hasta encontrar esa prenda íntima a la que irrespetó. Los dedos penetraron atrevidos buscando la desnudez bajo ésta, apretando el glúteo y acompañando la acción con un mordisco al labio inferior contrario. Ella intentó removerse, él sujetó mejor su cabeza y guió las caderas de la hembra con la otra mano, a su antojo y capricho.

La obligó a hacer círculos, la alejó y empujó con un compás marcado sobre su virilidad. Hundió un par de falanges entre sus glúteos, jugueteando con el canal entre ellos. Y cuando se cansó, bajó la cabeza para atacar su cuello entre besos y caminos húmedos que su lengua dejaba insolente. 

Jugando con el control y el dominio, Camus apretó sus falanges jalando los gruesos mechones azabaches; llevó atrás la cabeza para tener un territorio vasto y que le hizo agua la boca. La piel de la valquiria era sin duda, un manjar suculento que gustaba de probar con sus labios con trémulos ósculos o bien, apretando algunas zonas por el mero placer de ver ese sitio sonrojado por su tratamiento.

Un pilar tuvo un trabajo extra. Ahí acomodó la espalda de la valquiria ladeando la cabeza para tensionar el cuello en búsqueda de una visión que lo excitaba. La vena yugular saltó y Camus se abalanzó sobre ella, la castigó por osada con dientes y succiones. Adoraba ver la marca de sus colmillos, escuchar los gemidos inquietos, sentir el contoneo de las caderas histéricas.

— Me has tenido sin ti mucho tiempo  ronroneó contra su yugular —, has sido una chica muy mala  lamió la zona admirando la brillante humedad —, mereces un castigo...

Iba lento, tan tortuosamente despacio para inquietar más los ánimos femeninos. Podía percibir bajo la tela la forma de los pezones duros a estas alturas del acto sexual. Su mano debajo de las faldas, tomó la tela que cubría el pudor femenino y un rasgar de tela la hizo respingar. 

— Oh, ¿Era nueva?  susurró Camus burlón contra la mandíbula, mordisqueando después —. Me ocuparé de conseguir otra  mintió bellaco jalando con más fuerza para destrozar la única prenda que la ocultaba de él bajo ese vestido. — ¿Sabes lo que hiciste?  se alejó un poco para mirar esos zafiros derretidos en el velo del erotismo. 

Ella negó con la cabeza y sus blancas perlas mordieron el labio inferior.

Camus sonrió con diversión, con Brunhilde podía ser quien era, sin caretas ni ataduras. Por eso ponía gruesos muros de hielo impenetrables en su templo. No deseaba que nadie lo viera como ahora, paseando sus dedos por la piel de los glúteos femeninos, hundiendo un par entre ellos hasta percibir esa zona húmeda en la cual empapó sus falanges. 

Sus besos la atraparon al unísono, fueron bravos e impetuosos mientras sus dedos la recorrían con lujuria y desenfreno. Ella no se mantenía quieta, el quitón fue roto sin contemplaciones, mordió la lengua del otro entre risitas, que fueron correspondidas con una tremenda palmada en los glúteos que la hizo respingar. 

— Te lo ganaste  aseveró devolviéndole el mordisco, rasguñando la parte baja del glúteo —. Irreverente  palmeó una segunda vez mirando fascinado a la valquiria echar atrás la cabeza. 

Atacó de nueva cuenta la yugular, la apretó con fuerza y sintió el cuerpo encogerse bajo sus dientes. Mantuvo la presión para no atravesar la piel y abandonó la cabeza para encargarse de subir las faldas hasta las caderas. Hizo a un lado los retazos de tela íntima para fijar los ojos en el pubis.

— Tan mojada ya  gruñó . Tan lista para mí. 

Camus rasguñó el glúteo sin contemplaciones mirando cómo ella se retorcía bajo él. Empujó las caderas un par de veces golpeando donde lo necesitaba, bajó la cabeza y atrapó uno de los pezones visibles en la tela. Ella encajó las uñas en la desnuda espalda dejando surcos rojos hasta afianzar sus hombros. Él correspondió succionando con fuerza, escuchando complacido los gemidos entrecortados que cada vez eran más erráticos.

El pelirrojo sostuvo con fuerza el cuerpo femenino mientras sus dientes restregaban el pezón. Caminó los pasos que los separaban del lecho y dejó caer sin contemplaciones a la mujer sobre las mantas, sabiendo que no tenía a cualquier diosa, sino a una completa guerrera que podía pelear a su nivel; poseedora de una mente tan brillante, por la cual podía disfrutar tanto sus charlas como sus entregas sexuales.

La miró dominante, altivo y con petulancia deshaciéndose de las prendas que lo cubrían. Ella se rio haciendo lo mismo a sabiendas de que tenía una oportunidad y sólo una, de mantener el vestido intacto o Camus lo haría tirones si se lo dejaba puesto. 

Hombre y mujer pasearon las miradas por la desnudez del otro. Él admiraba complacido los senos plenos y firmes, con los pezones erectos y rojizos. La cintura estrecha y el coqueto ombligo que la remataba. Perdió la vista en sus caderas redondas y plenas, con unos muslos interminables y rodillas que se abrían para él en una franca invitación. 

Ella no podía separar sus pupilas de cada línea recta, marcada y bien desarrollada de la anatomía masculina. Desde el tórax duro, hasta el abdomen con los cuadros tan definidos, que tenía una insana necesidad de morder y chupar. Las caderas rectas, el cinturón de Adonis, los muslos firmes y musculosos, pero lo que más le hacía relamerse, incluso mucho mejor que esa virilidad inhiesta que hacía maravillas en su ser, era la mirada altiva y arrogante de ese dios guerrero.

Camus interrumpió la pausa tácita y la razón era simple. Fue posar sus rubíes en el sexo femenino recubierto de rizos tan oscuros, con los pliegues húmedos y de inmediato la boca se le secó. Necesitaba beber de ella pronto, recordar el sabor y los gemidos que lo acompañaban. Paseó la lengua por sus labios goloso, tomando las caderas de ella y haciendo fuerza para sentarla un poco más lejos.

Se olvidó de la tortura lenta, se abocó al chasquido de la pasión que estallaba rauda y fortísima.

Se dedicó a explorar cada palmo de su marfileña y bella piel, acariciando sus redondas caderas, deleitando las cumbres de los senos con succiones y mordisquitos que activaron diversas respuestas en ella. Los suspiros y gemidos que provenían de su garganta, eran la prodigiosa música de las musas, que activaba su pasión y sus ansias por poseerla, hasta conocer la sensación de ahogo y la completa saturación de los sentidos.

Adoraba a la valquiria, era su primer amor y cada unión se convertía en una tormenta de fuego y hielo que terminaba con él hundido entre sus muslos, deleitándose en el elixir que emanaba de su parte más íntima. Era el único con el permiso regodearse en esa humedad que lo enloquecía hasta el punto de hundir su lengua para beber más y más. Cuando no era suficiente, sus dedos continuaban la contienda para friccionar los puntos más erógenos de su tierno sexo, mientras su boca torturaba y abusaba de ese pequeño botón, que despertaba más sonidos erógenos en ella.

Era adicto a verla retorcerse bajo su cuerpo, arqueándose ofreciendo los senos a sus manos que los apretaban mientras seguía succionando con vigor esa perla hasta escucharla gemir su nombre y rogar que la poseyera sin compasión. Aún así, la marina no cedía, continuaba elevando las cotas de placer a sabiendas de que eso la erotizaba más. Se apoderaba de las muñecas para evitar que la valquiria separara su cara de ese sabroso sexo y seguía atacando sin cuartel.

Uno, dos y hasta tres orgasmos lograba alcanzar la nórdica con esas pequeñas atenciones y aún así, eran insuficientes para ese Camus insaciable, dominante y podría decirse que hasta cruel. La marina tenía muy oculto, el fetiche de someter a su amante hasta el hartazgo. La sensación de controlar y dominar cada parte de la relación era intoxicante.

Para cuando su virilidad se hundió en los delicados pliegues húmedos de la valquiria, las manos de ésta ya estaban sujetas en el cabezal por gruesos grilletes de hielo. Sus tobillos eran controlados por cadenas del mismo material y el pelirrojo sostenía sus glúteos elevando sus caderas para golpear con vigor su interior.

El sonrojo en Brunhilde lo llevó casi a la cima, así como los gemidos sexys y eróticos, la forma en que ella se dejaba someter y se entregaba sin límites, lo volvía más y más adicto a ella.

— Siénteme, Brunhilde — exigió saliendo de ella, haciendo círculos con las caderas, rozando el clítoris con su glande, obligando a que ella saliera de la bruma erótica para concentrarse en él —. Escúchame y atiende o no tendrás el siguiente orgasmo — advirtió con malicia.

La valquiria gimoteó fijando los zafiros en él, con los labios temblorosos de cuya comisura un pequeño hilo líquido resbalaba y gruesas gotas de sudor perlaban su frente. Le temblaban las piernas, jalaba las manos para soltarse sin éxito y sentía ese rojizo glande jugueteando entre los pliegues tan tortuosamente, que lo odiaba tanto como lo deseaba.

— Ruégalo, Brunhilde — ordenó sin compasión —. Quiero que lo ruegues, que te sometas a lo que te hago sentir y te olvides de que eres una fiera guerrera para convertirte en mi esclava, sólo vivirás para satisfacer mis caprichos.

— Penétrame — sollozó sin remordimientos, estresada por tanta tensión sexual —. Hazme tuya, húndete tan profundo que no sepa dónde terminas tú e inicio yo — rogó impaciente —. Maldita sea, Bóreasson. ¡Hazlo ya, tómame ya y deja que tu semilla germine en mí!

Un bofetón volteó el rostro de la valquiria que gruñó de ira y al mismo tiempo, de placer. Camus podía ser el hombre más frío de toda Hiperbórea, pero en la cama, era idéntico a los volcanes sumergidos en las profundidades de las viejas montañas. Y ella haría todo lo que estuviera en sus manos para mantenerlo a su lado.

— ¿Cómo osas ordenarme a mí, valquiria?  siseó hundiendo sus dedos entre los pliegues, hurgando en el interior, buscando un punto donde ella enloquecía —. Pídelo con propiedad...

Brunhilde gimoteó entre risas. Arqueó el cuerpo sinuosa y pervertida, sonriendo extasiada de saber que podía llevarlo a un punto de completo descontrol y como guerrera, lo usó sin compasión.

— Hazlo y te daré otro orgasmo anal — prometió soez y lujuriosa —, poséeme y te daré ese placer oscuro que tanto te encanta...

— ¡Blasfema! — rugió el pelirrojo castigando a la mujer al llenarla de golpe, apretando los cabellos azabache con su mano hasta llevar ese rostro hermoso a la altura del suyo —, ¿Insinúas que sólo disfruto con una exploración anal?

Brunhilde sonrió aún atada, aún sintiendo la tensión insoportable que él provocaba y sabía que en algún momento, la llevaría a un orgasmo tan potente, que bien valía la tortura.

— ¡Sí! — gritó con energía, gimiendo más alto pues él aceleraba sus penetraciones haciéndola sentir cada palmo de su virilidad con desquiciante precisión.

— ¡Mentira! 

Camus se negó besando esos labios, mordiendo el inferior mientras sus caderas seguían inclementes las acometidas. Uno de sus pulgares se ajustó entre los pliegues de la valquiria y fustigó ese botón sin piedad, conociendo bien el movimiento perfecto para perderla en las sensaciones.

— Arrepiéntete de tus blasfemias ordenó beligerante, mientras miraba la unión de sus sexos sin saber dónde iniciaba uno y terminaba el otro —, hazlo y te daré el orgasmo.

— Te odio, Bóreasson gimoteó angustiada.

— Me odias, pero te encanta cómo te caliento  siseó satisfecho contra el oído, ajustando sus penetraciones para hacerla desesperar —. Cumple mis caprichos, Brunhilde...

— Lo siento, lo siento, Bóreasson  gruñó y al mismo tiempo, sonrió malévola —, por decirte cuánto te gusta que te toque por atrás.

Las risas de ella se evaporaron cuando Camus se olvidó de sus caprichos y se concentró en castigarla por su atrevimiento. Ella atinó a disfrutar plenamente cada acometida que buscaba hacerla olvidar su amor propio y que con gusto se lo entregaría, si no fuera tan indomable. 

Y por fin, como si fuera una erupción volcánica submarina, el placer estalló ardiente y sofocante entre ellos, dejando un rastro húmedo a su paso. Ambos eyacularon con tal fuerza, que desgastaron sus cuerdas vocales como una ninfa queriéndose lucir ante los dioses. 

Acallaron sus voces en la piel del otro, con mordidas y succiones que dejarían una imborrable marca mientras sus caderas exprimían el máximo del placer del otro. 

La paz volvió al lugar después de tan fiero asalto, entre gemidos y profundos jadeos, sus cuerpos se buscaron de nuevo.

Los grilletes desaparecieron y la valquiria rodeó con piernas y brazos, la espalda y caderas del pelirrojo con la boca abierta como una puerta sin goznes que atrae el aire con desenfreno. El hombre en cambio, interpuso sus brazos para no dejar caer todo su peso sobre ella, cuidando al máximo a la mujer que le hacía feliz y le cumplía hasta el más mínimo antojo en las artes amatorias.

Sentía el cuerpo cubierto de miles de hormigas que le recorrían caóticas. Sus extremidades estaban tan laxas, que temió haber perdido sus huesos en el explosivo encuentro. Y cuando por fin rasguñó las últimas de sus fuerzas, cayó de espaldas en el lecho agotado, completamente sudoroso y pleno.

La valquiria se hizo un bollito a su costado y acomodó la azabache cabeza sobre su tórax mientras seguía peleando por el aire que Eolo se negaba a entregar. Llegó un punto en que los bostezos fueron mayores, pero antes de envolverse en los brazos de Morfeo, Camus atinó a conseguir aliento para preguntar entre fuertes jadeos.

— ¿De verdad... crees que sólo tengo placer... cuando tocas mi ano?

Ella logró reírse un poco, aún en su empeño de regularizar su respiración. Besó su tórax y succionó con vigor uno de sus pezones, provocando gemidos doloridos en el pelirrojo antes de susurrar.

— Ambos lo sabemos, Bóreasson — confió con diversión perversa, inhalando fuerte para continuar —. En lo profundo lo sabes, pero te lo niegas en la superficie... Necesitas a alguien que te domine, que te controle y que te haga sentir que pierdes... la responsabilidad de dar el placer y sólo... dejarte llevar.

Aún acomodando el cuerpo de la joven contra él y depositando sus labios sobre la frente femenina, el pelirrojo vio inundados sus recuerdos con una voz perteneciente a un berserker, que lo atormentaba en sueños y en la realidad.



«Camus, eres una persona complicada porque anhelas una libertad intelectual,
así como mediática. Alguien con quién compartir, con la tranquilidad de que respete
tus momentos de soledad y tenga la fuerza para dominarte en la cama».





Campos Elíseos

En la actualidad.


La Doncella caminaba por los jardines para revisar si las flores estaban abriéndose o si las enredaderas necesitaban un arreglo. A su lado, se encontraba la abuela de Milo, quien permanecía en silencio.

— ¿Aún sigues preocupada por tu nieto?

— No debería, pero bien sabes lo impulsivo que es — desvió la mirada hacia el camino que tomó apenas recobró la conciencia —. Temo que haga una tontería.

— ¿No debería Milo aprender de sus propios errores? — musitó arreglando unas ramas con delicadeza.

— Hay de errores a errores y mi nieto tiende a los «lapsus brutus» que se convierten en «pendejus».

— ¡Querida! — estalló a carcajadas cubriéndose la boca con sus dedos y la otra mano tomó su estómago queriendo controlar los espasmos de su cuerpo —. Hoy estás enojada.

— «Encabronada» le diría Hera cuando ve a su marido jugueteando con las doncellas — aclaró la vieja con malhumor.

La Doncella guardó silencio prudente para no alterar más el ánimo de su compañera. Caminó entre las veredas rumbo a los árboles con el fin de probar una manzana. Tiene ganas de ese apetitoso fruto.

— Sin embargo, querida — susurró al llegar al frondoso manzano —, me temo que Milo está completamente desestabilizado desde que Camus perdió el control de sus emociones.

— No lo niego, mi señora — admitió la mujer alargando la mano para tomar uno de los frutos y se lo tendió a la más joven —. Mi nieto es particularmente complicado y su descontrol se debe a su falta de aceptación y reconocimiento de sus emociones.

La Doncella tomó la manzana sonriendo, la limpió en su túnica sin mostrar malestar por ensuciar su ropa. Olfateó su aroma, sintió la superficie en sus labios y hundió los dientes gimiendo complacida ante el sabor que estalló en sus papilas gustativas, procurando que el zumo no resbalara por sus comisuras.

— De cualquier manera — prosiguió la anciana —, está dando pasos de ciego y se está golpeando contra un muro.

— Un glaciar — corrigió la otra masticando —, pero eso no puede ser de otra forma. Lo que no logro entender es ese cambio tan brusco en la marina. ¿No te parece raro?

— ¡Ah, que si me lo parece! — sacudió la cabeza con incordio marcado en sus rasgos —, ese chico tiene un fuerte hechizo sobre él.

— ¿Es un hechizo? — indagó a mitad de la segunda mordida —. Pensé que era parte de su personalidad.

— No y sí — resopló frustrada —. Necesitaría estar frente a él para saber qué tiene y me da la impresión de que hay algo muy roto en él. Ya sea algo sepultado o algo se le metió.

La reina del Inframundo parpadeó con los ojos abiertos, hizo una mueca con la boquita y chasqueó la lengua. Caminó hacia el tronco e hizo aparecer un kline de ramas en el que tomó asiento.

— Entonces es cuestión de mi tío Poseidón — opinó y sus ojos se desviaron a la otra que la miraba atenta —. ¿Quién conoce mejor a Camus que su señor? — opinó con seguridad —. Él debería saber lo que sucede y actuar en consecuencia, porque Milo está en la oscuridad. Siento que tu nieto en lugar de conocer mejor a Camus, se limitó a dejarlo ser, sin explorar más allá por miedo a un rechazo.

— ¿Yo qué sé lo que pasa por esa mente atolondrada? — rumió la vieja indignada —. Milo es un excelente estratega en el campo de batalla, pero es un burro cuando lo pones en el campo de las emociones.

— Tiene miedo, es normal — le disculpó dando otra mordida a la manzana.

— Tú lo consientes demasiado — acusó con el índice.

La Doncella casi se atraganta. Tosió un par de veces y tuvo que venir la vieja a darle un par de golpecitos para que lograra respirar correctamente. En cuanto normalizó su respiración, la joven soltó la carcajada.

— ¡Es la verdad! — renegó la vieja sacudiendo la cabeza —. Dejas que haga y deshaga con el Inframundo.

— Tu nieto no hace y deshace en el Inframundo y de cualquier forma, para eso vino a este lugar — le quitó importancia.

Ambas se quedaron calladas al sentir la cosmoenergía del objeto de su plática moverse y encontrarse con alguien. Dos suspiros resignados resonaron al unísono.

— No, por favor, no — rogó la vieja.

— Se encontró con Thanatos — resumió la joven acariciando su mejilla gimoteando de impotencia —. Tu nieto es tan terco como los Gigantes — reprochó.

— ¿Y de quién es la culpa?

— Oh, mía no es — se quitó de inmediato la consigna —. Yo todavía tengo la esperanza de que el tonto tenga un chispazo de luz.

— Cuando lo tenga, se va a deslumbrar y quedará ciego de nuevo, pero ahora porque vio la luz.

La Reina volvió a reírse, era tal su algarabía que sujetó su estómago mientras sus hombros se movían al compás de sus carcajadas.

— Ah, pero me preocupa — susurró la vieja con un mal presentimiento.

— ¿Por qué? — indagó y sacudió su mano —. ¿El qué del todo?

— Esa maldición tiene una trampa — comentó con voz apagada —. Ambas sabemos que si Milo por fin dice «te amo», su vida se encadenará para siempre a esa persona.

— El amor eterno o la pérdida completa del alma — coincidió la diosa —. Espero que Milo tenga la suficiente sabiduría para distinguir bien.




Hiperbórea


El Bïfrost los dejó en la orilla de la ciudad regida por su abuelo. En esos momentos, estaba llena de movimiento y actividad por donde quiera que fijara la vista. La razón era sencilla, tenían que cubrir las vacantes de los Aesir que se encontraban en el Olimpo y diversas zonas de Gea, debido al invierno.

Camus desvió su rostro hacia la valquiria con una mirada fría y distante. Los años no pasaban en vano y en Brunhilde fueron para bien. La figura por la que había enloquecido de joven, maduró como los buenos vinos de Dionisio y se la veía más vibrante, independiente y feroz.

— Te agradezco por ayudarme allá, Brunhilde — mencionó con tono neutro —. Al menos por no empujarme y seguir la corriente.

La valquiria cruzó sus brazos frente al pecho con una sonrisa enigmática. Elevó los hombros haciendo una mueca con los labios de resignación.

— Dicen que hay que sacrificarse — buscó la palabra idónea —, por quienes siguen siendo importantes en tu vida.

La marina se mantuvo en silencio analizando cada detalle del rostro femenino. Hubo un destello en sus pupilas y acarició su sien un instante.

— No se me olvida tu promesa, Bóreasson.

— ¿Todavía insistes en eso, Kirja?

— Oh, vamos — se burló coqueta —. No dejo de pensar que sigues siendo mi número uno en la lista y tú mismo lo dijiste. Tu abuelo te pide nietos — bromeó atrevida.

Los ojos azules como la noche brillaron un momento con una idea fija en su mente. Podía ser factible. Brunhilde era independiente y su razón para procrear consistía en un pacto establecido hacía tiempo para tener futuros guerreros o bien, valquirias.

Si unieran sus estirpes, nacería alguien lo suficientemente fuerte para satisfacer a las valquirias y a su abuelo. Aún así, tenía varias cosas que resolver antes de meterse en ese camino.

— Terminaré un par de asuntos y volveré para hablar contigo, Kirja.

— Me parece bien, Bóreasson y...

Ambos callaron al sentir la terrible cosmoenergía acercarse a ellos. Los vientos arreciaron, el piso se heló y las ropas se alzaron sin control. Camus invocó su manto y sus ropas de invierno se ajustaron a su cuerpo justo a tiempo.

Bóreas apareció en el aire, batiendo las enormes y potentes alas, antes de aterrizar fisurando el hielo con su peso. El dios avanzó hasta ellos saludando con una inclinación a Brunhilde.

— No esperaba verte aquí, valquiria — su tono era neutro cuando se dirigía a alguien de su clase.

— Señor Bóreas — saludó con respeto —, estaba hablando con su nieto sobre algunos aspectos que después solventaremos — explicó tranquila, la azabache dirigió la mirada a Camus y le guiñó un ojo —. Los dejaré solos. Señor Bóreas, con permiso.

Caminó unos cuantos pasos antes de silbar armónicamente, el viento llevó el llamado y al poco tiempo, un pegaso alazán apareció volando con rapidez, aterrizando al lado de ella con brío y elegancia.

— Nos vemos después, Bóreasson — se despidió montada en la impetuosa bestia y surcaron los cielos en un instante.

— Sería buena esposa para ti si te dieras la oportunidad — comentó el mayor analizando con detalle a su nieto —. Estás demasiado cambiado.

— No pretendo quedarme en Hiperbórea este invierno, tengo varios asuntos por resolver  dejó en claro sin hacer caso a todo lo demás.

El mayor se cruzó de brazos acercándose a su nieto con curiosidad. Llevó una mano a su hombro y al hacer contacto, el viento se levantó con potencia. Camus desvió su rostro hacia la gruesa mano que seguía sobre él. Con suavidad, la marina la retiró y acto seguido, sacudió su hombro con desdén.

— Si me disculpas Bóreas, como te dije, tengo varias ocupaciones.

Dio media vuelta y dio un par de pasos.

— Camus — llamó y siguió una vez que el otro se detuvo —, debes controlar tus emociones. Una vez que las domines, se convertirán en tu mayor fortaleza.

— Las emociones son un reflejo de un corazón débil y cobarde, Bóreas — espetó girando la cabeza y lo miró por encima de su hombro —. Las utilizan aquellos incapaces de superar sus límites y crecer más allá...

— De la tormenta del invierno — interrumpió completando la frase Bóreas con voz ronca —. ¿Dónde escuchaste eso, Camus?

— Eso me dice mi corazón cada vez que te veo, Bóreas — musitó elevando la vista a Hiperbórea —. Cada vez que paseo mis ojos por esta ciudad, mi mente desea una cosa...

— ¿Y qué es? — indagó dando un par de pasos hacia su nieto.

— No tiene importancia platicar de esto hoy — invocó el Bïfrost —. Un día lo haré realidad.

Camus entró al puente arcoíris y desapareció dejando atrás a un Bóreas preocupado. Mesó los pelos de su barba con inquietos movimientos y frunció los labios.

— Brunhilde, ¡Te convoco!

La valquiria apareció al poco tiempo, traída por el mismo viento que potenciaba el galope del pegaso. En cuanto el brioso animal aterrizó, ella bajó de él para acercarse al dios.

— Aquí estoy, señor Bóreas.

— Dime si percibiste algo extraño en mi nieto ahora que estuviste con él.

— ¿A qué se refiere? indagó un poco tensa —. Sí, no lo niego, su nieto está diferente y eso se nota desde el cambio de su cabello y ojos, pero si me explica lo que quiere saber.

— ¿Llegaste a ver algún síntoma de que fue afectado por el hielo de los Jötunn?

La valquiria que se quedó paralizada porque si fuera sincera, cuando Camus estaba hablando con Milo, en sus ojos hubo algo parecido al legendario brillo del Jötunn. Para su desgracia, Bóreas interpretó de inmediato las facciones de la valquiria.

— Brunhilde, me temo que Camus está metido en un asunto muy turbio — confesó preocupado —. Y tú eres la única que tienes acceso con Odín.

— ¿Por qué habría de hablar con mi señor Odín? — interrogó contrariada.

— Porque necesito un pacto con los dioses de Asgard para crear un anillo de contención.

Brunhilde sintió que el mundo se detenía. Eso era lo más espantoso que se le podría hacer a un habitante de las tierras nórdicas.

— ¿Usted conoce los riesgos de un anillo de ese calibre?

— Los conozco, pero si mi nieto se transformó en un monstruo...

— Bóreasson no es un monstruo.

— Me repitió las mismas palabras que la Jötunn me dijo cuando la perseguimos y sé que tú no habías nacido para ese momento, pero conoces bien la historia. Y no mantiene comunicación conmigo. Es amable, cortés, pero hasta ahí. Ese no es mi nieto.

La diosa guerrera se llevó una mano a la boca. Todo tenía sentido si se había transformado. Su cambio de cabello, de ojos, su frialdad absoluta, la falta de sentimientos, la forma en que brutalmente se deshizo de Milo, con esa saña inusitada para ser Camus.

Milo...

— ¿Podría esperar al menos unos días a...?

— No, valquiria — zanjó con brusquedad —, esto tiene que solucionarse de inmediato antes de que nos ataque. Iré a hablar para que le quiten los permisos de viajar en el Bïfrost por voluntad. Si viene a Hiperbórea, será convocado y no de otra forma.

— Espe... — llamó y lo vio volar sin un rumbo determinado.

La mujer se acarició el cuello, preocupada por lo que estaba pasando. Entendía la histeria de Bóreas, había escuchado las historias de pequeña y si ella  aparecía de nuevo, sería el fin de las dos ciudades de los hielos del norte. Sin embargo, que Camus fuera su compinche, que traicionara a sus aliados y compañeros...


«Evítame la pena de despreciarte de nuevo,
deja de arrastrarte como una sanguijuela por mis atenciones»


— Ay, por los dioses — se lamentó recordando esas palabras —. Ahora entiendo por qué tanta ansiedad por alejarlo — susurró corriendo hacia su montura —. Vamos Rag, cabalguemos a Asgard. Necesito a las volvas...




Campos Elíseos


La mano se enredó en los cabellos rubios con desenfreno. Las bocas se encontraron a mitad de camino, las lenguas combatieron con ahínco y frenesí.

Se deseaban desde hacía mucho tiempo y una vez desatados los bajos instintos, no había manera en que ambos pudieran contener más los impulsos por poseer al otro. Querían cumplir con lo que durante años llevaba germinando y hoy, podía cosecharse con creces.

No había alguien que los detuviera, ni lazos con terceros que los alejaran.

Jadearon con las respiraciones entrecortadas, los corazones acelerados y la sensibilidad a flor de piel. Las manos siguieron sus caminos, pronto no hubo prenda que estorbara el roce de los cuerpos al desnudo que se buscaban furiosos, empujando las caderas, encontrando puntos erógenos, descubriendo secretos.

Se exploraron con bocas, dientes y lenguas, disfrutando del conocerse por primera vez en esta íntima unión, saboreando y escuchando lo que significaba el placer en la garganta del otro.

Uno buscó conocer el sabor de su sexo, el otro no se quedó atrás. Las figuras inquietas se posicionaron para dar y recibir en simultáneo. Ninguno deseaba estar en desventaja. Si esta primera vez abriría el preludio de muchas más, que así fuera.

No había entre ambos, sombras que golpearan sus psiques, sus corazones o sus almas. Habían abandonado lo que les lastimaba para entregarse por completo y si esto funcionaba, quedarse juntos.

Uno sabía que no podía olvidar fácilmente a un amante, pero ¿Qué es el amor si no meras complicaciones?

El otro estaba demasiado concentrado en dar el paso dejando atrás prejuicios y un sin fin de tapujos que no importaban ya.

Sólo el otro era fundamental, sólo el otro podía traer paz, sólo el otro podía ser para siempre, su igual...

Ahora sólo quedaba saber quién de los dos sería el que dominaría al otro.

El rubio demostró que el icor caliente corría por sus venas, pero el plateado le impidió que siguiera poniendo patas arriba su existencia. Estaba harto del juego del estira y afloja. Quería imponerse, barrer con esa sonrisa autosuficiente, dejar caer sobre él su ira, el pago por las burlas y la rabia de años y años acumulados.

— Nunca más, Milo — siseó el plateado deteniendo las manos del otro con las suyas —, ni sueñes que me tendrás a tu merced. Tú lo buscaste, tú lo pagarás.

El rubio le dedicó una sonrisa sarcástica, se removió rebelde, pero el Dios de la Muerte era superior. Le importó poco y nada que el rubio se debatiera, peleara o intentara escapar. Utilizó su cosmoenergía incluso para contener y sostener el cuerpo contra el suyo, maravillándose al comprobar que era muy fácil.

— Mío, Milo — siseó contra el oído mirando al frente —, para siempre.

El rubio lanzó como flechas, constantes y continuas, desvergonzadas palabras en su pugna por lograr su cometido y engañar la mente de Thanatos para hacer su voluntad. El dios de la muerte afianzó al rubio y lo mantuvo quieto. Entre escarceos eróticos, lo fue llevando hacia el límite y con sus falanges preparó el camino.

El rubio se removió inquieto, pidió una y otra vez que no lo hiciera. Thanatos no fue piadoso. Se acomodó aún sometiendo al rubio poniéndolo boca arriba, mirando su rostro.

— No, uno tiene qué ceder la primera vez y ambos sabemos que has cometido muchas faltas — juzgó a su conveniencia —. Es justo que sea el primero...

Un jaloneo más, no evitó la desgracia. El miembro se deslizó y un gruñido emergió de la garganta del sometido. Otro intento de escape fue contenido con una mano en el abdomen del rubio y esta vez la presión fue mayor. La virilidad de Thanatos se acomodó en su tierno esfínter y siguió adelante hasta que su pubis chocó contra los glúteos del rubio.

Insultos fueron y vinieron. Ninguno se quedaría con las ganas de dejar en claro su postura. Los vaivenes empezaron una vez que el pasivo logró adaptarse al tamaño de su invasor. El calor les envolvió, el placer los derritió. Los jadeos se iniciaron, los gemidos continuaron.

No hubo más contratiempos, ambos querían lo mismo y pugnaron por ello. Thanatos sujetó el cabello rubio y lo obligó a fijar sus ojos en él.

— Quédate conmigo y nunca más volverás a estar solo — susurró con vehemencia —. Quédate conmigo y sabrás lo que es que alguien te cuide las espaldas — pegó su frente a la del otro —. Te lo ordeno, di que me amas y quedarás ligado a mí, para siempre.

Milo se rebeló ante las palabras y sin embargo, el aura dominante y la cosmoenergía del dios de la muerte lo obligaba a abrir la boca. Intentó contener su voz, pero su garganta no lo obedecía. Él no se merecía esas palabras y sin embargo, las escuchó.

— Te amo, Thanatos...

Y con esas tres palabras, las cosmoenergías se unieron para no separarse el resto de la eternidad.




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