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tormenta

No te acobardes con el vendaval
Cuando tú vuelo se eleva hacia el cielo,
Y aunque las alas lleves dañadas
Tú nobleza te hará llegar a mi.

@Juanjo_62

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El frío viento de noviembre helaba mi rostro, obligándome a hundirme aun más en la cazadora de cuero. El cálido tejido de la capucha sobre mi cabeza, apenas amortiguaba el ruido ensordecedor de los truenos en la lejanía. Miré al cielo, y un manto de nubes plomizas cubría el firmamento ocultando las miles de estrellas. El aire denso y cargado de una electricidad extraña, vibraba con la inminente amenaza de la tormenta. El cielo se iluminó de repente y un resplandor cegador, como ramas secas de un arbol partió la oscuridad en dos, como ramas secas de un árbol de luz azulada, que se extendían desde el cielo hasta la tierra. "1, 2, 3..." estuve contando hasta que al llegar a veinte, el trueno estalló sacudiendo la tierra, resonando en mis oídos como un latido ensordecedor. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. " 6 km casi 7" pensé "aún está lejos. Quizá llegue a casa antes de que estalle la tormenta sobre mi." Cogí aire profundamente y lo solté despacio, tratando de controlar mi respiración y los latidos de mi corazón.

Saqué un cigarro del bolsillo de mi chaqueta y un mechero, encendiéndolo con cuidado de que el aire no apagará la llama.

-Deberías dejar de fumar o el tabaco terminará por matarte. - Aquel mortal aviso tenia una voz masculina y rasposa.

Volteé la cabeza, mirando por encima de mi hombro. No había sido consciente hasta ese momento que hubiera nadie a mi alrededor, más que una señora con un chucho enano con un abrigo amarillo chillón con cintas refrectantes.

La calle estaba demasiado oscura aquella noche. Aparte de los rayos, solo la luz de la publicidad de la marquesina en la que me resguardaba, ya que las luces de las farolas permanecían apagadas.

No vi a nadie, lo que por un segundo me hizo pensar que solo habia sido mi subconsciente avisándome del peligro. Miré el cigarro, a medio consumir, que sostenía entre los dedos y lo acerqué de nuevo a los labios dándole otra larga calada.

- Quizá tenga suerte, y me mate pronto. - pronuncié en un susurro ahogado tras soltar el humo de mis labios. No estaba segura de que hubiera alguien escuchándome, a parte de la señora del perro, que volvió la cabeza hacia mi, y con una mirada inquisidora, tiró del chucho y se alejó.

- ¡Parece que alguien no tuvo hoy un buen día!- esclamó aquella voz de manera divertida.

Me volví, está vez retorciendo medio cuerpo, para descubrir una silueta desgarbada, como una sombra, sentado en el bordillo de un comercio. No podria decir si era joven o viejo y sinceramente me daba igual. Lo único que deseaba era que se callara de una vez y dejara de molestar.

Por un momento, me sentí tentada a contestarle. Sin embargo, solo bufe. Las luces del autobús torcieron la esquina y acerqué el veneno a mis labios por última vez, antes de tirarlo al suelo y pisarlo con la gruesa suela de las botas.

- ¿Donde esta tu sonrisa Adeline? - escuché a mi espalda, mientras sacaba algunas monedas para pagar.

Esta vez, la voz no tenía un ápice de diversión, si no de tristeza. Me quedé paralizada, con las monedas en la mano temblorosa. sintiendo los latidos del corazón romper los huesos de mi caja torácica.

- ¿Va a pasar o no, señorita?- se quejó el conductor al verme titubear.

Sacudí la cabeza, saliendo de mi trance.- Eh... si. Disculpe - respondí soltando las monedas rápidamente.

Solté las monedas, cogí mi billete, y me adentré en el pasillo en busca de un asiento.

"¿Adeline, me había llamado Adeline? No, era imposible. Tenía que haber sido producto de mi imaginación. Quizá la larga jornada de trabajo, y las noches de insomnio habían hecho mella en mi cerebro. Si, solo podía ser eso, era demasiado absurdo."

Tomé asiento junto a la puerta de salida. Me deshice de la capucha y aparte un rebelde mechón castaño de mi rostro. Miré a través del sucio cristal, Y entonces, una pequeña gota de agua se estrelló sobre el vidrio, seguida de otra, y otra más. dirigí la mirada callé abajo, tratando de encontrar al hombre que me había hablado. "Se habrá marchado mientras subía al autobús" pensé restando importancia a su presencia." ¿Quién en su sano juicio se quedaría sentado a la intemperie cuando la lluvia amenaza con barrerlo todo?"

El autobús emprendió su marcha, mientras la lluvia caia cada vez con más fuerza, fusionándose en una cortina de agua que distorsionaba la vista del mundo exterior. Observé la calle gris, y el suicidio de millones de gotas estrellándose contra el asfalto, mientras todo se convertía en un borrón de colores y luces desenfocadas.

Recorde con melancolía, cuando de niña, veía las tormentas como batallas épicas entre el cielo y la tierra,y un dragón, de escamas plateadas y rugidos atronadores trataba de imponer su poder. Yo era la valiente guerrera que le hacía retroceder, aunque su huida, solo era una retirada estratégica para volver en otra ocasión. Cuando la tormenta se alejaba, yo cantaba y bailaba, algunas veces bajo la lluvia, hasta que mi madre me obligaba a meterme dentro, y me secaba junto a la chimenea. Era extraña y reconfortante esa sensación. Creía que el dragón siempre perdería, que la luz siempre triunfaría sobre la oscuridad.

Ahora el sonido de la lluvia se había convertido en una sinfonía macabra que me había acompañado los últimos dos años y temía que no me abandonara por el resto de mi existencia. No recuerdo bien como ocurrió. Solo recuerdo la lluvia golpeando el prabrisas con fuerza, creando una cortina de agua que oscurecía todo. Las luces de los coches venían hacia mí como destellos cegadores. El volante resbalaba entre mis manos sudorosas. El sonido constante del limpiaparabrisas se unía al aullido del viento y al crepitar de la lluvia, y al rugir de los truenos, creando una sinfonía caótica que me envolvía por completo.

Y de repente, una luz cegándome. Intenté corregir la trayectoria, pero era como querer controlar una cometa en medio de un huracan. Debía haberme detenido cuando comenzó a llover, esa vocecilla odiosa de mi interior a la que nunca hago caso me lo había advertido, pero yo continúe la marcha y ahora era tarde.

Perdí completamente el control del coche que patinó sobre el húmedo asfalto, girando sobre sí mismo como un trompo desquiciado. El mundo exterior se convertía en un borrón de colores y sonidos distorsionados. Luego, un ruido sordo y el tiempo pareció ralentizarse. El parabrisas se hizo añicos, y los pequeños cristales flotaron a mí alrededor. Observé mis manos, sucias y temblorosas, fuera de un volante que había decidido conducirme al infierno.

Después, todo quedó quieto, volví a escuchar la lluvia golpeando contra el techo, formando un ritmo irregular. Por un instante, pensé que había sido solo un susto. No sentía dolor, solo una extraña sensación de irrealidad. Toque mi frente, secándome lo que supuse que era sudor, pero mis manos se cubrieron de carmin. El interior del coche era un caos. Vidrios rotos, metal retorcido. El olor a gasolina entrando por mis fosas nasales es lo último que recuerdo antes de que todo se volviera borroso hasta terminar negro.

Un sonido agudo y estridente perforó la oscuridad. Sirenas. Se acercaban con rapidez, cada vez más fuertes, llenando el espacio con su clamor. Abrí los ojos, lentamente, como si los párpados pesarán toneladas.

La puerta del coche se abrió de golpe y un hombre uniformado se acercó a mi. -Tranquila, no se mueva.- me advirtió con una voz suave. - ¡Está viva! gritó después a su espalda. Intenté hablar, pero mi voz se apagó en un ronco susurro, mientras el volvía a centrarse en sacarme de la jaula de retorcidos hierros. Le agarré del brazo, reclamando su atención. Volví la vista hacia mi acompañante, que yacía inerte, y con un extraño gesto de paz en su rostro. - ¡Sácala a ella! - exclamé en un ligero susurro. El policía resopló y negó con la cabeza, evitando mi mirada. - Es tarde.-respondió.

Yo era la única culpable, y la única superviviente. Tenía que haber sido yo quien terminara en esa camilla metida en una de esas bolsas metálicas. Había tomado una decisión equivocada, y esa decisión le había costado la vida a mi madre, la persona que más quería en el mundo. Y una parte de mí se habia ido con ella, arrastrada por las aguas de la culpa y el dolor.


Dos meses. Dos meses encerrada en la fría y blanca habitación del hospital, donde el pitido de las máquinas marcaba el ritmo de la vida y de la muerte. Recibía las visitas incómodas de un padre, que tras años de ausencia, era tan solo un desconocido, y un padrastro que, aunque intentaba ser cariñoso, no podía ocultar el dolor que lo consumía. Como si cada vez que me veía, sus ojos se nublaran de un dolor tan profundo que parecía querer traspasar mi piel. La soledad en esa habitación era tan abrumadora como el peso de la culpa que sentía. Me preguntaba si alguna vez volvería a sentir la calidez de un abrazo sincero.

Al salir del hospital, la cosa fue aún peor. Alfredo, mi padrastro, con el que había vivido durante los 7 años que había durado su matrimonio, no soportaba pasar cinco minutos conmigo en la misma habitación. Así que decidí dar un cambio radical a mi vida, y dejarle libre. Cambié de ciudad, dejando atrás no solo mi pasado, sino también la piel que había llevado puesta durante tanto tiempo. Me despojé de la chica insegura y frágil para dar paso a una mujer decidida a sanar, tanto a los demás como a sí misma. La enfermería se convirtió en mi refugio, un lugar donde podía canalizar mi dolor y ayudar a otros a encontrar un rayo de esperanza en medio de la oscuridad.

Tragué saliva y cerré los ojos. Una pequeña lágrima se deslizó por mi mejilla, hasta morir en mis labios. Ya no volvería a luchar contra la tormenta, ya no volvería a celebrar mi victoria, ahora solo deseaba esconderme bajo las mantas hasta que el dragón se cansara de buscarme y se alejará una vez más.

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