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Prologo.

¡Hola mis bonitos lectores! Si estás acá es por dos posibilidades: la primera es que leíste este trabajo sin editar y en ese caso te debo una disculpa gigante por todas las faltas de ortografía que me pegué hasta como la mitad de la trama, la segunda es que esta es tu primera lectura y también te debo una disculpa porque esta es mi trama más estresante pero a morir. Aún así, amo la historia, hay un momento puntual por el que la saqué y valió completamente la pena para mí. 

Primero una breve advertencia, dentro de este fic se desarrolla todo un trastorno de adaptación el cual se asemeja bastante a la sintomatología depresiva, así que leer bajo la propia responsabilidad. Fuera de esto, el fic esta terminado, tiene 22 capítulos y un epilogo.

No puedo creer que este con esta historia de nuevo cuando me jure jamás someterme a tantas emociones otra vez, ay los caminos de la vida, lo que sea, esta historia me hizo reflexionar mucho así que espero que al menos los haga pasar el rato. Muchas gracias por leer.

¡Espero que les guste!

Si amargarse la vida fuese un arte yo sería un experto en ello.

De rendimiento envidiable y vida estable, con un amante cariñoso, amigos incondicionales y una familia que me apoyaba desde Japón. No había nada que pudiese cambiar para que aquella fachada se escuchase mejor, sin embargo, había un click atorado entre los engranajes de mi mente, que no me dejaba avanzar. Era fastidioso, monótono y descolorido. ¿Cuándo lo perdí? ¿Cuándo me permití perderlo?

En medio de la cancha había un chico, su silueta era esbelta y sus movimientos una oda para la agilidad, él alcanzó el cielo con un salto agraciado para aterrizar en una colchoneta de goma espuma, la imagen se proyectó de manera tortuosa en la remembranza, una y otra vez. Impulso, despegue, vuelo y caída, pero debería ser yo, antes lo era. Crecer era una promesa hacia un país de mentiras. ¿Cuándo dejé de ser Alicia? Suspiré, arrepentido de haber venido a estudiar frente al campus de deportes, con una mochila repleta de libros y una agenda rebosante de cosas por hacer. Masoquismo.

—Si sigues suspirando así, se te va a salir el alma del cuerpo. —Aquel sarcasmo escondió la preocupación—. Ya es la cuarta vez esta semana. —Yut-Lung Lee presionó los párpados con indignación, sus pestañas eran largas y sus facciones bonitas. Toda una belleza fatídica.

—¿Acaso las cuentas? —Reí ante tan desbordante molestia—. Al parecer yo no soy el obsesionado. —Me removí incómodo sobre la grada, era de cemento, blanca, estaba fría y sucia. Pero hubo un tiempo en que yo amé esto.

—Si tanto odias ver a los deportistas no estudies al frente de ellos. —Su cabello ondeó bajo la brisa, su mirada fue una tarde en apogeo—. Eiji, no te hagas esto. —Él me acarició la espalda en un trémulo consuelo—. No es divertido salir contigo si estas así. —Para compensarlo con fastidio. Mi frente se tensó.

—No es que lo odie. —Acomodé mi mentón en mi palma, contemplando como aquella fila de salto largo avanzaba en su práctica—. Es que lo extraño.

—Sino tienes planeado retomarlo no deberías mirarlos más. —Un bufido se ahogó bajo el silbato—. Además, tú eras mucho mejor que ellos. —Sonreí, sin dejar de mirar aquella imponente silueta.

—Supongo que lo era. —Sus brazos se refugiaron en un suéter de cachemira, la noche en su cabello fue un contraste violento para la porcelana, las chispas en sus ojos se confundieron con amatistas.

Nos conocimos durante mi primer año en la universidad, cuando aún competía para el club de atletismo. Una noche que me tocó cerrar la cancha lo encontré borracho dentro de la bodega al haber sido abandonado por su novio, un viejo empresario. Desde ese retazo de vulnerabilidad no nos volvimos a separar. Era un buen amigo. Petulante, altanero, arisco y con una familia caótica, aun así, él era quien me soportaba. No podía pedir más, sin embargo, había un vacío, un molesto tic mental que no me dejaba respirar. Con las garras sobre el cuello y un denso agujero dentro de mi pecho, goteaba polvo y era insaciable.

—Es raro que me alabes tanto, Yue. —Él chasqueó la lengua, incapaz de contradecirme—. ¿Pasó algo bueno? —Pero su mohín fue un poema de desesperación.

—Nada bueno pasa en esa casa. —Su atención pendió hacia las canchas, él se encogió en las gradas mientras su cabello se deslizaba hacia su cara—. Mi papá sigue con la idea de usarme en matrimonio para entablar una alianza entre las empresas. —Inútil e impotente.

—Yue... —No supe qué decir.

—Supongo que está bien, he salido con varias personas y tampoco soy fanático del amor. —Cuando nuestras miradas se encontraron las espinas se marchitaron, tomé con fuerza su mano—. Pero no lo quería de esta manera. —Era pequeña y estaba fría.

—No entiendo mucho de eso. —Fui incapaz de refugiarme de la fragilidad—. Pero tienes mi apoyo para lo que sea, quiero que lo sepas. —Él sonrió, repleto de nostalgia.

—Siempre te lo tomas todo tan en serio. —Él se acomodó sobre mi hombro de manera mimosa, sin despegar su atención de las siluetas en la cancha—. Creo que esa es una de las cosas que más me gusta de ti. —Le acaricié la cabeza.

—Ayer me dijiste que me odiabas. —Saboreando la atmósfera bajo el dilema del conejo blanco.

—No me quisiste acompañar a la fiesta, claro que lo dije. —El paisaje era hermoso y su compañía agradable—. Emborracharse solo es patético.

—Sabes que estaba estudiando. —El corazón se me destiñó mientras la vida se me esfumaba en el salto de alguien más.

—¿Lo extrañas? —En un descuido se tropezó y dejó que la barra cayese, el estudiante rebotó sobre la colchoneta, la cólera en su mueca escurrió por mis grietas. Reí, la conocía bien, las cicatrices en mis pies eran testigos delatores al igual que estas lastimadas manos.

—Bastante. —No lo miré—. Pero en la vida hay prioridades. —No pude hacerlo—. Y una carrera en literatura me asegura un futuro estable. —El peso del mundo se posó sobre mis hombros—. No me podía arriesgar con el préstamo estudiantil. —Mis piernas se rompieron debajo de la realidad. Triste y apagado, era gris. El click fue fastidioso.

—¿Ahora te reunirás con tu asesor de tesis? —Me levanté junto a un suspiro, sacudiéndome el polvo que había quedado impregnado gracias a las gradas.

—Sí. —Aunque él abrió la boca no escapó nada, el viento estaba helado y el sudor se había entremezclado con las bebidas—. Ibe-san puede tenerme mucho cariño, pero no parece feliz con mis avances. —Lo extrañé.

—De seguro lo estás haciendo bien. —Pero yo lo elegí.

—Gracias. —Con una floja sonrisa me despedí para dirigirme hacia la oficina de mi asesor.

El complejo de los profesores quedaba cerca de la facultad de letras, arrastré mis zapatos por los adoquines de la universidad, el aire olía a óxido, habían pocas personas bajo los primeros atisbos de oscuridad. Miré al equipo de pértiga una última vez, se estaban dando un abrazo para festejar, que inocente era el goce de los ingenuos. Apreté con fuerza mi mochila, la mandíbula me crujió, debía ser yo, sin embargo, la vocación no pagaba las cuentas y la pasión era un hambre mortífera. No me podía arriesgar. Presioné los párpados, convenciéndome de que estaba haciendo lo correcto mientras en cada paso dejaba un pedazo de mí bajo un fastidioso tic tac.

Me quedaba sin tiempo.

El edificio era una imponente construcción de metal, el silencio fue una disonancia lúgubre para el gruñido de las escaleras, el chipotear de las luces artificiales me mareó, caminé hacia la oficina de Ibe, leyendo las diferentes placas grises con ilustres titulares, las puertas eran de roble y los pomos dorados, no había secretaria que me recibiese ni revistas para entretenerse. Golpeé, esperando que él me diese alguna señal, deseando que él se hubiese ido para que mi mediocridad me dejase de atormentar. Pero no era un secreto.

—Adelante. —Un escalofrío azotó mi espina dorsal ante tan abrumadora decepción. Él no estaba feliz.

—Gracias por reunirse conmigo tan tarde.

Su oficina consistía en un modesto cubículo adornado por un escritorio frente a una gran silla acolchada, un sofá, un librero repleto de sus últimos trabajos de literatura y sus imponentes diplomas enmarcados en la pared. Él estaba parado con mi tesis entre las manos, lo pude escuchar palpitar, el alma se me desvaneció junto a ese delirante tic tac. Curioso, mi libro favorito era «Alicia en el país de las maravillas».

Pero el tiempo se me acababa.

¿Dónde estaba mi conejo blanco?

—Ei-chan, toma asiento. —Tan solo obedecí, la transparencia en sus pupilas fue el preludio para la tragedia. Mejor suerte en otra vida. La angustia torció sus cejas, sus labios se separaron sin dejar escapar una sola palabra. Suspiré, atesorando aquella amargura, el clic en mi mente se hizo presente.

—¿Tan mal trabajo hice? —Él me sonrió, nervioso, ni siquiera hacía falta terminar.

—No es malo. —Las palabras bonitas no hacían más que vender mentiras—. Pero sí carente de chispa. —Yo me las tragaba como pastillas. Las consumía hasta olvidar.

—No seas suave conmigo. —No vacilé, él se apoyó al borde del escritorio. El aire pesó ante tan angustiada mirada.

—Está terrible. —Un golpe en el estómago—. Ei-chan no sé qué te pasó, usualmente eres brillante con lo que haces, pero... —Perdí la dignidad junto a la cordura, los callos en mis manos se burlaron y me lo advirtieron. Un ave que había dejado de volar.

—¿En qué fallé? —El estrés me palpitó en la cabeza, saboreé el insomnio perdido y las cuentas en rojo por culpa de la mensualidad—. Puedo corregirlo. —No podía pagar un año más de universidad—. ¿Me faltó biografía? ¿Más referencias? ¿Cité mal? —No era lo suficiente para optar a una beca, la dulce vida de la clase media, la exquisita precariedad estudiantil.

—No es eso. —Ibe arrojó el montón de hojas sobre su escritorio—. Tienes todo el material básico bien construido, pero...

—¿Pero? —Él suspiró, suavizando su expresión para un joven que había comprado el boleto equivocado en la lotería del destino.

—No tiene nada de pasión. —Sus hombros cayeron en su chaleco de lana, sus zapatos se deslizaron hasta chocar con la alfombra—. Esto es monótono, no se parece en nada al chico que conocí en primer año. —La aflicción me cerró la garganta—. No puedo aprobar algo así. —En esa voz repleta de lástima.

—Yo...

—Es mediocre. —Lo saboreé, fue lento y corrosivo, aquello era decepción.

—Lo siento. —Bajé el mentón, sintiendo como la vergüenza se pintaban sobre mis mejillas—. Lo haré mejor. —No lo haría.

—No quiero que lo hagas mejor. —Sus suelas retumbaron desde la alfombra hacia las baldosas de marfil, el reflejo de la luz me golpeó—. Quiero que lo hagas otra vez. —Herido y humillado—. No te puedo reconocer en este trabajo. —Él me acarició la cabeza, fue casi paternal.

—Lo entiendo. —Me profesé vacío, nada más que ese fastidioso tic tac.

—Si te lo pido es porque creo que puedes hacerlo mejor. —Sabía que me dolería, no obstante, me tragué esas lindas mentiras—. Te daré algunos meses para que la vuelvas a presentar, antes amabas los deportes, podrías hacer algo dentro de esa línea.

—Yo... —Me levanté del sofá—. Lo pensaré. —No lo haría.

—Mi oficina siempre está abierta para ti. —Corrí lejos de la verdad.

Y lo supe.

No era un prodigio, no destacaba, ni era alguien en particular, carecía de nombre y de voluntad, aun así saltaba porque lo amaba, la adrenalina destrozando mis venas y la sensación de flotar, el poder escapar de aquella fatídica niebla que había empezado a devorar cada aspecto de mi maldita vida. Lo extrañaba, no era importante, lo deseaba pero estaba mal. No me pagaría la matrícula el saltar la pértiga. Lo odiaba. Aquella realidad era un grillete de alma.

Me profesé impotente y estúpido con aquella tesis entre las manos, tan solo la rompí, la solté en un punto muerto para correr hacia el único lugar donde sabía qué podría pensar con claridad. Mis pasos fueron el himno de la noche contra los adoquines de la universidad. La cabeza me palpitó, el viento retumbó en mis cabello, el cansancio me corroyó la razón, lo extrañé. Antes de poder escapar de las garras del destino unos gritos me detuvieron, frené cuando nunca debí haberlo hecho. Pero en el tiempo no existía ni el olvido ni el perdón.

—¿Nos estás tratando de engañar con esta mierda barata? —Dos mastodontes estaban dándole una paliza a un chico más pequeño, uno de ellos lo agarró por el cuello para estamparlo contra la pared. El tiempo se paralizó, un puñetazo le dislocó la mandíbula, había sangre en el suelo. Su cabello rubio estaba empapado de mugre.

—Ustedes no sabrían reconocer lo bueno aunque lo tuviesen en la cara. —Su mejilla estaba hinchada, sus labios rotos, sus párpados escarlatas. Aun destrozado, él esbozó una sonrisa altanera. Las manecillas de mi reloj se detuvieron.

—¡Pequeña puta! ¡Esta es la última vez que nos estafas! —Impulsado por un tirón de alma y esos brillantes ojos verdes, por una desconocida pero frenética sensación.

—Mi negocio no pierde. —Me paré al frente de ellos en aquel callejón.

—Estoy llamando a la policía. —Era una amenaza vacía y barata—. Así que mejor déjenlo en paz. —Pareció funcionar. Ellos chasquearon la lengua, arrojando al rubio hacia una pared para esfumarse del callizo.

—Eres todo un entrometido. —Él se mofó, su nariz estaba escurriendo sangre, aquella galantería se había arruinado.

—Tal vez. —Me acerqué para ayudarlo. El sudor fue una mezcolanza desagradable con la tierra, el rojo en el pavimento no era de él, su cabello estaba pegajoso, su cuerpo era una obra magullada, pero sobreviviría. Él me examinó con curiosidad, su mirada fue filosa bajo el fulgor de la luna.

—¿Quién eres? —Él me quiso alejar, no se lo permití.

—Un entrometido. —Lo forcé para que uno de sus brazos se apoyase sobre mi hombro mientras lo sostenía por la cintura—. ¿Crees que puedas caminar? —Todavía atónito, él asintió. El olor a óxido se hizo omnipotente en el aullido de las estrellas.

Caminamos en silencio por la facultad para tratar de llegar hacia la salida principal, sus rodillas perecieron en un inseguro bamboleo, los quejidos los reprimía cuando me apretaba los hombros, le era difícil respirar con las costillas aplastadas, la lozanía de su piel era una galaxia de moretones, de su boca aún escurría una cascada escarlata, no obstante, el terco insistía en que estaba bien. Él no bajó la guardia durante esa marcha, suspiré, arrepentido por haberlo ayudado, esto era un desastre. No tenía tiempo para regalar sino me quedaba. ¿Para qué involucrarme con alguien más? Ni siquiera era capaz de lidiar con mi propio país de las maravillas.

El tiempo se acababa, Alicia.

—¿Me conoces?

—No. —No dejé de caminar, él estaba pesado, era mucho más alto que yo.

—¿Has escuchado hablar de mí? —Volví a negar, él chasqueó la lengua, fastidiado, le bastó un empujón para desequilibrarme—. ¿Qué estás buscando a cambio? No lo entiendo. ¿Qué quieres? —Me golpeó la mano.

—¿En estos momentos? —Se la ofrecí para ser rechazado—. Dormir más de dos horas consecutivas. —Ni siquiera me pudo contestar cuando los gritos de una multitud se hicieron presentes. El diablo se había enojado.

—Joder, volvió con más. —No le di tiempo de reclamar al regresar a nuestra posición para poderlo ayudar a correr. Mi corazón palpitó con violencia ante los alaridos, la boca se me secó, estaban cerca. Aunque me profesé cansado, este desconocido lucía exhausto. Lo llevé hacia los contenedores cerca de las bodegas de deportes, dejando que se apoyase sobre una mugrienta pared.

—Hay una salida por este lado del campus, yo los llevaré hacia la otra dirección, no dejes que te vean. —La confusión chispeó en sus pupilas, contuve un grito de frustración al escuchar cómo se acercaban. ¡No tenía tiempo para esta estupidez! La sangre me hirvió—. No seas terco, solo vete. —Él se aferró a mi muñeca.

—¿Por qué? —Su nariz volvió a sangrar—. ¿Qué ganas a cambio? —Necesitaba ver a un doctor, esos moretones no desaparecerían con un patético descanso.

—Ya te lo dije. —Corrí lejos de él—. ¡Porque soy un entrometido!

La multitud me apuntó antes de perseguirme. El pecho se me comprimió, eran seis hombres, robustos y enojados, mucho más rápidos que yo. No era talentoso ni ágil, me había condenado, estaba cansado, podía sentir el sudor deslizarse desde mi cuello hacia mi pecho, mis zapatos estaban viejos, la suela derecha se había aflojado. No me detuve, apreté mis puños, sintiendo la adrenalina en cada segundo de este reloj quebrado. No tenía nada que ver, no me debería haber involucrado. Fue impulsivo y estúpido, sin embargo, anhelaba acabar con esta desesperanza empedernida. Pero vi una oportunidad.

Una sola apertura.

—Ojalá funcione. —El hálito pereció entrecortado, tomé una de las pértigas que habían quedado desparramadas durante el entrenamiento sin detenerme mientras me acercaba a la reja, era de malla y tenía una advertencia de electricidad. Tragué duro, había permitido que mi tesis y mi vida se transformasen en una mierda.

¡Ya daba igual!

Primero: el impulso. Con el resonar de mis zapatos y mis pasos retumbando hasta en mi mandíbula, corrí, con la respiración agotada, con un nudo en la garganta y ardor en el cuerpo.

Segundo: el despegue. Clavé la pértiga en el suelo, en uno de los agujeros que había en la cancha para caer del lado contrario, con el rostro directo hacia la reja.

Tercero: el vuelo. Al mi mano soltar la lanza, al ver cómo aquellos hombres me miraban frustrados para arrojarme maldiciones, al tocar el filo de la malla, lo recuperé. El corazón me latió con una dolorosa familiaridad, los colores se deslizaron entre mis dedos al apártame de la reja, lejos de una tesis triste y un sinsentido terminal. Lo saboreé.

De un golpe aterricé sobre mi cadera del otro lado de la calle. Esos matones empezaron a tratar de derribar la reja sin miedo frente a la advertencia de electricidad. Retrocedí en el pavimento, congelándome ante el ronroneo de un motor.

—¡Entrometido! —El chico magullado apareció conduciendo una reluciente motocicleta en la calle de enfrente—. ¡Sube!

—Es peligroso que conduzcas en este estado. —En contra de mi instinto me acerqué a él. Tic tac.

—Solo la usaré para sacarnos de aquí. —Me aferré a su cintura con fuerza, una sonrisa socarrona me embriagó bajo el estruendo del motor, el aroma de la gasolina fundido con tan masculino perfume me intoxicó.

—Bien, confío en ti. —Los colores se deslizaron sobre él. Hermoso y salvaje.

—Por cierto, chico lindo. —Bajo esa coquetería arrebatadora—. Soy Ash Lynx. —Mi vida no tuvo marcha atrás—. El lince de Nueva York.

Lo único que recuerdo de aquella fatídica noche son unos ojos verdes, felinos y filosos, fundidos con el aroma de la gasolina y el chirriar de una vieja motocicleta.

Pensé mucho en sobre volverla a sacar o no, pero veía las faltas de ortografía y lloraba, más que le estaban llegando muchos votos y era como: noooo, merecen leer algo decente. Al menos sé que en un año aprendí un montón de ortografía, oh my, a donde van a parar estos dos me da risa.  Muchas gracias a quien se tomo el tiempo para leer.

¡Nos vemos en dos días!

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