Capítulo IV
Ya había oscurecido cuando, al fin, se despidió del hermano Frisst y salió por la pequeña puerta oscura hacia la calle. De modo que, cuando vio a Arlo parado junto a la entrada, casi creyó que se trataba de un truco de luces que la luna le había jugado.
Él se posicionó frente a ella, con el entrecejo fruncido.
—¿De verdad creíste —le dijo— que no lograría encontrarte?
Sus ojos eran grises. Sye lo sabía porque se había fijado en ello, pero en la penumbra de la noche y con aquella expresión de intensa molestia, le pareció que lucían tan negros como los mechones de largos cabellos ondulados que le caían sobre la frente.
—¿Cómo fue que...? —murmuró. Pero se interrumpió a sí misma—. No importa. Escucha: necesito que dejes de seguirme. Tienes que volver a casa. Hay gente a la que le importas allí. Tienes amigos y a esa chica, Elyara, que está sufriendo porque te has marchado...
—¿Cómo sabes su nombre? —La voz de él fue tajante y dura.
—Eso no importa. —Negó con la cabeza. No pensaba revelarle que se lo había oído murmurar en sueños—. Lo importante es que ella te quiere. Y tú la quieres. Ve a casa, no te separes nunca de su lado y hazla muy feliz, ¿de acuerdo? Tengan muchos hermosos niños de cabello negro y...
—¡Elyara es mi hermana! —él exclamó, como si no pudiera soportar siquiera la idea.
—Oh.
Sye lo observó con las cejas levantadas.
—Somos mellizos —explicó, exasperado—. Y no pienso volver allá. El destino ha hecho que te encontrara para que pudiera aprender a usar la magia.
Sye casi se echó a reír a causa de aquella tontería del destino.
Consideró por un segundo utilizar un poquito del polvo de ajath que acababa de obtener y volverse invisible para después perder definitivamente —y de una vez por todas— al molesto muchacho. Pero no lo hizo. Aquel polvo era demasiado valioso como para desperdiciarlo en aquello.
—¿De dónde sacas tal estupidez? —dijo en cambio, un borde burlón afilando su tono de voz.
Arlo frunció el entrecejo más aún.
—Yo siempre lo he sabido —dijo—: que estaba destinado a aprender magia. Y, justo cuando había desechado la idea creyendo que no era posible, entonces apareciste tú: una bruja. En mi pequeño y olvidado pueblo. ¡Tú me lo demostraste!
Aquella tenía que ser una de las frases más largas que Arlo le hubiese dirigido. Sye reparó en ello y después sus pensamientos fluctuaron hacia la razón por la cual había decidido pasar por su estúpido pueblo en primer lugar. No había sido causa de un impulso inexplicable. Simplemente, había sido la mejor opción.
En aquel momento, había estado viajando con una caravana que se dirigía a Lagde y el dueño de los carromatos se había intentado propasar con ella, por lo que, después de herirlo de gravedad con su daga, había decidido abandonar la caravana y hospedarse por algunos días en el pueblo más cercano.
No parecía nada orquestado por el destino. Aunque tal vez...
Observó a su alrededor.
La calle, iluminada solo por el resplandor de la luna, estaba casi vacía. Durante el día, la ciudad era un hervidero de gente y ruido, de colores y de vida. Pero tan pronto como el sol se ocultaba en el horizonte y las sombras se apoderaban de sus venas, se convertía en silencio y en fantasma.
Sye se sentía agotada y hambrienta. Lo único que deseaba era algo de comida caliente y una cama donde descansar.
—Ha sido una coincidencia —le dijo a Arlo con voz cansada.
—¡No lo ha sido!
—Escucha —siseó, exasperada—: no importa si estás destinado a aprender hechicería o no. Yo no puedo enseñarte. Debo ir a un lugar peligroso a realizar una tarea peligrosa y no puedes venir conmigo. Quizás si te quedas en este lugar encuentres a alguien que esté dispuesto tomarte como aprendiz. De hecho, si vigilas esa puerta —señaló la entrada a la tienda del hermano Frisst—, es más que probable que te encuentres con esa persona, pero, lo siento: no puedo ser yo.
»Y ahora, si me disculpas, estoy cansada y hambrienta y no puedo perder el tiempo contigo. De verdad lo lamento, Arlo. Pero es todo.
Habiendo dicho aquello, se giró sobre sus talones y comenzó a andar en grandes zancadas hacia una posada cercana que conocía, donde preparaban un buen estofado y las habitaciones siempre estaban limpias.
—Por favor —escuchó a sus espaldas.
Aquel par de palabras sonó como un suspiro encerrado en una copa de cristal. Había poder en ellas. Uno que no tenía que ver con la magia, pero que la hizo detenerse de todas maneras.
Volteó a verlo.
Arlo apretaba los puños con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. Era evidente que aquello le estaba costando mucho trabajo, y Sye tomó nota mental de un nuevo dato que había aprendido sobre él: era orgulloso.
Sus ojos refulgían y en ellos estaban mezclados el dolor y la esperanza. Sye supo, con la infalible certeza de su intuición, que, si ella se volvía y continuaba con su camino, él no la seguiría. Que aquel era su último intento y que lo único que debía hacer era marcharse. Seguir su maldito camino. Sin dudas, lo mejor para ambos.
Pero no lo hizo.
—¿Por qué? —preguntó en cambio.
Él acortó la distancia entre ambos con un par de pasos largos y lentos.
—Por esto.
Dio un tirón algo brusco a su capa de lana gris, descubriendo su pálida piel. Sye sintió el impulso de retroceder, pero sus pies se quedaron plantados en el sitio, al igual que el resto de su cuerpo, paralizado.
Justo en la base de su cuello, en medio de sus clavículas, había un símbolo que parecía haber sido dibujado con tinta sobre su piel. Era una especie de nudo triangular con muchos detalles superpuestos.
Ella sabía que lo había visto en algún lado. No podía sacar los ojos de él, como si estuviese hipnotizada. Le pareció que estaba a punto de recordar algo importante, pero, entonces, él se colocó la túnica correctamente de nuevo, y la visión no se concretó.
—Está allí desde que tengo memoria —el joven explicó—. No sé de dónde ha salido o por qué la tengo, pero estoy seguro de que tiene algo que ver con la magia. Y necesito saber qué es, qué significa. Tengo que entender en qué me convierte. Necesito saber quién soy.
Sye fijó su mirada en él por largos segundos.
Aquello cambiaba las cosas. Aquello probaba que sus palabras quizás eran ciertas y que no se trataba sólo de un joven encaprichado que quería vivir aventuras. Ella también se preguntó qué significaba aquel símbolo, y por qué se le hacía familiar.
—De todas maneras —respondió—, no sé si sea capaz de ayudarte. Quizás alguien con más experiencia...
—Tienes que ser tú —él la interrumpió—. Nadie me aceptaría como aprendiz. Soy demasiado mayor.
La joven enarcó una ceja. ¿Por qué creía que ella sí lo haría?
—Por favor —repitió Arlo, y apretó la mandíbula, sus ojos brillando con fiereza.
La joven suspiró.
—Hablaremos de ello después —le dijo, volteando—. Muero de hambre.
Arlo la miró con incredulidad. Tardó varios instantes en seguirla por la calle adoquinada, apresurando el paso para alcanzarla.
¿Aquello quería decir que lo había aceptado?
Sye se hacía la misma pregunta.
La aplazó en su mente, decidida a pensar en ello después, cuando hubiese descansado y el estómago dejase de rugirle como una bestia furiosa.
Sus pasos se dirigieron hacia la posada que conocía, que no se encontraba lejos de allí y era fácil de reconocer entre los angostos edificios de piedra de la ciudad por ser más ancha y por aquel error de construcción que la había dejado un poco inclinada hacia la derecha.
Vista desde afuera, parecía un sitio de mala muerte a punto de derrumbarse. Su interior; sin embargo, era, en cierto modo, acogedor, con sus techos bajos, sus muebles de madera lustrada y el delicioso aroma de la cena que los recibió como un abrazo cálido.
Luego de pedir que les prepararan un par de habitaciones, los dos se sentaron a una de las atestadas mesas del comedor. Había guiso de ciervo con zanahorias, y Sye lo engulló como si no hubiese comido en siglos, sin prestar ni siquiera el mínimo de atención al zumbido de variadas conversaciones con los ocasionales gritos y risotadas que se producían alrededor. Después, con el estómago lleno, sintió que el sueño se apoderaba de ella.
Se levantó del banco, dirigiéndose a las rechinantes escaleras de madera que conducían a las modestas habitaciones del establecimiento. Arlo caminó tras ella.
—Me voy a dormir —le dijo—, mañana hablaremos.
—¿Cómo sé que no intentarás escapar de nuevo y dejarme aquí? —él quiso saber.
—Supongo... —Sye ahogó un bostezo—; que tendrás que confiar en mí.
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