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14. La sombra de Ares.

Milo entró a los Campos Elíseos con paso errático. Su cuerpo se quejaba por el veneno de la Lamia, elevando la temperatura, inhibiendo sus sentidos. Sus pies avanzaban con temblores, los oídos zumbaban, la respiración se agitaba. La cabeza le daba vueltas y podía sentir pequeños hilos dorados desprenderse de su nariz y oídos.

La visión estaba borrosa, la boca tenía un regusto amargo y asqueroso. Las yemas de los dedos le hormigueaban.

Sí, se sentía de maravilla.

Ese pensamiento le provocó una sonrisa que terminó con fuertes toses. El pecho ardió, los pulmones se quejaron. El espectro siguió adelante por pura cabezonería. Las uñas estaban volviéndose negruzcas, las venas seguían la misma línea de coloración.

Finas gotas de agua salada resbalaban por su rostro y podía sentir a esas abusivas pasearse libertinas por la espalda y el tórax. Una pierna se negó a avanzar. Empezó a entumecerse y crueles pinchazos se ensañaron con sus terminales nerviosas.

Y sólo fue un besito de su madre.

Como le hubiera metido la lengua...

La risa empezó de nuevo, la tos le siguió. Los oídos se negaron a escuchar más. El sonido se igualaba a miles de abejas volando a su alrededor. En un momento, Mio quiso comprobar si era real ese presentimiento. No, ni una mosca se atrevía a estar a su alrededor, eso era un buen presagio.

O al menos, eso creía.

El veneno seguía su curso. Le mordió los pulmones, cada pequeña aspiración era igualable a permanecer con la cara frente a la lava hirviendo.

Las exhalaciones eran tormentosas, traían ese vapor que quemaba su lengua. Obligó a su pierna perezosa  a seguir la marcha. El estómago se le revolvió al percibir en su piel, el mismo hedor de su madre. Ahora entendía que ese aroma tan fétido tenía que ver con su veneno y no como sospechaba, de su piel reptiliana.

Los zumbidos aumentaron, la cabeza le daba vueltas. Alguien le movió el piso y se fue de bruces sintiendo el golpe en todo su cuerpo. Acostado en la tierra, se obligó a arrastrarse dejando manchas de icor a su paso.

¿Hades le perdonaría arruinar el jardín perenne?

¿Ups?

Miraba el suelo, las flores, el pasto y sintió una fuerza empujar su costado izquierdo, le dio la vuelta hasta que el sol falso le dañó las retinas. Siseó con dolor y una sombra le dio su favor para que la luz no le afectara tanto la visión. 

Un contacto frío se quedó en su mejilla.

Los zumbidos continuaban en sus oídos, esta vez más fuertes. Un chirrido agudo le hizo gemir. La visión se tornó dorada y no necesitaba un espejo para saber que el icor resbalaba por el rabillo de sus ojos. La respiración empezó a fallar.

Jadeó con fuerza, jaló aire sabiendo que si no lo hacía, moriría otra vez.

¡Ah, Thanatos la iba a pasar tan bien!

El calor se incrementó con fiereza. El icor se fue espesando, la tos sobrevino con más violencia. Una fuerza le hizo sentar, le golpearon la espalda, cuatro veces abrieron su piel. Gimió. No, en realidad lo intentó y un quejido fue lo que salió de su boca.

La presión de su cabeza era insoportable. Debía llegar a su templo y...

La oscuridad amenazó con comer cada pedazo de él. Luchó y las manos fueron inutilizadas. Pateó y sus piernas recibieron el mismo tratamiento. Otro ronco sonido de su garganta demostró su queja.

Su respiración iba deteniéndose y se ahogaba con su icor. La oscura presencia lo mordió y Milo se dejó llevar por su agarre, sumiéndose en la inconsciencia.

Una sola imagen apareció en su mente antes de morir de forma definitiva.

Tenía los cabellos de fuego y los ojos de rubí. Le extendía la mano y Milo alargó la suya. Sintió la frialdad de esos dedos y sonrió.

Si ésta era su muerte, mientras que fuera con él, era feliz...



Templo del Océano


Sorrento sintió un aire helado proveniente de la superficie terrestre que cristalizó la primera capa de agua a una velocidad increíblemente rápida. Y no se detuvo ahí...

Al notar que se dirigía como un granizo inclemente hacia la posición sobre el mar donde se ubicaba el templo de Poseidón, se apresuró para llegar ante su señor con el corazón agitado. Desconocía quién podía venir con tanto impulso y ser capaz de ir congelando las olas. 

La marina iba a mitad de camino cuando esa fría cosmoenergía se introdujo en el mar.

Sorrento se encontró con el resto de sus compañeros en su loca carrera. Uno a uno, fueron apareciendo a sus laterales conforme se acortaba la distancia. El ejército del océano iba en auxilio de Poseidón, percibiendo cómo se abrían las corrientes marinas con gruesos tajos y rompían las defensas fronterizas.

Lograron anticipar su llegada a la del intruso y se desplegaron frente al templo preparándose para la probable lucha. Sorrento paseó la mirada sobre el resto de sus compañeros, estaban dispuestos a dar sus vidas a cambio de que nadie pudiera llegar hasta su señor.

No estaban solos, ante ellos aparecieron Tritón y Bente al frente del ejército. Los seis de los siete Generales Marinos dieron un paso al frente acompañando a los hijos del dios Poseidón. 

Les faltaba uno, Camus...

Esa terrible cosmoenergía intrusa se dividió antes de su llegada. Siete figuras aterrizaron una tras otra, resquebrajando el piso con el sonido de mil tambores, con gesto distante y altivo. Apenas sus botas de batalla tocaron el piso, éste se llenó de nieve y hielo.

La temperatura bajó varios grados condensando la capa de mar que formaba el cielo en esta parte de las profundidades.

Tras los intrusos, el dueño del más monstruoso cosmos se dejó ver. Enormes alas blancas se extendían a su espalda, sus cabellos estaban trenzados y así como la espesa barba, eran de un azul profundo salpicado por hebras blancas, con un grueso mechón que caía sobre su cara.

Su rostro era rudo, la epidermis tenía la tonalidad de las quemaduras por el hielo, la mirada era agresiva y tenía una cicatriz desde su pómulo derecho que se ocultaba bajo ese mechón de pelo. Sorrento suponía que esa herida antigua seguramente habría llegado hasta el ojo y más arriba, pero mientras el cabello le impidiera ver, sólo era un simple presentimiento.

Las ocho figuras portaban sus armaduras cubiertas por gruesos abrigos de piel animal. Sus cabellos llegaban a sus hombros o más allá, pero estaban trenzados o recogidos, dejando sus rostros libres.

Tenían los ojos pintados con una mezcla negra en los párpados y las ojeras; esa tintura también estaba en sus mejillas con símbolos arcanos y desconocidos para las marinas que los hacían ver más fieros de lo que ya parecían.

Uno de ellos tenía la cabeza rapada con una trenza a mitad del cráneo. A los laterales de su cuero cabelludo lampiño, tenía gruesos tatuajes que también recorrían su cuello y se perdían de vista por la armadura.

Curiosamente, los hombres traían gruesas hachas en su espalda. La única mujer entre ellos, portaba dos espadas en su cadera, así como dagas enfundadas en las botas. Su apariencia era igual o más combativa que la de los hombres, a pesar de su gran belleza.

El líder de esta amenaza plegó sus alas y se dejó caer a tierra con violencia. El piso se fragmentó bajo su peso levantando copos de nieve y polvo, el aire agitó las capas y las mantas de los presentes. Las marinas se vieron obligadas a desviar el rostro para que su piel no fuera cortada por esas penetrantes ráfagas. 

Los siete guerreros atrás de él, se posicionaron en franca actitud de combate formando una punta de lanza.

Dos de ellos se adelantaron. Uno tenía un martillo en su mano y el otro, un cuerno de batalla. Parecían tomar el reto que Tritón y Bente estaban ofreciendo.

Tritón incendió su cosmos, Bente no se quedó atrás. Fueron correspondidos por los desconocidos. Ambas energías estallaron y chocaron con las de sus rivales sin tocar sus cuerpos aún, levantando violentamente polvo y aire frío a su alrededor. 

El mar se encabritó mientras los protectores se preparaban para la siguiente acometida y los rivales hacían lo mismo, sin embargo, un latigazo de agua los separó formando una cortina de líquido entre ellos que llegó hasta el techo marino.

El del cuerno fue contundente. Estrelló su cosmos contra la cascada congelando todo a su paso. El del martillo se adelantó, lanzó el golpe con su arma y antes de tocar el hielo, éste se derritió. El líquido mojó al intruso.

Sus compañeros se rieron divertidos y socarrones, con excepción de la mujer, mientras el ahora mojado limpiaba su rostro de agua marina.

— ¿Cómo osan venir a mis dominios y levantar su cosmos en mi contra?

La terrible voz del mar se elevó con ímpetu. Poseidón salió de su templo sin su armadura de batalla. Su tridente sin embargo, estaba en su mano y golpeó el piso deshaciendo la cortina de agua que se lanzó contra los intrusos.

El líder alado sopló con fuerza y el líquido se congeló. El del martillo golpeó de nuevo y lo transformó en pequeños fragmentos de diamante que se espolvorearon como nieve, dejando una gruesa neblina que impedía la vista.

— Eres demasiado temperamental, Poseidón se escuchó del otro lado, entre las figuras borrosas.

— Viniendo de ti Boreas, es un halago — recalcó el dios del mar —. ¿Puedes decirles a tus dioses guerreros que dejen de atacar a los míos?

— Sólo es un entrenamiento — minimizó el dios del viento helado con malicia —. ¿Acaso las marinas son tan débiles para no soportar la ligera acometida de los Aesir de Hiperbórea?

Tritón dio un paso adelante ofendido, Poseidón golpeó el piso con su tridente y eso bastó para que su hijo pensara dos veces sus actos. Bente le puso una mano en el brazo a su hermano negando con la cabeza.

— Eso pensé — se jactó Bóreas —. ¡Aesir, no ofendan la hospitalidad de Poseidón!

Los siete aullaron un grito de batalla en respuesta. Su líder avanzó plegando sus alas en su espalda, pasando con altanería en medio de Bente y Tritón. Este último rechinó los dientes y el Aesir del martillo soltó una carcajada burlona.

Los ánimos estaban caldeados. Se sentía la tensión en los cosmos de los presentes, un mínimo movimiento desataría una pelea masiva entre los dos bandos. Poseidón golpeó de nuevo el tridente en el piso y se formó otra cascada de agua entre ellos, justo cuando Bóreas estuvo del lado de su ejército.

— No sé a qué vienes, Bóreas.

— Lo sabes mejor que nadie — rabió el otro con gesto iracundo —. ¿Quieres que lo ventile aquí, frente a todos o quieres hablar dentro?

El dios del mar avanzó hasta estar frente a frente con el del viento helado. Las miradas colisionaron y los cosmos se elevaron de nueva cuenta.

— Me disculpo, Poseidón por no avisarte de mi próxima venida — cedió Bóreas con sonrisa torcida que ponía en duda esas palabras —. ¿Puedes hacerme el honor de brindarme una audiencia?

La desfachatez era propia de Bóreas, quien se sabía dueño de una habilidad envidiable y muy capaz de levantar el hacha de guerra para pelear hasta que no hubiera nadie en pie.

— Pasa de una vez — accedió el dios del mar —. Así te largas rápido de mis dominios.

— Gracias, Poseidón — soltó con desparpajo siguiéndolo al interior del templo.

Las puertas se cerraron tras ellos dejando a los dos ejércitos frente a frente. Los Aesir parecían encantados por la situación, incluso algunos sacaron sus hachas para jugar a congelar la gruesa cortina de agua lanzando su cosmos y ver qué tan fuerte era, pero estaba creada por Poseidón. Luego entonces, no lograron transformarla en hielo.

La mujer medía con la mirada a Bente y a Thetis.

Durante casi una hora, se mantuvieron así. Dentro del templo, los cosmos de sus señores se elevaban con rasgos violentos o agresivos. Incluso, ofendidos. El estrés seguía. Todos esperaban cualquier atisbo de ataque contra su señor para desencadenar el combate.

— Es una pena que los dioses guerreros del mar tengan que ser protegidos por litros y litros de agua — se burló el del martillo metiendo su mano y disfrutando de la tibieza del agua.

— ¿Cómo te atreves a deshonrar a nuestro ejército? — increpó Tritón con rabia.

La mujer Aesir se adelantó cuando vio que Thetis hizo un movimiento parecido.

— ¡Basta de peleas! — ordenó Bente poniendo una mano frente a su hermano y otra hacia el del martillo —. Tenemos un Tratado que obedecer.

— No olvides ese punto, marina — se escuchó la voz de la mujer Aesir que no perdía de vista a Thetis —. Ustedes lo rompieron hace más de veinte años, cuando un olímpico llegó a nuestra ciudad, embarazó a la hija de nuestro señor Bóreas y desapareció a su nieto.

Había en su voz molestia e indignación. El resto de sus compañeros se plantaron en posición de batalla demostrando que lo tomaban como una gran ofensa.

— ¡Y tu señor trajo una era glacial a la tierra y amenazó al Olimpo con ello! — terció Bente —. ¿Crees que lo olvidamos?

— Espero que no, mujer — se burló el del martillo —. Porque si vuelven a poner un pie en Hiperbórea, nos olvidaremos de que somos una tierra de paz y les traeremos la guerra.

El Aesir de cabeza rapada mostró la lengua larga y grande, de la que colgaba un aro. Su pulgar se dirigió a su propia garganta y la recorrió de un lado al otro, mirando fijamente a Sorrento.

El General sintió su sangre hervir, entendía a todos los presentes, quería despellejar vivo a este insolente.

— Avisen a todos en el Olimpo — aconsejó el del cuerno que parecía más tranquilo a pesar de las provocaciones —. Si alguien vuelve a poner un pie en nuestros dominios, no habrá un Bóreas que nos detenga para arrasar con ustedes.

La sentencia iba a ser respondida, pero las puertas del templo interrumpieron las intenciones. El dios del viento helado salía con paso firme y violento. Detrás de él, estaba Poseidón con igual talante.

— ¡Nos vamos, Aesir! — ordenó el Bóreas sin disminuir la furia en su voz.

Los siete se prepararon para el viaje, aún con las miradas torvas hacia las marinas que consideraban sus objetivos.

— ¡No olvides tu compromiso, Poseidón! — vociferó el dios alado —. Si tus pares ignoran mi reclamo, hundiré al Olimpo en el hielo perenne y esta vez, no habrá una Némesis que me convenza de parar el ataque, ni aceptaré un trato patético como aquél, Poseidón. ¡Haré lo que me negaron hace más de veinte años, lo quieran o no!

Los Aesir aullaron de nuevo, ese grito de guerra ponía los pelos de punta. Sus rostros se convirtieron en francas provocaciones con expresiones que incluían miradas enloquecidas, lenguas que se prolongaban o dientes que se mostraban con intención de cultivar el miedo en sus rivales. 

Las marinas elevaron su cosmos preparándose para la contienda, demostrando que no se quedarían atrás si lo que buscaban era un enfrentamiento. Cada uno de ellos tenía la plena convicción de que servían a un dios que merecía su fidelidad. 

Los dos bandos estaban por chocar. Los integrantes sentían el icor bullendo por sus venas deseando acabar con el otro. Y por encima de esta locura, Poseidón bramó.

Ese alarido invocó las aguas del mar que barrieron varios metros con los dioses guerreros de Hiperbórea que le habían agotado la paciencia. El hermano de Zeus miró fijamente al dios del viento helado y lo señaló con el índice.

— ¡Escúchame bien Bóreas y que tus Aesir abran bien los oídos! — sentenció el dios del océano —. Si el Olimpo no responde a mis interrogantes, no serás tú quien lo arrase. ¡Seré yo! Y esta vez será con un Diluvio que llegará hasta la misma Hiperbórea sin dejar a nadie a su paso, para que no vuelvas una tercera vez ante mí. ¡No colmen mi paciencia, hiperbóreos!

Y con un estallido de su cosmos, el tridente fue lanzado hacia los ocho invasores y al caer en el lecho marino, un tremendo maremoto los expulsó de sus dominios sin compasión.



Templo de Ares, en el Olimpo.


Ares se encontraba sentado en su trono con el cuerpo desnudo y la piel manchada en algunos sitios, por las secreciones de las ninfas con las que estuvo «retozando» antes de la llegada de Camus. Estaba deleitado con la expectativa que se desarrollaba ante sus ojos.

¿Quién diría que un General del mismísimo Poseidón vendría a ofrecerse como una vulgar ramera?

Se le hacía agua la boca con imaginar la tersa piel de la marina bajo sus manos, se relamía con lascivia en espera de encajar sus uñas por ella, dejando marcas rojizas y violáceas. Se imaginaba que escucharía para ese momento esos quejidos, esos respingos de incomodidad, los gritos que demostrarían cuánto Ares disfrutaba sobre él.

Tenía que reconocer ese punto. Estaba fascinado con la imagen del pelirrojo doliéndose, con su frialdad resquebrajada y aplastada en su piso mientras se fundía en sus entrañas y desquitaba su frustración sexual de años.

Su retorcido gusto por destruir las voluntades llegó al éxtasis con Camus. Desde que Milo se pusiera enfrente y la marina se atreviera a levantar una mano para detener a Ares, se convirtió en su objetivo.

Ni la bella Afrodita se le metió tanto bajo la piel.

— Pídelo de nuevo, Camus, quiero escucharte una vez más.

Su exigencia tenía una búsqueda acuciante, la de saborear el poder que tenía sobre él. Saber que ni Milo lo tuvo así de ansioso, de desesperado porque su lanza se hundiera en él rápido y sin miramientos.

— Ares, fóllame fuerte, duro y sin misericordia.

¡Qué hermosas palabras!

El dios de la guerra se puso en pie acercándose a su presa. Paseó su nariz por la piel de su mejilla sintiendo un pequeño estremecimiento en el cuerpo del otro. Por el rabillo del ojo vio el gesto de desprecio en lo profundo de esos ojos azules como la noche.

Ares dio unos cuantos pasos atrás. Le rompió la túnica que cayó muerta a sus pies y se dedicó a pasear la mirada por su cuerpo, dio una vuelta a su alrededor sorprendido por el cambio en su cosmoenergía.

Sólo había frío en su interior. Lo que antes era un dios con emociones y sentimientos, se convirtió en un bloque de hielo. Y Ares deseaba romper a puñetazos su cubierta hasta sacar el alma tierna que debía seguir ahí, en algún sitio.

— Puedes curar las heridas, las marcas — susurró contra su oído, llevando las manos a las caderas del otro, acariciando con lujuria —. Sin embargo, te advertí que si eras tocado por alguien, me iba a enterar...

Le dio media vuelta quedando frente a frente. Levantó su muslo con una mano e introdujo insolente los dedos en el interior de Camus. Buscó y encontró. El semen de los dioses dejaba un rastro de cosmoenergía y cuando retiró sus falanges, las restregó contra la nariz de la marina para que sintiera ese resquicio de su amante.

— ¿Con quién estuviste, Camus? — exigió barriendo la otra pierna para que su puta cayera de espaldas al piso. — ¿Quién de los dos fue? 

La marina tuvo el buen tino de ocultar sus emociones, pero Ares era experto en encontrar los agujeros en las armaduras. Vio el brillo de la sorpresa en las pupilas una fracción de segundo antes de quedar enterrada en el hielo.

Ares aplastó el cuerpo de Camus con un pie. Lo mantuvo sujeto bajo su voluntad siseando de rabia. No podía creer que ese par se atreviera a tanto, aunque podía esperarlo del mayor. Era más voluntarioso y rebelde. 

Con frustración apretó el tórax de Camus con fuerza bajo su bota, la única prenda que el dios de la guerra usaba en estos momentos.

— Dime con quién y yo me encargaré de arrancarle lo que metió en ti. ¡Nadie toca lo que es mío! — siseó con posesividad —. Eres mío, Camus. Dime quién fue y te prometo que le haré pagar.

La marina no se quejó por la fuerza que lo incrustaba contra el piso, una simple mueca fue suficiente para demostrar su incomodidad.

— Te lo diré a cambio de algo, Ares — se atrevió el malnacido a negociar.

— Así que vienes mancillado y quieres poner tus términos — gorjeó feliz y divertido —. Dime, Camus. ¿Qué quieres saber? Te lo concederé.

— Dime la verdad de la transformación de esa diosa embarazada en el Olimpo — solicitó con voz neutra —. Dime de quién eran hijos las criaturas que fueron muertas.

— ¿Acaso quieres saber eso? — se rio a carcajadas echando atrás la cabeza —. Pensé que querrías algo diferente, Camus. Está bien, te lo voy a contar, pero mientras lo hago, quiero tu boca insolente. Chúpala, Camus y te diré todo...





Campos Elíseos, Inframundo


Milo logró abrir los ojos sacudiendo la cabeza aún aturdido. A su lado, vio la figura de su abuela. La diosa de cabellos negros como el ébano le miraba con una expresión severa. Tenía puesto su quitón oscuro como la noche, con el cinturón sibilino que la caracterizaba.

— No debiste usar la transformación — le recibió con un regaño y el gesto adusto mientras pasaba sus manos impregnando de cosmoenergía el cuerpo de su nieto —. Ya es la cuarta ocasión, recuerda que si agotas las siete, no tendrás oportunidad alguna contra tu madre.

— Hola abuela, yo también te amo — expresó a duras penas el espectro sintiendo el sabor amargo en su boca —. ¿Acaso no reconoces la ponzoña de tu hija?

Un chasquido de lengua le respondió. Su abuela no estaba de humor y la razón era lógica. Abajo del cuerpo del guerrero se extendía una manta que iba recibiendo el icor pervertido por el veneno. Milo se sentía mejor, bastante débil, pero podía respirar.

— Así que tu madre te encontró — se escuchó una voz más. La dueña de ésta se acercó a su otro costado poniendo un paño en su frente —. Quédate quieto o me veré en la penosa necesidad de atarte otra vez — bromeó con tono ligero.

— Mi reina — susurró Milo con reverencia.

La mismísima Doncella estaba a su lado ayudando a su abuela a sanar su herida. Lo hacía con movimientos suaves y una leve sonrisa. Estaba bellísima y de nuevo, sintió esa alteración en esa cosmoenergía que al siguiente segundo, se desvaneció.

— Sigues siendo un chiquillo imprudente — reprendió la reina con sonrisa resignada —. Pudiste llamarme.

— ¿Y molestarla mientras estaba con su esposo? — aclaró Milo con el cuerpo tenso —. ¿Usted quiere que mi cuerpo sea descuartizado y todos los pedazos desperdigados por el Tártaro? — se escandalizó con el estómago duro. — Lamento decirle que amo mi cuerpo y me gusta completo.

Las risas de La Doncella se ocultaron bajo los dedos que cubrieron esa boca de fresa.

— Tu nieto sigue siendo tan divertido como siempre, querida — le halagó acariciando un mechón de cabello de Milo —. Te irradiaré con mi cosmoenergía y...

— Y va a ser que no, reina mía — se negó en rotundo —. No se olvide que mi cuerpo debe quedar completo, mi señora. Usted sabe que si su adorado esposo se da cuenta de que estoy abusando de su amabilidad, me la corta y vuelve a...

— Oh, Milo, eres muy aburrido — le interrumpió con más risas —. Sin embargo, mi señor y amado esposo no se va a quejar porque ayude a un espectro a sanar.

— Si sólo soy yo el objeto de tal atención, me niego de nuevo. Va a pensar que tengo preferencia.

La Doncella estalló en más carcajadas. El cuerpo se sacudía con tanta algarabía, que la obligó a poner una mano en el abdomen para contener esos movimientos y mantener la vertical.

— Me alegra que estés aquí — reconoció con emotividad.

La reina del Inframundo llevó una mano a la frente del guerrero. Cerró los ojos y soltó su cosmoenergía en él. Milo sintió cómo cada célula se avivaba con el llamado de La Doncella. El agotamiento se convirtió en una debilidad latente, pero al menos podía moverse de forma independiente.

— Me van a meter la espada por el...

— ¡Milo! — lo calló su abuela con ojos que le advertían que iba demasiado lejos —. Si tu señora te da un regalo, ¿Qué debes hacer?

— Gracias, mi señora, por obsequiarme la beatitud de sus curas — susurró bajando la cabeza solemne.

— No fue nada, Milo — le quitó importancia al asunto —. Sólo es una comanda a un cuerpo que está dedicado a mi protección, de recuperarse para seguir con su cometido.

Entendía el punto. En el Inframundo, la diosa Perséfone tenía el poder de la regeneración de todo lo vivo, como parte de su herencia por Deméter, así como la gran concesión del dios Hades al convertirla en su esposa.

La gran señora se puso en pie sin hacer escándalo porque los bajos de su quitón estaban manchados con el icor oscuro de Milo. Fue la abuela la que se molestó por ello, pues de inmediato pasó la mano por la tela dejando impoluta la túnica de la más joven.

El guerrero tomó asiento cuidando la manta que cubría sus vergüenzas de la mirada de La Doncella. Por recato y en un gesto de caballerosidad casi desconocido en él, se ocupó de mantener esa tela en su sitio. No temía a Hades, pero sentía impropio presentarse así ante la Reina.

— Esperaré afuera — informó la bella Perséfone saliendo de la habitación con paso regio y grácil.

— Gracias, mi señora por todos los favores otorgados a mi persona — la despidió con esas palabras bajando la cabeza con respeto.

Se puso en pie una vez que ella atravesó el umbral sujetando la manta. Sabía que su abuela no se asustaría. Sin embargo Milo, podía ser un bribón y coqueto, pero nunca iba a insultar a alguien que le importaba.

— Báñate y cuando termines de adecentar tu persona, hablaremos — organizó su abuela levantando los implementos usados durante la curación.

Milo obedeció la orden sin rechistar. Se apresuró para no dejar esperando a las dos diosas sabiendo que sería impropio de un varón bien educado y cuando estuvo listo, salió a buscarlas.

Ambas estaban en la fuente de La Doncella, donde podía ver lo sucedido en el mundo superior. El ex berserker logró distinguir la imagen de Camus saliendo de su templo antes de que la imagen desapareciera por el movimiento de la mano de la reina.

Sabía que al escuchar sus pasos, las diosas cambiaron de conversación y por ende, cubrieron todas sus huellas. Si tan sólo su vida fuera tan fácil y se arreglara con un pase de la mano...

Bah, sería lo más aburrido del mundo.

— Ya que estamos en sintonía, quisiera hablar sobre lo que le pasó a Camus.

Se acercó con paso tranquilo, hasta llegar a su altura y tomó asiento en una de las bancas de mármol dispuestas para ello.

— ¿Sabes por qué cambió así la marina? — interrogó su abuela volviendo su mirada al espectro —. Me parece raro que congelara su corazón.

— Parte de la culpa fue mía — reflexionó Milo —. He analizado cada porción de ese momento en mi mente. Sé que hice mal y me comporté como un bastardo, pero Camus no es tan débil para romperse tan fácil.

— Me parece que es lo contrario — murmuró La Doncella —. No se rompió, se convirtió en puro hielo.

Era difícil de explicar lo que por años contempló ante sus ojos. Las barreras alrededor de Camus, cada una puesta con un cuidado infinito, reforzada hasta el hartazgo. La estabilidad era precaria, pero él la manejaba con maestría.

— Algo más pasó desde mi muerte — declaró seguro de sus palabras —. ¿Podría mi señora permitirme ver el pasado en su fuente?

La Reina guardó silencio. Intercambió una mirada con la abuela y parecía que hablaran sin necesidad de palabras. Después de una «charla», pues sus gestos no dejaban lugar a dudas de que ellas, de alguna manera, hablaban entre sí, la Doncella hundió su mano en las aguas.

— No sabes lo que puedas encontrar, Milo — advirtió su abuela —. Sea lo que sea, mantén la prudencia.

— Haré lo mejor posible — se comprometió con tono lúgubre —. Tampoco esperes que me quede sentado sin hacer nada, después de que él cayó en la oscuridad.

— Pensé que no lo amabas, Milo — susurró la Reina con la cabeza ladeada, dejando que su cosmoenergía se fundiera con el agua —. Tus actos no son los de un amigo, más bien parecen los de un enamorado.

— Los monstruos como yo, no pueden enamorarse, mi señora.

— Ya veo — musitó la dama con voz enigmática —. Así que la maldición de Hera también te afectó a ti.

— No sería de otra forma — se lamentó con tristeza —. A finales de cuentas, era yo el que estaba en el vientre de mi madre cuando Hera la maldijo.

Las aguas mostraron el momento de la batalla. Los tres presentes se acomodaron para ver lo sucedido desde que la estrella que iluminaba la vida de Milo, cayó al Inframundo llevando consigo su alma.

El rubio quería saber todo, absolutamente todo y su corazón sufrió lo indecible al ver cada pedazo de la coherencia arrancada a Camus con sadismo y maldad. 

Incluso pudo observar con un nudo en la garganta el sacrificio de Saga. Su esfuerzo por hacer que la marina siguiera viviendo.

En agradecimiento a ese acto heroico, Milo se prometió cambiar su comportamiento con el ahora azabache. Fue injusto al pensar que era un egoísta y cruel dios. Saga le había demostrado que podía confiar en él y le devolverá el gesto en algún momento.

Odió con toda el alma a Poseidón, no podía entender por qué Camus le era tan fiel y estaba seguro de que si lo llamaba a su presencia, la marina iría corriendo. 

Al llegar al momento en que su yo del pasado llegó con el otrora pelirrojo, el Milo actual se sintió un bicho despreciable por permitir que sus celos y su posesividad hicieran daño tan cruelmente al hombre que era su pareja.

— Así que fue un conglomerado de humillaciones y vejaciones lo que llevó a Camus hasta el estado actual — opinó su abuela —. Le quitaste a su pareja, lo traicionaste con tu muerte, después Ares pisoteó el Tratado para satisfacer su lujuria. Su ex amante se convirtió en su mejor amigo dejando el peso de la culpa en Camus por ese cambio tan visible y el dolor que le infringió por sus acciones. Poseidón lo echó de su vera sin permiso a volver, tu pupilo lo entregó, Ares lo apresó con la marca y llegaste tú, para pisotear lo poco que le quedaba.

— Cada pilar en que sostenía su estabilidad emocional se rompió — reconoció La Doncella preocupada —. ¿Acaso no es el nieto de Bóreas?

— Lo es — afirmó la abuela.

— ¿Nieto de... Bóreas? — indagó con voz trémula —. ¿Camus es nieto del dios del viento del norte? ¿Del que trajo la era glacial porque La Doncella bajó al Inframundo?

— Ahí te equivocas — corrigió la Reina —. Bóreas no vino porque mi madre lo invocó cuando Hades me raptó o como dicen los rumores, cuando mi esposo con seis semillas de granada hirió de muerte al ciclo invicto de la eterna primavera, Bóreas aprovechó la oportunidad. Nada de eso es cierto. El dios del viento del norte, en cuanto se enteró de lo sucedido con su hija y que su nieto estaba en los dominios de Poseidón, vino por su propio pie a reclamar al Olimpo para que Camus volviera a su lado, pero no sé por qué se negaron a entregar a su nieto, eso habría resuelto muchos problemas.

— Fue un doble arreglo — explicó la abuela —. Por un lado, Deméter y Hades tenían a La Doncella con ellos cada seis meses. Por el otro, Zeus de forma ladina, prometió a Bóreas que podía venir al Olimpo cuando Deméter se olvidara de las tierras, para que pudiera estar con su nieto. así no lo separaban de su señor Poseidón que ya lo había cuidado durante varios años. Mató a cuatro pájaros de una pedrada.

Milo fue hilando cabos uno tras otro. Comprendió por qué Camus desaparecía en cuanto el invierno llegaba sin dejar más que una simple nota que anunciaba su vuelta en cuanto apareciera la primavera.

¡Maldito y sexy Camus!

Era toda una incógnita que a Milo le gustaría ir descubriendo poco a poco. Sabía muy pocas cosas de él y si era nieto de Bóreas, entonces su madre podría ser...

— Dime la verdad de la transformación de esa diosa embarazada en el Olimpo — se escuchó la voz neutra de Camus —. Dime de quién eran hijos las criaturas que fueron muertas...

Eso atrajo la atención de los tres de inmediato. Fijaron sus ojos en la poza de Perséfone y miraron lo que estaba aconteciendo en el Olimpo, en el Templo de Ares.



La boca de Camus se movía con gran habilidad por el miembro de Ares. En las dos ocasiones anteriores en que Ares le tuvo a disposición, la marina se negó a ofrecer tal atención. Una vez incluso lo mordió sin importar que el dios de la guerra le destrozara la nariz a golpes, pero ahora podía disfrutar de cada momento y vaya que era fantástico.

— La última mujer embarazada que sufrió la transformación, fue Lamia — empezó a contar entre gemidos y suspiros —. La desgraciada se metió con alguien más poderoso que ella y cuando se vio — se detuvo con un temblor cerrando los ojos — acorralada, decidió atacar.

Acarició los cabellos de azul como la noche profunda con pasión, le causaba un morboso placer ver al frío y distante Camus haciendo lo que siempre deseó. Devoto, atento, complaciente. Era una puta maravillosa.

— Así que... mientras atacaba con violencia, Hera logró captar el rastro de cosmoenergía y lo siguió — gimoteó con esa lengua que resbalaba por su glande —. Los descubrió en plena contienda, así que no dudó en lanzar su maldición contra ella.

Podía recordar ese momento como si fuera ayer, la pelirroja embarazada gruñía a punto de hincar sus colmillos en la piel del padre de su hijo cuando la gran diosa lanzó un rayo que la fue transformando.

— Lamia, así como tú quisiste ver a un hijo muerto... — susurró Ares con potencia, repitiendo las palabras de Hera —. Así verás morir a los tuyos por tu propia mano y estarás condenada a arrastrarte como el monstruo que eres, pues nunca tendrás el descanso de dormir o cerrar los ojos a tu realidad. Te condeno diosa inmunda, a perseguir a tus hijos hasta que el último muera en tus manos. Así como hiciste caer en la lujuria a un dios con tus artimañas, serás condenada por tu sangre a que ningún otro ser pueda resistirse a tus encantos. Sin embargo, el hambre despertará en tu sangre cada que alguno de ellos toque tu corazón y ese será el motor que te obligue a hincar los dientes en el amor que no comparte tu maldición. Sea pues, Lamia, tu osadía será pagada con muerte y tu veneno, será el que te condenará hasta el final de tus días a que ningún dios pueda permanecer al lado de un monstruo como tú, pues ¿Acaso los monstruos tienen sentimientos?

Camus detuvo su felación, un hilo de saliva unía su boca con el miembro de Ares. El mayor sintió el más pervertido instinto de lascivia apoderarse de él. Lo puso en pie ante él, iba a sujetar su pierna y descubrió que la marina le evadía con gracia y una sonrisa torcida.

Echando su larga y oscura cabellera a su espalda, Camus dio varios pasos atrás y caminó con gracia y sensualidad hasta el trono donde se acomodó abriendo las piernas, que ajustó en los reposabrazos. Sus manos se sujetaron del cabezal principal y arqueó el cuerpo en una franca invitación a ser profanado.

Ares había visto miles de posturas, de invitaciones y tenía que reconocer que de todas ellas, Camus se estaba llevando las palmas. Podía ver su hermoso cuerpo expuesto para él, la sonrisa torcida, la mirada confiada. Era increíblemente bello y erótico.

— Así que esto era lo que disfrutaba Milo cada noche — reprochó con molestia —. Maldito bastardo.

— No puede negar su herencia, Ares — aseveró la marina con una sonrisa extendiéndose —. Hijo de Lamia, seductor terrible e innato, un monstruo que no puede amar y que tiene los mismos impulsos que su padre al elegir a sus amantes.

Ares soltó la carcajada echando atrás la cabeza.

— ¿Estás sugiriendo que Milo es mi hijo? — se burlaba entre risas.

— Lo afirmo — sentenció Camus —. Tú mismo lo has dicho. Sólo dos pueden tocarme a pesar de tener la marca. Fobos y Deimos. Tu madre sólo escucha dos gritos, los del placer de Zeus y los tuyos cuando pides auxilio. ¿Por quién más Hera acudiría al rescate y transformaría a una diosa embarazada arriesgándose a la ira de Némesis?

— Milo no es mi hijo — despreció Ares —. Estás equivocado cuando dices eso. 

— Y sin embargo, es de todos conocido que Milo es el único que sobrevive a las peleas que tú abandonas, junto a Fobos y Deimos — aclaró Camus —. Es el único a quien la diosa Hera mira con desprecio cada que nos encontramos en alguna reunión y le dice sin dudar que es un bastardo. Si fuera hijo de Zeus, habría sido llamado por su padre a custodiar sus espaldas como hizo con todos sus vástagos, como Saga y Kanon.

— ¡Blasfemas! — terció el dios de la guerra —. Milo no es mi hijo.

— Lo traicionas negando su procedencia, pero curiosamente Lamia te persigue con ahínco cada que dejas un rastro. Podrás decir lo que quieras, pero ambos sabemos que Milo es tu hijo.

Ares soltó la carcajada restregándose la cara con las grandes manos, estaba realmente trastocado por cada palabra vertida por esa garganta insolente. Sus ojos echaban chispas y se relamió los labios con diversión.

— ¿Y si Milo fuera mi hijo, qué? — explotó de pronto —. Ese bastardo hijo de Lamia no pudo morir cuando su madre lo intentó masacrar en su vientre. Ese malnacido se negó a dejarse llevar por Thanatos a pesar de las heridas aún recién nacido, se ocultó durante su crecimiento y todavía se atrevió a pedir un lugar entre mis berserkers. ¡Todo para demostrar que era mejor que yo! Bien dicen que tengas a tu amigo cerca y a tu enemigo, más cerca. No es mi hijo porque jamás lo reconocí, ni lo reconoceré. Para mí, Lamia lo tuvo sola y me hubiera gustado matarlo con mis propias manos en cuanto asomó la cabeza por las piernas de esa perra.

— Por eso me dejaste asesinarlo, Ares — razonó Camus jugueteando con el cráneo base del trono —. No porque me desearas en tu cama, eso es circunstancial. Querías deshacerte de tu hijo que te pisaba los talones en poder.

— ¡¡¿Y QUÉ?!! — bramó el dios de la guerra —. Milo era mi berserker, podía hacer con él lo que me viniera en gana. Ni Némesis misma se atrevería a reclamar que cometí un filicidio. Tú lo mataste a mi favor, evitaste que me manchara las manos con su asquerosa sangre.

— La mitad de esa asquerosa sangre viene de tus venas, Ares — aclaró la marina.

— ¡ES SUFICIENTE! — gritó con vehemencia el dios de la guerra, acortando la distancia entre ellos —. No aprenderás nunca a tener la boca cerrada.

Ares golpeó a Camus y el cabezal del trono se rompió. La marina cambió su rostro a una frialdad completa cuando la virilidad del otro se hundió con violencia en sus entrañas. Las uñas del dios de la guerra destrozaron sus caderas en el afán por retener en su sitio a su esclavo sexual.

Camus manoteaba con desesperación, eso sólo incentivaba más la rabia de Ares que lo seguía penetrando con brutalidad. Le golpeó el rostro una y otra vez, pero a la cuarta ocasión, el contacto de su piel con la de Camus le hizo aullar. Miró sorprendido cómo su puño se convertía en hielo.

Todo su cuerpo empezaba a sentir las quemaduras por el frío y se separó con rapidez de la marina. El aire a su alrededor se condensó y la temperatura bajó en un santiamén. Buscó hasta que encontró el cráneo principal de su trono, roto bajo el puño de la marina.

— Encontré el punto débil de tu juguete — sentenció Camus poniéndose en pie con lentitud.

Ares blasfemó e invocó a su armadura. Ésta le cubrió el cuerpo y evitó que se congelara. La pelea dio inicio. El dios de la guerra tenía más experticia en el campo y golpeó sin piedad cada punto débil del otro. Un par de ocasiones sintió el aire frío detener sus puños, pero su cosmoenergía era mucho más grande que la del dios guerrero.

— ¿Acaso crees que soy tan patético que tu aire me hará daño, Camus? — presionó al otro —. Podrás ser nieto de Bóreas, pero sigo siendo el dios de la guerra y como tal, te volveré a someter a mi voluntad y serás mi puta para siempre.

La pelea siguió. En un momento determinado, Camus empezó a cambiar el ritmo del combate con movimientos que Ares había visto únicamente en otros seres, los Aesir. Aún así, el mayor llevaba ventaja. Él tenía puesta su armadura y la marina no logró invocar sus escamas a tiempo, pues el salón del trono todavía tenía otras sorpresas para los enemigos de Ares.

El mayor se impuso sobre el menor a base de potencia. Si bien los puñetazos conectaban, era el poder demoledor del dios de la guerra derrumbó a Camus. La brutalidad tomó el triunfo y Ares cayó sobre él, separando las piernas con un golpe de las suyas para tenerlo listo. Sujetó las manos de la marina y aplastó su cabeza contra el piso.

— Recordemos la primera regla, Camus — siseó hundiendo su virilidad sin compasión en el otro —. Soy un dios mayor, tú no eres nada bajo mis...

No pudo continuar. Una bocanada de icor le llenó la boca con tal potencia, que salió escupida con fuerza sobre la espalda de Camus. Ares bajó la cabeza hacia la zona donde sentía un dolor tremendo y se sorprendió al ver la punta de una lanza salir grotescamente de su pecho.

Esa arma no era cualquier arma. Era su lanza.

Y sintió que el mundo daba un giro de tuerca cuando escuchó en su oído una voz conocida que le decía:

— Hola, padre-no-padre. ¿Me invitas a tu fiesta?



¡Hola! ¿Cómo va?

Sentía que no llegaba a esta entrega, pero lo logré. Un día después, pero ya está. 

¿Te esperabas todo lo que pasó en este capítulo?

¿Sospechabas que Milo era hijo de Ares?

Sabes quién llegó al final, ¿Verdad?

¿Cómo crees que siga?

Más episodios emocionantes se avecinan.

Gracias por tus lecturas, tus estrellitas y seguir este fic.

¡Hasta pronto!

*Créditos por la imagen de Bóreas, a su autor.

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