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ACTO 20: Los días después de Isabell

HANNA

Entonces pasó una semana desde aquel suceso...

Ni Daniel ni yo nos atrevimos a entrar a la habitación, allá, donde estaba el cuerpo de Isabell pudriéndose con el paso de los días.

Apenas intercambiábamos alguna que otra palabra en medio de sonrisas débiles. "Buenos días" "¿cómo estás?" "¿qué cenaremos hoy?" "¿dormiste bien?". No teníamos de qué hablar, o más bien, no queríamos hacerlo y estábamos bien con eso, porque entendíamos perfectamente cómo se sentía el otro y guardábamos silencio, un silencio que necesitábamos, uno que no se sentía incómodo, un silencio considerado.

Gracias al pequeño soldado Gilbert y al jefe (quien se llamaba Carter), a Daniel y a mí no nos faltó la comida, pues ellos nos abastecían de provisiones extraídas directamente del supermercado, el mismo que los militares monopolizaron desde su llegada; aquel lugar tenía paneles solares, una vasta reserva de alimentos de todo tipo: carnes, bebidas, frituras e infinidad de bocadillos que, en un mundo como este, no eran más que lujos y fantasías que hacían salivar a cualquiera, lujos que, por alguna extraña suerte, Daniel y yo teníamos.

En una de las esporádicas conversaciones que tuve con el jefe Carter, cuando venía a dejarnos provisiones, me contó que conocía a mamá desde que eran unos adolescentes en el colegio, pero que, por cuestiones familiares, tuvo que mudarse a otra ciudad y... bueno, el resto del chisme en realidad no importa. Pero por la forma en que Carter hablaba con una sonrisa al recordar el pasado, supuse que mamá y él fueron en verdad buenos amigos, y eso me sorprendió bastante; el que esa bruja tuviera amistades "reales" diferentes a esas personas superfluas que abundaban en su círculo social elitista, era admirable para ser ella.

Carter sospechaba que mamá se encontraba en Santa Mónica, en la base que las fuerzas militares levantaron desde que el fin de todo empezó; ella era alguien importante, y tenía guardaespaldas armados que podrían haberla llevado a ese lugar. Carter se ofreció a llevarnos a mí y a Daniel allá; me aseguró que ninguno de sus hombres se atrevería a tocarnos mientras él estuviera vivo. Sin embargo, el ir a una zona donde había más militares que aquí, me daba mala espina; en mi cabeza, su reputación estaba por los suelos.

Gilbert y Carter eran buenos hombres, y su protección era más que bien recibida; pero, aunque Carter fuera "el jefe" de toda esa pandilla de depravados, en realidad, su control sobre esos tipos era casi nulo; ellos actuaban por cuenta propia la mayor parte del tiempo y el jefe se limitaba a observar, fingiendo estar de acuerdo con lo que sea que hicieran sus subordinados, aunque fueran atrocidades.

La situación afuera de esta casa era una mierda. Mientras que aquí Daniel y yo disfrutábamos la comodidad que Carter nos brindaba con sus atenciones y protección, los vecinos estaban jodidos en el sentido más literal de la palabra. Muchos de ellos decidieron irse (y lo más probable era que muriesen el primer día de su travesía). Otros, debido al temor de encontrarse con los zombis, se quedaron, aunque eso implicara someterse a la voluntad de los militares.

Muchas mujeres (madres, esposas, nietas, hijas y hermanas), con el permiso de sus propias familias, vendieron sus cuerpos a los militares para que estos, a cambio, les diesen comida, baterías y... bueno, cualquier cosa que fuera necesaria para sobrevivir en estos tiempos.

Así que día y noche, las mujeres más hermosas del barrio desfilaban, una en fila de otra, directo al supermercado, como si estuvieran en una pasarela. Iban vestidas con prendas ajustadas que marcaban sus figuras esbeltas, dejando mucha piel a la vista. Cuando entraba una, se le veía salir cuatro o cinco horas después con el maquillaje regado, chupetones en los muslos, hombros y los ojos rojos con lágrimas derramándose sobre sus mejillas temblorosas.

Ese era el pan de cada día, y presenciar aquello, solo hacía que un asco tremendo creciese dentro de mí hacia esos tipos.

También era triste.

Yo debía ser agradecida porque, de no ser por Carter y Gilbert, hace mucho habría perdido mi virginidad de la peor forma posible; pero estaba segura de que, aquello, no era ni remotamente una de mis más grandes preocupaciones. No, en lo absoluto.

Todos los militares (o bueno, una gran parte de ellos), eran satánicos, paganos, o... algo por el estilo; no supe qué adjetivo ponerles. Recordé la advertencia de Gilbert antes de la muerte de Isabell; él nos lo dijo, que dentro del batallón había personas que practicaban el satanismo. Lo habíamos olvidado, pero pronto, los mismos militares nos lo recordaron.

―¡Si quieren sobrevivir en la tierra de los condenados, deben saber a quién seguir! ―dijo en cierta ocasión un soldado, como si fuera uno de esos tipos que se ponía a dar misa en las calles con un micrófono y un parlante―. ¡¿Escucharon?! ¡Dios no está aquí!¡Sé que empezamos nuestras relaciones con el pie izquierdo, pero si asisten a una de nuestras reuniones, entenderán nuestra forma de actuar y querrán unirse a nosotros! ¡¿Entendieron?!

Y aunque no pensé que fuera posible, después de eso, muchos vecinos se unieron a las "reuniones" que se organizaban en una de las casas cerca del supermercado; ¡como si no tuviéramos suficiente con los zombis, ahora debíamos lidiar con una secta satánica!

Supe de parte de Gilbert, que Isabell fue... no sé cómo decirlo... ¿una de las primeras ofrendas, quizás? Agh, el caso es que esos cretinos la asesinaron y violaron supuestamente por su religión, porque era algo necesario.

Malditos hijos de puta.

Estaban locos de remate, zafados, esquizofrénicos y desquiciados. Escorias de mierda.

Isabell no dejó de atormentarme diariamente desde su muerte. Casi siempre estaba a mi lado, con sus heridas abiertas, empapada de sangre, observándome sin ninguna expresión que me dijera algo; tan solo estaba allí, siendo ella misma un recordatorio mortal de mi enorme incompetencia, de mi falta de poder.

Cierta noche, ella me habló en un sueño. Las dos nos encontrábamos en la cafetería de la universidad, sentadas en una de las mesas del centro, rodeadas de una enorme laguna de sangre sobre la que flotaban cuerpos. Las dos nos mirábamos. Yo no podía hablarle; sentía un nudo en el centro de mi garganta.

―¿Por qué tuvimos que morir? ―preguntó Isabell, rompiendo el silencio de ese tétrico lugar que, de solo recordarlo, me helaba la sangre―. Steven y yo... dime, ¿por qué morimos? ¿Por qué siguen vivos tú y Daniel, a pesar de la mierda que hicieron en ese salón? ―Todos los cuerpos que veía flotando en la sangre a mi alrededor, comenzaron a levantarse; eran nuestros compañeros de clases, llenos de agujeros en sus cuerpos. Entre ellos, estaba la rubia Lina, con un hueco en su frente que aún seguía sangrando, y a su lado, estaba Steven, con la mitad del rostro devorado hasta los huesos, sin sus lentes―. Yo te pedí que me salvaras, te imploré que me eligieras, pero de nuevo fuiste egoísta y elegiste a tu cómplice, a un criminal. ¿Sabes? Tú y él deberían haber muerto hace mucho ―Comenzó a llorar sangre, pero su voz seguía igual de serena a cuando empezó su monólogo―, quizás así paguen por sus pecados, aunque sea un poco, ¿no lo crees?, ¿no te parece justo? ¡Dime, Hanna! ―Su voz se volvió monstruosa de golpe, grave, oscura; y todos los cuerpos ensangrentados de pie a mi alrededor, se abalanzaron sobre mí con intención asesina. Yo grité y...

Fue allí cuando desperté, sudada hasta los calzones, asustada, con el corazón a mil.

El mismo sueño durante varias noches, y era un tormento, pero estaba bien con ello «porque ese es mi castigo», la cruz que debía cargar sobre mis hombros; aunque Daniel siempre estaba allí, a mi lado. Cada vez que despertaba asustada, me abrazaba, permitiéndome llorar en su pecho a moco suelto, a todo pulmón, y acariciaba mi cabello sin decir un apalabra; no era una exageración decir que, la poca paz que sentía en estos días, era únicamente producida por su compañía.

Pero Daniel tampoco se encontraba bien. Como yo, él también tenía pesadillas; incluso peores, y por ello, me tocaba a mí tomar el rol de protectora en muchas ocasiones. Así que cuando él despertaba gritando el nombre de Hellan o el de Isabell, inmediatamente lo envolvía entre mis brazos e intentaba tranquilizarlo con palmaditas en la espalda.

Sus alucinaciones también estaban empeorando. A veces lo escuchaba hablando solo; pero más que hablar, parecía discutir con su propia sombra, suplicando: «por favor, ya no más, quiero que esto se detenga.» Otras veces, mientras almorzábamos, se quedaba en silencio, con la mirada fija en un punto, manteniendo una expresión horrorizada, como si estuviera viendo a alguien que lograba espantarlo hasta los huesos. Y todo eso era cosa de casi todos los días.

Mis alucinaciones, en cambio, eran esporádicas; vívidas, pero a fin de cuentas esporádicas.

Y ojalá que nuestra incipiente locura, pudiera solucionarse asistiendo a terapia, pero ni aunque el mundo fuera como el de antes, nuestros problemas se solucionarían con esa facilidad. Ahora nos encontrábamos en el fin de todo, así que las alucinaciones, los traumas, las marcas en nuestras almas... todo era una estupidez que pasaba a segundo plano.

Los monstruos se acercaban.

Ese era nuestro verdadero problema, el de todos nosotros, los sobrevivientes.

Daniel y yo decidimos reunirnos con algunos de los vecinos para recabar información sobre lo que ocurre en el mundo con esas bestias, el cómo se comportan y todas esas cosas, con el motivo de tomar decisiones en conjunto. 

Sí, esa era la mejor alternativa para sobrevivir.

En este punto, Daniel y yo descubrimos que no podríamos contra las adversidades por nuestra cuenta.

―Así que debemos apoyarnos entre todos ―dijo él, al mismo tiempo que me lanzaba una sonrisa de medio lado. Nos encontrábamos sentados en el sofá largo, uno al lado del otro, comiendo fruta―. Kenny es la segunda persona en quien más confío después de ti. Hablaremos primero con él y le diremos la verdad.

―¿Qué verdad? ―pregunté, enviándome un dedo al mentón.

―Que tenemos aliados entre los militares.

―¿Estás seguro?

―Sí. ―Daniel frunció un poco el ceño―. ¿Crees que es una mala idea?

―Carter dijo que mantuviéramos en secreto nuestra conexión con él. Así que...

―No te preocupes. Kenny no se atreverá a decir algo que nos ponga en peligro. Confía en mí. ―Daniel me tomó de la mano. Su calor me invadió, y con una sonrisa, mirándole a los ojos, asentí en respuesta.

En ese momento tocaron la puerta. Nos sobresaltamos. Daniel se puso alerta y se levantó al instante.

―¿Quién es? ―preguntó él, elevando la voz lo suficiente como para que, quien sea que estuviera afuera, lograra escucharlo. 

No recibimos respuesta de nadie.

Luego él y yo nos miramos en silencio. También me levanté, dejando el plato con fruta picada a un lado, sobre el sillón y juntos caminamos hacia la puerta.

―Daniel ―dije, señalando el suelo.

Allí había un papelito doblado por la mitad.

―¿Una carta? ―susurró.

Daniel se agachó y la tomó. Sus ojos se abrieron de par en par.

―¿Qué dice? ―le pregunté, bastante ansiosa, a lo que él me la entregó, y la leí:

"No están solos. Nosotros también queremos matar a Duncan.

ATT: Kolinsky."

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