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Capítulo 1. Misión imposible

La gente suele decirme que soy peculiar, me han llamado misteriosa un par de veces, y estoy bastante segura de que ambos términos son atenuaciones. 

Eufemismos, vaya.

Lo que realmente quieren decir todas esas lenguas venenosas es que soy rara y enrevesada. Jamás protesté por ello porque, bueno, solía pensar que mi vida es una prueba contundente de que tienen razón —mi propia madre ha dicho que hago complejo hasta lo más simple— pero luego de debatir el tema con la almohada, basándome en datos reunidos a lo largo de los años, he formulado una hipótesis que bien puede explicar mi chocante personalidad: a mi subconsciente le fascinan los retos. Desde que era niña, me he enfocado en objetivos difíciles de llevar a cabo, ignorando cualquier consejo u opinión de terceros. Esto ha sido un problema gordo desde que tengo memoria, porque a las personas les molesta que no estés dispuesto a ceñirte al molde y cumplir sus expectativas.

Si bien es cierto que mi vida no es exactamente como esperaba que fuera a mis veinte y pocos, y he estado a punto de tirar la toalla en diversas ocasiones (más de las que estoy dispuesta a admitir), no me arrepiento de haber desafiado el orden. 

Verás, soy actriz. Lo sé, qué gran sorpresa, ¿cómo puede una chica como yo desperdiciar su vida de esa manera? Eso es lo que se pregunta mi familia cada vez que me ve. Lo cual es raro viniendo de ellos, porque la mayoría de mis parientes han desperdiciado sus vidas en matrimonios infelices, criando más hijos de los que pueden mantener. Perdona, ¿he dicho algo provocador? Qué insensible de mi parte, pero no por ello es menos cierto.

—¡La puta madre!

Mi cuerpo se inclina hacia adelante cuando la camioneta frena de repente y escucho a Liv, una de mis mejores amigas, maldecir en voz alta. Mis ojos viajan hacia la parte trasera de la camioneta; veo a la susodicha con el cono de helado que se compró en la estación de servicio aplastado en el pecho; a Clarisa (mi amiga desde la secundaria) haciendo todo lo posible por reprimir una carcajada, y a mi madre, abriendo una bolsita de kleenex a toda prisa. 

—Lo siento —se disculpa el conductor, mi primo, mirando el desastre que causó por el retrovisor.

Pero Liv decide ignorar su disculpa.

Gil de mierda, me he tirado todo el helado encima por tu culpa —dice, señalando su camiseta, que tiene el rostro de Anakin Skywalker por todas partes, como si no fuera evidente que parte del diseño ha quedado cubierto con helado de chocolate.

—Perdón.  —Jake no puede evitar reírse al ver a Liv sacando violentamente todos los papeles plegados de la envoltura de kleenex—. Quería pasar antes de que se pusiera en rojo. 

Su respuesta no hace más que cabrear a mi amiga. Eso es lo suyo, desde que Liv decidió que estaba lista para explorar el mundo fuera de su pequeña provincia en Argentina, y vino a vivir conmigo, establecieron una extraña relación de amor incondicional y odio ocasional, a veces discuten por insignificancias. Todo el mundo piensa que son pareja, y probablemente lo serían, si el himno de Jake no fuera Born This Way de Lady Gaga.

—¿Quién crees que eres? ¿Toretto?

—Lo más importante siempre será la familia —recita Jake, y después vuelve a reírse—. Oye, ¿se manchó el asiento?

—No, pero me debes cinco dólares por el helado —advierte Liv de mala gana—. Ay, es mi camiseta favorita. —Jake suelta un «se nota» por lo bajo—. ¿Qué decís, boludo?

Jake, no respondas. Por favor. 

—Que te la pones a diario, ya le hacía falta una buena lavada —continúa mi primo, tamborileando los dedos contra el volante, sus ojos fijos en el semáforo.

No porque lo mires así va a cambiar más rápido, digo.

Andá vos a lavarte el orto —responde Liv, y luego se dirige a mi—. Avril, ¿por qué lo trajimos?

Porque no sé manejar y nadie más está dispuesto a conducir de San Francisco a Los Ángeles un fin de semana. Ni siquiera tú, querida Olivia. 

—Porque es el único que tiene la licencia —digo como quien no quiere la cosa, justo cuando la luz del semáforo cambia de rojo a verde— y una camioneta bastante cómoda, así que nos quedamos con él. 

Finalmente, la camioneta avanza. Liv pretende decir algo más, pero mi madre la interrumpe cuando recién va comenzando la oración.

Te amo, mamá. 

—Ya, muchachos. Hacen que me duela la cabeza.

—Y sí —la apoya Clarisa, al mismo tiempo que Liv murmura «Perdón, señora T» en dirección a mi madre—. Par de inmaduros, me dan tortícolis. Dejen de discutir y pongan algo de música.

—Oh, yo hice una playlist para nuestro viaje —digo con emoción, buscando mi teléfono en los bolsillos de mi chaqueta deportiva.

—Por supuesto que lo hiciste —se burla Jake—. Seguro son puras canciones de Taylor Swift.

Claro que no. No todas son canciones de Taylor Swift... solo la mitad. Prometo que no estoy obsesionada.

Me apresuro a conectar mi teléfono a la camioneta, en silencio. Nadie tiene oportunidad de protestar antes de que la primera canción empiece a sonar y el contagioso ritmo de la melodía sacuda los altavoces. Con una sonrisa triunfante, vuelvo la cabeza hacia la ventanilla, sin embargo, mis ojos se encuentran con el Puente de la Bahía, reluciente en la distancia, e inmediatamente mi rostro flaquea.

Voy a extrañar San Francisco.

La realidad no me había golpeado cuando me desperté esta mañana en una habitación llena de cajas, no me había golpeado cuando las chicas y yo salimos de casa de mi madre cargadas de equipaje, tampoco cuando almorzamos en el Pier 39, y escuché a los leones marinos vocalizar desde los flotadores con su característico ladrido. Pero finalmente lo ha hecho. Sé que esto es lo que quiero, y lo que debo hacer, pero de repente no puedo dejar de pensar en lo que estoy dejando atrás. Mientras nos alejamos de El Embarcadero, la familiaridad de las calles que he conocido toda mi vida resulta abrumadora. Dejar esta ciudad significa dejar atrás mucho más que un lugar; significa dejar atrás una parte de mí misma. Los recuerdos, las amistades, las buenas y malas experiencias, todo está ligado a este sitio.

Mamá se queda aquí, ¿me echará de menos cuando me vaya? ¿Va a echar de menos levantarse temprano y caminar cuatro calles conmigo hasta nuestra panadería favorita? ¿Va a extrañar nuestros paseos por el parque y todo lo que hacemos juntas? Lo último que quiero es que se sienta abandonada. Sé que tendrá a Jake haciéndole compañía en mi ausencia, pero soy la menor de tres hermanas; la que decía que se iba a quedar con ella para siempre. 

Estoy siendo melodramática, pero ¿puede alguien culparme por ser demasiado sentimental cuando crecí en un hogar latino? La mayoría de mis amigos se morían de ganas de irse de casa de sus padres, y lo hicieron en cuanto cumplieron los dieciocho. A mí me educaron de otra manera.

¡Basta! No arriesgué mi vida en Nochevieja metiéndome doce uvas por la garganta mientras el reloj marcaba las doce de la noche, usé ropa interior amarilla, comí lentejas y corrí con maletas (como dicta la tradición) para nada. Este es mi año. 

Respiro profundamente e intento centrar mi atención en el presente. Cuando mi mente está de vuelta en el coche, me doy cuenta de que Jake ha tomado la Ruta Estatal 1, la famosa carretera que se extiende a lo largo de la Costa del Pacífico de California, a petición de mi madre. Una pérdida de tiempo, en mi opinión, pues nuestra intención es ir de San Francisco a Los Ángeles sin parar a turistear, por lo cuál, la Interestatal 5 nos ahorraría horas de viaje. Supongo que un recorrido tan pintoresco compensa el gasto innecesario de combustible.

Con Jake conduciendo hacia el sur, y el mar a nuestro lado en todo momento, pronto dejamos atrás Pacífica, la ciudad donde los europeos divisaron por primera vez la Bahía de San Francisco a través de la niebla. El hogar de los Mavericks viene después; las grandes olas de Half Moon Bay nos desean suerte, animándonos a volver algún día para su festival de calabazas. 

La pequeña comunidad agrícola de Pescadero pasaría fácilmente desapercibida si no fuera porque alberga uno de los faros más altos de los Estados Unidos, situado en lo alto de un acantilado. Jake ni siquiera se detiene para hacer fotos, lo que me molesta, porque si no vamos a parar en ninguna atracción turística, ¿por qué hemos tomado esta carretera? 

—¿Para qué ibas a sacarle foto a un faro viejo, Avril? —pregunta mi primo, realmente sorprendido. 

—No tienes cultura. 

El siguiente punto de interés en el que tampoco nos detenemos es Santa Cruz, famoso por sus impresionantes bosques de secuoyas. Luego pasamos por la ciudad histórica de Monterrey, imán para los artistas, importante para la industria pesquera en los 60s, que, si no me equivoco, cuenta con el acuario más grande del país. 

En algún paraje entre Monterrey y los acantilados rocosos de Cambria, me quedo dormida y me convierto en un blanco fácil para mi primo, que no desperdicia oportunidades. Despierto sobresaltada ante un grito estridente, creyendo que estamos en peligro de muerte. 

—Imbécil —le digo, con una mano en el corazón—. Solo sirves para elevar mis niveles de glucosa.

Por fortuna para mi cuerpo acalambrado, minutos después paramos en una estación de gas. Mientras Jake se encarga de llenar el tanque, las chicas y yo visitamos el baño público y la tienda de conveniencia. 

—Mira, tienen promoción de chimichangas —señala Liv resueltamente. Mis ojos se encuentran con un cartel blanco tipo caballete en la entrada, que efectivamente te ofrece dos chimichangas al precio de una—. Avy, ¿qué es una chimichanga?

—Como un burrito frito, creo —respondo, no muy segura de mi misma, empujando la puerta de cristal para acceder a la tienda. El interior es más grande y está mejor abastecido de lo que uno pensaría.

Recorremos los pasillos con calma, es evidente que ninguna de nosotras tiene mucha prisa en volver a la camioneta. 

Llevamos un puñado de papas fritas, chicharrones (solicitados por mi madre), cacahuates, gomitas, algunas barras de chocolate, botellas de agua y, a medio camino de la caja registradora, ante la mirada reprobatoria de mis amigas, me detengo por un café helado.

—¿No estabas en una desintoxicación de cafeína? —pregunta Clarisa, sus ojos oscuros mirándome con reproche. 

—Estaba, en tiempo pasado. 

El cajero, un hombre joven de cabello rubio, largo hasta la barbilla, levanta la vista y nos saluda con una sonrisa cansada. Le extiendo mi tarjeta, él la pasa por la terminal, imprime el recibo, lo arranca de la máquina, y mientras garabateo mi nombre en el papel, veo que se dispone a embolsar las compras. 

—Oh, no necesitamos una bolsa, gracias. 

Las chicas y yo abandonamos la tienda de conveniencia momentos después. Andamos tranquilamente a través del estacionamiento hasta que Jake nos presiona haciendo sonar la bocina, entonces apresuramos el paso. 

—¿Y mi Gatorade? —pregunta Jake, una vez Liv y Clarisa han vuelto a amontonarse en los asientos traseros, entre mochilas y compras. 

—No había —respondo, despreocupada. 

Mentira, se me olvidó. 

Por suerte, las chicas no contradicen mis palabras. Resignado, Jake sale del estacionamiento y nos unimos de nuevo a la carretera interestatal. 

—Dame —pide mi primo, estirando un brazo en mi dirección al notar que abro un paquete de KitKat, nuestro favorito. Le doy un trozo, pero no parece ser suficiente, por lo que unos minutos después me veo obligada a abrir un segundo paquete. 

Y el viaje continúa.





La oscuridad se cierne sobre nosotros. Liv duerme. Clarisa duerme. Mamá se ha entretenido con una novela turca que encontró en YouTube. Los límites de velocidad han caído. Google Maps indica a Jake cómo llegar al motel que reservamos por una noche en Morro Bay. Yo intento sacudirme el sueño resolviendo sopas de letras en mi teléfono, pero mi vista ha comenzado a protestar, por lo que abandono la actividad rápidamente.

—Estamos a punto de llegar —señala Jake, lo cual es un alivio porque lo he pillado bostezando dos veces. Y ni siquiera es medianoche—. Deberíamos despertar a nuestros Oompa-Loompas. 

Le doy un manotazo juguetón.

—¿Por qué eres tan grosero?   

—Bueno, perdón, ¿prefieres que les llame Minions? Liv sería uno de los púrpuras malvados. 

—Qué infantil eres. 

A Jake se le escapa una carcajada: —¿No te mordiste la lengua?

Meneo la cabeza y procedo a llamar la atención de mamá, que se saca los audífonos con una expresión interrogante, y pregunta si ya hemos llegado. Es ella quien se encarga de despertar a las chicas. Grave error. En tan solo unos segundos, se produce un alboroto en la parte de atrás: Liv se estira y golpea a Clarisa en la cara, justo en el apéndice más prominente de su rostro. 

Uy, eso debió doler. 

Un mareo me invade cuando la sangre empieza a gotear de la nariz de Clary. Todos los que me conocen saben que no soy yo misma a la vista de sangre, simplemente no puedo con ello. Una vez, cuando estaba en el instituto, me desmayé en clase de Biología, sólo de ver cómo uno de mis compañeros se cortaba accidentalmente el dedo con un bisturí durante un experimento. La habitación comenzó a dar vueltas. Empecé a sudar frío. Sentí que se me iba todo el color de la cara. Mi condiscípulo, un jovencito amistoso de quince años, se preocupó más por mí que por su dedo lesionado.

Qué embarazoso acontecimiento. 

Mamá obliga a Clarisa a mantener la cabeza erguida para evitar que la sangre vaya hacia su garganta, mientras mi amiga comprime sus fosas nasales con un puñado de pañuelos ensangrentados.

—Tía, creo que su hija se va a desmayar —informa Jake, abanicando mi rostro con una bolsa vacía de papas fritas—. Respira, Avril. No seas ridícula.

—Si yo no me desmayo, tú tampoco tienes derecho a hacerlo, carajo —me amenaza Clarisa con voz constipada.

—Del uno al diez, ¿cuánto te duele, Clary? —cuestiona mi madre, evaluando la situación.

—Como un siete, señora T. 

—Vas a necesitar un analgésico y quizás una compresa fría —sentencia Liv, de pronto muy seria—. Perdóname, amiga. Fue un accidente.

Este es el momento en que todos agradecemos a mi sagaz madre por siempre llevar un frasco de Tylenol en el bolso. 

—Está claro que fue un accidente, Olivia, pero con un perdón no se solucionan las cosas —murmura Clary, perturbadoramente tranquila, luego de tragar una tableta blanca de paracetamol—. Si la nariz me queda chueca, me vas a pagar la rinoplastia. Nada más te aviso. 

Por fortuna, nos detenemos en el aparcamiento del motel un minuto después. Pese a no estar segura de que mis piernas puedan sostenerme, soy la primera en salir del vehículo. El lugar es silencioso, tanto que puedo escuchar el sonido de las olas rompiendo contra las rocas, hay pocos coches aparcados alrededor del establecimiento, y el letrero neón de la entrada parpadea frente a mis ojos, dándome la bienvenida al Pacific Paradise. 

Clásico motel norteamericano. 

Sin embargo, el trabajo de pintura es interesante. Los colores varían de una habitación a otra, sin orden aparente entre las dos plantas, incluso en las escaleras y las líneas del estacionamiento, como si un unicornio hubiera vomitado un arcoíris sobre un lienzo en blanco. 

Oigo la risa escandalosa de Jake detrás de mí: —Me siento bien acogido aquí. Amo los colores —señala— es el lugar perfecto para un grupo de homosexuales como nosotros. 

Al menos alguien se divierte esta noche.

—El único homosexual eres tú.

Una de las cejas de Jake se levanta, parece perplejo ante mi afirmación. De inmediato sé que está tramando su defensa y reuniendo pruebas contra mi. 

—Literalmente, Clary tiene novia —dice, un momento después—, y tú estás enamorada de Daenerys Targaryen. 

—Estoy enamorada de todos los Targaryen. Eso no prueba nada —me defiendo, enseguida me quito la goma para el cabello que llevo en la muñeca y procedo a hacerme una coleta desenfadada—. Y Clary es bisexual, ¿si? Lo que significa que tiene más opciones que tú y yo juntos.

La expresión que surca el rostro moreno de Jake me hace saber que he ganado la contienda. 

Olivia sale de la furgoneta, todavía con aspecto serio, mamá y Clarisa la siguen, esta última con dos tapones de papel asomándose por ambos orificios nasales, lo que le da un aspecto un tanto cómico, como un niño que se ha hecho daño en el parque y vuelve a casa tras escuchar las reprimendas de su madre. No hay sangre a la vista, supongo que la situación está bajo control. 

Le pido a mamá que baje mi neceser de viaje y mi mochila de la camioneta mientras Jake y yo recogemos las llaves de nuestras habitaciones con el gerente. Por suerte y, aparentemente, poca demanda, se encuentran una al lado de la otra. Así, en el peor de los casos, si asaltan alguna de las habitaciones e intentan asesinarnos mientras dormimos, los demás están cerca para oír la conmoción. 

No hagas caso a mi paranoia inoportuna. Es sólo mi mente ansiosa tratando de asustarme porque sabe que le temo a los moteles más que a los cementerios. «Hay que temerle a los vivos, no a los muertos», diría mi querida abuela, en paz descanse.

Mi mente parece tranquilizarse cuando Clary, Liv y yo entramos en la habitación que hemos elegido. La puerta es azul, y el color se extiende al interior, a dos de las cuatro paredes que nos rodean. Sobre el suelo, cubierto por una moqueta rosa, descansan dos camas grandes, de colchas y fundas blancas, y alegres edredones que combinan a la perfección con los cabeceros, las mesillas de noche y las cortinas.

Honestamente, por el precio, no puedo quejarme. El lugar está limpio, bien cuidado, queda cerca de la playa, el personal es agradable... Estoy satisfecha, aún así, prevalece el miedo a ser perseguida por un maníaco homicida, tal como le sucedió a Kate Beckinsale en Hotel sin salida. Temo que no luciría tan guapa como ella al borde de la muerte. 





—He roto con mi novia. 

Liv y yo apartamos la vista del televisor y miramos a Clary al mismo tiempo. Probablemente ya deberíamos estar durmiendo, pero ver a la detective Olivia Benson haciendo justicia en La Ley y el Orden es mucho, mucho más importante que descansar después de un día en la carretera.

—Gracias a Dios —decimos Liv y yo al mismo tiempo, pero Clary nos lanza una mirada crítica y cambiamos inmediatamente nuestra respuesta.

—Quiero decir, ¿qué? —digo con falsa preocupación. 

—¿Qué ha pasado? —cuestiona Liv del mismo modo. 

Clary suspira: —Resumiendo, Hazel me llamó anoche, dijo que no le gustan las relaciones a distancia, cosa que yo entiendo perfectamente, pero le di muchas opciones y no quiso tomar ninguna. Me gritó y me dijo que soy una zorra sin corazón... Supongo que ahora estoy soltera. 

—Nunca me agradó —afirma Liv, meneando la cabeza. 

Sinceramente, a mí tampoco.

Hazel es la persona más posesiva que conozco, y, créeme, conozco a mucha gente. Clary no podía pasar una hora sin responderle los mensajes porque se volvía loca, la acusaba de engañarla, siempre celosa, peleando con fantasmas. Un tema extenso en el que no vale la pena profundizar.

—Es la segunda vez que rompo con alguien por teléfono. —Clary concibe una risa amarga—. Increíble.

—Eso es porque no has escuchado a Avril y su teoría del amor —se burla Liv. 

Maldita sea, no debería haberle contado nada. Sabía que lo usaría en mi contra. Clary suelta una carcajada, un sonido extraño que suena como un globo desinflándose.

—¿Tienes una teoría... del amor? —pregunta, desconcertada, luchando por contener otra carcajada—. Dime, ¿de qué me he perdido?

Bien, allá vamos. Comparte tus conocimientos con la clase, Avril. 

—En primer lugar, no te rías; en segundo lugar, no es mi teoría, ¿bien? Simplemente tomé nota de teorías distintas y... 

—Y su próxima pareja tiene que cumplir con una lista de requerimientos —me interrumpe Liv, encargándose de bajar el volumen a la TV. 

Oh, no. Ayuda. 

—Dices «próxima» como si hubiera una anterior —murmura Clary. 

Tiene razón, no la hay. 

Si me dieran una moneda por cada chico del que me he enamorado, tendría dos en total. Sé que cuesta creer que en tantos años de existencia sólo me haya enamorado dos veces. Pero así son las cosas. 

Myles Carter fue el primero. 

Ambos cursabamos el onceavo grado, formábamos parte de la misma pandilla en la escuela. Teníamos muchas cosas en común, como nuestra afición por los libros y las películas de terror. Incluso escribimos una novela sangrienta juntos. 

Me pasé todo el año escolar ignorando las malas actitudes y chistes dañinos de Myles antes de darme cuenta de que era exactamente igual que los tíos de los que me pasaba la vida huyendo. Y estaba dejando que me hiciera más daño del que ellos podrían hacerme jamás porque le quería y creía que era mi amigo. Pero un amigo de verdad nunca utiliza tus inseguridades en tu contra, un amigo de verdad nunca te haría daño, al menos no voluntariamente. Myles dejó claro como el agua que yo no era lo suficientemente guapa o inteligente, de hecho... ni siquiera me acercaba a sus estándares. Eso me rompió. De repente era consciente de cada imperfección, cada defecto, cada carencia. 

Entonces Xavier Campbell entró en mi vida, y convirtió en polvo mis pedazos rotos. Conocí a este chico en una cafetería hace aproximadamente dos años. Aquel día estaba lloviendo, había olvidado llevar un paraguas conmigo, así que me quedé atrapada allí durante una hora más o menos. Y lo vi entrar al lugar, con el cabello rubio empapado, la chaqueta negra goteando y las botas enlodadas. Llevaba un estuche, de esos que se usan para llevar guitarras y una maleta de viaje roja. Se sentó a mi lado, sacudiendo sus rizos mojados con una mano; tenía las uñas pintadas de negro. Probablemente sintió que lo observaba, y me miró. Sus ojos eran azules, pero estaban hinchados. Su rostro era amable, pero estaba triste. Estaba vivo, pero su espíritu acababa de romperse. Era un hombre moribundo caminando sin rumbo.

Vi mi reflejo en sus ojos. Sentí su tristeza, y cometí un error: hablé con él, le pregunté si estaba bien. Xavier también cometió un error, se abrió a una completa desconocida, en una ciudad que no era la suya, rodeado de personas que le habían dado la espalda. 

Xavier se enamoró de la chica del café. Pero no estaba listo para lidiar con Avril Duarte. Quería que la gente lo escuchara, pero no sabía cómo escuchar a la gente. Xavier tenía miedo, así que pisoteó los trozos afilados de mi corazón, incluso si eso lo llevó a sangrar en el proceso. 

—No tengo una lista de requerimientos, más bien de banderas verdes y rojas en una relación —me explico—. Cosa que, por el momento, no estoy buscando, gracias. 

Clary no cree ni una palabra, y alega: —Siempre dices eso, pero te mueres por vivir un romance de película, Avril. Acéptalo. 

—Déjame en paz, Clary. 

—Está bien, pero dime de qué van todas esas teorías de las que hablas, así puedo juzgarte mejor y predecir si vas a morir virgen o no. 

Empiezo hablándole sobre la teoría triangular del amor de Robert Sternberg, la cual distingue el amor en relaciones interpersonales según tres componentes: intimidad, lo que entendemos como el afecto hacia otra persona, que surge de los sentimientos de cercanía y los vínculos afectivos formados. Usualmente, nos empuja a querer compartir, dar y, por supuesto, recibir lo mismo a cambio; pasión, la expresión del deseo sexual o romántico; compromiso, la decisión de amar a otra persona y comprometerte a mantener ese amor. Porque, yendo contra lo que muchos alegan, el amor es una elección que se hace cada día. 

Después, dando rienda suelta a mi lengua, hablo sobre las distintas formas del amor y sus combinaciones. 

—Tenemos el cariño, frecuentemente encontrado en relaciones de amistad, pues si bien existe un vínculo íntimo entre dos personas, no hay pasión física —digo, tratando de recordar mis notas—. Si la hay, probablemente sea más que una amistad —añado, mi vista clavada en el techo—. Está el amor vacío, en donde solo existe el compromiso. Los matrimonios arreglados son un ejemplo perfecto de esta forma de amor.

»La gente conoce el encaprichamiento como amor instantáneo o amor a primera vista, no existe intimidad ni compromiso. Otro es el amor romántico, creo que es el que más experimentamos, especialmente en la actualidad. Existe el cariño y la pasión, pero no el compromiso. También tenemos el amor fauto, el cual se da en relaciones donde hay compromiso por pasión. ¿Ya mencione el amor sociable? Bueno, el amor sociable se encuentra en relaciones en las que ya no hay pasión, pero sí un gran cariño y compromiso, lo encontramos frecuentemente en matrimonios. Por último, tenemos el amor consumado. Básicamente, es la relación ideal, esa que todos buscamos pero pocas veces alcanzamos. 

—¿Cómo carajos memorizaste todo eso? —Clary parece realmente sorprendida. 

Tiendo a memorizar las cosas más raras, pero si alguien me pregunta por fórmulas y ecuaciones, salgo corriendo hacia otro lado.

—Verdad, hice la misma pregunta —apunta Liv. 

—Ah, y sólo estoy empezando. No te he hablado sobre La Rueda del Color del Amor...

Clary me interrumpe con una pregunta inquietante: —¿Estás lista, Avril?

Aparto la mirada del techo, mis ojos buscan los suyos entre la penumbra de la habitación.

—¿Para qué? —cuestiono, desconcertada.

—Para elegir el amor —habla en voz baja—. Dijiste que es una elección, ¿estás lista para amar y comprometerte? 

La respuesta ha sido la misma durante dos años. 

—No, no lo estoy.

Mi amiga me mira con simpatía, y afirma: —Lo estarás, algún día. —Sonríe, yo le devuelvo una sonrisa escueta—. Sólo tienes que encontrar a tu persona. 

Encontrar a mi persona, eso parece una misión imposible.



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