Capítulo 2. El apartamento 309
Conocí a Clary un par de meses antes de mi decimosexto cumpleaños. Acababa de mudarse a la ciudad, desde México, gracias al trabajo de su padre. Se trataba de una chica bajita, de piel bronceada con brotes de acné típicos de la adolescencia, ojos marrones, pequeños y almendrados, y cabello negro, lacio, hasta la mandíbula. La mayor parte del tiempo vestía camisas estampadas con algún diseño de sus personajes animados favoritos, su delineado de ojos era tan afilado que podía cortar solo de verlo —cosa que a nuestros profesores les parecía poco apropiado para el instituto— y apenas hablaba inglés. Expresamente, me fue encomendada la tarea de ayudar a la chica nueva, así que me convertí en su tutora. Rápidamente nos dimos cuenta de que éramos, y seguimos siendo, bastante parecidas. Más o menos un mes después conocimos a Olivia. A las tres nos encantaba una banda de atractivos chicos estadounidenses, y de alguna manera terminamos en el mismo grupo de fans. Tal como Hermione Granger se quedó con Harry Potter y Ron Weasley después de enfrentarse juntos al troll en el baño de chicas la noche de Halloween de 1991, yo supe que había encontrado a mis mejores amigas aquel verano, cuando ambas saltaron a defenderme después de dar una opinión impopular y que una ola de odio casi me ahogara en un mar de toxicidad por ello. Que Olivia viviera en otro país no fue impedimento para formar un vínculo sólido; una vez terminamos el instituto, decidimos que íbamos a trabajar duro para vivir las tres juntas algún día.
Y aquí estamos. En una colorida habitación del motel Pacific Paradise en Morro Bay, alistandonos para otro día en carretera. El cuarto de baño no es lo suficientemente amplio para que las tres podamos usarlo a la vez, por lo que Clary monta su estudio de belleza en una de las mesitas de noche, se sienta sobre la alfombra rosada y se alisa el cabello mientras Liv y yo nos apretujamos en el minúsculo baño.
Termino mi rutina de cuidado de la piel aplicándome suficiente protector solar y me quedo quieta, evaluando mi aspecto con ojo crítico. Una muchacha de ojos color chocolate, pómulos amplios y cara de odiosa me devuelve la mirada. Mi aspecto físico ha mejorado en los últimos meses; el cabello me ha crecido hasta la cintura, las ojeras han perdido su acentuación en un rostro que ha recuperado el color, mis labios no están hinchados ni agrietados, y lo más importante, hay una chispa en mis ojos, un brillo apenas apreciable que no había visto en años.
Procedo a organizar mi neceser antes de abandonar el baño. Clary no ha terminado de alisarse el cabello, Liv recién ha comenzado a maquillarse, por lo tanto, me entretengo leyendo en mi teléfono. Siempre soy la primera en estar lista porque soy una vaga que no aprendió a maquillarse cuando debía y atravesó esa etapa ridícula en la que aseguraba ser única y diferente. Le daría un puñetazo en la cara a mi yo del pasado si pudiera. Pero me alegra haber superado esa mentalidad tóxica y haber abrazado la feminidad interior con la que estaba peleada a muerte.
No me vendrían mal algunos cursos de maquillaje.
—Quiero teñirme el cabello. —No me doy cuenta cuando Liv sale del baño con una idea extraordinaria en mente—. Cobrizo, como la sultana Hurrem. Me quedaría genial, ¿verdad?
—Iría muy bien con tu tono de piel —apunto, evaluando el rostro pálido de mi amiga.
Después de un par de minutos discutiendo sobre tonos de cabello, y llegando a la conclusión de que un rubio caramelo me quedaría genial, mi sorprendentemente molesto pariente decide bendecirnos con su presencia: mi primo parece bien descansado, su cabello aún está húmedo, lleva puesto un polo ancho y jeans holgados. Su piel resplandece ante mis ojos celosos. ¿Por qué la mayoría de los hombres tienen una piel tan perfecta? Jacob ni siquiera sigue una rutina de cuidado del rostro y siempre olvida el protector solar. Es un bastardo con suerte.
—Buenos días, lesbianas.
Esquiva fácilmente la almohada que lanzo en su dirección como respuesta violenta a su saludo, un momento después, una sonrisa triunfante se dibuja en su rostro. Dios, dame paciencia. Te pediría fuerza, pero si me das fuerza, a lo mejor se me pasa la mano y mando a este muchacho a conocer a San Pedro antes de tiempo.
Mamá se nos une minutos más tarde, va con el cabello corto perfectamente estilizado. Apenas ella franquea la puerta, que Jacob ha dejado entreabierta, percibo las notas frescas de su perfume favorito. Está más que lista para continuar nuestra aventura en la carretera. Entre tanto mis amigas guardan sus intrincados utensilios de belleza en sus respectivas cosmetiqueras, mi madre da pie a una conversación trivial sobre su experiencia en el lugar. Es exigente, incluso más que yo, sin embargo, su calificación es generosa.
Son poco más de las diez de la mañana cuando Jacob está tras el volante y vamos de camino a desayunar. Uno pensaría que después de consumir la cantidad de comida procesada que ingerimos ayer, optaríamos por algo ligero y fresco para la comida más importante del día. Tal vez unas tostadas de aguacate, huevos, o un batido proteínico. Sin embargo, pronto nos encontramos esperando en el Drive Thru de McDonald's más cercano, con mamá insistiendo que debo comer algo más que un café americano.
—Es que no tengo hambre —alego en el tribunal, esperando resolver el litigio.
Mi madre me mira como si pudiera oler la mentira. No puedo culparla por su desconfianza porque en realidad podría estar mintiéndole a la cara. Lo hice durante muchísimo tiempo; de alguna manera me las arreglé para mantener mis problemas alimenticios en secreto hasta que mi aspecto comenzó a delatarlos. La frase que más decía cuando estaba enferma y atentando contra mi propia vida era «no tengo hambre».
Tuve numerosas recaídas a lo largo de mi proceso de recuperación, pero me las arreglé para salir del agujero negro, ahora puedo decir que estoy sana, no obstante, una voz malintencionada aparece en mi cabeza de vez en cuando para juzgarme. Por suerte, mi madre siempre está ahí para acallar dicha voz.
¿Realmente no tengo hambre o me siento culpable porque ayer comí comida basura? Un poco de ambas.
—No te vamos a dar nuestra comida si cambias de opinión —me amenaza Liv, y por lo que veo, todos están de acuerdo con ella.
—Dime cuándo te he pedido comida, Olivia, ¡dime cuándo! —la reto, achicando los ojos. Ella imita mi expresión, señalándome con un dedo acusador.
—La última vez que fuimos a McDonald's, me robaste un nugget —apunta, rencorosa— y solo había pedido cuatro, así que tuve que conformarme con tres.
—Y a mi una papa —contribuye Clary—. Ladrona.
Vale, culpable, soy una ladrona de comida: sin pedir nada, pruebo un poco de todo. Supongo que me ayuda a reducir la culpa.
—Está bien, par de egoístas, quiero un McGriddle.
San Luis Obispo, una ciudad de avenidas arboladas suavizadas por el interminable sol de California, fue fundada en 1772 por el franciscano español Junípero Serra, y posee una de las atracciones más extrañas pero más populares del recorrido: un callejón peculiar que exhibe un incontable número de chicles depositados en sus paredes por los turistas a lo largo de los años. Ojalá tuviéramos tiempo de parar —se que a mamá le encantarían los vinos locales— pero tenemos un horario y una hora estimada de llegada a Los Ángeles. Además, Jacob y mamá tienen que volver a San Francisco inmediatamente y por la ruta más corta para no descuidar sus responsabilidades.
Una vez en la ciudad de las estrellas, las chicas y yo estaremos por nuestra cuenta. Emocionante, pero también aterrador.
Solvang, la principal ciudad que conforma la región del Valle de Santa Ynez, conocida como «la capital Danesa de América» y fundada en 1911 por pioneros daneses, pone a prueba nuestro autocontrol, pues alberga panaderías bien valoradas y una reproducción exacta de la estatua de la Sirenita de Copenhagen. Los que me conocen saben que me encanta Hans Christian Andersen, así que es especialmente difícil para mí pasar de la ciudad sin al menos una foto decente que colgar en redes.
¿Cómo es que jamás he visitado estos lugares? Es como si viviera bajo una roca o algo así. Algún día visitaré Dinamarca, me tranquilizo.
Estamos cerca de una parada acordada cuando Liv sugiere que matemos el aburrimiento y animemos el viaje jugando su juego favorito de la infancia, donde una persona comienza por escoger un objeto al azar y los demás participantes deben adivinar cuál es haciendo preguntas específicas.
—Veo veo —canturrea Liv de forma infantil, a lo que todos respondemos «¿Qué ves?», ella se ríe antes de continuar—: Una cosita. —El mismo coro de voces dice «¿Qué cosa es?», y mis oponentes se preparan para escuchar la pista—. Empieza por P.
Miro alrededor, analizando mi entorno con detalle para sugerir cuál podría ser el objeto misterioso. No hay muchas cosas que empiecen por la letra mencionada.
—Parabrisas —me apuro a decir. Escuchó a Clary bufar; seguramente iba a decir lo mismo. Resulta que las dos estamos equivocadas.
Cinco minutos después, Liv sigue invicta, así que nos rendimos ante la reina del veo veo. No puedo creer que seamos tan tontos.
—Y bueno, ya dinos qué es —apremia Jacob con enfado.
—Pañuelo —revela ella con una sonrisa ancha—. Un pañuelo con la sangre de Clary que se quedó bajo el asiento del conductor.
Qué asco.
Obviamente, no es justo. No puedo ver mucho desde el asiento del copiloto. ¿Cómo iba a adivinarlo?
Yo lo pienso, pero Jacob es quien lo dice. Liv y él discuten las reglas del juego mientras nos aproximamos a Santa Bárbara. Entre todos los lugares por los que hemos pasado, éste es el único que realmente conozco: una ciudad dual, playera pero ostentosa, repleta de casas de adobe, arquitectura neocolonial española y descomunales mansiones. Mamá tenía una amiga que vivía aquí, recuerdo que solíamos visitarla durante las vacaciones de verano cuando yo aún era niña. Ella tenía una casa grande y un envidiable estilo de vida, pero siempre estaba triste. Hace años que no la visitamos... me pregunto si aún la consume la amargura.
En el estrecho estacionamiento de un baño público cerca del MOXI, un museo contemporáneo dedicado a la ciencia y las artes, Jacob nos informa que tenemos el tiempo contado si pretendemos cumplir al pie de la letra el itinerario establecido.
—A mi no me vas a estar presionando —reniega Olivia, deslizándose fuera de la camioneta—. Es re pelotudo, viste —me dice, una vez que nos encontramos fuera. —Además, ¿cómo puede estar tanto tiempo sin hacer pis?
Yo también puedo hacerlo. Aunque no creo que sea saludable, mi desprecio a los baños públicos —especialmente a los de estaciones de servicio— es superior a mis necesidades fisiológicas. Es por ello que permanezco afuera mientras mi madre y amigas se pierden dentro del baño de mujeres.
Casas playeras empiezan a aparecer a lo largo de la autopista para bloquear la vista del océano cuando nos aproximamos a Zuma Beach; construcciones multimillonarias, propiedad de las celebridades que mueven el mundo del espectáculo, salpican los cañones de la exurbia.
—¿Por acá está la casa de Hannah Montana, no? —Cuando vuelvo a mirar a Liv, veo que ha sacado la cabeza por la ventana, el aire le revuelve el cabello con violencia y señala la Broad Beach Road a nuestra derecha. La respuesta a su pregunta es afirmativa, o eso dice Google Maps—. ¡Qué piola!
Lastima que está cerrada permanentemente.
Recorremos Las Flores, Big Rock, Castellammare, Inceville, Pacific Palisades, y el corazón me late con expectativa cuando mis ojos divisan el oasis de Santa Mónica. En el muelle que se extiende sobre la olas, la primera y única noria que funciona con energía solar ilumina el cielo con colores vibrantes. Estuve aquí antes, pero nunca había apreciado realmente su belleza. Casi como si no pudiera hacerlo; nada me entusiasmaba entonces. Vaya, realmente era una adolescente triste y sombría, ¿no? Ahora entiendo por qué la gente se sorprendió tanto de mi cambio de actitud cuando empecé el instituto. Yo era una niña burbujeante, hablaba mucho y reía aún más, luego las hormonas y las inseguridades me desordenaron la vida. Ahora me toca lidiar con todos los errores que mi yo adolescente cometió. Por fortuna, estoy haciendo un buen trabajo. Creo... Eso espero. Mi lóbulo frontal aún no está completamente desarrollado, así que una mala decisión aún puede joderme la vida.
Nos lleva poco más de cuarenta minutos ir de Santa Mónica a Glendale. Ya ha oscurecido cuando finalmente llegamos a nuestro destino en Verdugo Viejo, una pequeña comunidad que se encuentra entre Burbank y el centro de Glendale, popular por sus parques y zonas de senderismo, incluyendo el emblemático Parque Griffith, que cuenta con el Observatorio Griffith en la zona sur de la Montaña Hollywood. Por lo que sé, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos adiestró a sus pilotos en la navegación astronómica en el planetario del lugar durante la Segunda Guerra Mundial. Pero no te fíes de mi palabra.
Nos estacionamos frente al complejo de apartamentos en el que las chicas y yo viviremos durante tiempo indefinido. Se trata de un edificio blanco de cuatro plantas enclavado entre palmas y robles, en la oscuridad de la noche, aparece teñido de amarillo por la luz cálida de los altos faroles. Doce letras horizontales deletrean el nombre del lugar, relumbrando en la fachada.
Se me escapa un suspiro. Pues bien, nuestro nuevo hogar nos espera. Me libero del cinturón de seguridad, abro la puerta y salto fuera del vehículo. Trajimos muchas cosas con nosotras —tantas como pudimos meter en la camioneta— así que será mejor que empecemos a transportar pertenencias si no queremos retrasar el retorno de mi madre y mi primo a San Francisco.
Jacob me ayuda a sacar mi maleta color durazno del maletero, y yo me apresuro a arrastrarla al interior del edificio. Lo primero que veo al entrar al vestíbulo es una fuente, rodeada de flores vibrantes y césped bien cuidado.
El casero, un hombre robusto de ascendencia italiana que se llama Marcello, vive aquí mismo y siempre está dispuesto a ayudar —o eso afirma mi primo— nos recibe con la intención de proporcionarnos información y entregarnos la llave de nuestro apartamento. A pesar de mi amplio conocimiento sobre el lugar, le dejo hablar porque parece encantado de hacerlo. Nos dice que el complejo ofrece una amplia gama de servicios para satisfacer las diversas necesidades de sus residentes. Para aquellos que disfrutan manteniéndose activos, hay un gimnasio equipado con aparatos modernos; para los que disfrutan de las actividades al aire libre, el patio cuenta con una amplia piscina; y para los que buscan tranquilidad, hay una sala de lectura, donde pueden relajarse con un buen libro. Sunshine Oaks también cuenta con un pequeño bar bien surtido y una mesa de billar, perfecto para socializar.
—Nos tomamos muy en serio la seguridad y la privacidad de nuestros residentes —afirma el hombre, parece bastante orgulloso de sí mismo—. El complejo cuenta con vigilancia de seguridad las 24 horas y acceso controlado al edificio después de las 10, lo que garantiza un entorno de vida seguro y protegido.
A Liv se le escapa un bostezo y le doy un codazo en las costillas. El casero procede a enlistar más servicios a los que tenemos acceso, incluyendo el servicio de conserjería, para hacer nuestra vida más fácil y más conveniente. Marcello nos desea una cálida bienvenida a la tranquilidad suburbana y me entrega la llave.
—Buona serata. —Con una sonrisa, nos desea buena noche en italiano.
Es mi oportunidad. Duolingo me ha preparado para este momento.
—Grazie, signore. Buona notte (Gracias, señor. Buenas noches) —respondo de la misma manera.
—Qué demonios —se ríe Clary mientras los alejamos de la recepción—. ¿Desde cuándo hablas italiano?
Le cuento sobre mi humilde racha de cien días en la aplicación de idiomas del búho verde. Queda estupefacta.
Subimos a la tercera planta, y encontramos nuestra unidad rápidamente. Apenas he abierto la puerta cuando mis amigas me hacen a un lado, empujando sus maletas hacia el interior. Son rápidas para elegir las dos mejores habitaciones, así que debo conformarme con la menos espaciosa. Tengo que decir que el lugar es agradable. Tal vez no tan lujoso como queríamos que fuera nuestro primer apartamento, pero funciona. Las paredes son blancas y el piso color arena, la entrada está justo al costado de la cocina, por lo que sé tiene acceso directo al pequeño comedor y vista a la sala, que cuenta con tres sofás marrones: uno de tres piezas, otro de dos y uno individual, adornados con esponjosos cojines caquis. En el centro, sobre una alfombra lisa, hay una mesa cuadrada, y a mano derecha se encuentra el televisor, una pantalla relativamente grande. Me acerco al ventanal que da al balcón, la vista no tiene nada de especial. Todo lo que veo es un juego de jardín, además de la baranda que protege el espacio, pues una palmera bloquea parcialmente la vista a la calle.
Mi habitación se encuentra a la izquierda. Se puede acceder a ella simplemente caminando en línea recta desde la entrada. No puedo decidir si es algo bueno o malo. Definitivamente seré la más expuesta al peligro, pero también la más cercana a la cocina. La primera en salir en caso de emergencia. ¿Estoy siendo paranoica otra vez? Probablemente, no sería yo si no me preocupara. Tan pronto entro en la habitación, noto una peculiaridad: hay dos ventanas, una con vista a la calle y otra más pequeña al costado de la cama. Al correr las cortinas verdes, queda a la vista un rectángulo de vidrio plano imposible de abrir —lo intenté — en la pared que evidentemente comparto con quien quiera que sea mi desordenado vecino. Esto debe ser un error de construcción. Estoy segura de que no se supone que pueda escanear el desorden de otra persona a través de un sospechoso hueco entre apartamentos.
Prometo que no soy una acosadora, pero un póster de Harry Potter llama mi atención. Afortunadamente, reacciono rápido cuando veo a alguien aproximarse. Me parece que es una mujer, aunque no le veo la cara.
De acuerdo, no tengo tiempo para esto.
Dejo mi maleta en la habitación y me reúno con mis amigas en la sala. Cuando menos me doy cuenta, hemos transportado casi todo desde la furgoneta al apartamento. Jacob está sorprendentemente servicial hoy, lo que me sorprende porque normalmente es perezoso. Sin embargo, él acarrea la mayor cantidad de cajas.
Qué extraño acontecimiento.
—Creo que sólo queda una caja en la camioneta —suspira Jacob, evaluando las pertenencias acumuladas en el pasillo.
—Una caja y Pedro —señala Liv, saliendo al corredor común y cerrando la puerta tras ella—. Que no se nos olvide Pedro.
Pedro es el nombre de nuestro bebé cactus; lo compramos hace tres días. Mamá dijo que deberíamos ser capaces de mantenerlo con vida o regresar a San Francisco por incompetencia. Realmente espero que sobreviva.
Cuando Clary descarga la última caja de la camioneta y yo estoy sujetando a Pedro, comienzo a concienciarme de que a partir de este momento, soy una mujer independiente. Mamá está a punto de irse, tengo que despedirme.
Mantente firme, Avril. No les muestres que estás a punto de llorar a moco tendido como un bebé de preescolar. Solía ser más sencillo mantener la cara seria cuando era emo.
Los sentimientos son duros.
Liv y Clary abrazan a mi madre a modo de despedida, luego, para mi sorpresa, hacen lo mismo con Jacob, que las aprieta a ambas hasta que se quejan. Intento huir, pero pronto me enfrento al mismo destino cruel. Mi primo me atrapa, rodea mi cuerpo con ambos brazos y levanta mis pies del suelo.
—¡Oye, cuidado con Pedro! —le advierto, sin aliento. Él suelta una carcajada mientras me deja en el asfalto.
Conscientes de que esto es muy duro para mí, las chicas se pierden en el interior del edificio y Jacob se mete a la camioneta, dándonos un momento íntimo a mi madre y a mí. Mamá sabe que carezco de iniciativa así que es ella la que me abraza.
—Voy a llamar todos los días y más vale que respondas el teléfono.
El nudo que tengo en la garganta me lleva a asentir en silencio.
—Hablo en serio, Avril —insiste, sin soltarme—, soy capaz de tomar un autobús y venir a buscarte si no respondes mis llamadas. Por algo tienes teléfono.
Por supuesto que la creo capaz de organizar un funeral si no tiene noticias mías en más de veinticuatro horas. Yo haría lo mismo. Ves, heredé su paranoia.
—Quiero que sepas que creo en ti —continúa ante mi repentina incapacidad de formular oraciones—, siempre lo he hecho. —Me acaricia el cabello—. Sé que vas a sacudir Los Ángeles con tu talento porque tú, hija, naciste para brillar.
A mamá y a mí nos cuesta expresar nuestros sentimientos. Jamás la había escuchado decir algo así, es ciertamente abrumador pero reconfortante saber que tengo su apoyo incondicional. Ella cree que puedo hacerlo.
—Siempre has sido mi pequeña estrella.
Cualquiera lloraría en esta situación, ¿no? O tal vez sólo soy débil.
—Te quiero, mamá.
Tras pedirme que tenga cuidado, me da un último abrazo y sube a la camioneta.
—Hasta la vista, baby —se despide Jacob, al estilo Schwarzenegger.
Mamá agita una mano, le devuelvo el gesto, y contemplo cómo se alejan, secándome las lágrimas con el dorso del brazo segundos después. Está bien, supongo que lo peor ya ha pasado. No creas que estoy loca, pero después de un momento de quedarme parada como estúpida fuera del complejo en completo silencio, me echo a reír. Tengo un largo camino por delante, la fama está aún por llegar, como quiera, mudarme a la ciudad de la farándula es un gran paso, no sólo para mí, sino también para mis amigas. Lo tomaré como una victoria.
No veo a las chicas en el vestíbulo, supongo que ya habrán subido. Camino tranquilamente, sosteniendo a Pedro el cactus como si fuera un bebé. Por fortuna, no me encuentro con nadie ni me veo obligada a socializar en mi camino hacia el tercer piso. Súbitamente, un grito procedente del apartamento 309, acompañado de algo pesado estrellándose contra el suelo, me hace pegar un salto —casi dejo caer a Pedro por ello— lo que me obliga a detenerme a unos metros de mi unidad. Parece que mis vecinos se enfrentan a un... pequeño desacuerdo. No es de mi incumbencia, por lo que me dispongo a seguir adelante. Desgraciadamente, la puerta del 309 se abre de golpe; una mujer enfadada sale por ella. Nos vemos cara a cara, tiene el cabello rubio maltratado, sus ojos azules opacados por dos círculos oscuros me miran de la cabeza a los pies.
Yo conozco a esta mujer. Su nombre es Esme Abrams, y nunca pensé que volvería a encontrarme con ella, especialmente porque la última vez que la vi fue hace cinco años cuando la arrestaron por presentarse en estado de ebriedad al partido de baloncesto de su hijo, acosar adolescentes y agredir a un profesor.
—Señora Abrams —la saludo por cortesía, aunque no estoy segura de que me recuerde.
—Avril Duarte —murmura, genuinamente sorprendida. Es desconcertante que sepa mi nombre completo—. Hola, cuánto tiempo sin verte.
Es muchísimo más desconcertante que esté siendo amable. Debe estar sobria.
—Mucho tiempo, sin duda —asiento, cambiando mi peso de un pie a otro con incomodidad—. Mm... ¿Vive aquí, señora?
Por favor, diga que no.
—No...
Gracias al universo
—... estaba de visita. Es mi hijo quien vive aquí.
Joder, no.
Que alguien me diga que he oído mal. ¿Esme Abrams acaba de decir que su hijo vive aquí? Santa mierda, tiene que ser una broma. Creo que me ha bajado la tensión porque de repente me siento mareada, con náuseas y apenas la oigo cuando me pregunta si vivo en Sunshine Oaks.
—Sí, señora —mi voz suena más aguda—. Acabo de mudarme al complejo... Creo... que su hijo y yo somos... vecinos.
Y estoy a punto de desmayarme.
—Vaya, qué coincidencia. ¿Él lo sabe?
En primer lugar, yo diría que esto no es una coincidencia, sino una pesadilla. En segundo lugar, ¿por qué su hijo iba a saber que me mudaba aquí? Tengo que terminar esta conversación ahora, antes de que el universo decida hacer que Frey Parker salga por la puerta del apartamento 309 para encontrarme hablando con su madre en medio del corredor.
—Fue un placer verla, señora —miento a la desesperada—. ¡Buenas noches! —Me alejo de ella sin esperar una respuesta y prácticamente corro hacia mi apartamento, víctima de un cortocircuito.
Qué horror.
La puerta está abierta para mí, así que entro como si alguien me estuviera persiguiendo, la cierro y me recargo de espaldas contra ella. Las chicas me miran desde la sala de estar.
—¿Estás bien? —pregunta Clary—. Parece que viste un fantasma.
Honestamente, preferiría haber visto un fantasma. Dejo a Pedro en la encimera de la cocina porque me tiemblan las manos, y doy zancadas hasta la sala.
—No van a creer con quién me acabo de encontrar en el pasillo —digo con los ojos muy abiertos—. Adivinen.
—Christiano Ronaldo —sugiere Olivia, le dedico una mirada molesta.
—Explícame qué iba a estar haciendo Christiano Ronaldo en un complejo de apartamentos de Glendale un fin de semana cualquiera. —Me cruzo de brazos, desafiante.
—Yo que sé —se alza de hombros—, me dijiste que adivinara.
Para ser justos, sí le pedí que adivinara.
—Esme Abrams —pronuncio su nombre lentamente a la espera de una reacción.
Liv no reacciona, pero Clary sí lo hace.
—¡Cállate! ¿En serio? —salta, evaluando mi cara en busca de una respuesta. Muevo la cabeza de arriba a abajo para confirmar—. Me sorprende que no esté en la cárcel —resopla—, por favor dime que no vive aquí.
Realmente es impresionante que no esté en la cárcel. Tampoco estaba borracha, así que supongo que las cosas mejoraron para ella. Probablemente fue a rehabilitación, pero ese no es mi problema.
—Ella no, pero adivina quién sí.
Inteligente como siempre, seguramente resolviendo el misterio por mi actitud, Clary abre la boca, y dice: —Nooooo.
—Sí.
Liv me mira, luego mira a Clary y de nuevo a mí, desconcertada.
—Okay, estoy perdida —admite, al tiempo que me desplomo a su lado en el sofá—. ¿Qué es lo que pasa? —Respondo a su pregunta con otra, cuestionando si recuerda quién es Frey Parker. Tarda un momento en asimilar el nombre—. ¿Te refieres al tipo al que humillaste públicamente en la escuela? Sí, por supuesto que lo recuerdo.
—Yo no hice eso —me defiendo.
¿Es el rechazo lo mismo que la humillación?
—En cierto modo lo hiciste —considera Clary, ofendiéndome—. Más o menos, quiero decir... Para un chico de instituto, ser rechazado por la chica que le gusta delante de sus compañeros es, definitivamente, una humillación. No es culpa tuya que él profesara su amor por ti en público, sin embargo, podrías haber sido más amable.
La amabilidad no era lo mío en ese entonces. Frey Parker me dijo que me quería no sólo delante de la clase, sino en la cara de mi crush. Me pilló desprevenida.
—Bueno, da igual. —Me sacudo el amargo recuerdo—. Resulta que es nuestro vecino de al lado y acabo de tener una charla incomodísima con su madre.
Olivia se ríe abiertamente de mi desgracia. Le tiro un cojín justo en la cara pálida, esto es un asunto serio. Maldita sea.
—Lo siento, pero es gracioso. Es que estás muy agitada —se burla sin reparos. ¿Agitada? Me estoy volviendo loca.
Creo que deberíamos buscar otro apartamento, como... ahora mismo. Pongo la idea sobre la mesa, y está vez ambas se ríen. «Oh, vamos. No es para tanto» murmura Clary. «Sí, ¿qué podría pasar?» le resta importancia Liv.
—¡Encontrarme con él! ¡Eso podría pasar! De hecho, va a pasar, porque vive al lado.
No lo entienden.
—¿Qué? ¿Crees que sigue amargado por eso? —bufa la del cabello corto—. Avril, han pasado años. No te estreses, luego te baja la tensión.
Sí, sería raro que siguiera resentido conmigo. Ahora que lo pienso, jamás lo estuvo o nunca lo demostró. Es decir, dejó de orbitar a mi alrededor y tratar de llamar mi atención —lo que en su momento me pareció una bendición— pero la última vez que hablamos, no me miraba con odio, sólo estaba triste.
—Probablemente tengas razón —exhalo más tranquila—. Seguro que ni se acuerda, ¿verdad?
—Seguro que no; yo ni siquiera recuerdo en qué caja viene mi taza de Bob Esponja —comenta Liv, llevándose una mano a la barbilla, pensativa.
Son las once y media de la noche cuando a las chicas se les ocurre la brillante idea de pedir comida a domicilio. Para mí infortunio, tras perder un piedra, papel o tijera, soy la que tiene que recoger la comida en la puerta, pues ningún desconocido puede entrar al complejo después de las diez, a menos que tenga el código de seguridad, el cual no podemos compartir a repartidores. Me siento en el vestíbulo, agitando la pierna derecha ansiosamente. El señor Marcello me regala una sonrisa desde el mostrador; aunque la puerta se cierra a las diez, él se queda en su puesto hasta medianoche. Qué sujeto tan comprometido.
Un par de minutos de insoportable espera más tarde —minutos que paso viendo las historias de la gente en redes sociales— una figura pasa por delante de mí, escucho la voz ronca de un muchacho que habla con alguien por teléfono y alzo la cabeza. Su presencia me sobresalta. Es alto, probablemente el tipo más alto que he visto nunca, y pálido. Tiene el rostro ovalado, el cabello oscuro y esponjoso, y los ojos castaños como obsidianas caobas. Lleva gafas de marcos sobredimensionados, una sudadera negra, de su cuello cuelga una cadena plateada, y de su hombro una bolsa deportiva. Es hermoso. Realmente hermoso. Eminentemente bello. Extrañamente familiar.
Me concentro en sus manos, masculinas y atrayentes, dos de sus dedos portan anillos de distintos diseños... Basta, debería dejar de mirarlo antes de que... Oh, muy tarde. Nuestras miradas se encuentran, la arruga de irritación que tiene entre las cejas se suaviza, me mira con los ojos muy abiertos, como si estuviera sorprendido, luego continua hablando por teléfono como si nada.
Entonces desvío la mirada, ruborizada de vergüenza.
—Escucha, tienes cinco minutos para devolverme el Jeep o no dejaré que vuelvas a poner las manos sobre el volante otra vez —amenaza antes de colgar la llamada.
Me atrevo a mirarle a hurtadillas por segunda vez, y me sorprende darme cuenta de que él me está mirando fijamente. Su expresión refleja contrariedad, aunque hay una pequeña chispa de expectativa reprimida en sus ojos. Finalmente, me guiña un ojo y sonríe. Menos mal no estoy de pie o me habrían flaqueado las rodillas.
—Ciao, Marce —escucho que saluda al hombre en la recepción—. ¿Te hiciste algo en el cabello? Te ves muy bien, hombre.
—Ah, muchacho, ¿vienes a pagarme el alquiler?
—¿Qué alquiler? —se hace el desentendido, con una expresión inocente en su apuesto rostro. Marcello le dice que debe dos meses de renta—. Ah, ese alquiler. Lo olvidé por completo. Verás, soy un hombre ocupado, en realidad ya me iba pero quería darle las buenas noches al mejor casero de Glendale.
No sé por qué, pero me río. Marcello y el desconocido se vuelven a mirarme.
—¿No te da vergüenza que la señorita vea cómo intentas distraerme para no pagar la renta? —El mayor señala en dirección mía, meneando la cabeza.
—Esa... es una acusación gravísima —apunta el de lentes, inclinándose sobre el mostrador—. ¿No te da vergüenza levantar falsos a la gente?
—Frey Parker, ¿vas a pagarme la renta o no?
Se me hiela la sangre, noto que me tiembla un ojo como a Bety la fea. ¿Lo he oído bien? Lo ha llamado Frey Parker, sin embargo, este hombre tan guapo no puede ser... oh, rayos. Lo es. De repente lo reconozco. Sin duda ha cambiado: su cabello es más largo, su mandíbula más afilada, su espalda mucho más ancha, ahora usa lentes —me pregunto si realmente los necesita o sólo los usa por estética— pero es él.
¿Cómo no le reconocí? Debo estar ciega.
Es divertido porque antes pensaba que Lois Lane era estúpida por no saber que Clark Kent era Superman. De nuevo, la que queda en ridículo soy yo. No puedo creer que me pareciera hermoso.
El teléfono de Frey empieza a sonar, cosa que, astutamente, utiliza como vía de escape.
—Me encantaría pagar el alquiler, pero me necesitan en otra parte —le muestra al mayor la pantalla del móvil—, lo ves... me están esperando.
—Che palle! —bufa el italiano, negando dramáticamente con la cabeza—. A chi dai il dito si prende anche il braccio (Dales el dedo y tomarán tu brazo).
—Dai! Marce, dame unos días más —súplica Frey, juntando las palmas de las manos como si rezara.
—Zitto! —Lo manda callar, pero después asiente, derrotado—. Está bien, tienes una semana, Parker.
Frey se guarda el móvil en el bolsillo, toma a Marcello por los hombros a través del mostrador, y, mientras el mayor intenta quitárselo de encima, dice: —Eres el mejor.
Mi antiguo compañero de instituto pasa a mi lado en dirección a la salida, pero de repente se detiene sobre sus pies, se da media vuelta y nuestras miradas se encuentran de nuevo.
—Oye, Avril —me llama, el estómago me da un vuelco—. Bienvenida a Sunshine Oaks.
Luego se va. Marcello y yo compartimos una mirada, me veo incapaz de hacer nada más que sonreír torpemente.
—¿Cómo es posible que no lo reconocieras?
Apenas volví al departamento con la cena, las chicas se percataron de que algo no iba bien. Probablemente, mi rostro conmocionado fue el indicador de la tragedia, así que les conté todo, omitiendo la parte en la que pensé que Frey Parker era precioso. No le reconocí y él sí me reconoció, lo que empeora la situación. ¿Se dio cuenta de cómo le miraba? Probablemente sí, por eso me guiñó un ojo. No volveré a salir jamás.
Clary y Liv comen sus apetitosos tacos mexicanos mientras me escuchan despotricar contra los planes del universo —que por supuesto conspira en mi contra— hasta el cansancio. Verdaderamente podríamos encontrar un nuevo complejo, uno en el que los fantasmas de mi pasado no puedan perturbar mi frágil existencia. Uno en el que el chico que bailó al ritmo de Hairspray conmigo en un evento de la escuela no viva en el apartamento de al lado.
Me excuso repitiendo lo mucho que ha cambiado, entretanto, Liv salta canales de televisión en busca de algo entretenido. Entonces un mensaje de texto aparece en mi pantalla para contribuir a mi dolor, se trata de mi primo:
¿Ya conociste a tus vecinos?
Mi mente no retiene el juicio, es un mensaje sospechoso. Así que abandono a las chicas en la sala y le llamo.
—No me digas que ya me extrañas...
Lo interrumpo.
—¿Lo sabías?
—¿Él que?
—¡Lo sabías! —le acuso con firmeza.
—¿De qué estamos hablando?
—No te hagas el bobo. ¿Sabías que Frey Parker vive aquí?
Le toma un momento responder, lo escuchó balbucear del otro lado de la línea: «¿Qué? No, ¡no! ¿De qué estás hablando? ¿Por qué iba a...?», digo su nombre en tono de reproche, él suspira, derrotado.
—Vale, lo sabía.
Yo te mato, Jacob.
—Ah, ¿y no te pareció importante mencionarlo?
Tiene el descaro de responder: —No. Pero ya que estamos, deberías saber que fue Frey quien me habló del apartamento.
—Qué demonios —me exalto— creí que tú lo habías conseguido.
Si Frey sabía que venía a Sunshine Oaks, ¿por qué pareció tan sorprendido de verme?
—Bueno, tú me pediste ayuda y yo se la pedí a Frey. Fue trabajo en equipo.
Es un descarado, y todavía me lo dice así como si nada.
—No sabía que eran amigos —digo burlonamente.
Escucho un bufido escapando de sus labios.
—Claro, ¿por qué iba a ser amigo del chico con el que crecí, no? Qué raro —responde sarcástico—. Mira, Avril, que tú te aislaras del mundo después del instituto no significa que yo también lo hiciera. Y solo para que sepas y te dé más coraje, mi tía también lo sabía.
Me cuelga.
¿Cómo se atreve? Desgraciado.
Salgo furiosa de la habitación, con la intención de informar a mis amigas sobre la traición. No consigo pronunciar más de tres palabras, pues me detengo al notar que Clary esconde el móvil nada más notar mi regreso a la sala. Con sospecha, les pregunto qué están haciendo.
—Definitivamente no estábamos buscando a Frey en Instagram —murmura Olivia, Clary rueda los ojos.
Ay, señor.
—Es que quiero ver si es cierto que cambió mucho —se explica, volviendo a mirar su teléfono—. Uy, creo que lo encontré.
—A ver. —Liv casi le arrebata el móvil. Escanea a Frey, y me mira perpleja—. Flaca, me estás jodiendo, ¿verdad? ¿Este es el pibe que rechazaste?
—En mi defensa... No se veía así en el instituto —es mi única respuesta.
Clary, por supuesto, me lleva la contraria: —De hecho, sí lo hacía. Siempre ha sido guapo, Avy, sólo que estabas demasiado obsesionada con Myles para verlo.
No estaba obsesionada con Myles. Estaba enamorada.
—Yo sí saldría con él —suelta Liv sin venir a cuento, yo le regalo una mirada irritada a cambio de su comentario—. ¿Qué? Está bueno. ¿Creen que tenga novia?
No lo sé y no me importa.
—¿Saben qué? —suspiro, controlando las emociones que amenazan con estallar en mi interior—. Me voy a la cama, que tengan buenas noches.
¡Gracias por leer!
Recuerda votar y comentar.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro