Reflejo
Suspiró.
Sentía la pluma temblar entre sus dedos y se aferró a ella con fuerza.
Deslizó la mirada entre la pluma y el papel y necesitó de una profunda respiración antes de comenzar.
Dejo que el aire entrara en su interior y lo mantuvo por varios segundos hasta dejarlo ir.
Suspiró.
La punta de la pluma rasgó el papel.
Querido tú:
Esta carta va dirigida a ti, lector desconocido, que no conoces mi identidad. Estas palabras que leerás ahora son el reflejo de mis pensamientos, mis vivencias, mi propio reflejo, así que solo te pido que tengas paciencia para comprenderme y respeto por lo que puedas conocer de mí.
¿Conoces, o alguna vez has sentido, la sensación de repulsión? Esa que se produce en tu mente cuando ves o sientes algo que no te gusta. Una sensación normalmente desagradable, que revuelve tu estómago y altera tu mente, y más si esa sensación se mantiene permanente en tu cabeza, como un zumbido molesto. Pues eso era lo que sentía yo al verme, un sentimiento de rechazo constante hacia lo que el espejo mostraba de mí. La perfección me rodeaba, estaba en todas partes, acosándome y acechando en cada esquina, lista para mostrarse ante mí y sonreír socarrona cuando mi determinación flaqueara ante todo lo que ella representaba, todo lo que yo no era, porque eso era lo que carcomía mis entrañas día y noche, que yo no era capaz de cumplir o si quiera parecerme a lo que veía en revistas, películas, o leía en libros. Yo jamás podría ser perfecta. Había mucho en mí que arreglar.
Así que finalmente caí de rodillas y me dejé apresar por un pensamiento destructivo. Debía cambiar, ser mejor, destruir lo que era para volverme alguien perfecto, alguien a quién desear, porque ¿quién en este mundo querría estar con una chica como yo, llena de imperfectos?
Poco a poco dejé de comer, buscaba formas de evitar todo aquello que sabía me haría daño, la comida era mi enemiga y debía combatirla. Corría todas las mañanas, corría todas las tardes, solo bebía agua y cualquier alimento que ingería para que mis padres no descubrieran mi contienda acababa devolviéndolo en el lavabo. El vómito se convirtió en uno de mis más leales aliados, uno que me ayudaba a impulsarme hacia mi meta: llegar a ella, la perfección.
Solo me miraba al espejo al despertar y al acostarme, de una forma inquisitiva. Él era la vara con la que medía mi progreso, uno fantasma, uno que nunca se manifestaba. A pesar de todos mis esfuerzos, de todos mis sacrificios mi horrible imagen no cambiaba, seguía igual, inmutable ante lo que eso ocasionaba en mí. Luego llegó la exasperación, la impotencia y las terribles ganas de romper mi desnudo reflejo. No comprendía por qué no funcionaba. Cumplía todo, sacrificaba todo, pero no cambiaba nada. Así que, temerosa de levantar la cabeza y mirar el rostro de la perfección, la cual sabía que me sonreía cruel al ver mi debilidad e incapacidad de alcanzarla, fui más exigente conmigo misma. Si antes corría mañana y tarde ahora corría mañana, tarde y noche, si antes solo tomaba agua ahora empleaba el uso de diuréticos para amplificar la eliminación de sustancias en mi cuerpo, y si antes comía por evitar que mis padres me descubrieran ahora reduje considerablemente mi dieta, a pesar de que continuaba vomitándola cuando no era escuchada.
Y así pasé los días, volviéndome una experta en ocultar lo que ocurría en mi interior.
Continué con mis exámenes diarios, buscando algún cambio en mi cuerpo, pero no encontraba nada. Mis imperfecciones seguían ahí, atormentándome día y noche, y consiguiendo que poco a poco mi interior se fuera rompiendo, resquebrajándose como un viejo jarrón presa de los cambios en él.
Fue muy tarde cuando quise darme cuenta de que me había destruido.
El sentimiento de odio hacia mí por no ser capaz de volverme perfecta cada vez era más profundo e insano, y estaba tan arraigado en mi interior que era él el que me controlaba a mí y no yo a él, lo que hacía de mí un títere de las emociones. Poco a poco fui encerrándome en mi misma, buscando resguardarme de los ataques hacia mí producidos por mí. Al fin la fragmentación que tanto tiempo llevaba llevándose a cabo en mi ser se quebró y quedé dividida en dos: la víctima y la atacante. Pero, ante todo, acabé rota. A partir de ese instante mi cuerpo se convirtió en una pugna inexpugnable donde el odio y la cordura luchaban en una ardua guerra por el control sobre mi cuerpo. Finalmente el odio ganó, enterrando los restos de mi alma que querían liberarse de esa esclavitud que me había impuesto, y continuó de una forma radical mi obsesiva búsqueda de la perfección.
Fue muy tarde cuando quise darme cuenta de que yo no necesitaba ser perfecta.
Dañé mi cuerpo, convirtiéndolo poco a poco en un enfermizo recipiente vacío, dañé mi alma, rompiéndola y aprisionándola en aquel cuerpo que yo misma había destrozado. El lugar que antes había sido un hogar para mi alma ahora se había convertido en una prisión que jamás le permitiría la libertad. Me hundí en la oscuridad dejando que algo ajeno a mí me controlara, no siendo lo suficientemente valiente como para plantarle cara y recuperarme.
Así que solo esperé por ayuda, una que vino demasiado tarde.
Ya no tenía fuerzas para alzar un último grito de socorro.
Solo buscaba que la gente me mirara, que me mirara a los ojos y admirara lo que había en ellos, que viera lo que ocurría dentro de mí, mi miedo, mi vulnerabilidad, que vieran mi llamada de auxilio, y que al hacerlo me socorrieran de esta oscuridad que me tenía atrapada. Muchos fueron los que miraron, pero pocos los que me ayudaron. Miradas azules y verdes, alegres o indiferentes, marrones y negras, amigas o enemigas, muchas fueron las que se posaron en mí, pero solo una fue capaz de descubrir lo que en mi interior se ocultaba.
Creo que la similitud más acertada para describir mi salvación es la de una mano que impidió mi ahogamiento en el oscuro y frío mar en el que me hundía, arrastrándome hasta la orilla. Así que, finalmente, fui libre. Me ayudaron a salir de mi océano de miedos e inseguridades, pero, al contrario que en una historia de final feliz, yo no me salvé. El agua que se había introducido en mis pulmones era demasiada debido al tiempo que pasé ahogada, por lo que fue muy tarde para mí.
Ahora, escribiendo esta carta, soy capaz de verme y analizarme, de admirar mi evolución, y lo único que puedo sentir es pena por las almas como yo, débiles y cobardes, que se dejan llevar por los miedos y dejan que estos los dominen.
Si quieres el consejo de alguien que fracasó, mírate, apréciate y quiérete, porque las personas somos lo más bello de este mundo. Somos como galaxias: complejas, oscuras, brillantes, coloridas, similares, pero siempre únicas. No te desprecies, ámate tal y como eres, porque si tú no eres el primero en quererte nadie lo hará.
Y si buscas la perfección, solo debes colocarte ante un espejo y admirarte.
No te dejes hundir, solo busca alzarte en todo tu esplendor.
Y aquí me despido, esperando que dentro de un tiempo yo pueda hacer algo tan sencillo como mirarme a un espejo y sonreír.
Un beso, la mujer que se escondía en su mirada.
Con sumo cuidado la mujer levantó la pluma de la hoja y en silencio admiró lo anteriormente escrito. A lo largo que sus ojos recorrían el papel pudo percibir ciertas marcas de lágrimas en él, y su corazón se encogió más de lo que ya estaba. Finalmente finalizó de leer sus palabras y sintió satisfacción. Había sido capaz de abrir su alma y plasmarla en aquella sencilla carta, cansada ya de la opresión que su pasado hacía en su pecho.
No había nada mejor que liberar los tormentos.
Con movimientos lentos y gráciles sus manos doblaron la carta y firmaron sobre ella con su nombre, en una caligrafía limpia y sencilla. Se desplazó por la habitación hasta quedar frente a su armario y alzando los pies intentó alcanzar la pequeña caja de madera que reposaba sobre el mueble. Tras varios intentos y procurando no hacer ruido logró rozar con sus dedos la superficie y atraparla. Se trataba de una pequeña cajita de madera color grisáceo cuya tapa estaba decorada con pequeñas flores doradas. Con ella en manos volvió al escritorio.
Una vez sobre la mesa con suma delicadeza la abrió mostrando lo que ocupaba su interior: cartas y una flor seca. Tomó de nuevo la carta recientemente escrita y tras admirarla unos segundos la colocó entre el resto de papeles, en su lugar correspondiente. Cuando hubo cerrado la caja la devolvió a su lugar y guardó la pluma y el resto de hojas sobrantes esparcidas por el escritorio. Al terminar y dejar todo como en un principio se encaminó de nuevo a su cama abandonando las zapatillas por el camino.
Lentamente tomó su lugar en el suave y mullido colchón y a los pocos segundos de cerrar los ojos sintió el agarre de un brazo en su cintura. Y así acabó durmiéndose, liberada, en los brazos de su acompañante.
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