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PUNTABLANCA I

                                                                                     Punta Blanca, Nuevo Mundo.

Cuando el joven sintió el abrasador calor del fuego se dio cuenta que ya era demasiado tarde; la añeja tela de la tienda ardía como leña seca, mientras que entraban cenizas volando de todas las direcciones. El corpulento joven saltó inmediatamente de la cama que había improvisado y se cubrió el rostro con sus manos. El humo comenzaba a imposibilitar la respiración y su visión se tornaba difusa.

Luego de unos segundos, logró escabullirse por un agujero que el mismo fuego había provocado. Afuera el ambiente no era mejor; la docena de tiendas que habían sido montadas hacia una luna atrás ardían hasta ser convertidas en cenizas, mientras que los gritos de los hombres se perdían entre el espeso bosque.

Luego escuchó una estrepitosa ráfaga de flechas.

«¡Los putos nativos!» pensó Taro mientras buscaba desesperadamente algo entre el fuego de su tienda. Sin importar que las flechas caían a su alrededor o que el fuego quemara salvajemente su mano, buscó hasta que por fin levantó algo que brilló por las llamas que se esparcían; era una larga espada afilada, adornada con un mango de madera dorada y una insignia en forma de dos rosas que se cruzaban. Taro guardaba aquella arma desde el día en que fue expulsado de su hogar y no la perdería por nada del mundo.

El estruendo que causaba las flechas precipitándose al suelo se detuvo y los nativos se adentraron al abrasado campamento. Los nativos se dividían en pequeñas manadas, estaban armados de lanzas y grandes cuchillos de filo oscuro que eran capaces de cortar una garganta con tal solo una leve segada.

El resto de los hombres que no fue calcinado por las llamas, fue alcanzado por una flecha, una lanza o una estocada, pero el corpulento joven conocía muy bien la península en donde estaban, ya que desde que se marchó de Fuerte Roble, se había dedicado a robar a pequeñas colonias del sector.

Taro de Rossal se alejó rápidamente del campamento atravesando con su larga arma a tres nativos en el recorrido, cuando por fin llegó al espeso bosque, guardó su sangrante espada en la vaina sin limpiarla.

Los árboles que rodeaban al joven tenían una tonalidad amarilla, era comúnmente llamado Bosque Espeso por la sensación de profundidad que el bosque producía, aunque era bastante seco en comparación a los bosques de las tierras del norte.

El joven se había acostumbrado al Nuevo Mundo, llevaba poco menos de tres años viviendo en las nuevas tierras. Desde que la corona de los Folmener comenzaron a colonizarlas, estos enfrentamiento entre nativos y gente-caballo, como los nativos se referían a los habitantes del continente, eran cada vez más frecuentes, si bien ya había pasado casi treinta años desde el descubrimiento de los fértiles dominios, habían muchos grupos de nativos que se resistían a ser sometidos a un extranjero, y precisamente así era como Taro se sentía; despojado de los títulos nobles que sus hermanos y padres seguían poseyendo, sin la necesidad de asistir a los aburridos banquetes, bailes o ceremonias de bodas. Incluso había hasta olvidado cómo tratar de su señoría a los nobles.

«Sólo me sirvo a mí y a nadie más que a mí» recordaba Taro cada mañana al despertar.

Luego de una larga caminata, el joven se detuvo junto a un estanque, se sentó en un gran peñasco y bebió agua juntando ambas manos. Observó su reflejo en el agua; era un hombre fuerte, de rostro cuadrado, nariz aguileña, ojos grandes color miel y de cabellos dorados como lo tenía su madre Lady Lena.

Se preguntó si Koll y Marcus habrían logrado escapar de la emboscada de alguna manera, ellos fueron los primeros en enseñarles las reglas del grupo cuando Taro arribó a Puntablanca. No era fácil pertenecer a un grupo de mercenarios en el Nuevo Mundo, ya bastaba con los piratas que generalmente navegaban fuera de las rutas comerciales establecidas por los Folmener, acechando a barcos cargados de piedras preciosas o simplemente de especias que cosechaban en las islas, sin embargo, cuando el flujo de embarcaciones escaseaba, algunos piratas se aventuraban a navegar hacia las colonias portuarias para robar y tomar mujeres, otros en cambio, preferían encallar en zonas no colonizadas y atacar a los salvajes nativos, allí era donde el grupo de mercenarios tenían problemas. Taro de Rossal lo sabía bien, puesto que ya se había enfrentado con piratas en muchas ocasiones cuando ambos grupos intentaban asaltar una misma villa o campamento.

Koll era delgaducho, pero letalmente rápido, lo apodaban Koll El Rayo, provenía de una granja ubicada en las Tierras del Invierno, al igual que la madre de Taro, sin embargo, Koll no tenía sangre noble como los Rossal y se había aventurado al Nuevo Mundo escapando de la pobreza que lo sucumbía.

Marcus, por otro lado, era un extranjero proveniente de más allá del Aguijón, donde las sombras convivían con los hombres y las antiguas pirámides se erguían majestuosas. Era un hombre alto, de piel morena y de ojos color olivo. Tenía un acento extraño, aunque hablaba fluidamente la Lengua de los Elementos, es más, pasaba las noches enteras relatando historias de su lejana tierra a Taro y a Koll mientras afilaba las puntas de sus flechas.

De pronto, el joven recordó la sonrisa de su hermana Cassia, la dulce voz al cantar de Iona, las cabalgatas con Lander y las travesuras de Myro. Los recuerdos parecían lejanos y difusos, sentía que habían pasado centenares de años desde que se embarcó hacia las nuevas tierras.

«Y ahora que estoy aquí a miles de leguas ¿Me creerán muerto? ¿Qué les habrá dicho mi padre?»

Sus recuerdos y pensamientos se esfumaron apenas escuchó unos galopes lejanos, había estado sentado en aquel estante durante algunas horas. El viento corría entre los secos árboles y los pájaros comenzaban a volver a sus nidos.

«Los nativos debieron haber saqueado el campamento completo y se han devuelto a sus tierras» pensó Taro.

Caminó hacia el este siguiendo el ruido del galope, quizá eran hombres de las colonias de Fuego que se dirigían a las villas y poblados con mercancía u oro, quizá eran mercaderes o hasta podía ser un caballero errante, pero fuera quien fuera, aquello lo llevaría al camino de tierra que llegaba hasta las colonias.

El galope cada vez se escuchaba más fuerte y el joven tenía agarrada la vaina de cuero y metal que cubría su espada. Las ramas rasguñaban su rostro y las grandes piedras lo hacían tropezar. De un momento a otro, saltó hacia el camino y el ruido de su espada desenvainada hizo parar al gran carro. El carruaje era de madera recubierta de un extraño color púrpura, dos caballos blancos tiraban de él, mientras que las ruedas parecían estar desviadas.

El hombre que tenía las riendas de las bestias tenía un rostro frío y duro, observó fijamente a Taro mientras sus grandes manos soltaban lentamente las correas.

―Baja, da media vuelta y abre el carro―ordenó Taro apuntando con su gran espada. Pero el hombre seguía con el mismo rostro y no se movía del asiento. ― ¡Vamos joder! ¿Acaso eres un maldito retrasado? Baja... ¡Ahora! ―Taro se acercó lentamente hacia él con el ceño fruncido.

El hombre bajó mansamente del asiento delantero del carro con ambas manos y dio un brinco certero hacia el suelo. Taro impactado empuñó con fuerza el mango de su espada. El hombre era solo torso, no tenía piernas en las cual sostenerse, sin embargo, utilizó sus dos manos a modo de pies para caminar hacia el final del carro, donde golpeó repetidamente la madera que lo cubría.

Luego de unos segundos, la pequeña puerta se abrió y bajaron cinco personas, si es que Taro podía llamarlas de esa manera, algunos eran deformes.

«Más que deformes» pensó.

― ¿Qué sucede? ―dijo uno que no era deforme y que tenía pinta de juglar.

― Éste cabrón quiere robarnos―contestó el hombre que sólo tenía torso, mientras observaba a Taro.

El juglar, que vestía un jubón amarillo desteñido, soltó una carcajada melodiosa.

― ¿De verdad vas a robarle a un grupo de artistas? Apenas ganamos unas cuantas monedas para comer.

―Ustedes no son artistas―respondió Taro observando de reojo al grupo entero―. Son unos monstruos.

―Todos los artistas somos monstruos―el juglar acomodó una pluma doblada que adornaba su sombrero―. Nos convertimos en las cosas que la mayoría de los hombres comunes temen o rechazan.

Por unos segundos, el joven de Rossal analizó al grupo de viajeros; había un hombre de cabello canoso que tenía dos muñones en los brazos y un colmillo de puma atravesaba su nariz. A su lado, yacía una mujer de piel tan oscura como la noche y de ojos caídos, vestía una capa extremadamente larga y un broche en forma de serpiente sujetaba la vestimenta.

«Es idéntico al que Marcus llevaba colgado en el cuello―pensó sorprendido―. Debe ser una devota de Marduk la Serpiente de la Sombra, el que Viene de los Cielos.»

― ¿A dónde se dirigen? ―preguntó Taro juntando las cejas.

―Nuestra intención es llegar a Puertoamargo antes de luna nueva, pero aquí estamos perdiendo el tiempo―contestó el juglar riendo suavemente y juntando ambas manos detrás de su espalda.

Taro se acercó rápidamente hacia el juglar y le asestó un golpe en el rostro con la empuñadura de la espada, el delgado hombre cayó de espalda al suelo y una mujer regordeta salió apresurada del carruaje a recogerlo.

El resto del grupo retrocedió un paso, mientras los sollozos del bardo inundaban el bosque.

― ¡Basta! ―exclamó el hombre que solo era torso―. ¡Déjanos ir! ¿Es que acaso no tienes decencia? Hay centenares de carruajes rebosados de piedras preciosas y finas hierbas y tu nos molestas a nosotros. No tienes comida, no tienes oro, solo una espada y pareces ocuparla apropiadamente para conseguir las dos cosas anteriores, pues, nosotros tampoco tenemos comida, ni mucho menos oro, pero tenemos nuestra propia arma ―apuntó a sus inexistentes pies―, y tenemos que aprender a utilizarla a nuestro favor. Al final eres igual que nosotros.

―Yo no soy como ustedes―contestó Taro con una mueca de asco.

Sin embargo, el joven sabía que en el fondo el hombre sin piernas tenía razón. Retrocedió un paso y guardó su espada en la funda, dio media vuelta y comenzó a caminar junto a un camino de tierra.

El grupo itinerante subieron velozmente al gran carro, mientras la mujer regordeta y el hombre con muñones ayudaban a subir al bardo. Al cabo, los caballos blancos comenzaron su manso galope.

El armatoste púrpura alcanzó los largos pasos que realizaba Taro.

―Ven con nosotros―escuchó la voz de la devota que emergía de una pequeña ventanilla―. Te dejaremos en Puertoamargo o en alguna villa cercana a cambio de que nos protejas con tu espada.

«Koll, Marcus y los demás debieron haber arrancado hacía las montañas del oeste, si me adentro al Bosque Profundo nuevamente, moriré antes que el sol se ponga».

Taro de Rossal se limpió el sudor que caía por su frente y agarró firmemente la mano de la mujer que salía del carruaje. Cuando entró, percató que el lugar parecía mucho más espacioso de lo que se veía por fuera; tenía siete asientos, paredes recubiertas de un aterciopelado oscuro y un lugar donde habían depositado dos viejos baúles y un pequeño orinal de porcelana.

―Sé reconocer el carruaje de un noble―dijo Taro observando al grupo―. ¿De dónde lo han robado?

― ¿Robar? ―contestó la mujer que había recogido al bardo―. Es nuestro por derecho.

Taro se percató que la mujer tenía una tercera teta pequeña entre los pechos.

― ¿Cómo sabes que es un carruaje de un noble? ―preguntó la devota de Marduk―. ¿Has entrado a robar antes a uno?

―Sí, muchas veces―respondió con un tono seco―. Aquí y en el Viejo Mundo.

― ¿Cómo te llamas? ―intercedió el bardo que tenía un ojo negro por el golpe―. ¿Golpeador de juglares inofensivos?

El joven lo pensó un momento.

―Taro, de las Tierras Fértiles.

―Yo soy Alder―dijo el juglar―. El de los muñones es Balwin, la preciosura con tres tetas es Donna y la devota es Jendayi La Serpiente. Es difícil ver a alguien de esas tierras por aquí―prosiguió el bardo―. La mayoría de los hombres que se embarcan al Nuevo Mundo provienen de las Tierras Ardientes, del Imperio del Fuego.

―Ya no soy capaz de recordar cómo era el Viejo Mundo―intervino Balwin―. Yo arribé a estas tierras junto a los primeros barcos.

― ¿Conociste a Wolfmein El Explorador? ―preguntó Taro sorprendido.

―Wolfmein era bravo, esquivo y fuerte como un gigante―contestó el hombre juntando sus muñones―. Recuerdo haberlo visto en Puntasalvaje el día en que me enlisté en la compañía junto a mis hermanos, pero ya han pasado casi treinta años de aquello. Muchas leyendas se han fundado y canciones cantado― prosiguió el hombre―. Lo único real que sé de Wolfmein El Explorador es que adoraba dejar que sus perros se comieran a los indios y también cazar Weligos.

― ¿Qué son los Weligos? ―preguntó Taro sujetándose del asiento mientras el carruaje viraba abruptamente.

―Antiguas criaturas que habitaban los bosques de las tierras del norte, en edad adulta superaban tres veces el tamaño de un puma, eran fuertes, de pelo grueso y de colmillos tan afilados como tu espada.

― ¿Qué les sucedió?

―Wolfmein cazó hasta el último de ellos―soltó una carcajada Balwin―. Dejaron de existir hace muchísimos años.

―No sabes mucho del Nuevo Mundo...―canturreó Alder que se encontraba a su lado―. Podría cantarte algunas canciones sobre las hermosas mujeres que abundan, el oro que brota de los árboles y del vino que cae de los cielos.

―No sabes mucho, pero hablas de manera apropiada―aclaró la voz Balwin―. ¿De qué lado de las Tierras Fértiles eras?

Taro apretó la mandíbula y guardó silencio por un momento.

―De Villa Estrella, cerca de Bordemar―mintió.

― ¿Eras un campesino? ―preguntó el hombre de muñones.

―Sí, es decir, lo era...Ya no―se ahogó en sus palabras―. Mi madre sirvió en el castillo de Bordemar por muchos años, ella me enseñó a hablar adecuadamente.

― ¿Por qué estas tan lejos de tu hogar, Taro? ―intercedió con un acento extraño Jendayi.

―No tengo por qué responder sus preguntas, estoy muy cansado. Dormiré un poco, despiertenme si sucede algo.

El joven cerró lentamente sus ojos y cayó en un profundo sueño, cuando los abrió, una oscuridad reinaba dentro del carruaje. No había rastro de ningún pasajero y podía apreciar un brutal silencio. Taro se levantó un poco mareado y corroboró que su espada seguía dentro de la vaina de cuero, decidió abrir la pequeña puerta de golpe y saltó al exterior.

Los caballos blancos seguían atados al carro mientras que una pequeña fogata brillaba unos pasos más allá.

El grupo de fenómenos estaban junto a la hoguera, el hombre que solo era torso dormía junto al fuego, Alder parecía arreglar su laúd mientras que Donna, la mujer de tres pechos acercaba sus manos a la entrepierna del juglar. Balwin regresaba con dos conejos entre sus muñones cuando se tropezó con Taro.

― ¿Por qué no me han dicho que íbamos a pasar la noche en el bosque? ¿No saben que hay nativos por aquí? Apaguen la hoguera―dijo recuperándose del sueño.

―Disculpa, queríamos dejarte descansar. Mañana tendremos que pasar por el Paso del Sol y necesitaremos tu espada―dijo mientras dejaba caer los conejos junto al fuego―. Y tranquilo, nos hemos cerciorado que no hay indios cerca.

«Además de deforme, eres un imbécil, los nativos son más inteligentes que yo o ustedes».

Ambos se sentaron junto a la hoguera, Taro pensaba cómo era posible que Balwin pudiera cazar los conejos con sus muñones y sin armas, pero luego se dio cuenta que era un experto en tender trampas.

Las llamas danzaban en la oscuridad y acentuaban los rojizos cabellos del juglar, Donna quien se encontraba a su lado movía lentamente la mano de la entrepierna de Alder mientras que él sonrojado, comenzaba a tocar algunas cuerdas de su instrumento.

― ¿Dónde está la devota Jendayi? ―preguntó Taro observando las llamas.

―Las mujeres de la Sombra acostumbran rezar en la oscuridad―respondió Donna un poco agitada―. La Serpiente busca a su Dios todas las noches, excepto en luna llena. Según la creencia de la Sombra, cuando la luna se llena de leche, Marduk baja desde los cielos a buscar una doncella pura y virgen, para así llenarla con sus serpientes y engendrar al Rey que liberará la tierra de los traidores Hombres de los Elementos.

―Debe tener demasiada urgencia en convertirse en un hombre para bajar a nuestra tierra cada luna llena― contestó Taro con un tono irónico.

―Para conquistar a los hombres, un Dios debe convertirse en uno de ellos―emergió la voz de Jendayi desde lo profundo del bosque.

― ¿Cómo sabrás que Marduk se ha convertido en hombre y que la virgen doncella está encintada? ―preguntó Taro esbozando una sonrisa mientras observaba a la deslucida mujer.

―No habrá manera de saber cuándo Marduk se introducirá en el vientre de la límpida doncella―dijo Jendayi casi susurrando mientras se acercaba al fuego―. Pero cuando Marduk, La Serpiente Renacida esté lista para encabezar La Liberación, la bola de fuego que nos ilumina será inundado con las sombras y una oscuridad se cernirá sobre la tierra por unos momentos.

Marcus le había contado muchas cosas sobre las tierras más allá del Aguijón, pero nunca había profundizado en el Dios que las habitaba, el joven de piel aceitunada y ojos verdes no creía ni en los Dioses de los Elementos, ni en el de las Sombras ni en ningún otro.

Cuando todos estuvieron frente a las llamas, Jendayi comenzó a despellejar a los conejos, los empaló en dos largas ramas y los depositó en la hoguera; el olor a conejo asado hizo crujir el vientre de Taro, puesto que no había ingerido alimento alguno desde la mañana del día anterior.

El viento comenzó a soplar fuerte por el bosque y la música que surgía del laúd se perdía entre las ramas. De pronto un fuerte ruido se escuchó junto a la colina.

― ¿Han escuchado eso? ―preguntó Balwin levantándose del suelo.

―Ha venido desde el carruaje―dijo Taro situando su mano en la empuñadura de la espada―. ¡Les advertí que los nativos rondan los bosques por la noche! Son unos imbéciles.

El ruido se escuchaba cada vez más fuerte, parecía ser un seco golpe de madera. De repente el relincho de un caballo asustó al grupo. Taro marchó decidido hacia la colina.

«Partiré por la mitad a estos putos nativos».

Atrás había quedado la luz de las llamas y la oscuridad devoraba a Taro cada vez más. El joven desenvainó lentamente su espada para no realizar ningún ruido que fuera a espantar a los nativos. Sin embargo, el joven resbaló junto a dos grandes peñascos y cayó de bruces hacia el suelo, mientras que su espada saltó lejos. El sonido metálico inundó la escena.

― ¡Taro! ¿Estás bien? ―escuchó el grito lejano de Alder.

El seco golpe sobre la madera se detuvo bruscamente. El joven intentó levantarse de golpe para buscar su arma. Avanzó unos pasos a ciegas y escuchó un fuerte gruñido. Taro paralizado observó un par de ojos rojos que emergían de las sombras, ojos que nunca había visto en su vida, ojos que manifestaban odio, sufrimiento y dolor. 

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