13. ¿Los monstruos tienen sentimientos?
En el momento en que el pacto de Athena fue hecho y su convicción no dejó lugar a dudas, las aguas del Estigia se encendieron en una tonalidad dorada, llamando la atención de los que estaban a su alrededor.
La cámara de descanso de la diosa se permeó con una cosmoenergía ajena a los presentes, que evocaba la solemnidad.
Estigia respondía así, uniendo a los participantes del pacto, con una pequeña marca en el dorso de la muñeca izquierda de Camus y Athena.
Era la señal del vínculo inquebrantable entre ellos y tenía forma de una minúscula estrella brillando.
Para la diosa, era el primer distintivo que permanecería en su epidermis hasta cumplir con su juramento.
En el caso de Camus...
La marina desvió un instante su mirada azul profundo hacia la zona donde la segunda estrella se dibujaba con un brillo dorado y desaparecía después de unos cuantos segundos.
A la diosa no le pasó desapercibida que no era éste, su primer juramento.
¿Con quién lo habría hecho?
La frialdad de la marina impedía que pudiera saciar su curiosidad.
Las tres personas en la habitación permanecieron en silencio. El mochuelo elevó el vuelo y salió de la cámara por una de las ventanas sin soportar la tensión.
Camus depositó en la palma de la diosa el colgante. Al contacto del metal con la piel, un cosmos se dejó sentir. Era monstruoso, incomparable a lo que ellos conocieron y de cierta forma, familiar.
— Athena, debes encontrar quien pueda hacer uso del Forjador — expresó Camus con esa voz sin emoción, posando sus ojos de azul profundo en la joya con forma de martillo —. Deberás acudir con tu padre para que te ayude en esto. Él es el único con el poder para moldear el nuevo rostro de Urano.
La diosa se quedó pensativa. El collar terminó colgando de su nuca. Shion guardaba silencio prudente, aunque su mente no lograba comprender las implicaciones de este evento.
— ¿Crees que será suficiente con el poder de mi padre, Camus?
— Es uno de los dioses mayores, debería ser así — razonó acariciando su barba sin vello —. De cualquier forma, el Forjador tiene la fuerza suficiente para eso. Sólo falta una mano firme para desplegar su poder.
— Moldear el nuevo rostro de Urano — repitió el muviano.
— Significa crear estrellas que no existen y formar nuevas constelaciones, Shion — le aclaró la diosa con una pequeña sonrisa.
La cara del caballero se iluminó con la sorpresa. Su mandíbula se desencajó y sacudió la cabeza para desechar cualquier idea inadecuada.
— ¿Puede lograrse tal proeza?
— Gracias al esfuerzo de Milo, se hará — zanjó Camus —. Este martillo, es el Forjador que Urano utilizó al inicio de la creación. Con él, diseñó el actual sistema estelar.
— Un martillo para el cielo — susurró Shion empezando a entender todo.
— Es como un peine para nosotros — le hizo ver Athena con una sonrisa —. Si podemos crear nuevas constelaciones, tenemos trabajo por hacer, Shion. Mis caballeros no tienen armaduras porque consideré que pelear con ventaja era una aberración, pero tras la batalla de hace tres noches contra Ceo y sus hijos, entendí que soy una imprudente y quiero suponer que por eso Camus te invitó...
— Así es — aseveró la marina —. Con las nuevas constelaciones, podrás formar armaduras. Las estrellas te darán el poder que te falta para la creación de las mismas, ¿No es así, Shion?
El muviano siguió el hilo de pensamiento de los otros dos. Si el cosmos de las estrellas se condensaba, los metales necesarios serían suministrados e imbuidos por esa energía, pero haría falta algo más...
— Podríamos realizar protecciones con grandes habilidades mi señora, aunque faltará un ingrediente que después le indicaré — comentó con tono bajo —. Ahora entiendo por qué debemos mantener el secreto. Los otros dioses no verán con beneplácito la creación de estas armaduras.
— Ya lo dijo Zeus cuando presentó a Athena — recordó Camus —. «Caballeros se elegirán y armaduras portarán». Si los otros dioses desoyeron o pensaron que esa disposición era ley muerta, se equivocaron. ¿Faltaría algo más para atrapar a Ceo? — cambió de tema.
La diosa se quedó en silencio. Si modificaban el rostro de Urano, el titán se vería cegado momentáneamente porque no podría leer el firmamento con exactitud, hasta no acostumbrarse a los nuevos signos estelares.
Milo sin duda alguna, era un dios guerrero bastante peligroso. Si era capaz de crear una estrategia así e incluso, morir para lograr su cometido, era un desperdicio que siguiera en los Campos Elíseos.
No entendía el afán de Ares por permitir que Milo falleciera sin propósito y estaba segura de que desconocía la estrategia o la marina hubiera ido con él. A finales de cuentas, el dios de la guerra también era hijo de Zeus.
¿Sería que desconfiaban Milo y Camus del buen juicio de Ares?
— Sí, falta algo más, Camus — dijo Athena con tono dubitativo —. Tal cual dijiste, necesitamos atrapar a Ceo. Y para ello, requeriremos algo que le impida escapar antes de que podamos hundir la flecha que Hefestos confeccionó y que trasladará su cuerpo al Tártaro.
— La flecha ya la tiene Aioros, es nuestro mejor arquero — susurró Shion —. Sin embargo, hará falta un tiro limpio porque no tenemos el derecho de fallar. Hefestos hizo las puntas de estas flechas con la sangre de Cronos para debilitar a los otros titanes y sólo queda un puñado de ellas. No podemos darnos el lujo de desperdiciar ninguna.
Camus asintió pensativo caminando por la estancia. Ese gesto era común cuando su mente trabajaba al máximo para encontrar una solución.
— Creo saber qué podríamos usar para ello...
— Siento que tienes un «pero», Camus.
— Sí, Athena — miró hacia fuera de una ventana, siguiendo su vista hasta un templo en particular —. El objeto que codicio está a buen resguardo y pocas personas pueden entrar ahí, sin levantar sospecha.
— ¿Y entonces? — indagó la diosa con curiosidad.
— Ve a con tu padre, Athena — dijo convencido del siguiente paso —. Tendrás que obligar al señor del rayo a mantener el secreto de lo que hacemos, hasta que se forme la primera constelación. Mientras tanto, ¿Y si hacemos esto...?
Inframundo
Tres días pasaron desde que la Doncella llegó al Inframundo y los festejos continuaron a pesar de la notoria ausencia de la homenajeada, que permanecía en el templo de Hades.
En ese tiempo, Milo no logró encontrar la forma de hablar con su abuela, quien una vez acompañó a la señora del Inframundo en el camino entre el reino superior y el Inframundo, estaba demasiado ocupada para conceder unos momentos a su nieto y platicar sobre lo sucedido con Camus.
Sin embargo, ese mediodía Milo devoraba la distancia hacia el río Estigia, sorprendido por lo que apareció en el dorso de su mano izquierda un par de horas atrás.
Los juramentos de los dioses marcaban a aquellos implicados, pero lo que no entendía, era quién prometió hacer algo por él.
Según el compromiso ofrendado, era la señal que se creaba.
Si era a favor de alguien, se plasmaba una estrella, pero si era en contra, se formaba un ojo como señal de advertencia.
Némesis, la diosa de la venganza, lo había exigido así, para no incumplir las normas de un justo combate.
El rubio necesitaba respuestas y las aguas de la Estigia se la darían si lo hacía de la manera correcta.
Su paso se hizo más ágil apenas sus pupilas se impregnaron de la imagen del poderoso y más venerado río de la antigüedad. Su corazón latió desenfrenado por la expectativa y siguió su marcha hasta llegar a la orilla.
Cerró sus ojos y se concentró en el distintivo marcado en su piel. Encendiendo su cosmos, rasgó su carne en ese sitio para dejar caer su icor en el caudaloso líquido, antes de pronunciar las palabras sagradas.
— Sagrada Estigia, imploro la beatitud de vuestra magnificencia y por ella, que sean tus aguas el reflejo de la promesa que se me ha otorgado el día de hoy.
Del mismo sitio donde cayeron las últimas gotas de icor, el río le cumplió su petición.
En el interior de su mente, Milo logró vislumbrar la escena al completo. El corazón se saltó un par de latidos al ver la imagen de su Camus y de la diosa Athena pronunciando tal pacto.
Cada palabra quedó grabada en su mente y en su alma. El espectro parpadeó al final, agradeciendo humilde el favor otorgado por el Estigia con otro derramamiento de icor y se alejó de la ribera del río con sentimientos entremezclados.
Camus había pedido a la diosa que hiciera un pacto inquebrantable.
¡Un juramento sobre las aguas de la Estigia!
Se pasó la mano por los rubios cabellos anonadado por tal osadía. Pocos dioses guerreros se atreverían a tal desacato ante una figura mayor, ante un señor de tal poder como la propia Athena.
Eso podría costarle la vida a Camus si alguien se daba cuenta de ello.
Zeus lo podría fulminar con su rayo sólo por comprometer a su hija de esa forma, porque si Athena no cumplía la misión, pagaría con su vida y ahora no tenía excusa, estaba condenada a enfocarse en atrapar a Ceo.
¿En qué estaba pensando Camus cuando hizo tal tontería?
Por otro lado, era una buena estrategia...
No, «buena» no.
Sublime, maravillosa, perfecta...
Como la marina misma.
¿Por qué tuvo Milo que echar todo a perder?
Era un idiota. Si tan sólo pudiera dejar a un lado sus temores y darse la oportunidad de ir más allá con Camus. Milo sabía por qué se negaba a dar un paso adelante y se obligaba a mantener muy altos sus prejuicios de siquiera intentar amar a ese dios guerrero.
Por ello, se concentraba en cumplir su misión dejando atrás cualquier sentimiento hacia la marina.
Al menos, tenía la confianza de que la única diosa en la que podía confiar, estaba de su lado. Athena tenía la inteligencia para encontrar la estrategia perfecta para atrapar a Ceo.
Después, vendría el asunto de su muerte...
Un olor familiar puso en alerta a todos sus músculos. Por encima del hombro, miró hacia atrás con precaución. Ese hedor era inconfundible, parte de la misma maldición que impuso Hera sobre ella.
— Milo — ese sonido susurrante le erizó cada vello de su piel —. No esssperaba encontrarte aquí, cariño.
El rubio fue volteando lentamente a sabiendas de lo que encontraría frente a él. Aún así, la visión de su madre era imponente y le provocó un hueco en el estómago.
Decían que los dioses cuando son pequeños, se les asustaba con el cuento de que esta criatura los buscaría para devorarlos, pero Milo era el vivo espejo de que esa amenaza podía hacerse realidad.
— Madre.
Sus ojos pasearon por esa larga cola de serpiente que se ondulaba conforme ella se arrastraba. Era enorme, su cuerpo como diosa no medía más allá del metro y setenta centímetros. Sin embargo, como monstruo, Lamia le sacaba casi dos cabezas al espectro.
— Escuché los rumoresss de que estabas en el Inframundo, pero no losss creía.
Se desplazó con una velocidad de rayo hasta posicionarse tras él. Milo sentía su fétido aliento en el lateral derecho de su rostro. La larga cola fue acomodándose haciendo un círculo mortal.
— Pues ya ves que sí, madre — midió rápido la distancia —. ¿Qué haces aquí, pensé que estabas con...? — se quedó en silencio unos momentos meditando — ¿Cuál era tu último amante?
Su madre restregó su mejilla contra la suya. La suave piel de Milo sintió la frialdad de la otra. El rubio se obligó a no ceder. El gran embrujo de seducción se desplegó alrededor de la criatura y pequeños rastros de feromonas quedaron impregnadas en la epidermis del espectro que a pesar de lo asqueroso de la idea, sintió endurecer su virilidad.
— No me gusta el incesto, madre — dio un paso al costado, la enorme cola le impidió alejarse más —. Y todavía aprecio mucho mi vida para que vengas a intentar matarme... — se atrevió a posar sus aguamarinas en las amarillentas pupilas del ser — otra vez.
Tenía un segundo, quizá dos, para moverse rápido.
Ambas cosmoenergías reaccionaron al unísono.
Milo extrajo la daga, su madre lanzó la mordida.
El espectro logró evadir, por poco, el primer ataque. Sin embargo, en su mejilla se abrió una delgada línea, en cuyo interior se alojó el feroz veneno de su progenitora.
La daga se encajó en el costado de la misma carne del dios guerrero y éste sintió el poder de su abuela fluir por sus venas.
— ¡Cómo odio el juguete de esa perra! — blasfemó Lamia apresando a su hijo con su serpentino cuerpo —. No te servirá.
Milo jadeó al sentir la constricción de su ser. A pesar de que sintió cómo se rompían un par de costillas y su brazo derecho, se permitió una sonrisa burlona. Era tarde, el proceso de transformación estaba en su apogeo.
El cuerpo del dios guerrero cambió a su apariencia monstruosa. Las manos se tornaron tenazas, se formó el exoesqueleto y la larga cola aguijoneada, lanzó el primer ataque.
Lamia se alejó con rapidez, llegando a una distancia segura del gigantesco escorpión portador de ponzoña, que completaba su ciclo de humano a arácnido.
Las ocho patas se posaron en la tierra, las tenazas chasqueaban peligrosamente, la extremidad terminada en punta se tensó. Ese peligroso aguijón parecía presto a soltar su veneno a la más nimia oportunidad.
— ¿Acaso tu abuela no te dijo que lasss serpientes son los depredadoresss de los escorpionesss, cariño?
Sin embargo, no se atrevía a atacar. El tamaño del cuerpo de su hijo menor, casi de metro y medio, la hacía ser cautelosa y la cosmoenergía que emanaba de él, la ponía nerviosa. Intentó un par de movimientos para buscar su punto ciego.
Cada que lanzaba una acometida, las tenazas se atravesaban en su camino o bien, ese aguijón silbaba muy cerca de ella.
— Veo que te enssseñaron bien, Milo — siseó molesta sacudiendo la cabeza.
En algún momento, el escorpión utilizó una táctica que era nueva en él. La increíble sensación de peligro se incrementó en el cuerpo de la fémina. Un aura proveniente del otro, la atemorizaba.
Le respondió con la magnificencia de su seducción, con los cabellos rojos enmarcando su rostro hermoso, sus manos recorriendo su cuerpo con sensualidad, la sonrisa plena que prometía placeres ocultos.
Ningún dios con icor en las venas era inmune a sus encantos, mucho menos lo sería su progenie.
Se acercó un par de metros convencida de que el otro había caído en su trampa y se encontró con que era al revés. Su cuerpo dejó de moverse por un inexplicable poder mental que hacía mella en cada parte de su ser.
Vio incrédula, cómo de pronto ese escorpión empezó a crecer en tamaño y comprendió que el peligro antes anunciado, era su intuición indicando que su hijo tenía un as bajo la manga.
Milo no había llegado a su transformación completa y ahora que seguía creciendo, llegaba a un tamaño de dos metros y medio de altura.
Lamia era insignificante para ese aguijón o las gruesas pinzas que seguían castañeando. Fácilmente, podía caber en una de esas extremidades curvas y ser partida en dos, sin el menor esfuerzo.
— ¿Qué hizo contigo mi madre? — bufó iracunda.
En el afán de proteger a Milo, la abuela lo había convertido en un monstruo mucho más temible que la misma mujer que lo procreó.
— Aún así Milo, sabes que no puedesss matarme y haré lo que sea para destruirte por dentro. Tienesss mi sangre, por eso posees la habilidad de ssseducción con que me castigaron. Eresss mi cría y como tal, llegará un momento en que mates a tus hijosss.
El escorpión lanzó sin clemencia el aguijón hacia el sitio donde estaba su madre. Ella lo evadió por poco. Todos sus instintos en alerta, le gritaban que se fuera de ahí pronto o terminaría muerta.
Sin embargo, no se iría tan tranquila.
— Erasss muy pequeño cuando me transformó Hera, — mostró los gruesos colmillos —. Y no recuerdasss la maldición que eché sobre ti, mi último vássstago. ¿Verdad?
Las tenazas golpeaban sus dedos con un sonido repetitivo, el arácnido se posicionó para el ataque. La serpentina mujer siseó.
— YO, LAMIA, TE MALDIJE A TI, MILO, A...
No pudo decir más. La cosmoenergía de su hijo lanzó un destellante ataque contra su cuerpo. El impacto la lanzó a un par de metros de distancia con el hombro adolorido. La punzante herida redonda le hizo creer que ese aguijón la había perforado, pero era imposible. Jamás la tocó a menos que...
Si su madre había fusionado la esencia del guerrero humanoide con el arácnido, las oportunidades de Lamia eran ínfimas.
¿Acaso podía lanzar sus ataques de dios guerrero estando en esa forma monstruosa?
Esta vez no dudó. Se alejó de ahí a toda velocidad rabiosa e histérica, sabiendo que esta batalla era imposible de ganar si no tenía un buen plan.
Insultaba una y otra vez a esa diosa perra que cuidaba de Milo. Odiaba que se entrometiera, pero confiaba en que tarde o temprano, su maldición daría frutos.
Milo estaba condenado a matar a todo aquél que tocara su corazón. En el momento en que cediera al amor, perdería el control y hundiría tan fuertemente su aguijón en aquél que no fuera parte de su sangre y lo mataría.
Su rubio hijo tendría el mismo destino que Hera le impuso a ella.
Al despertar de su locura, Milo se encontraría con la misma escena que Lamia tenía que soportar diariamente.
Su vástago se descubriría como el asesino de lo que más amaba y por ende, estaría condenado a la soledad porque los monstruos como ellos, nunca podrán albergar sentimientos por absolutamente nadie...
Monte Otris,
Lugar de descanso de los Titanes.
Ceo abrió las puertas de su templo con brusquedad llamando la atención de sus dos hijos, Lelanto y Perses, que revisaban un gran mapa de Gea en la superficie de un escritorio mientras planeaban el siguiente ataque.
Lelanto era un hombre delgado, pero fibroso. Su complexión no era muy destacada. Era alto y de pasos silenciosos, con cabellos plateados y ojos verdes como el bosque. Perses era todo lo contrario, si bien su altura era idéntica al otro, su cuerpo era musculoso, grueso y un poco tosco. Una larga barba adornaba su mandíbula, su cabellera era azabache y sus ojos tan violáceos como el amatista.
El primero, era el titán del aire y se caracterizaba por ser un cazador que pasaba inadvertido acechando a sus presas y podía tornarse invisible, como su elemento.
El segundo, era el titán de la destrucción y la paz. Si bien era yerno del señor del conocimiento, pues estaba casado con Asteria, tenían una relación muy estrecha y Perses lo llamaba «padre». Ceo correspondía a ese vínculo fraguado tras el matrimonio.
— ¿Todo está bien, padre? — se interesó Lelanto incorporando el cuerpo de la mesa.
Ceo caminó por el lugar acariciando su barba lampiña, se le veía nervioso e intranquilo. Perses dejó una marca en un sitio del mapa y encaró a su padre postizo que tomaba la palabra.
— He presenciado ante mis ojos el poder del guerrero de la tormenta y el diamante. He comprobado que no tiene capacidad para derrotarme, ¿Por qué entonces le temo?
— Padre — se acercó un par de pasos Lelanto —. Si te refieres al que derrotó a la quimera, no puedo creer lo que dices. ¡Tú lo viste! Derrotó a ese monstruo sin daño.
— Falso — contradijo Perses —. Eres el titán del aire, la cacería al acecho y lo invisible. Si tuvieras la misma experiencia que yo durante las batallas, sabrías que ese dios guerrero tuvo más lesiones de las que crees. Tiene habilidad para ocultar sus emociones y por eso, no reflejó el dolor, además de que cubrió con hielo sus heridas. Por otro lado, la quimera ya estaba agonizando, bastaba que la golpeara un aire frío para que muriera. Ese guerrero no es poderoso.
El titán del conocimiento revisó el sitio simultáneamente con sus múltiples ojos, sentía que algo se le escapaba y detestaba esa sensación. Las tres noches que siguieron desde la contienda revisó cada estrella, cada marca de la faz de Urano y no encontró cambio alguno con la profecía.
— Ese guerrero debe morir — sentenció con determinación —. Lelanto, deberás ir tras sus pasos sin que se dé cuenta y en el momento preciso, atravesar su garganta con tu lanza. Lo quiero muerto, ya que el otro se escapa de mi mirada.
El titán de cabellera plateada aceptó su orden bajando la cabeza. En ese momento, unos pasos resonando por la superficie pulida desviaron la atención de los tres varones.
Asteria entró a la habitación con paso regio y digno de la titánide de los oráculos y las estrellas fugaces. Su cabello era tornasolado, figurando la estela de una estrella al caer del cielo. Sus ojos en cambio, eran de una tonalidad aguamarina, muy brillantes y misteriosos.
— Padre — saludó a Ceo con una inclinación de cabeza —. Hermano, esposo — continuó con Lelanto y Perses, respectivamente. — ¿Todo está bien?
— Dista de estar bien — el padre de Asteria volvió la mirada al mapa de Gea —. Como bien sabes, el plan para matar a Athena falló, pero fue porque apareció uno de los dos amos del caos.
— ¿El que es tan bello como el trigo y portador de espinas? — se interesó —. Eso es imposible.
— No, el señor de la tormenta y el diamante — sin embargo, Ceo estaba intrigado —. ¿Por qué es imposible que el otro aparezca?
La titánide avanzó hasta llegar a la vera de Perses, su esposo. Su mano de marfil acarició suavemente la barba poblada de tonalidad azabache con afán distraído. El titán de la destrucción posó la mano tras la espalda de la fémina, correspondiendo su mirada.
— Porque está muerto — aseveró la señora de los oráculos.
— ¿Murió? — Ceo estaba anonadado —. ¿Cuándo?
— Hace casi un mes — Asteria miró hacia Urano, ahora iluminado por Helios —. Su estrella cayó y bien sabes que esos son mis dominios, padre.
— Y sin embargo, la profecía no ha cambiado — opinó el titán del conocimiento con gesto incrédulo por las palabras de su hija —. No entiendo por qué...
— Dicen que la vida de un dios es tan rápida, que toma tres pestañeos para que el abuelo Urano lo deje fuera de sus dominios — interrumpió su hija con tono suave y cálido —. La muerte del amo del caos fue un suceso espontáneo y tan reciente, que las estrellas no se han dado cuenta. Ya empezarán a apagarse de poco en poco. ¿Acaso no ha pasado antes?
Ceo se quedó pensativo. Caminó de un lado al otro sopesando las posibilidades y los argumentos de su hija Asteria. Tenía razón, no había nada en el Universo más contundente y que pudiera acabar con una profecía, que la muerte de su protagonista.
Sucedía de forma somera, pero era cierto que pasaba.
— Si eso fue así y la estrella del amo del caos ha caído, entonces sigamos con nuestros planes. Lelanto, la siguiente vez que el señor de la tormenta y el diamante se atraviese en nuestro camino, será tu deber destruirlo.
— Así lo haré, padre.
El titán del aire hizo una sentida reverencia poniendo una mano sobre su pecho. Ceo dio media vuelta para dirigirse a sus aposentos.
— Acompáñame, Lelanto — le invitó con una sonrisa imborrable —. Te daré lo que mandará al Inframundo a ese guerrero.
Padre e hijo abandonaron la estancia dejando solos a los esposos. Perses tomó la mano de su mujer y depositó un suave beso en su dorso.
— Sabes que te amo con cada partícula de mi cosmos — sus ojos de amatista se encontraron con los aguamarinas —. No quiero perderte.
— No lo harás, cariño — la titánide acarició la mejilla de su esposo con dulzura —. Para eso combatimos, para seguir existiendo — pegó su frente a la del varón.
La fémina analizó el mapa de Gea poniendo la mano en el lugar donde su marido dejó la pequeña marca. Sí, sería perfecto. Ese sería el sitio para la emboscada...
En el Olimpo.
El cuerpo le pesaba a cada paso que daba. La quimera no fue un rival insípido ni soso, sino brutal y su habilidad causó más estragos de los que se captaban a simple vista.
Camus avanzó calibrando el daño que permanecía en su cuerpo aún tres días después de la contienda. Tenía un par de heridas en el costado, quizá dos costillas fracturadas que trabajó en ocultar y varios cortes que no eran importantes, pero sí profundos. Si no fuera porque congeló esas zonas, Athena seguramente habría ordenado que le curaran.
Y...
¿Quién desea mostrar debilidad en tiempos de guerra?
La marina agradeció su frialdad y su capacidad de análisis durante la batalla. De lo contrario, no hubiera visto esa herida en el pecho de la quimera y que atacó posteriormente con la Ice Spear.
Su estrategia se limitó a rematar lo que ya estaba en las últimas.
Sabía que su habilidad en combate no era comparable a otros dioses guerreros como Saga, Dohko o Hasgard. Su punto fuerte se encontraba en la observación y la estrategia para atacar con técnicas bien elegidas, para causar el mayor daño con poco poder.
Sin embargo, si quería continuar siendo elegible para los siguientes combates, debía estar en su máximo de capacidad. Por esta razón, volvió a su templo después de elaborar el plan con Athena que llevaría a preparar el terreno para el siguiente paso rumbo a su fin último: mandar a Ceo al Tártaro.
La estancia de su hogar seguía congelada, la mayoría de sus utensilios ahora eran inútiles. Camus formó tras de sí, una puerta de hielo en la entrada principal y se dirigió hacia la poza tras su dormitorio. Se concentró en descongelar la zona, se desprendió de sus ropas y se sumergió en el agua fría.
Volvió a su método de curación, bajando la temperatura del líquido hasta formar el hielo y se mantuvo ahí dejando que su ser recuperara su salud.
Odysseus sanó la herida del veneno de la serpiente, algo que la marina no hubiera logrado por ningún método. Sin embargo, el caballero era astuto. Camus no se creía que fuera desconocedor del resto de sus heridas, pero le concedió el silencio.
La marina lo agradeció.
Detestaba la idea de que los demás supieran que una criatura de tan «bajo» nivel le pudiera hacer tanto daño.
Necesitaba entrenar de nuevo, esta vez en la búsqueda de lo que su abuelo llamó «la técnica final y absoluta del mago del hielo». Para ello, requería tiempo del que no disponía aún. Los planes seguían en marcha y no se detendrían sólo porque Camus fuera incapaz de sostener una pelea contra un enemigo.
Lo dijo Athena en su juramento «cueste lo que cueste» y eso significaba incluso, aceptar la muerte de algunos.
Aunque odiaba la idea, la diosa tenía razón al decir que debía ser convocada la mayor fuerza bélica del Olimpo y eso irremediablemente traería a...
Milo.
Su corazón se mantuvo sereno a pesar de que su mente se permeó con la figura y los recuerdos del ex berserker.
No había momento para la debilidad y Milo lo fue en su vida.
Sepultar todo de él, era la mejor forma de olvidar su memoria.
La mejor forma de avanzar sin estar bajo su sombra.
Le dio la razón a su abuelo Bóreas. Un individuo tan apasionado resultaba errático en sus movimientos. Milo no era alguien de fiar. La pasión lo gobernaba y eso nublaba su pensamiento.
Lo vio durante el episodio de la marca de Ares en donde ni siquiera le dejó explicar lo sucedido y le dedicó un ataque verbal sin consideraciones ni límites.
Camus estalló en ese momento, incapaz de soportar más en pie la presa de sus sentimientos, sabiéndose desbordado, acusado, sentenciado y vapuleado por aquél que se decía su pareja.
Si eso hacía Milo que dijo desearlo, ¿Qué no harían los demás?
Esa sería la última traición que le permitiría al rubio.
Esa sería la última vez que se permitía odiar al rubio.
¡Basta de emociones!
Así como ahora se sentía, donde la paz lo acompañaba con la frialdad y la soledad del hielo, se sentía pleno y tranquilo.
Los demás eran prescindibles, excepto él, Camus mismo.
Se hartó de vivir por los demás y el cambio de apariencia física era una muestra tangible de la muerte del Camus sentimental.
Bienvenido el mago del hielo, señor y dador de paz interna.
Por fin, entendió a su madre cuando se deshizo de él y lo arrojó al mar.
Camus era un peso en sus tobillos que le impedía avanzar y si bien, ella dijo en su oportunidad que lo hizo para que Bóreas no condicionara el destino de su hijo, la marina sabía que era una excusa más que ella se decía para justificar sus actos.
Cuando algo pesa, lastima, pero sobre todo, hiere, lo mejor es deshacerse de él.
Camus lo hizo con Milo y ahora sólo sentía la tranquilidad de una mente vacía y un corazón sereno.
¿Desde hacía cuánto que añoraba esto?
Desde su más tierna infancia, porque la introducción de Milo en su vida, significó una hecatombe. El rubio se caracterizaba por ser un amo del caos. Cada que pisaba el espacio personal de la marina, enloquecía su vida.
No más...
El tiempo transcurrió lentamente, Camus se concentró en cada pedazo de la conversación establecida con Athena y Shion sobre los siguientes pasos. El carro de Helios acabó la jornada y la marina se sintió pleno.
El hielo se resquebrajó y su cuerpo quedó de pie en la poza. Finas gotas de líquido frío resbalaron por cada músculo de su orografía corporal, perdiéndose algunas en sus abdominales, otras se hundieron en la curva de su ombligo. Las más atrevidas se deslizaron por la zona de su rizado vello púbico de tonalidad azul profundo.
Un par recorrió su virilidad y ese leve contacto lo hizo estremecer.
Abrió los ojos con intriga analizando su cuerpo al detalle. Estaba demasiado sensible. Dio un par de pasos fuera de la poza, tomando la manta que le serviría para secar su epidermis.
El contacto fue soportable en zonas como sus extremidades superiores o inferiores. Apenas rozó su cuello, su nuca y los pezones, volvió el estremecimiento. Su virilidad respondió con firmeza y Camus apretó las mandíbulas.
La marca de Ares estaba funcionando al ciento por ciento ahora que sanó sus heridas y sus terminales nerviosas se olvidaron del dolor.
Sólo había anhelo y frustración sexual.
Pasar la tela por sus abdominales fue un suplicio. Emitió un gemido angustioso al contacto con sus glúteos, caderas e ingles. Su mano fue directa a su pétreo miembro. Se intentó consolar con movimientos económicos, enfocados en su glande.
Si bien logró un orgasmo brutal, fue en vano...
Sus entrañas se contraían con la necesidad de sentir un falo atravesando esa tierna zona hasta golpear su punto dulce con ahínco.
Restregando las muelas, Camus introdujo sus dedos.
Descubrió frustrado que mientras más se tocaba, más su mente se enfocaba en Ares.
Ahora entendía por qué temían los dioses a este símbolo. El poder del mismo recaía en la pérdida de la cordura. La mente se olvidaba de la lógica, el cuerpo demandaba la satisfacción de la piel del otro.
Y no cualquier otro, de Ares...
Blasfemó mentalmente al dios de la guerra. Su cuerpo estaba afiebrado, su cabeza punzaba, sus extremidades estaban débiles.
Quería a Ares con él...
Ahora.
— ¡Lo que tenga que ser, será!
Sentenció a las Moiras, al destino, al tapiz que hilaban.
Camus no supo cómo logró ponerse la túnica, pues el contacto de la tela contra su piel le dejaba inquieto al extremo.
La distancia entre su templo y el de Ares era abismal. Su mente se enfocó en que cada paso, lo acercaba más y más a su fuente de descanso.
Necesitaba la mente concentrada para su labor, pues así no podía actuar.
Camus fue al encuentro del Dios de la guerra con una sola finalidad: terminar su tormento y aliviar su cuerpo.
Y eso, sólo con Ares lo podía lograr por más despreciable que fuera el evento futuro.
Los berserkers tenían órdenes precisas y ninguno se atrevió a tocar a la marina a pesar de que atravesó el perímetro. Lo seguían a buen recaudo, analizando su figura.
Les resultaba extraña su apariencia. Si bien los rumores se extendían gracias a Hermes, el mensajero de los dioses, ver a Camus con esa larga cabellera azul oscuro como la noche profunda y sus ojos en igual tonalidad, despertaba su curiosidad.
El templo quedó a pocos pasos, el salón del trono abrió sus puertas para él y un par de ninfas salieron corriendo de ahí, cubriéndose el cuerpo apenas con sus quitones. El dios de la guerra seguía en su asiento, los cráneos parecían más lúgubres que de costumbre.
La oscuridad se cernía sobre ellos y los quería atrapar en las pesadillas que evocaban.
Camus llegó hasta Ares, con la piel roja por la fiebre que lo consumía. Su mirada borrosa logró engancharse con la obsidiana del señor de la guerra. Veía la satisfacción sórdida en ella y la exhalación que soltó, estaba impregnada por una gruesa y cruel satisfacción.
— Camus, me sorprende verte aquí — mintió paseando la punta de la lengua por sus labios saboreándose anticipadamente el buen bocado que tenía ante él y lo degustaría sin descanso ni frenos.
— Ares, vengo a entregarme a ti — dejó a un lado su honor, su orgullo, su respeto por él mismo. — Sólo quiero que me folles...
¡Hola! ¿Qué tal?
Hoy fue un poco más corto de lo que normalmente es, pero es lo que hay. Sin adornos, sin alargues, tal cual es, quedó esta actualización.
Tenemos nuevas frases subrayadas, espero que las vayas anotando. El puzzle se acerca.
Ojo: En la imagen de la cabecera vas a ver las estrellas en la mano de Camus, así son las del pacto del Estigia. Al otro lado, está Lamia, la madre de Milo.
Y no diré más que...
Gracias por sus lecturas, por regalarme estrellitas y sus comentarios. Me hacen muy feliz y me animan a continuar con este fic que me hace sufrir tanto.
Sin más por hoy, nos vemos el sábado.
¡Hasta pronto!
*Créditos de las imágenes de la portada a sus autores. Yo sólo hice el collage.
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