Capítulo 7
El Sumo Sacerdote se había vuelto a salir con la suya. Conocía el punto débil de todos a su alrededor y Vryëll no era una excepción. Allí estaba el guerrero inagotable, firme, con la ira reflejada en la mirada y clavada en su superior, ni siquiera se percató de la presencia de un extraño en la sala. El poderoso mago no le tenía ningún miedo, sabía que había movido los hilos adecuados y lo tenía a su merced una vez más.
—Bienvenido a mi humilde morada, Vryëll. ¿Qué puedo hacer por ti, muchacho? —dijo, disimulando la tela de araña que había ido hilando desde hacía días.
—Sabes muy bien por qué estoy aquí. ¿Dónde está Lyriniah?
Vryëll llevaba días oyendo murmurar a los Evocadores sobre la desaparición de la última crisálida. Lo que no sabía es que el Sumo Sacerdote se había encargado de difundir el rumor de que la muchacha había desaparecido de su crisálida. «Está claro lo que tienes que hacer cuando quieres que algo no se sepa, basta con decir que no se debe enterar nadie y la información empezará a expandirse como la Purpurea», pensaba, refiriéndose a una enfermedad mortal que afectaba a los lia’harel y atherontes por igual.
—Bueno, sabes que para alcanzar la grandeza se deben hacer grandes sacrificios, y en este caso la pobre Lyriniah solo ha sido un instrumento para la gloria de nuestro amo y señor, Áthero.
—¡Déjate de palabrería! Sabes muy bien que no me creo tus tonterías. Dime dónde está y me marcharé y no te volveré a molestar.
El guerrero de melena azul no apartaba la mano de la empuñadura aún enfundada, advirtiéndole a su enemigo que estaba listo para matarlo sin ningún tipo de remordimiento.
—Muy bien. —El Sumo Sacerdote se dirigió al extraño que se encontraba en la sala cuando Vryëll irrumpió—. Ethelhar, ¿podrías dejarnos a solas?
—¿Estáis seguro, mi señor? —dijo mirando con odio al inoportuno visitante.
—Ve a la sala común y asegúrate de que nadie vuelve a hablar de este tema.
—Como ordenéis. —Realizó una reverencia y se marchó sin apartar la mirada de Vryëll.
Tras el estruendo que hizo la puerta, el Sumo Sacerdote se acercó al guerrero para hablar con voz suave.
—Me temo que han secuestrado a tu pequeña Lyriniah. He utilizado un círculo de observación, pero no he visto más allá de la Montaña Nubia. Es como si hubiera algo mágico que me impide ver el mundo al completo.
—¿Quién la ha secuestrado? Dime quién está detrás de todo esto, o si no… —Contuvo la respiración, no sabía si estaba dispuesto a amenazarlo con tanta claridad.
—¿O si no qué, Vryëll? ¿Aún me temes, muchacho? —preguntó entre carcajadas, creía que la prepotencia del guerrero no tenía límites, pero ahora veía que sí, sí los tenía.
La risa de aquel ser despreciable avivó una llama interna que Vryëll creía muerta hacía mucho tiempo y le devolvió la fuerza y el valor necesario. Como un rayo, desenvainó su espada y la hoja de esta se quedó diestramente pegada al cuello del Sumo Sacerdote, ni siquiera el aire había quedado en medio de la punta de la espada y su piel. Este respiró entrecortadamente, no se esperaba esa reacción.
—¡Dime quién está detrás de todo esto! —ordenó con toda la ira guardada durante años.
—No lo sé con certeza, pero creo que son esos humanos, los Bastardos del Traidor. Ni siquiera puedo sentirla, es como si hubiera desaparecido de la tierra.
Para los atherontes, los Hijos de Dahyn eran denominados Bastardos del Traidor y, aunque no eran su prioridad, no dudaban en matar a algunos si se los cruzaban por el camino. Era como un entretenimiento, pues no presentaban el más mínimo reto para la poderosa magia de los seguidores de Áthero.
—La encontraré, siempre lo hago. —Vryëll envainó la espada y cabizbajo dijo, con voz muy débil—: No sé cómo pude permitir que te la llevarás. Me había jurado a mí mismo que no te dejaría hacerle lo mismo que a mí y mírame… he fracasado.
—¿Y qué ibas a hacer para impedírmelo, muchacho? —preguntó con tono burlón—. ¿Ibas a matarme, tal vez?
—Por suerte para ti —continuaba acariciando el pomo de metal que coronaba la empuñadura de su espada—, no soy como tú.
Se giró para marcharse, ya no le importaba nada más si no podía estar junto a su querida Lyriniah.
—Espera, llévate a dos Evocadores contigo y ve a la Montaña Nubia, aún puedes traerla de vuelta con nosotros. —El Sumo Sacerdote había conseguido lo que quería: minar la voluntad del guerrero y que se encargara de recuperar a la chica.
—No, iré solo y no dejaré que vuelvas a acercarte a ella. Y esta vez no incumpliré mi promesa, te lo aseguro.
Vryëll se marchó de la habitación con el pensamiento de que había vencido en este duelo, pero en realidad había sucedido exactamente lo mismo que había planeado con sumo cuidado el titiritero.
Cuando Ethelhar volvió, su señor esbozaba una amplia y enigmática sonrisa.
—No sé cómo podéis permitir que os hablé así. Una orden vuestra y estará muerto y enterrado bajo tierra. Ese estúpido armatoste que lleva no le serviría de nada contra más de tres Evocadores —dijo refiriéndose al escudo de Vryëll—. Bueno, no le serviría solo contra mí.
Las habilidades de Ethelhar eran conocidas por todos los atherontes, ya que era el único Evocador de Fuego y, por lo tanto, el más poderoso de entre ellos. Tenía el respeto de todos los que se encontraban por debajo de él en la escala de la sociedad: tanto los de Agua, como los de Viento y Tierra. Él mismo se había encargado de asesinar al resto de Evocadores de Fuego.
Era algo que todo el mundo sabía, pero que nadie se atrevía a mencionar.
—Nunca tendré el valor de darte esa orden, por mucho mal que nos cause. —Se quedó pensativo, deambulando por la habitación.
—¿Por qué, mi señor? ¿Teméis a ese inútil? —Se rio a carcajadas—. Ni siquiera tiene habilidades mágicas, como tienen hasta los estúpidos aprendices.
—No, Ethelhar, no le tengo miedo. Pero nunca seré capaz de ordenar la muerte de mi propio hijo…
El silencio anegó la habitación. Ethelhar se quedó perplejo ante una realidad que llevaba oculta muchos años: «el hijo del Sumo Sacerdote».
Ahora entendía por qué este había sido tan permisivo con la actitud desafiante y constante que tenía Vryëll hacia el resto de los atherontes, e incluso hacia su recién descubierto padre.
—Pero, si es vuestro hijo, ¿por qué es incapaz de utilizar la magia? Debería ser muy poderoso, capaz de ser vuestro sucesor, gran señor.
El líder de los atherontes continuó deambulando por la sala mirando hacia la nada. Odiaba cuando los recuerdos de su vida pasada venían de esa forma, cogiéndole sin defensas. Casi podía ver a un Vryëll pequeño y juguetón entrenando con la espada.
—Creo, Señor del Fuego, que ya sabes demasiado… —La voz del Señor de los atherontes sonó tajante y amenazadora—. Y por tu bien, no quieras saber más.
Tiedric y sus dos compañeros más fieles avanzaban con sigilo y con destino fijado en la Montaña Nubia. A pesar de que el equipo elegido para ese viaje había sido el de Grael, el cabecilla de los Iniciados se negaba a que la gloria se la llevara otro y, además, tenía que recuperar el favor del maestro o su época de superioridad llegaría a su fin.
—Todavía no entiendo qué hacemos aquí, Tiedric, y mucho menos persiguiendo a nuestros propios compañeros —dijo uno de los Hijos de Dahyn.
—A ver, cabeza de puercoespín, se trata de lo siguiente: ¿dónde desaparecieron esos dos payasos?
—En la Montaña Nubia —contestó este.
—Pues probablemente es allí donde estén. Si los encontramos nosotros, Glerath nos colmará de elogios, y en este momento es lo que más nos conviene si no queremos acabar desterrados.
—Al único que el maestro amenazó con desterrar fue a ti. ¡Nosotros no tenemos nada que ver! —El otro compañero se paró en seco.
Tiedric estaba cansado de tantas tonterías, nadie veía las cosas como él. Sin su ayuda, esos dos ni siquiera hubiesen llegado a ser Hijos de Dahyn.
—Parece que ya os habéis olvidado de la mano que os eché en el Mausoleo de Dahyn, muchachos. —Los otros dos se sonrojaron ante la mención de ese incidente—. Recuerdo haberos visto llorando por las esquinas y preguntando dónde estaba vuestra mamá.
Esto les hizo cambiar de opinión, le debían mucho a Tiedric. Desde que salieron del laberinto no había hecho más que hacerles favores, dándoles los trabajos más sencillos y mejor pagados, y colocándolos en buenas posiciones frente a Glerath.
—Perdónanos, Tiedric, es solo que estamos preocupados por si las cosas salen mal. No queremos problemas con Grael y los demás.
—Tranquilos, no va a pasar nada. Lo importante es mantener las distancias con el equipo de avanzadilla, pero no perderlos de vista. Si Grael encuentra al idiota de Alerigan, estamos perdidos.
—Pero ¿qué problema tienes con Alerigan? No es mal tipo. No te recomiendo que entrenes con él, porque es bastante bestia, pero por lo demás no está mal. —El joven se encogió de hombros.
Tiedric no contestó y se adelantó en el camino. Ni él mismo recordaba desde cuándo sentía ese odio por uno de los suyos, surgido por la necesidad de estar por encima de los demás. Ambos tenían el mismo propósito, y Tiedric no estaba dispuesto a ceder en eso.
Jamás.
Los golems de la arena llevaban ya dos noches siguiéndolos, desde que Alerigan había sufrido aquella extraña pesadilla, atraídos por los gritos del chico. Canelalos vigilaba de cerca e informaba a su dueña de cada uno de los movimientos de estos monstruos gigantes.
—Según Canela, andan bastante cerca de nuestra posición. Si continuamos avanzando sin descansar de noche podríamos llegar a las montañas antes de que nos den alcance. No son una manada, parecen solo dos errantes. —Soleys no podía evitar el pánico en su tono de voz, llevaban bastante tiempo sin descansar y su Bestia Indomable no podría continuar mucho tiempo sin hacer una pausa, y ellos tampoco.
—Tranquila, Soleys, podemos encontrar una solución si pensamos todos juntos. Kindu dijo que esos seres eran muy estúpidos, quizá podamos hablar con ellos y conseguir que nos dejen en paz con alguna treta —dijo Anders, que siempre abogaba por las soluciones pacíficas.
—Por favor, Anders, Kindu también dijo que adoraban la carne humana. La única salida es enfrentarse a ellos, es imposible que sigamos avanzando sin descansar. Propongo que cortemos por lo sano y nos encarguemos de ellos cuanto antes.
—¿Estás loco, Alerigan? Esas bestias son increíblemente resistentes, es como si llevaran una armadura inquebrantable de piedra. Su piel está formada por rosas del desierto, duras como rocas.
Estaba claro que no sería un combate sencillo, pensaba Alerigan, pero ¿qué otra opción les quedaba? Parecía ser el único que se daba cuenta.
—Pero también tienes razón en que no podemos continuar la marcha sin descansar. —Soleys no veía ninguna luz en el túnel, parecía que la opción más prudente y su única esperanza era la de Anders, por muy estúpida que pareciera—. ¿Tú qué propones, Anders?
—Dejádmelos a mí, vosotros esconded la Bestia Indomable y manteneos al margen. A lo mejor si ven a más personas se alterarán.
—¡Por el Padre, Anders, estás loco!
—Es nuestra única opción. Nosotros nos mantendremos ocultos y a la mínima señal de problemas, actuaremos, ¿de acuerdo?
La muchacha le dio un golpe con el codo en el costado al tozudo guerrero. Justo le tocó la zona en la que había recibido el impacto del hacha del patriarca, así que Alerigan se lo tomó como un recordatorio de que no era tan buen luchador como él creía.
—Está bien —dijo a regañadientes, acariciándose el costado todavía dolorido.
Ocultaron como pudieron el carro tras una duna, entre las quejas y los gruñidos de Alerigan que seguía sin ver claro la posibilidad de que algo en medio de ese descabellado plan pudiera salir bien.
Canela se marchó para continuar vigilando a las bestias que se acercaban con rapidez. En cuanto los golems estuvieron cerca, ellavolvió para darles la señal. Alerigan, Soleys y el fanghor se mantuvieron ocultos tras la duna más cercana, gracias a la insistencia de Alerigan por estar lo más próximo de su hermano para actuar cuanto antes.
Tras varias horas esperando, cuando los golems hicieron su aparición se quedaron horrorizados. Eran tan altos como dos hombres. Su piel, como bien había dicho Soleys, estaba formada por la solidificación de la arena, como rosas duras que brillaban a la luz del sol. Sus brazos eran largos y muy gruesos, en contraposición a sus piernas, que eran cortas y más finas. Además, los rasgos de su cara eran similares a los de los humanos, con la ausencia de la nariz y con una boca gigantesca.
Cuando llegaron a la altura de Anders este, contra todo pronóstico, continuaba firme, intentando parecer tan bravo como el que más. Pero Alerigan, que lo conocía bien, sabía que por dentro estaba aterrorizado.
—Lo van a matar… —dijo el joven sacando la espada de la vaina.
—¡Calla! —ordenó Soleys—. Parece que funciona.
Desde la distancia veían cómo Anders gesticulaba y movía los labios, mientras las dos bestias se miraban asombradas. Por un momento parecía que aquel plan de locos estaba funcionando, hasta que uno de los golems se cansó de tanta palabrería y alzó al bardo por una pierna, dejándolo colgado boca abajo.
—Bueno, Soleys. ¿Consideras eso una señal de qué debemos actuar? —dijo Alerigan con la espada lista y con un tono irónico más propio de su hermano que suyo.
—¡Espera! Anders continúa hablando, sigue intentando convencerlos.
Efectivamente, Anders no se había rendido y seguía hablando a pesar de los zarandeos a los que estaba siendo sometido por el golem que se reía de forma extraña, con el sonido retumbando con las rocas que formaban su cuerpo.
Todo el equipaje del muchacho estaba por el suelo: su preciado libro, sus dagas y su recién fabricado cuerno. Entonces, el otro golem que también se reía de su nuevo «pequeño amigo», recogió el cuerno del suelo. Se quedó mirándolo con escepticismo hasta que se lo metió en uno de los orificios que tenían a ambos lados de la cabeza, que debían de ser sus «orejas». Ahí, Anders no pudo continuar siendo diplomático.
—¡Eh! ¡Sácate eso de la oreja, monstruo repulsivo! —dijo gritándole y agitando los puños en el aire.
Los golems se reían todavía más ante la indignación del bardo, hasta que se cansaron de su juguete y lo lanzaron hacia la duna donde se encontraban sus compañeros.
—¡Se acabó, los voy a matar! —Alerigan salió disparado enarbolando su espada bien alta, seguido de Canela.
Soleys también salió para auxiliar a Anders, que intentaba ponerse en pie sin éxito.
En aquel momento, antes de que Alerigan y Canela pudieran alcanzarlos, uno de los golems agarró el cuerno y sopló fuerte en su interior. La tierra comenzó a temblar frenando la carrera de Alerigan y, de repente, bajo la arena donde se encontraban los monstruos, surgió un brazo gigantesco que les propinó un puñetazo, lanzándolos a tal altura que desaparecieron de la vista en medio del cielo. Y, con la misma velocidad que aquel brazo impresionante se había formado, se disolvió convirtiéndose de nuevo en la arena del desierto.
Todos los presentes se quedaron petrificados, nadie entendía qué había pasado. Alerigan y Soleys miraron a Anders.
—Pero… ¿Qué demonios ha sido eso?
Grael y su equipo habían llegado a la cima de la Montaña Nubia y la decepción había minado su motivación al encontrarse en aquel lugar hermoso, pero sin la presencia de sus hermanos. Decidieron acampar en la cima y reanudar el descenso al día siguiente, porque estaban agotados y lo que hasta ahora los había empujado a continuar, ya no existía.
El silencio ocupaba el campamento, los hijos de Dahyn estaban derrotados y decepcionados tras un largo viaje sin resultados positivos, pero Grael había decidido no rendirse y seguir buscando indicios de sus amigos durante el descenso.
Vryëll llevaba un tiempo observando a los Bastardos del Traidor, como los llamaban los atherontes. Había oído que estaban buscando a alguien, probablemente a los que habían encontrado a Lyriniah, con los que debían reunirse para terminar el trabajo, suponía. Cada segundo que pasaba, aumentaba su ira desmedida hacia aquellas monstruosidades que eran los humanos.
Decidió que había llegado el momento de actuar y dio varios pasos en dirección al campamento. Cuando salió de las sombras, su figura quedó iluminada por las llamas de la hoguera.
Los hombres estaban pasmados al verlo aparecer a través de la espesura.
—¿Dónde está la chica? —dijo Vryëll sin preámbulos.
—¿Quién sois y qué queréis de nosotros? —Grael dio un paso al frente situándose entre Vryëll y sus hermanos, sin percatarse aún de que no era humano.
Los Hijos de Dahyn seguían sin reaccionar, solo Grael había preparado su arma.
—¿De vosotros? —se rio—. Pobres desgraciados, no tenéis nada que pudiera interesarme. Quiero saber dónde está la chica que habéis secuestrado y que me la devolváis. —Hubo un momento de silencio—. Ahora.
—¿Qué chica? —preguntó Grael—. Nos confundís con otros. —Entonces se dio cuenta de ante quién se encontraban.
Una nube pasó de largo y descubrió la luz de la luna, que mostró la verdadera naturaleza de su enemigo. Fue entonces cuando los demás hermanos prepararon las armas para actuar.
—Me temo que no podemos dejarte marchar, pues como Hijos de Dahyn es nuestro deber acabar con los seres como tú. Desenvaina tu espada, salvaje, y lucha. Por lo menos te daré la oportunidad de perder la vida luchando, como deseamos morir los hombres de honor.
El joven Grael situó bien las piernas, con la espada lista para lanzarse en una estocada mortal.
—No sabéis dónde os habéis metido, humanos, pues la muerte es lo único que os espera tras haberos encontrado conmigo. Luchad con honor, si es que eso os sirve de algo al otro lado.
Dicho esto, Vryëll sacó su arma y su escudo, y avanzó hacia los humanos en una carga explosiva con el escudo al frente y derribando a todos a su paso.
Antes de que tres de ellos se movieran de alguna forma, ya tenían la garganta cortada y se ahogaban en su propia sangre. Ante aquella visión tan horrible, Grael no pudo más que alzar el grito de guerra y dirigirse hacia Vryëll, que lo esperaba con una sonrisa de medio lado, en la que se reflejaba lo mucho que disfrutaba del derramamiento de sangre del enemigo.
Todos los golpes de Grael iban dirigidos hacia aquel maravilloso escudo, que era del mismo tamaño que su dueño. Pese a lo mucho que debía pesar, Vryëll lo movía con tal destreza que parecía hecho de plumas. Sin embargo, estaba tallado en una especie de mineral que brillaba muchísimo, tanto que podía cegar al enemigo si se reflejaba en él la luz del sol.
Vryëll continuaba sonriendo y jugando con Grael hasta llevarlo al límite de su cansancio. Cuando este flaqueó y frenó su ataque, Vryëll le golpeó con el escudo, desequilibrándolo, y una vez bajada la defensa propinó un tajo con su espada que partió el cuerpo del muchacho en dos, desde el hombro derecho hasta la cadera izquierda.
Vryëll se colgó el escudo a la espalda y, antes de guardar su arma, la limpió de sangre en la ropa de Grael para continuar su camino.
Escondidos en las sombras de la noche, Tiedric y los suyos aún estaban con la boca abierta. Habían decidido no intervenir a la espera de ver lo que acontecía, y luego la cobardía los había dejado congelados tras los árboles.
—Debemos volver al gremio y contarle todo esto al maestro —dijo Tiedric cuando por fin pudo recuperar el habla.
Todavía Anders estaba tumbado en el suelo y Soleys a su lado con la expresión petrificada. Alerigan fue el primero en reaccionar, y acompañado por Canela se dirigió hacia el lugar desde el que había salido el brazo de la tierra.
Allí se encontraba en el suelo, como si nada hubiese sucedido, el cuerno que había fabricado Anders. Canela se acercó y lo empujó con el hocico en dirección a Alerigan, que lo recogió del suelo con desconfianza. Lo examinó esperando encontrar algo que pudiera explicar lo sucedido.
Cuando regresó al lado de Anders, se lo lanzó a los pies.
—¿Estás bien, Anders?
—No… no puedo mover la pierna izquierda, creo que me la he roto —dijo el bardo, moviendo el miembro como si estuviera dividido en dos partes desacompasadas.
—¿Es qué nadie va a preguntar cómo demonios ha salido un brazo de la arena y ha enseñado a volar a esos bichos? —Soleys seguía impresionada, y más aún porque los muchachos se comportaran como si nada hubiera pasado.
—Ese cuerno lo hizo Anders con la madera del árbol donde encontramos a Nym. Probablemente tenga algún poder mágico que, sinceramente, creo que no debemos volver a utilizar.
Alerigan siempre había desconfiado de cualquier tipo de magia, le parecía algo malvado en todas sus formas.
—Hermano, esto es un gran descubrimiento. Debemos averiguar cómo funciona.
—Yo no sé vosotros, pero yo he visto que el que lo sopló ha ido a visitar a las nubes, así que yo no lo tocaría.
—Vamos, seguro que es porque la magia detectó el mal en esas cosas, porque nosotros también podíamos haber salido volando y, sin embargo, aquí estamos. —El razonamiento de Anders hizo pensar al grupo por un momento. Quizá tenía razón.
—Bueno, Anders, yo creo que el cuerno se dio cuenta de que tú ya habías volado lo suficiente —dijo Soleys riéndose.
Por un momento se olvidaron del desastre sufrido y todos rieron juntos, aunque Anders continuaba en el suelo sin poder mover la pierna, y con un dolor punzante cada vez que intentaba cambiar de posición.
—Vamos, hermano. Te llevaré al carro y te vendaremos la pierna. Parece ser que no podrás caminar en bastante tiempo. —El muchacho hizo ademán de cargar a Anders sobre él y este reflejó una mueca de dolor contenido.
—Esperad, chicos —Soleys tragó saliva—, creo que puedo hacer algo por ti, Anders, para aliviar tu dolor. Si me lo permites, claro.
Anders asintió con la cabeza y Soleys se colocó al lado de la pierna herida. Sus manos comenzaron a moverse en torno a la extremidad lesionada con un ritmo lento, pero marcado. Mantuvo los ojos cerrados y comenzó a recitar unas palabras en susurros que ninguno de los hermanos pudo escuchar. Ambos se miraban, dispuestos a hacer la broma de los ungüentos de amor y las pócimas de pasión, cuando de repente una luz blanquecina y cegadora comenzó a brotar de las manos de Soleys y a recorrer la pierna de Anders.
Cuando la muchacha se detuvo y la luz se apagó, Anders podía mover la pierna de forma normal y sin dolor. Los chicos no salían de su asombro, mirando perplejos hacia su nueva amiga. Esta se levantó sacudiéndose la arena del desierto de sus ropajes.
—¡Vaya! Pues parece que no soy un completo fraude, ¿verdad, Alerigan? —dijo mientras les guiñaba el ojo—. Bueno, voy a ver qué tal se encuentra nuestra amiga, la dormilona.
Se marchó en dirección a su Bestia Indomabledando pequeños saltitos bajo la mirada atónita de dos incrédulos.
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