Capítulo 3. De canciones e intromisiones
Hay un barrio de influencia hispanohablante en San Francisco conocido como el Distrito de la Misión, cuyo nombre está ligado a la sexta misión de Alta California, la Misión de San Francisco de Asís. Aislado de los vientos del oeste, es considerablemente más cálido que el resto de la ciudad nebulosa. Destaca por su dispar escena gastronómica y sus vivaces puntos de vida nocturna. No puedes esperar menos de un barrio con sólida presencia latina. Ahí es donde crecí. La calle donde vivía era famosa porque alrededor de 1975 fue el centro de la comunidad gay BDSM. En cierto modo, aún lo es, pues todavía tienen su feria anual de prácticas eróticas y subcultura del cuero en el mes de septiembre. En medio del caótico espectáculo de colores, mi familia vivía tranquilamente en un dúplex de estilo victoriano, nuestra vecina era una amable viuda proveniente de Los Ángeles que perdió a su marido a causa del cáncer unos meses antes de que yo naciera. Shannon hacía la mejor tarta de limón de la ciudad, y tenía la amabilidad de prepararla para mí cada vez que me apetecía, también me dejaba mirar el entretenido proceso.
Cuando yo tenía siete años, la señora Shannon obtuvo la custodia de su nieto en la corte después de que él juez dictara que la madre del niño —soltera y con problemas de alcoholismo— llevaba una vida incompatible con la vida familiar y quedase en evidencia la desatención a las obligaciones de guarda y custodia por su parte. Entrada la primavera, el niño fue a vivir con su abuela. No recuerdo qué día era, pero hacía sol y había mucha humedad en el aire. Jacob, que vivía calle abajo, y yo jugábamos en la acera como solíamos hacer todos los días después de la escuela; pretendíamos ser vaqueros en el salvaje oeste. Él debió de cometer un delito porque recuerdo que estaba detenido dentro de una gran caja de cartón que ambos decoramos para fungir como nuestra cárcel.
Llevaba puesto mi sombrero de la vaquerita Jessy y amenazaba al delincuente con un palo, cuando un coche azul se detuvo frente a nosotros. Lo reconocí como el auto de la señora Shannon, no me equivoque, ya que la susodicha bajó del vehículo momentos después. La acompañaba un niño de mi edad, de melena lacia hasta los hombros, mejillas regordetas y mirada nostálgica. Vestía una camiseta roja de Spider-Man, así que me acerqué a él, le dije que me llamaba Avril, como Avril Lavigne, y que el arácnido de Queens era mi superhéroe favorito. El recién llegado me sonrió ampliamente, le faltaban varios dientes de leche. Mi primo me siguió unos segundos más tarde y se presentó, lo que me enfadó porque, por supuesto, estaba detenido por incumplimiento de las leyes de nuestro pueblo imaginario. Después de preguntar al niño nuevo si quería jugar con nosotros, acompañé a Jacob a la caja. Nadie abandonaba la caja sin mi consentimiento previo.
Ese día Frey Parker se convirtió en mi vecino. Jugamos a los vaqueros toda la tarde. Poco me imaginaba que seríamos buenos amigos en la escuela primaria —compartíamos cómics y asistíamos a las fiestas de cumpleaños del otro sin falta— tampoco sabía que íbamos a distanciarnos tanto antes de comenzar el instituto. Cosa que probablemente fue culpa mía. Cambié demasiado, siempre estaba de mal humor, escondida dentro de un caparazón hecho de inseguridades. Eché a Frey de mi vida porque su entusiasmo me molestaba. Era demasiado alegre y enérgico para una chica como yo. No podía seguirle el ritmo y mucho menos quería retenerlo a mi lado.
Sinceramente, cuando me mudé del barrio un día después de su gran partido de baloncesto, pensé que no volvería a verle jamás. Ahora resulta que somos vecinos otra vez. Joder, debo estar pagando algo de karma por destrozar su gentil corazón sin consideración alguna. No hay otra explicación lógica. Tal vez debo hacer lo que mi orgullo no permitió que hiciera en su momento: disculparme. De ese modo, dejaría de preocuparme la posibilidad de volver a encontrarme con él en cualquier instante.
—Entonces... ¿Qué te parecen los centros de mesa?
La voz de mi hermana Caitlyn me devuelve a la realidad; me doy cuenta que me he desconectado del mundo en medio del pasillo de artículos de primera necesidad, con la mirada fija en una fila de detergentes naranjas. Caitlyn se casa en un par de meses, por lo que cada vez que hablamos, es para tratar asuntos de la boda o algún pendiente relacionado a ello. Me ha llamado todos los días durante la última semana y cada vez que su cara aparece en la pantalla de mi teléfono, mi hermana parece estar un paso más cerca del colapso. La crisis de hoy gira en torno a los centros de mesa. Ella sostiene una jarra de cristal, con luces dentro y flores blancas en la tapa de madera, junto a su rostro torturado... Algo me dice que está esperando a que exprese explícitamente mi desagrado hacia la decoración —según ella soy de opiniones sinceras—, así que eso es exactamente lo que hago.
—Los odio —digo, arrugando la nariz, al tiempo que tomo un pesado bote de detergente naranja—. Es lo peor que me has mostrado hasta ahora.
Mi hermana parece aliviada ante mi crítica. El horroroso centro de mesa desaparece de la vista en una fracción de segundo.
—Yo también los odio —suspira, noto que baja el volumen de su voz, como si temiera ser escuchada por la persona equivocada—. Parecen... No quiero decir baratos pero, bueno, si los comparamos con el resto de la decoración... rompen con la estética.
Procedo a cuestionar sus terribles decisiones, y mi hermana revela que la verdadera culpable de la elaboración de dicho adorno es la tía del novio. No me sorprende en absoluto, quiero decir, las tías entrometidas abundan en latinoamérica. Siempre metiendo su cuchara en la sopa de los demás, queriendo hacer su voluntad.
—Pues cámbialos —alzo los hombros—, tienes tiempo. —Cuando Caitlyn afirma que no quiere ser grosera y que probablemente no le permitan hacer cambios, añado—: Es tu boda. Puedes hacer lo que te dé la gana, tonta.
Percibiendo sus dudas, la amenazo juguetonamente con decirle a todo el mundo lo mucho que me disgusta la elección de los centros de mesa el mero día de la boda. Con toda sinceridad, lo haría de ser necesario, podría incluso gritarlo directo a la cara de la tía entrometida. Definitivamente nací para desafiar a los familiares problemáticos, es lo mío.
Caitlyn promete que no dejará que nadie decida por ella antes de finalizar la corta videollamada, también jura que no me hará volar hasta México sólo para causar revuelo en su gran día. Espero que lo diga en serio, porque es bastante fácil de manipular. Tal vez se debe a que es la hija del medio.
Salgo del área de artículos de primera necesidad, buscando a Clary entre el gentío, ella es la encargada de conducir el carrito de compras a través del supermercado. La encuentro en el pasillo de juguetes, sosteniendo pensativa la caja amarilla de un muñeco Chucky.
—Por favor, dime que no vas a comprar eso —suplico, dejando el detergente dentro del carrito rojo. Ella me mira con una sonrisa sumo perversa.
Oh, sin duda va a comprar a Chucky.
Ha pasado una semana desde que nos mudamos a los suburbios de Glendale, hemos gastado más dinero del que debíamos, aún no recibimos respuesta de los distintos trabajos a los que aplicamos, me estoy transformando en una especie de ninja, silenciosa, experta en evitar a mi vecino —quien, por cierto, comparte el apartamento 309 con otros dos chicos—, y ahora Chucky el muñeco diabólico se une a nosotras para la cena. Fenomenal. No entiendo como Clary, la única que no puede ver películas de terror sin perder el sueño, va a vivir con un muñeco de sonrisa malévola en su habitación. Espero que el buen chico de playera de colores le haga cosquillas en los pies por la noche e irrumpa sus dulces sueños, esos en los que es parte de la tripulación de los Piratas de Sombrero de Paja y va en busca del One Piece junto a su gran amor, el amante de la carne, Monkey D. Luffy.
Nos encontramos con Liv en el área de belleza, donde ella libra una ardua batalla para decidir qué champú debemos comprar: toronja o rosas y jojoba. Por decisión unánime nos llevamos el segundo, pues el aceite de jojoba es rico en ácidos grasos y cuenta con una amplia variedad de beneficios para el cabello. Una vez que tenemos todo en nuestra lista, estamos preparadas para pagar y vamos en dirección a las cajas. Sin embargo, no puede pasar un día sin que mi paz se vea perturbada de algún modo u otro, así que el rostro de Xavier Campbell aparece frente a mis ojos. Su pelo rizado está peinado hacia atrás, lleva los ojos artísticamente delineados, un traje negro sin camisa y una estrella dorada brilla en su pecho desnudo.
No, no me encontré con él en persona. Pero hay un stand dedicado a su banda —imitación barata de One Direction, cabe aclarar—, y su cara, por supuesto, es parte de la decoración. Sinceramente, nunca pensé que la agrupación a la que yo misma le di nombre alcanzaría este nivel de fama. Supongo que a la gente le encanta obsesionarse con bandas conformadas por sujetos convencionalmente atractivos, aunque estos no tengan ni una sola pizca de talento. De los cinco tipos que posan en la portada del álbum, sólo dos pueden cantar de verdad. Xavier, por mucho que me duela admitirlo, es uno de ellos. Es un gran cantante y un mejor compositor.
Obviamente, no soy la única que ve el escandaloso soporte publicitario: Liv alarga una mano pálida para coger el álbum de temática dorada a prisa, echando un vistazo rápido a la fea portada antes de mostrarnoslo con expresión inquisitiva.
—¿No es este Voldemort? —Dejo escapar un sonido de afirmación, Liv pone cara de asco—. La vida no ha sido amable con él, por lo que veo. ¿Cuántos años tiene el pibe? Me da la impresión de que tiene cuatro hijos y va por su segundo divorcio.
Me parece que esa es una exageración.
—Tiene cara de drogadicto —se une Clary, tomando el álbum de la mano de Liv y mirándolo detenidamente.
No voy a comentar nada sobre la apariencia desmejorada de Xavier, porque no es como que yo tenga el semblante más saludable del mundo. Aunque, se me debería permitir burlarme de él después de lo que me hizo, ¿no? Mis amigas tienen razón: tiene cara de que le ofrece hierba a menores de edad en la calle. No merece ni mi empatía ni mi respeto. Tampoco es digno de mi atención.
—Ya, ¿y qué pasa con la cara del otro tipo a su lado? —continúa Liv, soltando una carcajada—. Está haciendo esa cara rara de Flynn Rider que los tíos piensan que es super sexy, pero en realidad da pena ajena.
—Sí, que ridículo —es mi contribución a la conversación antes de retomar el paso y dejar a las chicas atrás. Solo me detengo cuando ellas llaman mi nombre a gritos—. ¿Qué les pasa? Están haciendo un escándalo, dejen ese álbum en paz...
Clary me insta a leer la lista de canciones que viene en la parte trasera del álbum. El corazón me da un vuelco cuando leo mi nombre en letras blancas. La quinta canción se llama «Avril». Vaya, no quiero parecer engreída, pero esto no puede ser una coincidencia. Estoy bastante segura de que soy la única Avril que Xavier conoce, o al menos la única sobre la que escribiría una canción.
—No me interesa —les devuelvo el álbum y me voy. Es tarde, todavía tengo que hacer la cena y, francamente, no estoy de humor para esto. Xavier hizo una canción sobre mí, o para mí, lo que sea... Qué bien. No quiero escuchar nada al respecto. Nada de lo que él haga merece mi atención, porque la última vez que la tuvo, se aprovechó de ello y me hizo pedazos.
Las chicas y yo descargamos las compras del vehículo gris nada más nuestro conductor de Uber se detiene fuera del complejo, intercambiamos unas cuantas palabras con Marcello en el vestíbulo, y subimos al tercer piso. Como tengo las piernas largas e intento protegerme de un encuentro desafortunado, casi esprinto por el pasillo. Liv y Clary apenas pueden seguirme el ritmo. Por suerte, llegamos al departamento sin contratiempos.
Ha sido un día largo, una semana pesada en realidad. Todo lo que quiero en este momento es tumbarme en mi cama, sin embargo, después de guardar la compra y ver a Clary liberar a su nueva adquisición de su empaque amarillo, pongo algo de música y comienzo a separar los ingredientes necesarios para la cena. Mientras una cucharada de aceite de coco se derrite en una de mis cacerolas favoritas a fuego medio y pico una cebolla para luego ablandarla durante cinco minutos, mi mente traicionera divaga. De repente estoy pensando en el tema que aseguré que no valía la pena pensar, aquello en lo que no iba a perder el tiempo deliberando. Pero mi mente ansiosa parece ser incontrolable, mis pensamientos incontenibles.
Añado dos dientes de ajo rallados y un trozo de jengibre del tamaño de un pulgar. Lo cocino por un minuto más o menos hasta que desprende aroma. Luego, con el rostro de Xavier en la mente, añado tres cucharadas de pasta de curry rojo, una cucharada de mantequilla de cacahuete y quinientos gramos de boniato pelado, cortado en trozos medianos. A continuación, pensando en el hecho de que hay una canción que posiblemente se escribió para mí, añado leche de coco y algo de agua. Después de que todo haga ebullición, bajo el fuego y lo dejo cocer, sin tapar, durante media hora. Finalmente añado espinacas, zumo de lima, y lo sazono. Lo sirvo con una porción de arroz cocido y espolvoreo cacahuetes tostados sobre el curry de boniato.
Participo poco en la conversación que se desarrolla en la mesa mientras cenamos, prestando poca importancia a sus opiniones sobre el platillo. Tengo la cabeza a mil leguas de distancia; ni la repentina sensibilidad dental que se manifiesta en mi cavidad bucal al morder y masticar los alimentos logra desviar mis pensamientos. Maldita sea, prometí que no iba a dejar que algo como esto afectara mi actitud. Xavier no puede seguir teniendo poder sobre mí.
Soy consciente de que irse a dormir justo después de cenar no es lo ideal ya que puede provocar molestias estomacales, pero me meto en la cama nada más terminada la cena. No sin antes hacerme el skincare, cepillarme los dientes, encender una vela con aroma a lavanda, y tomar mis vitaminas.
Justo cuando mis pensamientos comienzan a sosegarse, mi teléfono zumba con una notificación tras otra. Jacob me ha enviado un mensaje: «¿Viste esto? LA AUDACIA. Voy a arrastrar por el lodo a ese drogadicto», acompañado de un enlace a un reel de Instagram. Se trata de un video de la cuenta verificada de West Sun, la banda de Xavier.
Lo admito, la curiosidad es realmente mi peor enemiga, pues hago clic en el enlace que me lleva al reel en el cual promocionan la canción que lleva mi nombre. La descripción hace que me hierva la sangre: «Avril siempre tendrá un lugar en nuestros corazones». Pero la letra es lo que realmente suscita sentimientos agresivos en mi.
Cada vez que cierro los ojos
Veo tu cara, oigo tu voz
Recuerdo todo lo que compartimos
Los sueños que perseguimos
Pensamos que nunca terminaría
Ahora el silencio es estridente
Parece que estamos a mundos de distancia
Y no encontramos el camino de vuelta
De siempre y para siempre a nunca jamás
Quiero volver al momento en que nos extraviamos
Porque hoy te desvaneces
Chica, te echo de menos todos los días
Abrumada, detengo la canción en el coro, apago el teléfono, lo dejo en la mesilla de noche, junto a la lámpara, y me cubro la cara con una almohada. Un sonido extraño abandona mi garganta, como un gato agresivo provocado por el estrés.
«Contrólate, Avril», me digo a mí misma. «No es para tanto. Actúas como una niña cuando se supone que eres una adulta responsable y madura». La almohada abandona mi rostro, inhalo lenta y profundamente por la nariz. Mis pulmones se llenan de aire a medida que mi abdomen se expande, y entonces una puerta se abre de golpe, alertándome. No quiero seguir con la paranoia, pero las chicas probablemente ya están dormidas, y estoy bastante segura de que esa fue la puerta de entrada golpeándose contra la pared. Oigo ruidos y voces apagadas procedentes de la cocina, así que salto de la cama, pero me congelo frente a la puerta de mi habitación. ¿Debería salir? No, debo echarle el seguro a la puerta, avisar a las chicas y llamar a la policía. De alguna manera, hago todo lo contrario cuando escucho un «¡Plaf!», seguido de la risa sofocada de alguien.
Agarro lo primero que veo bajo la luz tenue de la lámpara —un peine de bambú— y abro la puerta con cautela. Mi cabeza se asoma por el marco de la puerta. Las luces de la cocina, la sala y las habitaciones de mis amigas están apagadas, no veo prácticamente nada, pero percibo movimiento.
—Es que no encuentro el interruptor —se excusa alguien, entre risas ahogadas, mientras yo misma tanteo la pared con el propósito de encender la luz.
Un momento; conozco esa voz.
Enciendo la luz de inmediato, entornando los ojos. Ante mí hay dos hombres: un desconocido, de cabello rubio oscuro y tez bronceada, tendido en el suelo, y otro de lentes intentando poner al primero en pie. Desafortunadamente, a éste último lo conozco muy bien. Frey y yo compartimos una mirada perpleja. Después, él echa un vistazo a su alrededor y vuelve a mirarme con una sonrisa incómoda.
—Hola, Avril —saluda mi vecino, dándose por vencido en su tarea y dejando a su pesado acompañante descansar en el suelo. Como no obtiene respuesta de mi parte, vuelve a hablar—: Creo... que estamos en el apartamento equivocado.
No me digas, Sherlock.
Es obvio que se han equivocado de apartamento, pero ¿cómo demonios consiguieron entrar? ¿Estaba la puerta abierta? Si la memoria no me falla, Liv fue la última en entrar; seguro olvidó cerrar con llave. Oh, esa mujer me va a escuchar.
—¿Me vas a tirar eso a la cabeza? —pregunta Frey, señalando la poderosa arma de defensa que llevo en las manos.
Me arden las mejillas cuando digo: —Eh, no, pero estuve a punto. Creí que se trataba de un ladrón.
Frey suelta una carcajada que, para mi sorpresa, me hace querer sonreír. Sin embargo, consigo reprimir el gesto.
—Te das cuenta de que es un cepillo para el pelo, ¿verdad? —dice con una expresión divertida, dando un paso hacia mi.
—Para tu información, es un cepillo de bambú bastante resistente —hablo, mostrándole el objeto para dejar en claro el daño que este puede ocasionar en manos de una mujer asustada—. Bien puedo sacarte un ojo con la punta.
Frey retrocede, alzando las manos y soltando un «Woah, okay». Mis ojos se deslizan por su rostro: sus ojos grandes y cálidos, enmarcados por pestañas espesas, la dureza de su mandíbula, y la curva suave de sus labios rosados atraen mi atención más tiempo del que estoy dispuesta a admitir. Algunos mechones de cabello le caen sobre la frente, tiene las mejillas sonrosadas. Lleva una chaqueta de cuero negra sobre una camisa blanca, pantalones oscuros y un par de Converse tradicionales.
Le doy las gracias al tipo atlético que está tirado en el suelo de mi cocina, porque sus lloriqueos son los que me hacen apartar los ojos de Frey.
—Oh, este es Asher —señala Parker, resueltamente—. Como puedes apreciar, está a un shot de una intoxicación etílica. Pero no hay de qué preocuparse.
Su sonrisa boba me hace pensar que también está un poco borracho. Eso explicaría el irrumpimiento en mi apartamento y el hecho de que estemos hablando como si fuéramos amigos.
—¿Estás seguro? —le cuestionó, sin apartar la mirada del rubio—. Porque está llorando... y a mi me parece que va a desmayarse.
—Nah. Oye, amigo... Saluda a la vecina.
Asher se incorpora con lentitud hasta sentarse, cómo un bebé que recién aprende a controlar su cuerpo, y sorbiendo por la nariz, dice: —Hola, vecina.
Yo respondo torpemente con «Hola, soy Avril», mientras me inclinó hacia él para que pueda escucharme. Hacemos contacto visual, noto que sus ojos verdosos apenas pueden enfocarse.
—Como Avril Lavigne —añade Frey.
Me vuelvo a mirarlo, genuinamente sorprendida. Vaya, lo recuerda. Creí que sólo las chicas recordábamos estas cosas.
—Yo soy Australiano —murmura Asher arrastrando las palabras, antes de desplomarse otra vez sobre su espalda.
—Ahí lo tienes —asiente el de lentes, levantando un dedo—, es Australiano.
Sí, definitivamente, a los dos se les pasaron las copas. ¿Debería echarlos a patadas de mi apartamento? Antes de que pueda hacerlo, Parker toma la iniciativa.
—Creo que deberíamos... —murmura y señala la puerta.
—Ajá —asiento al instante.
Frey urge a Asher a levantarse, tarea difícil porque parece ser que se ha quedado medio dormido luego de saludarme. Mi vecino le palmea el rostro; Asher vuelve a decir que es Australiano. Cuando finalmente el rubio está de pie, con un brazo alrededor del cuello de Frey, éste último lo arrastra hasta la puerta con cierta dificultad, pues si bien su compañero es menos alto, posee más masa corporal.
—Disculpa la intromisión, Avril —dice Parker, nada más haber cruzado el marco de la puerta.
—No pasa nada. —Me encojo de hombros.
—Buenas noches. —Por cortesía, le respondo lo mismo. Estoy a punto de cerrar la puerta, cuando vuelve a hablar, desde el corredor—. Deberías cerrar la puerta con llave.
Después de emitir un «Mju» como respuesta y recibir un guiño de su parte, eso es exactamente lo que hago. Solo entonces Liv aparece en la cocina.
Justo en el momento oportuno, amiga mía.
—¿Todo bien? —cuestiona, somnolienta.
Podrían haberme matado de mil maneras mientras tú babeabas la almohada, pero todo bien, excelente. Pongo los ojos en blanco, para después asentir sin muchas ganas.
—Juraría que oí voces —murmura, paseando la vista por la cocina en busca de algo que compruebe sus palabras.
Claro que voy a contarle lo que ha pasado, pero hoy no, así que la mando de vuelta a la cama. No se resiste, por lo que pronto estoy de regreso en mi habitación. Parece que no puedo resistir la tentación de mirar a través del sospechoso hueco que ha dejado en evidencia el desastre de los vecinos del 309 varias veces, pero al fin han aprendido la función de las cortinas, porque tela azul obstruye la vista.
Me apresuro a volver a la cama mientras mi mente hace una recapitulación de lo sucedido: me mudé a Los Ángeles meses antes de la boda de mi hermana y acabé viviendo al lado de mi amigo de la infancia, al que rechacé en el instituto. Llevo una semana entera evitando a toda costa encontrarme con él, pero mis esfuerzos resultaron ser en vano porque Parker entró en mi apartamento por sí mismo. Sin contar que el mismo día descubrí que el chico que me rompió el corazón me escribió una canción, en la cual afirma explícitamente que me extraña.
Ni las telenovelas que le gustan a mi madre se atrevieron a tanto.
Sacudo la cabeza. Necesito relajarme si pretendo dormir en paz esta noche. Xavier Campbell no va a perturbar mi vida, mucho menos lo hará Frey Parker.
Hice un estupendo descubrimiento.
Esta mañana, me desperté con una sensación de presión en la mandíbula. Después de cepillarme los dientes y llevar a cabo una rápida inspección, detecté la causa del malestar: en la última posición de la línea de la dentadura, divisé parte de la corona de dos muelas entre la inflamación de mi encía, una más prominente que otra.
Ya era hora, pensé, pues lo estaba esperando desde hace mucho. La erupción de las muelas del juicio no es algo que me asuste, sin embargo, espero que no sea necesario extraerlas si no emergen por completo.
—Es todo, muchas gracias por su tiempo. —Apenas reacciono cuando la mujer sentada frente a mí da por finalizada la entrevista. Me levanto a toda prisa, nos damos la mano, me despido y salgo de la habitación.
¿Acabo de arruinar esa entrevista de trabajo? Probablemente. La buena noticia es que hay una cafetería cerca del hotel en el que apliqué para el puesto de recepcionista. Puede que no consiga el empleo, pero tomaré un café y tengo dos audiciones a las que presentarme este mes.
Sonrío para mis adentros mientras el olor familiar del café recién hecho llena mis fosas nasales al dirigirme hacia el mostrador para hacer mi pedido: un café helado con un shot extra de espresso. Después de pagar, espero pacientemente, dando golpecitos con el pie al ritmo de la música que suena de fondo.
Me doy cuenta de que un hombre mayor me mira fijamente desde una pequeña mesa cerca del escaparate del lugar. Su mirada me recorre de la cabeza a los pies, luego sonríe.
No, gracias, abuelo.
Le devuelvo una mirada llena de fastidio e ignoro su presencia hasta que el barista vuelve con mi bebida. Entonces voy hacia la puerta en línea recta. La caminata de vuelta a Sunshine Oaks es corta y placentera, pues el tiempo es suave y luminoso. La temperatura sigue siendo agradable en comparación con muchas otras zonas de Los Ángeles en esta época del año. Pero, como ya he dicho antes, el universo conspira contra mí, porque a una manzana de mi complejo, mi teléfono zumba varias veces y mensajes de un número desconocido saltan a la pantalla.
Hola, Avril.
Soy Xavier.
¿Cómo te va?
He estado pensando mucho últimamente, y creo que deberíamos hablar.
Me enteré de que te mudaste a Los Ángeles.
Sé que probablemente no quieres verme, pero realmente necesito aclarar algunas cosas.
Te echo de menos.
¿Me juzgarías demasiado si me desmayo?
Sí, eso sería demasiado dramático de mi parte. Así que, no. No me desmayo, pero mis ojos están pegados a la pantalla y pierdo la consciencia de lo que me rodea. Antes de que pueda darme cuenta, tropiezo con alguien y el café resbala de mis manos, impactando contra el concreto. El hielo sale disparado en distintas direcciones.
Lo que me faltaba; tres dólares a la basura. Cuando miro hacia arriba, veo a un hombre de piel bruna en deportivos que se saca un auricular inalámbrico de la oreja derecha con expresión inquisitiva.
Lo reconozco como uno de los compañeros de apartamento de Frey. No sé cómo se llama, pero sé que es mi vecino.
—¡Lo siento! —me disculpo porque estoy casi segura de que fui yo quien chocó con él.
Él me mira con los ojos entrecerrados, después echa un vistazo furtivo al café y los hielos regados en la acera, y dice: —Se te ha caído eso.
—Sí, ya me di cuenta.
—Deberías mirar por dónde vas —aconseja antes de volver a colocarse el auricular y seguir su camino a paso acelerado.
Vale, eso ha sido raro. Una vez que el roomie de Parker se pierde de vista, me apresuro a recoger el vaso de plástico —que habría podido reutilizar pero se ha roto— y me lo llevo para tirarlo correctamente en un basurero.
Aquí no pasó nada. Estoy dispuesta a olvidar los últimos cinco minutos de mi vida. Ni siquiera se lo diré a las chicas. Fingir demencia es la solución.
Se me ha hecho costumbre detenerme a saludar a Marcello y practicar mi italiano con él a cualquier hora del día. Así que es exactamente lo que hago antes de subir al tercer piso. Lo saludó enérgicamente: «Ciao, Marcello! Come stai?», él responde con la misma energía, afirmando que le va bien. Intercambiamos un par de palabras más antes de despedirnos.
—Buona giornata, farfalla (Pasa un buen día, mariposa) —me dice, casi con ternura, y yo sonrío. ¿Acaba de llamarme mariposa? Ese es, literalmente, el mejor apodo que una persona me ha puesto nunca. Sólo lo conozco desde hace una semana, pero podría tomarle como abuelo postizo.
Subo a mi planta y recorro el pasillo con sorprendente calma. De alguna manera, no me preocupa encontrarme con Frey de nuevo. Quiero decir, el muy listo irrumpió en mi apartamento ayer, y nada puede ser peor que eso. Al menos sé que no me odia. Sí, estaba borracho y eso puede haber influenciado en su actitud. Pero ¿no dicen por ahí que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad? Bien podría haber soltado un comentario fuera de lugar. Lo que intento decir es que ya no me asusta tanto encontrarme con él.
Mientras busco triunfalmente las llaves en mi mochila, la puerta del apartamento 309 se abre: Frey Parker sale al pasillo en jeans y una musculosa blanca.
El universo me está poniendo a prueba, ¿no es así? Obviamente es un reto que la vida me ha lanzado justo después de afirmar que ya no tenía miedo.
Desafío aceptado.
—Buenos días —saludo a mi vecino, valientemente y por voluntad propia.
Frey vuelve la cabeza hacia mí, no lleva puestas las gafas, tiene el cabello revuelto y, a juzgar por su rostro, está sufriendo los síntomas desagradables de la resaca después de su noche de juerga. Me pregunto cómo estará Asher; ni siquiera podía valerse por sí mismo esta madrugada.
Parker me evalúa por un momento antes de sonrojarse violentamente. Responde torpemente a mi saludo, con voz ronca. No dice nada más, así que continuo buscando mis llaves, y no tardo en encontrarlas. Ya he abierto la puerta cuando su voz me impide entrar al apartamento.
—Oye, Avril... —murmura, rascándose el cuello, indudablemente ansioso—. Quiero disculparme por... ya sabes, irrumpir en tu apartamento. Es la primera vez que me pasa. No suelo beber, pero celebrábamos mi cumpleaños y... Te aseguro que no fue intencional...
Ah, claro. Su cumpleaños es el 18 de marzo.
—Me queda claro que no fue intencional. —Me sorprendo a mí misma con una carcajada. Frey también parece sorprendido—. No te preocupes, ya te disculpaste —le resto importancia a su cháchara con un ademán— feliz cumpleaños, por cierto.
Mi felicitación tardía le toma por sorpresa. No consigue encontrar las palabras adecuadas para responder.
—Mmm... Gracias —masculla, evitando mi mirada. Parecía más seguro de sí mismo el día que nos encontramos en el vestíbulo y ayer en mi cocina que ahora.
—De nada. Que tengas un buen día.
Y lo dejo de pie en el pasillo.
Desafío superado.
¡Gracias por leer!
Recuerda votar y comentar.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro