ACTO 19 La sombra del pecado 2
HANNA
Quizás fueron horas, o quizás minutos, pero el hecho es que no supe por cuánto tiempo sufrió Isabell hasta antes de escuchar el disparo que terminó con su vida y, al mismo tiempo, con su agonía.
Uno a uno, los siete malditos demonios, felices y risueños, jugueteando entre ellos con palmotadas y pequeños empujones como si fueran niños de secundaria en recreo, bajaron por las escaleras.
Sus cabezas, rostros, ropa... los siete... ellos... todos estaban manchados con sangre de pies a cabeza.
¿Qué hicieron con Isabell? ¿Acaso bebieron de su sangre y se bañaron en ella?, me hice esa pregunta.
Ni siquiera pude parpadear; sentí un hueco en el centro de mi pecho, un vacío interminable mientras los veía tan despreocupados y alegres a pesar de que, minutos antes, acabaron de cometer un aberrante, brutal, inaceptable e insoportable pecado. ¿Cómo podían comportarse así? ¿Eran humanos acaso? Por supuesto que no. Nadie podría vivir con la culpa... ni yo misma dejo de pensar en lo que hice...
Duncan, el último en la fila, maniobraba un cuchillo en sus manos, un cuchillo ensangrentado al que, tras haber cruzado su mirada con la mía, lamió y chupó como si fuera una paleta. En su cara se dibujó una siniestra sonrisa que nunca en mi vida olvidaría. Después, sin despegarme la mirada, soltó una desagradable carcajada que menguó al momento en que salió de la casa y cerró la puerta de un golpazo.
Solo habíamos quedado el jefe, el pequeño soldado de nariz grande, Daniel (que aún seguía dormido en el suelo), un soldado que aún yacía inconsciente tirado tras un sillón (o quizás estaba muerto) y yo, junto a un silencio asfixiante.
Ya nada podía asustarme o perturbarme.
Si el "jefe" iba a violarme, solo pedía en mi mente que por favor no se tardara tanto en hacerlo. Así que cerré los ojos, relajé mi cuerpo y esperé a que él realizara el primer movimiento. No me resistiría. No pelearía.
Tan solo esperaré a que termine, pensé, resignándome a lo que creía inevitable.
Pero por más que esperaba, el jefe no hacía o decía nada, y el silencio de antes se prolongó.
¿Qué pasa?, me pregunté y abrí los ojos.
Ninguno de los dos soldados había movido un músculo desde que los demás se fueron. El jefe permanecía con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido, y el pequeño narizón observaba el techo, sin expresión, como si su alma hubiese abandonado su cuerpo.
―Hanna ―La grave voz del jefe a mi derecha, hizo que me sobresaltara un poco―, lamento mucho todo esto. Espero que entiendas que dije todo lo que dije con la intención de protegerte. No pude hacer nada por tu amiga. Al menos tu amigo está a salvo.
El pequeño soldado se levantó y caminó hacia la cocina. Removió algunos platos, abrió la llave del lavaplatos y fregó algo. Luego de un rato se paró frente a mí con un vaso lleno de agua y me lo ofreció.
―Bebe, niña, lo necesitas...
―Gra... ―No pude finalizar lo que venía diciendo; sentía una bola en el centro de mi garganta. Tosí y me envié una mano al pecho, agitada.
―Esto te ayudará. Vamos, tómalo ―insistió, colocando el vaso frente a mi cara, moviéndolo de un lado a otro y haciendo que unas cuántas gotas se derramasen al suelo.
Lo recibí con manos temblorosas y bebí un poco.
Luego de eso, los dos militares levantaron a Daniel del piso y lo pusieron cuidadosamente en el largo sofá, a mi lado, con su cabeza encima de mis piernas; su mejilla derecha estaba hinchada y marcada por un negro moretón, sus pestañas húmedas, como si hubiera llorado hace poco, y su cabello revuelto, que ya tocaba su cuello, dejaba su blanca frente despejada.
«Al menos estás bien ―pensé, y fue allí cuando escuché pasos... dos, tres, cuatro... se acercaban desde arriba; alguien bajaba las escaleras.»
Inmediatamente giré en esa dirección, y la vi. Era ella, Isabell; su cuerpo ensangrentado con sus ropas desgarradas, hecha girones, su rostro amoratado, desformado por la hinchazón, su nariz retorcida hacia un lado y sus verdes ojos plantados sobre mí. Era ella, de eso no había ninguna duda. No sonreía, ni lloraba, no decía nada, solo descendía las escaleras, paso a paso, esparciendo un eco con sus botas que parecía resonar únicamente dentro de mi cabeza.
Bajó el último peldaño. Caminó hacia mí. Mi corazón bombeaba como el motor de una moto siendo acelerada hasta el fondo. Por mi frente surcaban perlas de sudor, mis ojos los tenía bien abiertos, mis extremidades estaban adormecidas y un frío de muerte golpeó mi cuerpo violentamente.
Isabell, ahora con su imagen retorcida, ensangrentada, perturbada y mancillada, pasó por delante de los dos soldados (que me miraban preocupados) y tomó asiento a mi izquierda.
¿Esto era real? Lógicamente no lo era, aunque se sintiera así, aunque el calor de Isabell sentada a mi lado observándome impasible mientras sus heridas abiertas continuaban derramándose, llegase a mí como el cobijo de una manta, aquello no podía, bajo ningún concepto racional, ser real. No. No.
Un escalofrío me recorrió desde la cabeza hasta la planta de mis pies, y el frío anterior se intensificó aún más.
Escuché la voz preocupada del soldado bajito decirme algo, pero no le entendí, porque era como si estuviese metida dentro de una cúpula en la que solamente podía escuchar los sonidos que mi cuerpo producía naturalmente; los latidos de mi corazón, el recorrido del sudor bajando por mi frente, mi respiración agitada y mi sangre transportándose a través de mis venas.
―I...sa... ―Quise llamarla, decir su nombre, pero mi garganta se atoró.
Isabell se quedó observándome sin decir una palabra. Tan solo permaneció allí sentada, sin mover un músculo.
Sonreí, mis lágrimas bajaban sin parar y agaché la mirada al suelo.
«Ah, Daniel, ¿así que esto es lo que soportas todo el tiempo? ―dije en mi mente.»
Y me desconecté de todo; aún estaba consciente, pero se sentía como una parálisis de sueño, porque me encontraba en el umbral que separaba al mundo de lo irreal. Vi que los soldados hablaban entre ellos mientras me lanzaban miradas de reojo, preocupadas, pero parecía que me hubiera sumergido en una piscina; sus voces sonaban ahogadas, no, de hecho, todo sonaba ahogado, distante.
Cada vez que parpadeaba, la imagen de Duncan riéndose a carcajadas frente a mí, llegaba. Los gritos de Isabell implorándome que por favor la salvara, que la eligiera a ella y no a Daniel, azotaban mi consciencia y me animaban a seguir llorando (como si eso sirviese de algo).
«Duncan... Duncan... ―repetía una y otra vez en mi mente―... Duncan... Duncan...»
Eché un último vistazo a mi izquierda, y vi que Isabell aún seguía sentada, observándome con esos ojos acusadores, y supe que ella me seguiría hasta el día de mi muerte.
Nota del autor
La mayor parte de la humanidad piensa que cuando alguien vive un evento traumático, tarde o temprano esa persona lo superará y seguirá con su vida como antes. Ese no es mi pensamiento.
Opino que si pasaste por un evento que puso un antes y un después en tu vida, ese trauma te seguirá como Hellan sigue a Daniel y como Isabell seguirá a Hanna; el trauma se convierte en un fantasma al que te acostumbrarás y con el que convivirás. O también puedes ver a ese fantasma como si fuese una oscuridad envolvente, a través de la cual observarás el mundo como si tuvieras un velo negro en tu cara. ¿Sabes? nunca volverás a ser lo que fuiste antes de tener esa marca en tu vida, y jamás sabrás si la herida cerró por completo, o si, en su defecto, esta nunca cerró.
Espero que el capítulo te haya gustado.
PSDTA: Según mis cálculos, este primer libro está por terminarse; aunque no sé exactamente cuántos capítulos faltan.
Lamento mucho publicar tan tardíamente, y agradezco a esas personitas que siguen aquí, observando el desarrollo de esta historia postapocalíptica.
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