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1. Es mi deber dejarte sin vida, aun si muero contigo.

A lados contrarios del claro ubicado a las faldas del monte Parnaso se encontraban dos seres divinos. Aguardaban portando sus armaduras y puños como únicos elementos de combate, conforme a la tradición. 

Las miradas se entrelazaban y sus corazones latían desenfrenados con la expectativa del encuentro bélico que protagonizarían. 

Sabían que rendirse o huir no era una opción. 

La Moira Laquesis, aquella encargada de cortar los hilos de la vida de los hombres y los mismos dioses, afilaba sus tijeras para dar fin a una historia de vivencias y enfrentamientos. 

Hoy, pelearían sin cuartel. El resultado de la batalla dependía de la habilidad, fortaleza y estamina de cada combatiente. Uno de ellos cenaría en los Campos Elíseos, a donde les correspondía ir después de la muerte. 

El viento agitaba los quitones de los dos rivales y varias pisadas ajenas a ellos, se escuchaban acercarse sin que los distrajeran. Los músculos estaban tensos, las mentes enfocadas y la adrenalina a flor de piel. Uno de ellos, de cabellos rubios, respiraba agitadamente. El otro, de cabellera rojiza, era la inmutabilidad en persona.

Saga fue el primero de varios más en llegar al sitio y se atrevió a interponerse en mitad del campo, extendiendo los brazos a los lados. 

¡No tienen por qué combatir el uno contra el otro! Han crecido juntos y han vivido como grandes compañeros y amigos. Detengan esta locura — exclamó mientras su cabeza giraba alternadamente hacia los guerreros.

Si no quieres salir herido Saga, retírate de aquí — la voz del ser pelirrojo se dejó escuchar. Era firme, inquebrantable, fría como su misma alma —. No pretendo que salgas herido

Si bien aquel que intervenía fue parte del problema que los llevó a este lugar, tocarlo significaría ofender a la mismísima diosa Athena.

Está decidido, Saga. Ni tú, ni nadie impedirá que nos enfrentemos, aquí y ahora — la voz del otro rival, el rubio, era belicosa. Tenía rastros del fuego que lo caracterizaba en cada uno de sus actos —. Esto ha llegado demasiado lejos.  

Uno a uno, los que fueron sus enemigos aparecieron formando un círculo alrededor de los combatientes. Creaban una muralla para contener la fuerza que no tardaría en desatarse en la zona del conflicto. El de cabellos azules intentó una vez más hacer que triunfara la razón, pero era inútil.

Saga, no intervengas o comprometerás a quien le debes fidelidad — gritó Shura, uno de los que aguardaban lejos del área de disputa. Podía reconocer desde su sitio, la férrea determinación que gobernaba a la dupla —. Fuertes son sus motivos para pelear. Si aquellos a quienes prometieron sus vidas han dado su permiso... No somos nadie para interponernos.

Esas palabras silenciaron al resto de los presentes que atestiguarían el combate, convenciéndolos no moverse de su lugar elegido. 

Sin embargo, Aioria, que era uno de los menores y también, el más impetuoso, dio un paso en dirección al guerrero rubio. Estaba en su intención apaciguarlo para que dejara esta locura y no se derramara sangre inútilmente. Al segundo paso, sintió que le retenían del brazo. Volteó, sacudiendo su extremidad hacia aquél que lo sujetaba y se encontró cara a cara con su hermano mayor.

Shura tiene razón. Sólo nuestros señores pueden detenerlos ahora, Aioria. No te acerques a él.

No entiendes, Aioros, él es...

Sé quién es — lo interrumpió —. Soy mayor que tú y puedo conocer cada uno de tus pensamientos, Aioria. Aún así, no debes intervenir. 

La voz de Aioros era suave y amable como su propia personalidad. No necesitaba alzarse o engrosarse. Sus ojos bastaban para calmar al joven león que miraba angustiado los acontecimientos.

La primera estrella fugaz que apareció en el firmamento, dio inicio a las hostilidades. Tras ella, vinieron tantas más, asemejándose a los golpes que ambos guerreros lanzaban. 

Se caracterizó el fuego, la pasión y la impulsividad por parte del rubio en contra el hielo, la frialdad y el control, que eran parte de la personalidad de su némesis, el pelirrojo. No existían puntos medios que los reconciliaran. Eran polos opuestos de una misma realidad y no dudaban en utilizar sus mejores tácticas contra su rival.

Los dos elevaron sus cosmos hasta el infinito, chocando entre sí con la potencia que sólo ellos podían albergar en sus puños. Parecía que no buscaban una pelea infinita, sino terminar rápido con esta contienda para no claudicar, ni alargar el sufrimiento del otro. 

Se exigían precisión en sus movimientos, dejando todo de sí. Parecía que valoraran al otro más que a sí mismos y quisieran honrarlo utilizando el máximo su poder. 

Incontables fueron las veces que se encontraron trenzados y mirándose a los ojos durante la pelea. Ni siquiera ver las emociones en las pupilas del rival, les permitió flaquear. 

Se esforzaban en esta guerra sin cuartel aunque sus pieles se hirieran arruinando la belleza que poseían. En un momento determinado, ambos se separaron a cuatro metros de distancia.

Dejaré de jugar contigo — prometió el rubio. Una sonrisa petulante se dibujó en sus labios e iluminó con soberbia sus ojos azules como el cielo —. Muéstrame todo lo que tienes y comprobarás que mi técnica es mejor que la tuya — tras ello, el rubio concentró su cosmos en su dedo índice. Su uña se transformó en una garra larga, afilada y de coloración carmesí. — Te daré mi mejor golpe.

Su rival reacomodó su postura dirigiendo sus ojos de rubí sin emociones hacia el que le habló. 

Nunca cambiarás. ¿Acaso olvidaste que fui yo quien entrenó contigo? Conozco todos tus trucos — a diferencia del otro, mantenía su semblante serio y taciturno —. Tus palabras no me provocan ahora y nunca lo harán — aún así, el pelirrojo reconoció lo que debía hacer. — Si lo que quieres es terminar la batalla de una vez, te concederé el deseo.

Los presentes fueron mudos testigos de lo sucedido, esperando de alguna extraña manera que ambos fallaran en su siguiente ataque y sus mentes encontraran la iluminación para que sus impulsos no los gobernaran.

En un instante, La Aguja Escarlata y la Aurora Execution chocaron entre sí, levantando una fuerte ráfaga de energía que dejó a los demás sin rango de visión. La mayoría de ellos supieron casi de inmediato, quién había triunfado en este incomprensible combate, a pesar de que el polvo y el viento helado seguían impidiendo la visibilidad. 

En honor al perdedor y fieles a las costumbres, alzaron la cabeza hacia la última estrella fugaz que resbalaba por el cielo nocturno. Así, abandonaba el mundo el alma del guerrero caído.

Sólo uno de los espectadores sintió una lágrima recorrer por su mejilla. Sabía que toda la contienda era un error derivado de una montaña de disputas y discusiones, pero ya estaba hecho. Sólo podía bajar la cabeza para que esa gota salada fuera la única muestra de su dolor al perder a alguien tan importante y de forma absurda.

La tierra y el pasto del campo de batalla estaban recubiertos con un manto blanquecino de helado toque y suave textura. En un cúmulo de seda blanca formada por la nieve y las manchas doradas de icor*, yacía el único combatiente cuyo poder no pudo detener el puño de su rival. A su lado se erigía, como un pilar resquebrajado, su asesino. 

El muro de hielo que rodeaba el corazón del vencedor, se derritió al instante en que sus rodillas cayeron al lado del fallecido. Sus brazos recogieron el tórax del único que había significado más que su propia existencia, alma y poder. En ese acto, se reflejaba la suma suavidad con que lo hacía y las emociones que nunca manifestó en público por su carácter. 

Lo fue incorporando lenta y cariñosamente, con una mano tras la espalda y otra en su cintura, hasta dejarlo sentado. Apoyó la cabeza del otro sobre su hombro, mientras los resquicios de la nieve se posaban en las mejillas del triunfador, derritiéndose y convirtiéndose en gruesas gotas de agua que parecían lágrimas. 

Quizá lo fueran...

El guerrero acunó contra su pecho al que fuera algo más que un simple compañero, meciéndolo con dulzura, queriendo retener desesperadamente en su propia alma, los resquicios del cosmos que desaparecían poco a poco. 

En las faldas del monte Parnaso, dos seres divinos se enfrentaron. 

Uno murió y el otro sintió, al fijar sus ojos en el rostro del fallecido, que le dejaban sin vida. El dolor fue indescriptible. Su corazón se rompió con un sonido potente y desesperado que emergió de su garganta, escuchándose hasta en el mismo Olimpo.

¡MILOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!






Nota del Autor:

¡Hola!

Espero haber atrapado tu atención con el inicio de esta historia y haya sido de tu agrado para que la continúes.

Sé que ha sido bastante particular el inicio, pero prometo que habrá otros episodios que lo compensen.

En cuanto a las aclaraciones: 

* El icor, es de color dorado y es la sangre que tienen estos guerreros. En el siguiente post, sabrás por qué. 

Y para terminar, ¿Alguna opinión o intención que mandarme al Inframundo? 

Te leo en los comentarios.

¡Hasta pronto!

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