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MELWEN II

Melwen, Reino de los Birkas.

Los copos de nieve caían lentamente sobre el pastizal congelado, algunos cerdos y terneros corrían despavoridos por el sendero mientras un perro gris los perseguía. El viento parecía silbar en el gran manto grisáceo que cubría el cielo.

«Los espíritus están cantando por la llegada de los Mojark» se dijo a sí misma Freda a medida que observaba los jinetes en el horizonte.

Raissa estaba parada con una mirada estoica, sus ojos eran profundos y celestes y se acentuaban más con el maquillaje negro que contorneaba sus párpados. Vestía un traje de lino blanco, con broches de oro que sujetaban la piel de zorro y una cadena plateada pasaba por su frente sujetando su cabello. Freda, por su lado, vestía pantalones de cuero y una larga capa de lana color verde.

Había una pequeña multitud de hombres y mujeres libres, esclavos y guerreros reunidos en torno a las mujeres. Cuando los jinetes y su prole arribaron en las primeras granjas de Melwen, Raissa dio un paso adelante.

―Bienvenido a Melwen, Mojark Vekel ―dijo la mujer con una voz serena―. Eres el último en llegar.

Vekel era un hombre de brazos fornidos, larga barba y calvo. Se bajó del caballo ágilmente y se acercó esbozando una sonrisa mientras el resto de hombres y mujeres de su hueste se paraban detrás de él.

―El Bojark nos ha hecho viajar en pleno invierno y somos el Clan más alejado de Melwen―dijo rascándose la entrepierna―. Es un gusto verte, hermana mía.

El Mojark se acercó a Raissa y le besó la mano, Freda se percató que se formaba una diminuta sonrisa en los labios de la mujer, luego Vekel pasó suavemente su mano contorneando el abultado estómago de la Bojark.

―Tu debes ser Freda―dijo Vekel dirigiendo la mirada hacia la muchacha, luego revoloteó sus cabellos con la mano.

«A pesar de haber sangrado ya hace unas lunas, aún creen que soy una niña» pensó.

―Mi padre y los demás hombre esperan en la Torre―dijo Freda respirando profundamente―. Por favor, acompáñanos al festín.

El calvo hombre esbozó una sonrisa e hizo una seña para que su hueste lo siguiera; había una decena de hombres y mujeres, la muchacha supuso que se trataba de guerreros, algunos esclavos que traían las provisiones y familiares del Mojark. Detrás del grupo unos cuantos caballos desnutridos y perros de caza con el cabello pálido eran llevados a los establos o a las granjas aledañas.

A medida que avanzaban hacia la torre, Freda se percató que Vekel hablaba algunas intimidades con su hermana, escuchó que contaba una historia acerca de gigantes que habían invadido el Lago Gris cerca del Clan del Lobo y que habían intentado alejarlos, pero que había sido imposible por la cantidad de hombres que el pueblo poseía. Freda toda su vida había oído hablar de los gigantes, pero nunca había tenido la suerte de ver uno. Se decía que eran bestias que reinaron las tierras norteñas por centurias, pero que con la llegada de los hombres se habían ido extinguiendo poco a poco, quedando reducido a pequeñas manadas que pasaban sus días escondido en cuevas y cazando de noche.

Al cabo de un rato, un muchacho un poco más bajo que ella se situó a su lado. Las guedejas platinadas le caían en el rostro mientras que su cabello era raso en la parte posterior, tenía pecas repartidas por todo el rostro y hacía una extraña mueca con su nariz.

Freda lo miró de reojo y siguió caminando.

—No creas en esas leyendas—sonrió el muchacho—. Las únicas batallas que lucha mi padre se libran en su cabeza.

Freda volteó su cabeza para mirarlo. Supuso que el pequeño muchacho era hijo del Mojark Vekel, ya que llevaba un broche de bronce en forma de lobo que sujetaba su amplia camisa.

—Los gigante si existen—sentenció la muchacha con un tono sombrío—. Mi madre solía contarme cómo ella y mi padre se conocieron cuando intentaban matar uno.

«Aunque ni yo misma creo en esa historia»pensó avergonzada.

—Todo el reino Birka ha escuchado canciones sobre tu guerrera madre, Freda Mataosos—dijo el muchacho a medida que acomodaba un bolsón de cuero que cruzaba su hombro derecho—. «La Reina de las Dos Espadas»...

Freda esbozó una pequeña sonrisa.

—Debes tener mucho peso sobre tu espalda—dijo el muchacho con un tono serio—, llenar un legado como el de tus guerreros y valientes padres... Suerte que tus hermanos se convertirán en uno pronto y estarán a la altura de las leyendas.

La pequeña sonrisa desapareció de su rostro tan rápido como cuando las nubes cubren el sol. Freda no dijo palabra alguna y siguió caminando apresurada.

«Mi destino y el de mis hermanos es convertirnos en los mejores guerreros de los Birkas» pensó mientras apretaba su puño derecho.

Al cabo de un rato, el grupo llegó a los pies de la colina en donde la Torre del Bojark se erigía, cada escalón estaba salpicado con la sangre de algún animal o esclavo que había sido sacrificado; ésta era la manera de dar la bienvenida a los grandes guerreros del reino.

Cuando entraron al salón que estaba ubicado en la primera planta de la construcción, un hedor a humedad y cenizas golpeó a Freda en su nariz. Había una docena de mesas tan largas como la habitación repletas de jabalí asado, pescado marinado en sal y conejo escabechado. Hombres y mujeres sostenían cuencos llenos de cerveza negra mientras observaban a Freda y al grupo.

Al final del salón, el Bojark Thorkall estaba situado en un trono de madera oscura que llegaba al techo, a su lado, un trono más pequeño estaba vacío, puesto que pertenecía a Raissa. Los dos hermanos de Freda estaban sentados en pequeñas bancas junto al trono, mientras que Igvaar, su tío, estaba sentado en la primera fila de una larga mesa.

El padre de Freda, Thorkall se levantó suavemente del sitial.

—Estábamos esperándote, Mojark Vekel—dijo abriendo los brazos—. Por favor, toma asiento, caliéntate, come y bebe la mejor cerveza.

Vekel se adelantó al grupo esquivando a las esclavas que llevaban las damajuanas con cerveza y se acercó a Thorkall con una mirada picaresca.

—Mi rey—dijo abriendo levemente los brazos.

Luego se acercó aún más al Bojark hasta quedar a unos escasos centímetros de su rostro. Freda intentó avanzar pero Raissa, quién estaba estoica a su lado, la sujetó sutilmente de un brazo.

—No he viajado desde Ulvgar con mi mujer, hijo y mis hombres para comer contigo—dijo Vekel casi susurrando—. He escuchado rumores y quiero que nos cuentes de qué se trata—alzó la voz mientras se volteaba hacía la multitud.

— ¿Qué rumores habéis escuchado?, cuéntanos.

—No caeré en tus juegos, Bojark—soltó una pequeña carcajada—. Todos sabemos que unos Hombres de los Elementos vinieron a visitarte.

Un gran bullicio de murmullos comenzó a inundar la habitación. Freda se zafó del brazo de Raissa bruscamente y caminó rápidamente junto a su padre. La Bojark la siguió y se sentó suavemente en el pequeño trono.

— ¡Silencio!—gritó Thorkall—Efectivamente unos hombres del Imperio han venido de visita, aunque solo uno regresó a sus tierras.

Algunas personas soltaron una grotesca carcajada.

—Estos putos hombres han venido a invitarme a una importante reunión que se celebrará en un lugar que llaman «Piedrafuego»—continuó diciendo—, pero todos saben bien cuales son las intenciones de estos hombres, no es necesario recordarles lo que sucedió hace unos años atrás...

Freda apretó los dientes y bajó la mirada.

—Recuerdo bastante bien que aquel día junto al cuerpo de tu esposa juraste venganza contra el Rey Larsh Folmener y su Imperio—interrumpió Vekel—. Llevamos años esperando aquella venganza, así que no me pidas que venga a emborracharme, follar con una esclava y hacer como si nada hubiera pasado.

—Cada día antes de dormir sueño con sacarle los ojos a ese Rey de Fuego—respondió el Bojark—, pero me alivia saber que el espíritu de Astrid sigue luchando por nuestras tierras.

Raissa cerró los ojos un momento y siguió observando a la multitud como si fuera una estatua de piedra.

—Pero tienes razón, Mojark Vekel—anunció Thorkall—. La hora de la venganza ha llegado, es por eso que los he mandado a llamar a todos ustedes, Mojark de todos los clanes—se dirigió hacia la multitud—. Debemos organizar un gran ejército con todos sus guerreros y guerreras.

—¡Sí!—gritaron algunos hombres mientras levantaban los cuencos de cerveza.

—Dudo que nuestros hombres puedan conquistar todo un imperio—intervino Igvaar con una voz serpenteante—Además, debemos juntar provisiones para el próximo invierno.

—Una nueva generación de guerreros ha nacido desde aquellos años—dijo Vekel dirigiéndose al tío de Freda—, es tu hermana la que han asesinado estos mierdas. A la guerrera más hermosa que jamas ha existido.

—Lo sé bastante bien, Mojark—respondió con un tono seco—. He esperado que llegara el momento de aniquilar a los Hombres de los Elementos por mucho tiempo, sin embargo, debemos ser realistas y prácticos...

— ¿Qué es lo que propones Igvaar?—preguntó Thorkall acariciando su larga barba.

—Debemos formar dos grupos, uno que se diriga a las Islas Keldan para saquear y abastecernos de provisiones para el próximo invierno, mientras que el otro grupo de guerreros se adelante a armar campamentos cerca de las Montañas de Hierro, en el límite con las Tierras Fértiles, así ganaremos tiempo para que los Mojark junten sus ejércitos y los muevan hacia la frontera.

—¿Por qué debemos ir nuevamente a las Islas Keldan?—preguntó una Mojark que tenía el cabello rojizo y raso a un lado—. Aquellas villas están cada vez más pobres...

—Es cierto—intercedió un hombre que tenía el rostro tatuado—. ¿Por qué no comenzamos a saquear directamente las Tierras Fértiles o navegamos hacia el oeste, hacia las Tierras del Invierno?

—Arriesgaríamos mucho al invadir tierras que no conocemos—sentenció Thorkall como si estuviera hablando consigo mismo—, las Islas Keldan las conocen como la palma de sus manos, y serviría de entrenamiento para las nuevas generaciones de guerreros.

Algunos hombres asintieron con la cabeza, mientras otros seguían murmurando entre ellos.

«Por fin podré ir a mi primera incursión»pensó emocionada la muchacha.

—Mi padre tiene razón—dijo Freda elevando la voz—, los más jóvenes debemos ir a las islas con un pequeño grupo de guerreros experimentados, traeremos tesoros, esclavos, pieles y cebada.

El Bojark guió su mirada hacia Freda, luego de un momento sonrió de forma picaresca.

—Lo importante es que manden a sus jinetes más veloz a todos los clanes y los traigan directamente a Melwen—dijo Igvaar—Así, empezaremos a reunir un gran ejército.

—Ya han escuchado, amigos míos—dijo Thorkall levantándose del sitial—. ¡Reuniremos el ejército más grande que jamás haya invadido el Imperio de Fuego, ni las sombras del sur podrán con nuestra furia!

La multitud comenzó a gritar en señal de aprobación y levantaron los cuencos con cerveza hacia el cielo.

— ¡Por los espíritus!—continuó diciendo el Bojark—. ¡Por los guerreros! ¡Por Astrid!

El padre de Freda levantó un cuerno hacia el cielo y comenzó a beberlo rápidamente, el oscuro brebaje le chorreaba por la comisura de los labios y caía hacía su blusa blanca. Los demás Mojark y acompañantes hicieron lo mismo que él y el festín comenzó.

Thorkall ordenó a las esclavas que llenaran los cuencos con más cerveza y un enorme jabalí asado envuelto en hojas amarillas fue depositado al centro del salón. Algunos guerreros se lanzaron hacia el animal y comenzaron a arrancar sus partes con brutalidad.

En la esquina del salón, el hombre con el rostro tatuado movía su navaja intentando asestar al pecho de otro hombre regordete, mientras la gente a su alrededor vitoreaba para que lo apuñalara.

La muchacha se paró del banco y caminó hacia la salida de la habitación. Cuando logró esquivar la multitud de esclavas y guerreros borrachos, movió una pesada cortina de lino y una fría brisa recorrió su rostro.

Afuera, las estrellas brillaban con tanta fuerza que era posible ver las innumerables constelaciones que se esparcían por el firmamento. La noche estaba iluminada y los dos grandes macizos de roca y bosque parecían brillar en la lejanía.

Freda caminó hacia el borde de la pequeña colina en donde la Torre del Bojark estaba construida y se sentó lentamente entre oscuras rocas. Un sentimiento frío de angustia recorrió su cuerpo desde los pies hasta el centro de su torso, sentía una presión que no la dejaba respirar con normalidad.

Sin darse cuenta, algunas lágrimas caían por su mejilla. Era una noche en donde extraña a su hermosa madre más que nunca. Desde su muerte, Freda había convertido su piel en una coraza de hierro, encerrándose cada día en sí misma e impidiendo el paso de las personas a su verdadero espíritu. Súbitamente una preocupación invadió su confusa mente.

«¿Seré capaz de algún día ser una guerrera tan valiente como lo fue mi madre?»

De pronto escuchó unos pequeños pasos, la muchacha se volteó y se percató que un pequeño perro de color ocre se acercaba hacia ella. Tenía los ojos de un color parecido a la miel, el hocico alargado y las patas delgadas.

Freda sonrió y con la manga de su capa se secó las lágrimas de su rostro, luego acarició las largas y suaves orejas del animal. El perro se acercó más a ella y la observó a los ojos por un momento. Fue en ese instante en el que la muchacha escuchó la voz de los espíritus.

«Marduk...» 

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