ACTO 10: "De camino a casa"
DANIEL
Una puta ventana se rompió en migajas. Los cristales cayeron como lluvia en nuestras cabezas, y una silla metálica golpeó a Hanna dejándola en el suelo; aún se movía, y concluí que seguía consciente.
Un muchacho saltó por esa misma ventana, gritando como loco, bastante asustado. Era rubio, vestía una chaqueta de cuero negro y su cara se parecía a la de un Ken. Aterrizó a mi lado, tambaleándose, casi tropezando con la silla que, probablemente, él mismo arrojó para romper el vidrio del ventanal.
―¡Me persiguen! ―gritó él.
Y por esa misma ventana, saltó una infectada embistiendo al rubio con todo el peso y la gravedad de su cuerpo, tumbándolo de espaldas. Él levantó sus manos al frente, empujando, desde el pecho, a la zombi que, como un león hambriento, le lanzaba dentelladas sin cuartel ni piedad.
«¡Mierda! ―grité dentro de mí.»
A mi derecha, los zombis que hace un momento estaban agarrados a la valla como perros rabiosos ladrando al que pasara por la acera, se habían girado hacia nosotros; uno de ellos, el más grande, lanzó un rugido y corrió con sus compañeros pisándole los talones, en nuestra dirección.
William tomó a la chica que estaba sobre el rubio y la levantó como si fuera una almohada, arrastrándola en el aire para luego estrellarla contra la pared; la perra quedó sentada, atontada, y, a continuación, recibió un hachazo de William en el centro de la frente, salpicando sangre por doquier.
Aunque no me gustaba la idea de tener que disparar, no tuve alternativa. Apunté la mirilla de la AK47 hacia los tres que se aproximaban a unos siete u ocho metros, dibujé un punto imaginario en la frente del más grande de ellos y apreté despacio el gatillo, procurando no disparar balas de más. El monstruo cayó de espaldas, abatido por un solo disparo.
Luego apunté a los dos restantes, dispuesto a liquidarlos igual que a su compañero, pero... los malditos corrieron en dirección contraria, regresando a la valla; incluso comenzaron a treparla. Parecían desesperados. Por desgracia para ellos, la reja estaba electrificada en la parte superior con gruesos cables metálicos, por lo que, cuando llegaron a lo más alto, sus cuerpos echaron humo, temblando, y luego cayeron. Sus cráneos impactaron contra el suelo, realizando un ruido bastante asqueroso. Luego, aunque un poco más estúpidos que antes, se levantaron al unísono y huyeron hacia otra parte entre los autos.
¿Acaso se preocupaban por sus propias vidas? ¿Entendieron que estaban en desventaja frente a nosotros? ¿Nos vieron? ¿Nos olieron? ¿Cómo llegaron a la conclusión de huir? «Son inteligentes.» Y recordé lo ocurrido allá arriba, con esos... dos grupos de monstruos peleando entre sí como animales salvajes marcando territorio.
Eran listos, de eso no cabía duda; quizás unos más que otros, pero todos eran listos.
―¡Cuidado, William! ―gritó Emilia.
Me giré hacia ella.
Otro zombi había saltado por la misma ventana de antes y tomó a William desprevenido, haciéndolo caer sentado.
―¡Cuidado! ―grité.
William estaba a punto de ser mordido, pero Emilia reaccionó y se colgó del cuello de esa cosa, dándole tiempo a William para que se levantara.
Yo ya iba a ayudarles, pero otra ventana se rompió; de ella saltó una chica menuda como Emilia y me empujó, haciéndome caer al suelo.
―Maldita perra... ―dije.
Antes de que la perra se me echara encima, le di una patada en el estómago y empujé su cuerpo hacia atrás, contra la pared. Ella gruñó.
Me levanté como un resorte, quité la correa de la AK47 que pendía en mi cuello, y, utilizando la culata, golpeé el rostro de la muchacha con una estocada; le reventé la nariz y la hice caer. No le di tiempo de nada. Tomé la ametralladora por el cañón, como si fuera un bate de béisbol, y azoté su cabeza una vez, luego otra vez, y otra, y otra, hasta que la puta dejara de moverse. Su cráneo parecía carne molida con vísceras y huesos; sus dedos aún se movían, pero estaba seguro de que jamás iba a levantarse otra vez.
Dejé de golpearla; mi pecho subía y bajaba frenéticamente.
No supe qué fue lo que pasó, pero Emilia ahora estaba tirada en el suelo, y el monstruo sobre el que hace un momento estuvo colgada, caminaba hacia ella, hambriento como un depredador viendo a un pequeño conejito. William, ya en pie, enroscó sus brazos, aferrándolos al cuello de la criatura, quien rugió. Emilia, a rastras, tomó el hacha del suelo y se levantó de un salto, titubeante y con las rodillas temblorosas.
―¡Hazlo, Emilia! ―gritó William.
Emilia, insegura, miró el hacha, después al zombi al que su amigo, con notorias dificultades, intentaba contener, y, sin más dudas, esa pequeña chica que parecía una muñequita de porcelana, apretó el mango de madera hasta que los nudillos se le pusieron blancos, corrió hacia la criatura para luego encajarle el filo justo en medio de los ojos.
El hacha quedó atascada en el hueso, así que Emilia la soltó y retrocedió. William también soltó al monstruo ―que seguía con vida― y le propinó una patada en la espalda.
El zombi se tambaleó y cayó de frente; aunque lento, ya se estaba levantando, pero William se adelantó y le pisó la cabeza, haciendo que el filo del hacha se clavara aún más al chocar contra el suelo. Lo pisó varias veces hasta estar completamente seguro de que la criatura no se iba a volver a colocar en pie nunca más. La cabeza, con cada golpe, perdía más y más su forma original, esparciendo grumos de sangre por aquí y por allá.
Al cabo de un rato, el zombi dejó de moverse.
―¿Hanna? ―susurré su nombre. Estuve a punto de escupir mi propio corazón al percatarme de que ella había desparecido―. Mierda... qué susto...
Sin darme cuenta, Isabell había cargado a Hanna y se alejó con ella del peligro.
Me sentí un poco aliviado de que todos estuviéramos bien, pero luego recordé la razón de que todo se complicó de esta forma.
―Maldito hijo de puta ―insulté en voz baja, teniendo en la mira al rubio.
Él me observó con sus ojos marrones; muy asustado retrocedió dos pasos.
―Lo siento... en serio ―se disculpó; su expresión estaba llena de culpa.
Aún me encontraba bastante agitado, así que cerré los ojos y me concentré en respirar; quería calmarme antes de cualquier cosa.
Cuando abrí mis ojos, lo primero que hice fue verificar el estado en el que se encontraba Hanna.
Isabell estaba haciendo de muleta, siendo el apoyo que Hanna utilizaba para poder caminar.
―¿Cómo te sientes? ―pregunté, tocando la mejilla de Hanna.
―Estoy mareada... ―Logró articular―. ¿Todos están bien...?
―Eso creo. ―Sonreí―. ¿Hay sangre en tu herida?
Hanna palpó la parte de atrás de su cabeza y luego se miró la palma.
―No parece que haya herida abierta... Aunque duele...
Me habría gustado detenerme para tratar mejor la herida, o revisarla, o yo qué sé, pero ahora no estábamos en el mejor escenario para hacer revisiones médicas.
Debíamos movernos.
―Isabell, ¿te la encargo? ―pregunté, mirando a la chica de reojo.
―Ni lo preguntes. ―Asintió Isabell, levantándome el pulgar, sonriendo de medio lado.
Luego me dirigí a William.
―Viejo, oye, ¿qué pasó con la M16? ―Tras mi pregunta, William se miró todo el cuerpo, escudriñando sus manos vacías, su pecho y sus piernas. Luego volvió sus ojos hacia mí, desorbitados, y estaba más pálido de lo que ya era. Luego negó con la cabeza; quizás la perdió allá arriba, cuando estuvimos entre todos esos monstruos―. Maldita mierda... bueno, no importa. Erick, entrégale la tuya.
―¿Por... por qué debería hacerte caso?
Erick hizo esa pregunta, bastante nervioso, y no pude abrir más los ojos de la sorpresa que me causó porque no era posible.
―¿Qué dijiste, viejo? Creo que me cayó algo de sangre en el oído cuando maté a esa perra que ves por allá tirada. ―Introduje un dedo dentro de mi oído, haciendo como si estuviera limpiándolo―. Repítelo, por favor. ―La rabia crecía dentro de mí; pero aun así intenté hablar despacio y me acerqué a Erick, manteniendo una mano alrededor de mi oreja.
―Eres... un asesino. ¿Por qué debería hacerte caso? ―Erick sonrió; el idiota actuaba como un demente, y su cara, para nada cuerda en este momento, daba algo de miedo.
―¿Es en serio, Erick? ―cuestionó Isabell, al mismo tiempo que se acercaba con Hanna ―. Después de todo lo que hemos pasado, ¿te atreves a decir eso? ¿Justo ahora? Si no fuera por él y Hanna, ahora ustedes seguirían encerrados en esa maldita biblioteca. ¿Es que acaso no lo ves?
Me giré hacia Emilia y ella apartó la mirada; no pensé que su rechazo me fuera a doler como lo hizo, pero la entendía.
―Tú, Isabell... ―La voz de Emilia sonó baja, casi como un susurro.
―¿Yo qué?
―Eres del mismo salón que Daniel y Hanna, ¿verdad?
―Sí ―contestó Isabell, y miró a Emilia con una expresión que decía: ¿y eso qué?
―¡Mierda viejo, pásame esa puta arma! ―exclamó William, antes de que Emilia abriera la boca y continuara, arrebatándole la M16 a Erick de las manos―. No has hecho una mierda con esto. Más bien ayuda a Isabell a cargar a Hanna. Entre los dos podría ser más fácil.
―No, gracias. Yo puedo sola con ella.
―Entonces... ―William recogió el hacha y se la entregó a Erick. Después se agachó y tomó la Magnum que Hanna dejó tirada cuando la silla la golpeó―. Ten. ―Me la entregó y la guardé mi pantalón, a un lado de mi cadera. Luego volvió a girarse a Erick―. Amigo, sé que es una mierda; lo sé bien. ―Hizo una pausa larga, en la que respiró profundamente―. Estoy agradecido con él ―Me vio de reojo―, pero también me asusta. ―Erick agachó la cabeza y luego cerró los ojos, lleno de frustración―. Te entiendo, pero Isabell tiene razón, viejo. De no ser por él y Hanna, todavía estaríamos encerrados allá. Ya habrá tiempo para pensar en todo esto luego.
―Seguro, sí, si no fuera por ellos ahora estaríamos en la biblioteca ―Erick alzó la mirada, frunciendo el ceño, desafiante―, pero Steven seguiría vivo.
―Ay, viejo, no quiero sonar como un cretino, pero Steven murió como nunca lo irás hacer tú.
―¿Qué quisiste decir, William? ―preguntó Erick, notoriamente iracundo.
―Es... lo que digo es que su muerte no fue culpa de nadie; él mismo tomó esa decisión.
―Sigo sin entender por qué dijiste eso.
Y sin poder contenerme más, escupí lo que tenía guardado en lo profundo de mi corazón:
―Quiso decirte que eres un cobarde de mierda que nunca se arriesgaría por alguien así como Steven lo hizo por Hanna. ¿Ahora sí lo entiendes? Todos han sido útiles de alguna forma u otra, pero tú... viejo, solo te meas en los pantalones y te quedas en las nubes sin hacer un carajo. ―Hice una pausa. Vi que Erick apretó el hacha que William le había entregado y me observó con el ceño fruncido, como si estuviera a punto de intentar algo contra mí―. Vamos, rulos. Si vas a hacerlo, hazlo ya. No te contengas más. ―Y preparé mi cuerpo para recibirlo en caso de que se decidiera a atacar.
―Erick... ―Emilia, muy preocupada, lo tomó por el codo, y de esa forma apaciguó un poco su rabia.
Hanna estaba más concentrada en soportar el dolor de su herida y por eso no prestaba atención a nuestra estúpida discusión.
―Chicos ―nos llamó Isabell―. No es momento para esto...
―Ella tiene razón. No tenemos tiempo para esta mierda. Pongámonos en marcha. ―Las palabras de William fueron determinantes, haciendo que hasta yo me moviera por inercia.
―¿Puedo ir con ustedes? Me llamo Marco. ―Se presentó el Ken humano; por un momento me había olvidado de él―. No entiendo nada del drama y pido disculpas por meterme así de repente, pero no quiero estar solo. Puedo ayudarlos en lo que sea. De verdad lamento mucho lo de la silla.
―Conque fuiste tú. ―Hanna sonrió levemente en respuesta.
Miré al muchacho, escudriñando su cuerpo de arriba hacia abajo. Tenía buena constitución. No era tan grande y temible como William, ni la mitad de alto que Erick, pero parecía fuerte; aunque esa "fuerza" podría ser solo la ilusión que daba esa gruesa y bonita chaqueta de cuero que tenía puesta.
―Solo no nos avientes otro asiento, por favor ―le pedí. Luego tomé la AK47 y volví a poner la correa de seguridad a través de mi cuello―. Supongo que solo te estaban siguiendo esos dos, ¿no?
―Qué... ―Marco se quedó un momento mudo, pensativo, pero después sonrió como si se le hubiera alumbrado la bombilla―. ¡Ah claro!
―¡Baja la voz! ―lo reprendí, por supuesto, hablando despacio.
―Lo siento, lo siento. ¿Te refieres a los zombis? Sí, solo eran esos dos. Me persiguieron cuando...
―Bueno. ―Corté la grandiosa historia que Marco estaba por contarme―. Es hora. ―Isabell, con Hanna en sus hombros, se hizo detrás de mí, seguida de Erick, luego iba Emilia y por último estaban William y Marco.
―Antes quisiera decirles algo ―susurró Marco. Todos nos volteamos a verlo.
―¿Qué? ―preguntó William.
―Por aquí está mi auto. No sé hacia donde vayan todos, pero les puedo dar un aventón, si quieren.
―¿Es grande? ―cuestioné.
―Es...
―No me digas que es un Mini Cooper, viejo. ―William hizo una expresión burlona, mientras que Marco guardó silencio; parecía abochornado―. ¿En serio es un Mini Cooper?
Después de que Marco asintiera, la idea de irnos en el Mini Cooper quedó descartada.
―¿Por qué no te vas tú solo? Puedes irte si quieres. Lo sabes, ¿no? ―le pregunté.
―¿Qué? No, no, no. Este es el apocalipsis. ¿No sería estúpido separarme del grupo?
Claro, claro, ¿por qué alejarse de los chicos armados en pleno apocalipsis zombi? Marco sabía que le convenía más estar con nosotros, aunque eso implicara abandonar su automóvil.
Entonces avanzamos juntos sin hacer sonar nuestras pisadas, sigilosos como gatos; pero para Hanna, quien colgaba del cuello de Isabell, era complicado ser silenciosa. Sus pasos eran pesados y las suelas de sus zapatos, en ocasiones, se arrastraban contra la gravilla y sonaban. No la culpaba. Después de todo, apenas se estaba recuperando.
«¿Quedará alguien vivo por allá?»
Al otro lado de la valla electrificada, en la acera, corrían cinco o seis zombis persiguiendo sonidos en la distancia ―sirenas, disparos, autos en movimiento― y luego se perdieron en la oscuridad de un callejón cercano.
Hubo silencio, pero no por mucho. Un auto de policía pasó a toda velocidad con las sirenas encendidas, y de una tienda de conveniencia, al otro lado de la calle, salieron tres criaturas llenas de sangre en sus manos y bocas, corriendo en un intento vano de alcanzar a la patrulla.
Debido al eco que produjeron las sirenas, de entre todos los autos que había aquí dentro en el estacionamiento, escuché gruñidos. Me puse en alerta y realicé un gesto con la mano para que todos se detuvieran. Pegué mi espalda al muro del edificio y me quedé quieto. Todos me imitaron y guardaron silencio, conteniendo la respiración.
Cinco zombis, con heridas espantosas en el rostro ―mordiscos y arañazos― aparecieron entre los vehículos corriendo en dirección a la valla, saltaron hacia ella, agarrando la rejilla como simios en cautiverio, pero al cabo de unos segundos, se fueron a otra parte, lejos de nosotros, persiguiendo algún otro eco que quizás solo ellos escucharon.
―Ya ―dije. Solté el aire que estuve conteniendo y continuamos.
Le habíamos dado la vuelta entera a este edificio; me asomé en la arista, verificando el sendero que debíamos atravesar para llegar al siguiente. Miré arriba ―no fuera ser que nos cayera un puto monstruo en la cabeza― y me encontré con el mismo puente por el que pasamos antes de que Steven...
Gracias a Dios ―sí, claro― estaba todo despejado, y aunque los ecos de la ciudad resonaban constantes como un recordatorio mortal de que el fin había llegado a la tierra, sentí un poco de paz.
Ya estaba cansado de ver monstruos, de que me cayera sangre encima, de tener que pelear. Me dolían los brazos, las piernas, también me ardían los ojos. Me sentía todo pegajoso y maloliente. Suspiré.
Este era el momento perfecto para tomarnos un corto descanso. Además, Hanna lo necesitaba; su rostro congestionado y cansado lo pedía a gritos; perlas de sudor corrían por su frente, y tenía los ojos entrecerrados, cansados.
Todos, por recomendación mía, nos sentamos un momento, recostando nuestras espaldas contra el muro, guardando silencio. Hanna, a mi lado, puso su cabecita en mi hombro.
Me di la oportunidad de cerrar los ojos ―aunque fuera un momento― y de sentir el aire frío rosar la piel de mi cara; pero al haber tanto silencio, tanta tranquilidad, tanta paz, mi cerebro comenzó a preocuparse por las necesidades básicas que tenía mi cuerpo: hambre y sed. Me sonó el estómago; y no sé por qué este pensamiento se cruzó por mi cabeza, pero me sentí genuinamente aliviado de que no me hubieran dado ganas de cagar durante todo este tiempo.
Juro por Dios que, de no haber sido por el hambre que sentía, me hubiera podido quedar dormido; pero un alarido terrorífico me hizo saltar y levantarme. Me puse alerta, y, como siempre, William ―mi más confiable aliado― ya estaba a mi lado, preparado para lo que sea que se nos viniera encima.
Asomé mi cara en la arista, y vi a una chica siendo perseguida por una jauría de monstruos; corría hacia nosotros mientras gritaba a los cuatro vientos:
―¡Alguien ayúdeme, por favor! ¡Dios! ¡Ayuda! ¡Que alguien me salve!
Me escondí, pegando la espalda a la pared y miré a los demás. Luego envié un dedo a mis labios, indicando al grupo que hiciera silencio, pero el rostro de Hanna decía otra cosa. Parecía como si mágicamente se hubiera recuperado de su lesión y sus ojos me veían con esa suplicante expresión que ya había notado en ella antes.
―No. ―Negué moviendo la cabeza de lado a lado.
―Tenemos que ayu...
―Ya dije que no ―repetí, cortando las palabras de Hanna en seco. Fue la primera vez, desde que la conocí que fui duro con ella sin ceder ni un centímetro con mi posición.
La chica que huía por su vida, apareció en nuestro campo de visión, a nuestra derecha, cayendo de rodillas sobre el asfalto. Tenía el cabello negro, le descendía por la espalda como una cascada de chocolate, vistiendo una camisa blanca y una incómoda minifalda ajustada. Su cara bronceada, llena de lágrimas, se giró hacia mí y nuestras miradas se encontraron.
―Ayúdame... ―pidió ella, con una voz quebradiza, estirando su brazo, observándome con los ojos cristalizados.
Extendí mi mano, dando un paso hacia ella, ignorando todo lo que yo mismo le había dicho a Hanna hace un momento, como si una fuerza invisible me estuviera empujando a ayudarla; pero el primer monstruo saltó sobre ella, cuan jugador de fútbol americano tacleando a un oponente, provocando que la cara de la jovencita colisionara contra el suelo, rajando parte de su frente en el acto y, dejándole a la vista, un importante chorro de sangre que no paraba de salirle a borbotones.
―¡Ayúdame! ¡Ayuda! ¡Por favor! ¡Por favor! ¡No!
Mientras sus agónicos gritos continuaban resonando en mis tímpanos, ella seguía extendiendo su mano hacia mí, mientras el monstruo le hincaba los dientes en el hombro, destrozándole la camisa y la carne. Después, un segundo monstruo apareció, aferrándose a su pierna desnuda y la mordió en el femoral, arrancándole un gran trozo de carne.
―Vienen más ―susurró William con la voz quebradiza.
En efecto, aparecieron más y se abalanzaron sobre ella. Quizás eran seis. Quizás siete. Quizás muchos más. No lo supe; no tuve cabeza para contarlos a todos. Se amontonaron sobre ella como gallinazos de carroña, arrancando y mordiendo por todas partes. Y por desgracia, no tuvo una muerte rápida. Su agonía se prolongó a lo largo de un minuto entero, o más, en el que suplicaba por su vida e insultaba al mismo tiempo, maldiciendo su destino a manos de esos caníbales que la devoraban viva.
Ahora solo se apreciaba el sonido que hacían esas criaturas al masticar la carne. Ni siquiera quise ver cómo quedó el cadáver. Aparté la vista. Una lágrima descendió por mi mejilla. No pude evitar recordar los desgarradores gritos de Steven. Cerré los ojos, solté la AK47, dejando que pendiera de la correa, y cubrí mis oídos con las dos manos.
Todos nos quedamos quietos escuchando a esos monstruos regodearse de placer con el festín que se estaban dando... o eso creía. Un rugido hizo que me sobresaltara y volví a ponerme en guardia; fue un rugido como el de los perros cuando se preparan para pelear.
No supe en qué momento ocurrió todo lo que ahora mis ojos veían abiertos de par en par. De repente, la feliz comitiva de los zombis, se había convertido en una guerra campal donde unos saltaban sobre otros y se mordían, se arañaban o se golpeaban. ¿La razón? La sabrá Dios. Pasó exactamente lo mismo que cuando estábamos allá arriba, la misma carnicería entre monstruos. ¿Pero es que acaso no eran de la misma especie? ¿Qué putas les ocurría?
Entre ellos, había uno que destacaba en particular, no por su tamaño, ni por su constitución, ni tampoco por su color de piel. De los antebrazos parecían salirle cortas y oscuras raíces, o... tentáculos con espinas. No estaba seguro, pero se veía asqueroso.
Tenía las venas de su pálido rostro tremendamente brotadas; más brotadas de lo que había visto en otros monstruos como él, y eran negras, como si toda su sangre hubiese sido reemplazada por petróleo. Además, poseía una fuerza descomunal. Embestía a zombis mucho más grandes que él, derribándolos como muñecos y acabando con sus vidas de diferentes formas; aplastando sus ojos, pisándoles la cabeza, arrancándoles el cuello de un mordisco. En fin.
Ahora se encontraba acaballado sobre una muchacha que rugía y lanzaba arañazos para defenderse. Él la tomó de la cabeza con las dos manos y comenzó a apretar su cráneo, aplicando fuerza en su agarre de manera progresiva, asimismo como lo haría una prensa. La zombi convulsionó bajo el cuerpo del chico, hasta que, finalmente, sus ojos explotaron y parte del cerebro se le salió por la frente, salpicando sangre por todas partes.
―Se están matando entre ellos... ―susurró Emilia, y se cubrió la boca con las manos.
Volví a cerrar los ojos. No quería seguir viendo tal brutalidad. Solo escuchaba gruñidos, golpes, gritos y el crujir de los huesos al astillarse. Los segundos pasaron como si fueran horas, y no me di cuenta en qué momento llegó el silencio, un profundo e inquebrantable silencio que enmudeció todo el caos. Así que abrí los ojos una vez más.
El suelo sobre el que pelearon a muerte todas esas asquerosas criaturas, se llenó de charcos sanguinolentos y vísceras desparramadas por todas partes. Solo tres de ellos quedaron en pie, erguidos, observando el cielo de la noche, bañados de pies a cabeza como si hubiera llovido sangre del cielo. El chico de los tentáculos era uno de los tres, y mantenía los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás con... ¿una sonrisa?
―No puede ser ―expresé, incrédulo.
Durante todo este tiempo, desde que el mundo se fue a la mierda, no había visto nada más aterrador que esa sonrisa macabra; fue como si se me hubiera congelado la sangre en las venas y no pude mover un músculo. Pero lo que más me aterraba era el color de sus ojos; parecían los de un demonio, totalmente negros desde la pupila hasta la esclerótica.
Ese zombi era especial, diferente a todos y cada uno de los que habíamos visto hasta este punto. Y aunque no era tan grande y musculoso como los dos alfas de antes, podría jurar a boca abierta que era más fuerte que los dos juntos. Algo dentro de mí comenzó a gritar, soltando las alarmas por todo mi cerebro. Debíamos huir, ya, adonde sea.
―No... ―Hanna se aferró a mi mano y dijo esa corta palabra. La voz le temblaba como todo el cuerpo―. Tenemos que...
Un rugido, que parecía provenir del mismísimo y puto averno, salió de la garganta de esa porquería que ahora nos veía; algo serpenteaba por debajo de su piel, como si tuviera culebras o gusanos dentro del cuerpo.
«¿Qué mierda es eso?» Me hice esa pregunta, pero antes de encontrar una respuesta, el maldito corrió hacia nosotros.
―¡Nos puede ver! ―gritó William, apuntando la M16 hacia él, para luego abrir fuego sin soltar el gatillo en ningún momento.
Las balas dieron cerca al hombro, por el pecho, en la mejilla; pero no le dio ningún disparo en la cabeza. De esa forma, William solo retrasaba al monstruo por unos segundos, sin ser suficiente para abatirlo. Siguió disparando y fallando hasta que agotó el cartucho entero. Los otros dos zombis que había ―gracias al cielo― huyeron hacia otra parte.
Yo apunté a la frente de esa excéntrica bestia, pero ese puto pareció leerme la mente, pues elevó los brazos, formando una equis que protegía su cara como un escudo. Disparé al igual que William, sin soltar el gatillo. El zombi se detuvo; las balas que una tras otra impactaban en sus antebrazos, hacían que retrocediera.
No era suficiente. Seguía sin ser suficiente.
Se me agotó el cartucho, pero tenía dos en los bolsillos y cuatro más en la mochila. Antes de que la criatura recuperara la compostura tras la tormenta de balas que le solté, saqué un cartucho del pantalón y lo encajé en el cargador. Disparé de nuevo. El monstruo rugía, se quejaba, retrocedía, pero el desgraciado no moría. La carne de sus brazos prácticamente se había caído, mostrando parte de los músculos y tendones de los que apenas y se sostenía algún trozo de piel desgarrada. También pude ver esos extraños tentáculos negros de antes, pero ante la ausencia de carne y músculos, noté que se extendían por todo el hueso de los antebrazos, enroscados como si fueran serpientes sostenidas a la rama de un árbol.
―¡Maldito hijo de puta! ―maldije―. ¡Hanna, toma la pistola! ¡Está mi pantalón, allí, en mi cadera! ¡Rápido! ―Le disparé a esos tentáculos, pero no surtía efecto alguno. En eso, Hanna tomó la pistola y se la entregó a William―. ¡A las rodillas!
William disparó, errando. El poderoso retroceso de la Magnum, hizo que se le cayera de las manos. Debí advertirle antes que ese revólver era muy potente, sobre todo por las balas que disparaba, pero se me era demasiado difícil pensar en todo a la vez.
Hanna se adelantó y tomó la Magnum del suelo. Luego apuntó, acercándose un poco más, cerró un ojo y apretó el gatillo. Como ya estaba un poco acostumbrada a la potencia del arma, a diferencia de William, ella ni siquiera se inmutó ante el retroceso. La bala, por suerte, por destreza ―quién sabe por qué― le dio directamente en la rodilla al monstruo, haciendo que el desgraciado flaqueara y trastabillara a un costado. En ese momento vi una apertura y disparé, dándole en la frente, cerca de la sien.
Detuve el fuego, observando cómo la maldita bestia caída hacia atrás, muerta. Respiré aire profundamente. Me encontraba bastante agitado; pero las cosas no habían quedado así. No. Como una veloz lanza partiendo el aire a su paso, un tentáculo negro se clavó justo en el cuello de Marco, salpicando a Emilia de sangre en la cara. El rubio cayó como una marioneta a la que le habían cortado las cuerdas. Le salía demasiada sangre del cuello. Quizás ya estaba muerto, o a punto de estarlo. El tentáculo volvió a su lugar de origen.
―Esto... ¿qué es esta mierda? ―El asombro solamente me permitió decir esas palabras, y el miedo, lo único que hacía, era amontonarse en el centro de mi estómago, como un cólico o una diarrea.
Lo siguiente que ocurrió fue asqueroso. El pecho de esa criatura se desgarró de lado a lado, y como un pollo saliendo del cascarón, numerosos y largos tentáculos surgieron de su interior. Todos retrocedimos.
Este zombi era un verdadero monstruo del averno más profundo de los putos siete infiernos. Una sonrisa nerviosa se posó en mis labios al ver que el cuerpo de aquel ser, con la ayuda de esas nuevas y horribles extremidades, comenzó a levantarse con lentitud, rugiendo como un animal furioso.
―Maldición... maldición... ―Apreté de nuevo el gatillo, sin soltarlo, apuntando a esa criatura, pero esos putos tentáculos formaron un muro alrededor del cuerpo y la cabeza que lo protegía de los proyectiles. Dejé de disparar―. Tenemos que correr... ―A pesar de que dije aquello, todos se quedaron quietos, con las bocas abiertas, incrédulos, asustados―. ¡Tenemos que correr, mierda!
Mi grito hizo que el grupo espabilara, pero cuando nos dispusimos a huir regresando sobre nuestros propios pasos, algo tomó el pie de Hanna y la hizo caer.
―¡Daniel! ―Ella gritó mi nombre, con lágrimas en los ojos, pataleando desesperada para liberarse.
Marco la había tomado del pie. Él tenía las venas del rostro brotadas y sus ojos, antes marrones, ahora eran rojos como la sangre en la oscuridad. No había duda. Ya no era humano. Tomé la Magnum que ahora estaba en el suelo, y, sin ninguna duda, le disparé en toda la cabeza, la cual explotó como una sandía.
―Estamos rodeados ―dijo Erick, totalmente fuera de sí, al tiempo que Hanna se levantaba con la ayuda de Isabell―. ¡Estamos rodeados!
Entre los autos, frente a nosotros, se avecinaba una estruendosa jauría de monstruos que chocaban entre sí, caían al suelo y se volvían a levantar. Eran diez, ¿o menos? ¿Un poco más? Nunca lo supe.
Un brutal estruendo, seguido de una explosión sacudió mis tímpanos. Algo me golpeó en la cabeza desde atrás. Caí de frente y luego todo se volvió negro por un momento. Escuchaba ecos distantes, pero no podía entender ni una sola palabra de lo que decían. Me dolía la cabeza. Abrí los ojos, aunque con mucha dificultad. Pude ver. Había humo por todas partes.
Mi cuerpo pesaba.
―¡Daniel!
De nuevo otra voz. Ni siquiera sabía de quién se trataba.
―¡Daniel!
Lo siguiente que vi fue una enorme sombra parada frente a mí.
―Hellan... ―susurré. Levanté un poco la cabeza y sentí escalofríos.
―¿Hellan? ¿Estás alucinando, viejo? ¡Levántate ya! ―Era William. Sus ojos grises me observaban desde arriba, extendiendo una mano hacia mí con una expresión llena de preocupación. Tomé su mano, y, aunque aún me encontraba algo aturdido, pude levantarme.
―Gracias... ―Mi voz sonaba pastosa, débil―. Qué...
―¿Estás bien? ―preguntó la dulce voz de Hanna viniendo desde un lado en compañía de Isabell.
―Tiene que estarlo. ¡Vámonos! ―William me tomó del brazo y lo puso sobre su cuello, haciendo de muleta, brindándome un valioso apoyo para que pudiera moverme―. ¡Mierda! Estamos vivos de milagro.
Mientras avanzábamos entre el humo ―sin saber hacia dónde― le pregunté:
―¿Y los zombis?
―Huyeron después de la explosión.
―Qué explo... ―Estuve a punto de preguntarle, pero lo vi con mis propios ojos, así que cerré la boca.
Había un autobús escolar estrellado contra la pared del edificio de enfrente, envuelto en llamas. La valla metálica que antes separaba a la universidad del exterior, había sido derribada, y en el suelo podía verse el oscuro y largo rastro que dejaron las llantas del vehículo antes de chocar. En medio del autobús y la pared, con la mitad del cuerpo aplastada, estaba el monstruo de los tentáculos, atrapado. Lo peor del asunto era que aún seguía con vida. ¿En serio era tan descarado de seguir respirando? ¿Es que acaso esta porquería era inmortal o qué? ¡Incluso le había disparado en la cabeza antes de esto!
Algunos de sus tentáculos quemados serpenteaban por encima del capó como la cola cortada de una lagartija. El monstruo rugía y su cuerpo se batuqueaba con violencia por el fuego que ardía sobre él. Si el fuego no lo mataba, ¿entonces qué podría?
Seguimos nuestro camino, pasando a un lado del autobús, a través de las ventanillas podía verse la silueta de varios cuerpos achicharrados en el interior. ¿Qué pudo haber causado un accidente como este? Dejé la pregunta sin responder y seguí caminando, escuchando cada vez menos los alaridos del monstruo a mis espaldas; (ojalá y no pueda salir nunca más de allí). Más adelante, de pie sobre la valla derribada, nos esperaban Erick y Emilia, o eso fue lo que concluí, ya que, por causa del humo, era difícil verles las caras.
Cuando nos reunimos todos, siguiendo mis indicaciones, nos pusimos en marcha.
«¿Será que sí existe un Dios y nos está protegiendo desde allá arriba? ―pensé, y luego me reí―. ¡Sí claro, cómo no!»
―¿De qué te ríes? ―William realizó esa pregunta.
Él aún cargaba con parte de mi cuerpo, ayudándome a avanzar porque todavía me dolía la cabeza.
―De nada, viejo, de nada...
Pensé que iba ser un camino tortuoso ya que me estaba acostumbrando a lo difícil, pero no fue así. Las calles estaban más solas de lo que pensé, más silenciosas y, aunque eso era bueno, se sentía bastante terrorífico este ambiente sombrío y desolado.
De vez en cuando nos encontrábamos con un zombi parado por allí, sin moverse, mirando una pared o un poste de luz, o en el peor de los casos, devorando un cuerpo, así que pasábamos conteniendo la respiración, silenciosos, y lo dejábamos atrás.
Transcurrieron cinco minutos.
Vimos un auto aparcado al filo de la calle, estrellado contra un árbol. No había nadie en el interior. Erick, dudoso y nervioso, en compañía de Isabell, fueron a registrarlo para ver si había algo que pudiera sernos de utilidad.
Nada.
Continuamos, y pasaron diez minutos. Doblamos a la derecha, en una esquina y después a la izquierda, siguiendo en línea recta.
Derecho por esta vía, estaba mi casa a diez minutos; y quizás porque estábamos tan cerca de culminar nuestra aventura, es que me encontraba más nervioso que nunca. Pensé que en cualquier momento iban a aparecer más monstruos, más dificultades, más sangre, más... muerte, pero no fue así en absoluto. En un abrir y cerrar de ojos llegamos a mi casa.
Estábamos de pie frente al verde jardín, y quizás con seis pasos, o menos, llegaríamos a la puerta. No lo podía creer. ¿En serio habíamos dejado la puta universidad Isaac? ¿En serio estábamos vivos en este momento después de tanta mierda?
―Por fin ―susurré.
Se me escapó una lágrima, y sentí el peso del cansancio y el hambre. Cerré los ojos y las rodillas me flaquearon. William me apretó fuerte, impidiendo que me cayera de espaldas.
―¡Daniel! ―Escuché la preocupada voz de Hanna cerca de mí.
―Tenemos que llevarlo adentro. ―Ese fue William.
―¿Dónde están las llaves?
―Quizás en su bolsillo.
―Hanna revísalo.
―¡Ya voy!
Poco a poco dejé de resistirme y el mundo a mi alrededor comenzó a desaparecer.
No sé cuánto ha pasado desde que empecé a escribir este capítulo, pero en serio siento que, por un momento, me estanqué por causa de mi propia rigidez a la hora de conformarme con mi propio trabajo. Como había dicho antes, a veces soy demasiado duro conmigo mismo a la hora de escribir, y me convierto en el lector más exigente de todos.
En serio me disculpo con todos por haber tardado tanto en publicar este capítulo. Siento que ya salí del bache en el que me encontraba, y aunque no prometo nada, pienso que el trabajo, por lo menos ahora, va a ser mucho más fluido ya que creo haber superado ese bloqueo que me hacía ver todo lo que yo mismo escribía como si fuera una mierda.
Me disculpo con ustedes, de verdad, y espero que disfruten del capítulo tanto como yo disfruté al fin estar satisfecho con el resultado.
¡Nos vemos en el siguiente acto!
PSDT: Si encuentras un error, por favor, házmelo saber... gracias.
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