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MELWEN I

                                                                                           Melwen, Reino de los Birkas.

El pequeño ciervo yacía muerto en el suelo. La muchacha se acercó cautelosa al animal, mientras ataba un arco de caza fabricado en madera oscura a su torso.

«Sólo bastó una flecha entre los ojos» se dijo a sí misma.

Arrastró a la criatura hasta un largo árbol que se encontraba en la orilla del río. Allí estaba atado un caballo de gran tamaño y de pelaje color ocre. Intentó levantar al ciervo, pero parecía ser más pesado de lo que pensaba. Tras unos intentos, logró montar el cadáver en el caballo y subió a él. Tiró raudamente de la brida y comenzó a alejarse por un angosto sendero.

Una suave brisa mezclaba el olor a madera húmeda de los troncos de los árboles con el hedor de la sangre del animal.

Los abedules que se erguían en filas paralelas eran altos y frondosos, mientras que la hiedra cubría la mayor parte del suelo. El bosque se extendía por muchas leguas al sur de la ciudadela, los habitantes de Melwen lo llamaban el Bosque de los Gruñidos, debido a la numerosa cantidad de Osos pelo-de-hierro que divagaban por el sector, sin embargo, la temporada de invierno se acercaba y las bestias preferían dormir en sus cuevas.

El sendero por el que avanzaba lindaba con un gran río de aguas calmas. Desde que tenía memoria, su madre solía llevarla constantemente al bosque para pasar tardes enteras escuchando a los espíritus de los árboles, el canto de los animales, recolectando hierbas y hongos, o simplemente chapotear junto a sus dos pequeños hermanos. Aquellos recuerdos venían a su mente cada vez que visitaba el bosque para cazar, ya que esos días se habían esfumado el día en que los espíritus decidieron llevarse la vida de la Reina.

Al cabo de un rato, Freda sintió unas leves vibraciones en el denso follaje. Detuvo a su caballo y agudizó sus sentidos. Observó las aguas del río y se percató que pequeñas ondas se formaban en ella.

«¿Un Oso pelo-de-hierro? ¿Gigantes? No... aquellas bestias no suelen salir de día...» pensó mientras desmontaba el arco que atravesaba su torso.

De pronto escuchó unos fuertes galopes que provenían de la lejanía del sendero. Se volteó instintivamente y sacó una flecha de su carcaj curtido en piel. Tensó rápidamente la cuerda y esperó.

Distinguió una gran carroza de madera clara con terminaciones anaranjadas, mientras que a los costados, cuatro hombres con armaduras brillantes montaban a caballo. Llevaban un blasón de cuadros naranjos y negros con el símbolo de un fénix negro sobre un montón de cenizas.

«¿Soldados Folmener?» se preguntó.

Bajó lentamente el arco y sostuvo la flecha con su mano derecha.

―¡Muévete del camino! ―gritó uno de los soldados con una voz áspera―, no querrás que te aplastemos.

Era la primera vez que Freda veía a un hombre del Imperio del Fuego, con sus armaduras plateadas, las barbas cortas y aquél extraño lenguaje que hablaban.

La niña de cabellos dorados se irguió firme en medio del camino. Los soldados amainaron el galope.

― ¿Acaso estás jodidamente sorda? ―preguntó ofuscado un hombre con la barba rojiza. Freda los observó con una mirada desafiante.

― ¿A dónde se dirigen? ―preguntó la niña en una lengua inentendible para los soldados ―. Nadie puede entrar al reino Birka sin consentimiento de mi padre.

Los soldados se miraron por un instante y se echaron a reír. Tiraron bruscamente de la brida y la carroza comenzó a avanzar por el sendero. Uno de los soldados pasó junto a Freda y le lanzó una patada que dejó a la muchacha de bruces en el suelo.

Cuando logró levantarse se percató que los soldados se perdían en la lejanía. Se limpió la tierra húmeda del rostro con la manga de su capa y corrió hacia su caballo.

«Seguramente los soldados se dirigen a Melwen para hablar con mi padre ¿por qué unos hombres del Imperio querrían hablar con el Bojark?» meditó a medida que avanzaba por el sendero.  

Al cabo, divisó la ciudadela que se erguía entre grandes macizos de piedra y bosque. Melwen era la capital del reino de los Birkas, la torre principal estaba situada en la punta de una pequeña colina, mientras que las casuchas construidas con piedra negra y madera grisácea se repartían por los campos de cereales en la planicie.

Cuando cruzó el estrecho puente que unía el bosque con los cultivos, sintió el galope ligero. Oteó a sus espaldas y se dio cuenta que el pequeño ciervo que había cazado ya no estaba. Había olvidado atar al animal a la montura y debió haber caído en el trayecto.

Algunos hombres entrenaban con grandes espadas afiladas al costado del sendero, mientras que una mujer regordeta salía apresurada de su casa con una docena de telares en dirección al mercado. A medida que Freda avanzaba por el sendero de tierra amarilla y se acercaba al Mercado del Oso, la muchedumbre le asentía con la cabeza en señal de saludo, pero la joven percataba una incertidumbre en sus miradas, quizá por la desconfianza que implicaba tener forasteros cabalgando hacia la Torre del Bojark.

El gran mercado se extendía sobre ciento de sillares de piedra oscura que formaban una plataforma circular. En una esquina, había un par de vendedores con carromatos repletos de pieles de lobos, ciervos y osos comunes, mientras que, en la otra, unas mujeres vendían telares de colores opacos, sacos de cereales, cebada y exóticos productos traídos por los clanes del norte. A sus alrededores, se esparcían unas cuantas tabernas de techo bajo, armerías de piedra gris y casas pequeñas. Un fuerte olor a humo y a excremento de caballo inundaba el ambiente, mientras que el cielo parecía cerrarse paulatinamente.

«Ellos saben que algo anda mal ―se dijo a sí misma mientras guiaba su mirada al cielo―. Pronto lloverá.»

La muchacha bajó la mirada y observó detenidamente a su alrededor a medida que avanzaba por el costado del mercado, intentaba ubicar a los soldados del Imperio, no obstante, y sin éxito siguió raudamente su camino hasta la pequeña colina en donde se ubicaba la torre y que lindaba con los últimos cultivos de cereales.

Apenas se bajó del caballo, identificó a una muchedumbre que se agrupaba a los pies de un gran olmo. Enseguida se dio cuenta que los soldados debían estar allí, así que ató de manera firme su caballo a una estaca de madera y subió corriendo los peldaños de la colina.

La Torre de Bojark era la construcción más alta de Melwen, con grandes vigas de madera oscura que sostenían las piedras negras, mientras que las ventanas eran ovaladas y con postigos reforzadas en madera de roble. En la entrada, dos estatuas de Osos pelo-de-hierro se erguían imponentes mientras que un pequeño jardín de orquídeas parecía abrazar el recto sendero.

El viento revoloteó los largos cabellos de Freda, mientras que ella avanzaba hacia la puerta. En la entrada distinguió a Ankar el Digno; un guerrero de larga barba trenzada y cabello brillante como el oro. Era conocido por haber participado en los saqueos de las Islas Keldan en las incursiones de muchos veranos atrás. Su tamaño se comparaba con la de un oso y su fuerza con la de un toro. Se decía que en su juventud había logrado asesinar a un gigante en plena noche de invierno, sin embargo, Freda creía que solo eran historias inventadas para aumentar su fama.

― ¿Dónde está mi padre? ―preguntó la niña levantando la cabeza para observar al hombre. ―Está ocupado hablando con esos perfumados y putos hombres del Imperio―respondió ofuscado Ankar sin apartar la mirada del horizonte.

― ¿En el Último Salón?

―En el Último Salón ―repitió el hombre bajando por fin la mirada―. Aunque no deberías ir a interrumpir al Bojark. Ve a tu habitación, una tormenta se acerca.

―No me digas lo que debo hacer, Ankar ―dijo la niña arreglándose la capa de color verde que cubría su cuerpo―, mi padre es el único que puede.

Freda se alejó del fornido hombre que había lanzado un bufido y comenzó a subir las escaleras que tenían forma de espiral. El olor a humedad era tan denso que se podía hendir con una espada. Un par de antorchas iluminaban los oscuros peldaños de la torre, mientras que algunos esclavos capturados de las Tierras del Invierno se movían de aquí para allá cargando leña seca.

La joven meditaba a medida que subía los escalones; los forasteros no eran bienvenidos en el reino de los Birkas, la mayoría de ellos llegaban convertidos en esclavos y terminaban muriendo como esclavos, si es que antes no eran sacrificados a los espíritus en los festivales de invierno. No obstante, tener forasteros del Imperio era una cosa muy distinta.

Freda subió los últimos peldaños jadeando y se acercó estrepitosamente a la gran puerta de madera que separaba el pasillo del Último Salón. Cuando intentó empujarla, ésta se abrió hacia atrás y un hombre de baja estatura salió volteando la cabeza.

―Espero que cumplas con tu palabra de salvoconducto―venía diciendo el hombre en la lengua de los Elementos a medida que Freda se hacía a un lado.

―Nosotros cumplimos nuestras palabras―la joven escuchó la profunda voz de su padre desde el fondo del salón.

El hombre, vestido con una larga túnica de lino rojo y una piel de zorro sujetada por dos cinturones entrecruzados que le abrigaba el cuello, salió finalmente de la habitación y se perdió en el pasillo sin antes mirar de reojo a la menuda muchacha.

«Su perfume huele a menta» pensó Freda mientras entraba al gran salón.

Al fondo del Último Salón estaba sentada la nueva esposa de su padre, quien miraba por la ventana como solía hacerlo en todas las reuniones, llevaba esperando un hijo por algunas lunas y según los videntes, sería un fuerte y hermoso muchacho. Al otro extremo de la habitación, su tío Igvarr, hermano de su difunta madre, acariciaba el filo del hacha que estaba amarrada en su cinto, mientras que su padre, el Bojark, estaba al medio de la habitación mirando a Freda con un atisbo de preocupación.

― ¿Dónde estabas? ¿Dónde están tus hermanos? ―le preguntó su padre.

―Estaba cazando en el bosque. Mis hermanos deben estar intentando apuñalarse uno al otro en la ribera del río...―Freda hablaba con rapidez―. Padre ¿Quién eran los hombres que vinieron? ¿Qué querían?...

―Cazando en el bosque...―se repitió a sí mismo el Bojark mientras se volteaba a mirar el suelo―. ¡Igvarr! ―volteó la mirada rápida hacia el tío de Freda―. Avisa a Ankar que se lleve un puñado de hombres que se encarguen de los hombres del Imperio, dejen al mensajero vivo, pero roben todo.

―Por supuesto, Bojark―respondió Igvarr con una voz serpenteante.

―Deberíamos avisar al resto de los clanes―se dijo a sí mismo nuevamente el Bojark―. Manda a los jinetes más rápidos a cada rincón del reino, debemos montar una reunión importante dentro de poco...

Cuando el tío abandonó el salón, Freda se acercó lentamente hacia su padre, depositó el arco y el carcaj junto a una larga piel de oso común que abrigaba el suelo y volvió a insistir.

―Raissa, déjanos solos―dijo el Bojark a su esposa sin despegar la mirada de su hija.

La mujer de largas trenzas volteó la mirada con un atisbo de seriedad y un silencio inundó la habitación.

― ¡Mujer, he dicho que nos dejes solos! ―esta vez el padre de Freda guio la mirada firme hacia Raissa.

La nueva Bojark se levantó lentamente de la silla, acomodó su vestido de piel oscurecida y caminó a paso seguro hasta la puerta mientras observaba los grises ojos de Freda.

El sonido de la puerta al cerrarse de golpe hizo saltar a la muchacha.

―Eran hombres del Imperio del Fuego―comenzó a decir su padre―, traían un mensaje del rey Larsh Folmener, invitándome personalmente a una reunión de suma urgencia con los señores nobles e importantes de todo el continente ¿Creen que soy estúpido? Querían que asistiera para cortarme la garganta, tal como lo hacen entre ellos. Los Birkas nunca nos doblegaremos ante los extranjeros, nunca...

Freda guardó silencio un segundo mientras su respiración se agitaba.

―Nunca nos doblegaremos ante ellos, padre―dijo con una voz firme―. Somos Birkas, morimos luchando.

Su padre esbozó una tierna sonrisa, tenía los dientes amarillentos y puntiagudos, su cabello era rojizo y le caía hasta los hombros, mientras que un brillante aro colgaba de su lóbulo derecho.

―La ambición de los Hombres de los Elementos aún siguen puestas aquí, hija mía―dijo acariciándole el rostro―. Eres una guerrera, tal como lo fue tu madre, y llegado el momento, tendrás que luchar y dar tu vida si es necesario por los Birkas ¿Entiendes eso, cierto?

El corazón de la muchacha latía con tanta fuerza que pensó que subiría por su garganta y saldría por su boca.

―Sí, padre. Lo entiendo.

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