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Capítulo 34

Bajo la tenue luz que atravesaba las ventanas, Anders había intentado explicarle a su amada que no importaba lo que ella fuera o dejara de ser, pero ella no deseaba escuchar esas palabras porque tenía miedo, miedo a lo que sentía, miedo a tener la necesidad de pertenecer a alguien de forma plena, sin medida. Miedo a reconocer el amor.

—Mírame —le dijo él—, no me importa lo que seas, no me importa lo más mínimo. Somos dos personas, con dos cuerpos y dos espíritus.

—Sigues sin entenderlo, Anders. No soy humana.

El muchacho se acercó a ella, le tomó las manos con suavidad y las llevó hasta su pecho. Soleys temblaba por el llanto, y ahora con el contacto de las manos de Anders se había intensificado.

—Dime qué sientes.

—Tu... tu corazón —contestó ella, siguiendo el ritmo de sus latidos a través de la yema de los dedos.

Anders llevó ahora las manos de ambos al pecho de ella, que se retiró ligeramente al sentir el contacto cálido de la piel ajena.

—Y ahora, ¿qué sientes? —volvió a preguntar.

—Mi corazón...

El bardo sonrió con esa perfecta armonía que transmitía al sentir el corazón desbocado de ambos y la abrazó de nuevo, dejando que Soleys reposara en su pecho.

—Dame esta noche la oportunidad de mostrarte que somos iguales.

No hubo más palabras, porque cuando Anders la miró, Soleys lo besó. Lo besó como nunca lo habían hecho, como si fuera su último día en la tierra y no hubiera nada más, solo ellos dos y una habitación. Sus labios decían: «soy tuya».

Ella se rendía, no iba a luchar más contra sí misma. En el mismo beso, Anders la alzó entre sus brazos y la llevó hasta la cama, el lugar donde tantas veces la había soñado, donde tantas veces había recordado su risa loca y sus ojos curiosos. Y ahora ella estaba allí, tan perfecta como era ante sus ojos, bañada por la luz de la luna que atravesaba las ventanas de cristal.

Continuaron besándose sin cesar, él sobre ella, alimentándose de la respiración ajena mientras que los ropajes recorrían caminos ligados que iban a desembocar en el mármol blanco, seguidos de caricias ansiosas viajando a través del cuerpo con curiosidad.

Anders recorrió los accidentes del cuerpo de su amada entre besos, memorizando cada resquicio, cada cicatriz, cada poro de su piel con los labios. Soleys sintió cómo se disipaba el mundo a su alrededor.

Y entonces se desvaneció por completo. El mundo se evaporó a su alrededor y solo estaban ellos fundidos en el abrazo más íntimo y profundo.

No había nada más que un solo cuerpo ligado a dos espíritus afines.


Al abrir los ojos, Alérigan se encontraba en un lugar extraño, no podía reconocer absolutamente nada a su alrededor. Además, había una luz blanquecina y cegadora que recorría las paredes a su alrededor. A través del tacto pudo distinguir que se trataban de paredes de piedra rugosas y con relieve, debía estar en alguna especie de cueva.

Avanzó con torpeza, mientras sus ojos se acostumbraban poco a poco al nivel de luz que invadía el lugar. Solo entonces se dio cuenta de que algo era diferente. No había ruido alguno, ni ningún olor que lo perturbara ni le provocara náuseas.

Eso solo podía significar una cosa: estaba soñando.

Una vez descubierto dónde estaba, decidió disfrutar de la tranquilidad que eso le aportaba. Poder caminar sin sentir que llevaba un tambor dentro de la cabeza era un lujo que no se podía permitir en su nueva vida.

Continuó andando por una especie de pasillo de piedra adornado con una peculiar luz que le perseguía a lo largo del pasaje, hasta que llegó a un ensanchamiento del pasillo. Como si fuera el recibidor de una casa, estaba adornado de una forma exuberante. Las paredes de piedra estaban llenas de tallas con forma de caras que observaban la desembocadura del pasillo, la zona donde se encontraba Alérigan. Además, de los ojos de estas caras emanaba la luz clara que transitaba las paredes, dándoles vida a unas miradas de desconfianza.

El muchacho se quedó inmóvil en el mismo lugar, no sabía cómo tomarse el peso de esas miradas rencorosas.

—No te asustes, pequeño —dijo una voz cuya procedencia se desconocía, pues parecía salir de los huecos de le piedra.

Alérigan miró hacia todos lados, y por último fijó la vista en la cara que se encontraba en el centro de la pared que tenía frente a él. La mirada era diferente, parecía darle la bienvenida con nostalgia, como si llevara tiempo esperando una visita.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Son muchas las veces que hemos hablado, Alérigan. ¿Aún no reconoces mi voz?

Entonces recordó la prueba que había pasado en la Colmena y aquella conversación que había escuchado en sueños.

—Eres la Dama del manantial.

—Parece que sí que me recuerdas.

Fue en ese momento cuando ella se manifestó y, como si estuviera formada por aire, su perfil apareció en el centro de la sala constituyéndose poco a poco mediante el polvo que salía de las caras talladas, como si fuera el resultado de la unión de todas esas miradas vivas.

Ella le sonrió con calidez mientras estiraba la cola de su pulcro vestido blanco, formado por espejos brillantes y tela cristalina. Sus pies descalzos no parecían tocar el suelo de la cueva, estaba flotando en el aire con su larga melena rubia adornada con rosas azules mecida por el viento.
—¿Por qué sigues apareciendo en mis sueños? —preguntó Alérigan.

—Porque me necesitas. Si no fuera así no estaría aquí, pequeño.

—¡Deja de llamarme pequeño! No soy un niño.

—Ah... —En ese segundo, ella lo señaló con sus manos blancas—. ¿Estás seguro?

De pronto, Alérigan se miró las manos y eran unas manos menudas, con dedos cortos y torpes. Sus ropas le caían pesadas en el cuerpo y notaba debilidad en sus piernas antes fuertes y vigorosas.

—¿Q-qué me has hecho? —Alérigan habló con una voz fina e inmadura. Estaba espantado, volvía a sentirse débil y sin fuerzas.

—Mostrarte tu verdadera apariencia, Alérigan. Por mucho tiempo que haya pasado, sigues siendo el mismo niño asustado que eras. No pretendo provocarte dolor alguno, quiero mostrarte algunas cosas que debes saber para continuar tu camino.

El niño que ahora era Alérigan se sentó en el suelo derrotado y atemorizado. Solo pensaba en despertar, volver al infierno de los sentidos que era su mundo actual. Era mejor que volver a ser débil.

—Sé que has recurrido a la magia para descansar —dijo ella sentándose también en el suelo, pero sin llegar a tocarlo, aún flotaba—. Ha sido una mala idea, la persona que ha realizado la poción no es de fiar, pero tranquilo, yo haré que despiertes en cuanto terminemos esta conversación.

—Por favor, devuélveme a mi forma real —le imploró el niño.

—Me gusta más tenerte así, ver todo lo que has crecido me recuerda lo anciana que soy. —Le sonrió.

—¿Qué quieres de mí?

Antes de que Alérigan empezara a hablar, ya había recuperado su forma original.

—Quiero que te marches de Olusha lo antes que puedas. Allí no estás seguro, debes irte en cuanto despiertes... Solo.

—¿Por qué solo? No estoy dispuesto a dejar a mis amigos atrás.

—Tú no lo entiendes, Alérigan. Si sigues huyendo con Lyriniah contigo, estás abocado a la muerte. Ella lleva consigo un destino muy trágico que tú todavía puedes evitar si me haces caso.

—¿Lyriniah va a morir?

—Me temo que es para eso para lo que ha nacido. Es su destino.
—¡Yo lo evitaré! —dijo Alérigan mientras se ponía en pie—. No dejaré que muera.

—Entiendo lo que sientes, pero no está en nuestra mano cambiar lo que la Madre espera de nosotros. Alérigan, por favor —dijo la Dama con una voz triste y desgarradora—, si no te marchas de Olusha tu destino será peor que el suyo, créeme. Yo lo he visto y lo he sentido.

Ella cerró los ojos y recordó sus visiones, recordó el dolor que había sufrido al ver a su muchacho padecer el daño más profundo que había sentido hasta ahora. La lia'harel había vivido todas las experiencias dolorosas que habían perturbado a Alérigan hasta ahora, pero ninguna era como la que se avecinaba.

—¿Sabes lo que me pasará?

—Sí, pero no puedo mostrártelo. No me está permitido —dijo ella muy a su pesar, pues sabía que si Alérigan lo veía haría lo que ella deseaba—. Muchacho, la traición te acecha desde que iniciaste este camino y ahora es cuando se hará completamente real.

—Hay un traidor entre nosotros... —afirmó con algunas dudas.

—Sí, la raza humana lleva toda su historia cargando con el peso de la traición y lo mismo te ocurrirá a ti, así que obedéceme y márchate cuanto antes de ese lugar o será demasiado tarde.

En ese momento, Alérigan recordó la tragedia que se avecinaba para la raza humana.

—¿Es cierto que se acercan tiempos de guerra?

—Por desgracia, así es. —Ella se levantó y se colocó frente al muchacho—. Nos ha tocado vivir unos tiempos difíciles a ti y a mí. La guerra es inminente y es el momento de formar un bando, de ello depende la supervivencia de tu gente.

—Oí una profecía que hablaba de un Hijo verdadero que podría salvarnos.
—Sí, yo también la escuché hace mucho tiempo. Pero también hace mucho tiempo que perdí la fe en los humanos y en la existencia de ese hijo verdadero.

—Y aquí estás, ayudando a uno de ellos. —Alérigan la miró fijamente—. ¿Por qué?

La Dama de los lia'harel no pudo disimular una media sonrisa que apareció en sus labios, pues Alérigan tenía toda la razón del mundo.

—Quizá sea porque eres menos humano de lo que te imaginas —al muchacho le cambió la cara tras esas palabras—, o puede ser que yo sea una farsante.

—¿A qué te refieres?

—No me hagas caso —dijo ella, sonriendo—. Eres más especial de lo que crees y no me refiero a lo que te ocurrió en el brazo.

Por arte de magia, el guantelete de Alérigan se desvaneció y la deformación de su brazo brilló como nunca antes lo había hecho.

—No deberías avergonzarte de ello. —Ella le sujetó la mano rígida, que parecía formada por la corteza de un árbol—. Úsalo, Alérigan, puede salvarte la vida en muchas ocasiones.

—¿Usarlo? —Se miró a sí mismo—. ¿Cómo?

—Cuando estés preparado, sabrás cómo hacerlo. Como te ocurrió con tus nuevas habilidades. Recordó entonces lo que le esperaba cuando abriera los ojos en el mundo real, otra vez los
dolores de cabeza, la ausencia de descanso, todo volvería a ser igual.

—No puedo seguir viviendo así, me estoy volviendo loco. No puedo controlarlo de ninguna manera por más que lo intento.

La Dama sacó una especie de medallón del interior de una de las bocas de piedra, la que poseía la mirada más triste y desgarradora. El colgante era de madera y desprendía un aura extraña. Le cogió la mano deformada a Alérigan para hacerle entrega del objeto con delicadeza, como si le tuviera desconfianza.

—Tómalo. Una vez que te lo pongas al cuello, anulará todas las habilidades que tengan una procedencia mágica indistintamente. Estos colgantes son muy peligrosos en manos equivocadas y una vez se adhieren a la piel son imposibles de quitar. —La Dama no estaba muy convencida de estar haciendo lo correcto, pero era la única forma—. Póntelo solo como último remedio, pues tú mismo no podrás quitártelo nunca.

—¿Y qué me pasará si no me lo quito? —preguntó Alérigan notando un peso excesivo en la mano, a pesar que el colgante parecía fabricado con un pequeño fragmento de madera con dibujos en su interior.

—Que tu poder irá menguando con el paso del tiempo hasta desaparecer. Esos colgantes fueron creados para controlar a los lia'harel que tenían un poder que estaba por encima de su fuerza vital y que podía llevarlos a la muerte. —Soltó todo el aire de sus pulmones antes de decir la última frase—. Ese que tienes ahora en tu poder perteneció a Áthero cuando era un niño. Su maestra intentó menguar su magia, pues creía que moriría consumido por su propio poder.

Ahora aquel objeto desprendía un aura aún más oscura si cabía. Había pertenecido al mago más poderoso y malvado que había pisado Miradhur y ahora estaba en sus manos, para controlar su magia interior que nada tenía que ver con la del hombre que lo había llevado anteriormente.

—No eres tan distinto de él, Alérigan. —Soltó ella de repente—. Él también era un niño solitario que sufrió mucho en su infancia. Tenía unas pesadillas que lo atormentaban constantemente, no podía dormir por culpa de la magia que había dormida en su interior.

—¡¿Cómo puedes compararme con ese monstruo?!
Alérigan le soltó la mano y arrojó el colgante al suelo de la cueva. El sonido que emitió al caer fue como si un bloque de hierro cayera de la forja de un herrero, como si el peso de todo un hombre estuviera enterrado en aquel trozo de madera.

—Estás tan equivocado, Alérigan —dijo ella, negando con la cabeza—. Ambos podéis ser igual de grandes, aunque el camino que elijas sea diferente al suyo. Ahora debes despertar y tomar esa decisión, pues todo depende de lo que vayas a hacer ahora.

Alérigan se acercó al colgante y sintió que este le devolvía la mirada. Pero esta vez vio a un niño como él, de ojos oscuros y melena negra que le dirigía una mirada asustada e implorando socorro. Lo recogió y se dirigió hacia el pasillo.

—Perdóname —susurró.

—No importa, entiendo que seas reacio a tener algo que le perteneció a él.

—No lo digo por eso...

Y se marchó de la cueva hacia el mundo real.


Ella parecía dormida, estaba tumbada boca abajo con la sábana cubriéndole la mitad del cuerpo, pero dejando ver perfectamente su espalda morena adornada con la marca de la esclavitud, como la había llamado Soleys al contar la historia. Anders le daba vueltas a toda la información que ella le había dado, en aquel momento había estado nublado por la necesidad de sentirla cerca y no había analizado con detenimiento lo que le había dicho.
Tenía muchas preguntas, pero no sabía si era el momento adecuado para hacerlo. Le había costado mucho que Soleys se olvidara de todo y se dejara llevar por uno de los instintos más primarios del ser humano... Ser humano, pensaba Anders, ella no era un ser humano.
Y allí estaba aquella marca que se le había quedado guardada en la mente, torturándole por la sed de conocimientos que le provocaba. No pudo resistirlo más y con la yema de los dedos acarició el tatuaje. Era áspero y con un relieve irregular, como la cicatriz que queda tras una quemadura de gran tamaño, pero despertaba un cosquilleo en la mano de Anders. Manaba una fuerza extraña e inquietante.
—Puedes preguntarme lo que quieras —dijo ella sin abrir los ojos en una actitud completamente relajada—. Te conozco, sé que la curiosidad te está reconcomiendo por dentro.

—Es solo que hay cosas que no me cuadran. Por ejemplo: si eres el Espíritu del Agua, ¿de dónde provienen tus habilidades curativas? No tiene sentido.

—¡Qué poco sabes, Anders! La mayor parte de nuestro cuerpo está formada por agua, yo puedo controlar la sangre de cualquier ser vivo y con eso curarlos.

—¿Y también puedes provocar daño?

—Sí —Soleys abrió los ojos con lentitud—, pero no lo he hecho nunca. Me resulta cruel e inhumano.

Anders se imaginaba pudiendo dirigir la sangre de un humano a placer, provocando que los miembros inferiores se quedaran muertos, luego los brazos y por último la cabeza. Inconscientemente se vislumbró torturando a alguien.

—Tienes razón, es cruel, pero en algún momento podría ser útil.

—Quizá sí, pero no me gustaría tener que recurrir a eso.

Soleys se desperezó como un gato dándose la vuelta, mientras las sábanas se enrollaban en su cuerpo, dibujando su silueta con sensualidad.

—Dime, ¿qué más quieres saber? Es tu momento. —Le sonrió con tranquilidad.

—¿Cómo entras en contacto con el espíritu? ¿Te habla o te escucha cuando lo necesitas?

—No funciona así. Ahora somos un solo ser, al principio me hablaba cuando me surgían dudas o cuando estaba asustada, pero ahora no hay diferencias entre nosotras. No hay una parte donde termine yo y empiece el espíritu. —Se quedó sentada en la cama mirando seriamente a su acompañante—. Es lo que intenté explicarte, ahora Soleys es el Espíritu del Agua.

La muchacha se acurrucó en sus rodillas desnudas, al fin había conseguido hacer que Anders entendiera la situación. Un poco tarde, según pensaba ella, porque tras hacer el amor siempre se creaba un vínculo difícil de romper. Pero Anders no era un hombre cualquiera y le sorprendió con su reacción. Se sentó él también en la cama y posó la mirada suplicante en los ojos de Soleys.

—¿Podrías llevarme a ese mundo donde habitan los espíritus, como hizo Koreg? —preguntó el muchacho, tan ilusionado como un niño pequeño.

—¿Quieres ir a allí? No entiendo por qué.

—¡Claro que quiero! Es un lugar muy hermoso, y por culpa de Koreg la última vez no lo pude disfrutar mucho. —Anders recordó cómo el espíritu de Tierra lo había perseguido por el lugar—. ¿Puedes llevarme?

—Sí, pero...

—¡Llévanos allí, por favor!

—V-vale, vale —dijo Soleys sin comprender nada—. Ya sabes cómo va esto, cierra los ojos y deja que yo haga el resto.
Y así lo hizo y volvió a sentir lo mismo que la primera vez, pero esta vez se moría de ganas de estar en ese lugar aislado y hermoso.

Cuando Soleys le dijo que podía abrir los ojos, se sintió pletórico al descubrir que en su memoria no se había guardado ni la mitad de la belleza de aquel lugar, no le había hecho justicia con su imaginación.

Anders se levantó del suelo y miró en todas direcciones disfrutando de las maravillas que tenía ante él. De nuevo volvía a estar en una isla flotante, pero esta era muy distinta: tenía un lago en el centro con aguas que cambiaban de color y el suelo no era desértico, sino que estaba formado por cristales brillantes que se unían como rocas. El cielo era igual, ese lienzo nocturno de color espliego decorado con pinceladas brillantes que iluminaban el lugar.

Soleys comenzó a reírse a carcajadas al ver a Anders completamente desnudo admirando el paisaje, era como si se hubiera olvidado de ese dato.

—¿De qué te ríes? —preguntó.

—Pues de que estamos desnudos en medio de una isla flotante, ¿no te resulta curioso, como poco?

Pero entonces el muchacho se puso muy formal y se sentó en el suelo al lado de su amante.

—Quiero que este sea nuestro refugio, que cuando queramos estar juntos vengamos aquí. Aquí no tenemos por qué pensar en lo que somos o dejamos de ser, pues nunca habrá nadie más para decirnos que está mal o que está bien. Podemos ser nosotros mismos, podemos ser libres.

Tras su discurso, Anders la tomó de la mano y juntos se sumergieron en el lago de agua arcoíris.


Las reuniones inesperadas que le hacían salir de su hogar siempre conseguían sacar de quicio al Sumo Sacerdote. No estaba acostumbrado a que le dieran órdenes y lo obligaran a desplazarse. Esta vez parecía muy importante, normalmente no lo solían molestar para cosas insignificantes, sabían que eso podía llevarlos a una muerte muy dolorosa.

Era una noche maravillosa para salir y disfrutar de la temperatura fría de la oscuridad. Había decidido llevarse a Vryëll como protección y de paso ponerlo un poco a prueba si surgía algún problema, pero parecía que todo iba a estar tranquilo.
—Puedes salir de tu escondite, mujer. He olido tu perfume desde que entraste en la espesura

—dijo el Sumo Sacerdote, tratando de intimidar a su visitante.
—Tú tampoco has sido muy delicado que se diga. —La mujer salió de la arboleda cubriendo su blanquecina melena con una capa negra—. Tu mascota camina provocando temblores en la tierra, ¡qué poca elegancia!

—No lo traigo conmigo por su elegancia precisamente. ¿No lo reconoces? —preguntó señalando a Vryëll.

La mujer lo miró fijamente entrecerrando los ojos y, cuando una nube descubrió la luna iluminando el claro, se percató de su apariencia.

—Vryëll, ¿eres tú? —El muchacho no le contestó—. ¡¿Qué le has hecho?!

—Digamos que comenzó a ser un problema y tuve que solucionarlo. Ahora todo es más fácil.

—¡Pero es tu hijo! No se merecía esto, pobre muchacho.

Ella se acercó al guerrero, le posó los brazos en los hombros y lo abrazó.

—No debí haber permitido que te hicieran esto —le susurró—. Lo siento.

—Basta de romanticismos —dijo el Sumo Sacerdote, sujetándose la sien con nerviosismo—, me dijeron que tenías información importante para mí.

—Y así era, pero ahora no sé si te la mereces. Has cambiado...

—¡Por favor! No me hagas perder el tiempo, sabes que no habría venido de no ser por ti. Dime qué sabes y me marcharé.

La atheronte miró hacia Vryëll de reojo sin saber si estaba haciendo lo correcto o no, pero todo era por traer de vuelta a su dios.
—Los hombres que buscas están en Olusha, la ciudad portuaria. Tienen a Lyriniah con ellos.
Eran grandes noticias, la expedición que había enviado a seguir a los Hijos del Traidor no había conseguido gran cosa; una vez que estos atravesaron las murallas de su gremio fue imposible conseguir información. Ahora solo tendrían que montar una trampa para encerrar a esos humanos dentro de la ciudad y terminar con todo.

Quizá sí que era un trabajo para Ethelhar, quizá Olusha tendría que arder.

—Pero hay más: tengo el terreno preparado para que entréis en acción. Solo tienes que decirme cuándo queréis entrar y será muy fácil: sin muertes innecesarias, un trabajo limpio y sencillo.

—Perfecto —dijo el Sumo Sacerdote—. Haré todos los preparativos y te informaré de todo en cuanto estemos listos.

—Bien, solo te pido que no muera ningún humano que no esté implicado. —Ella había descubierto el paradero de la muchacha gracias a Lienne, lo menos que podía hacer era asegurarse de que ni él ni su gente sufrieran daño alguno.

—Te doy mi palabra, mujer. Puedes confiar en mí —contestó el atheronte.

—No lo creo... —dijo ella, mirando a Vryëll.

Con el eco de la conversación en la mente, Büsharia se marchó dejando tras de sí el movimiento de su larga capa negra.

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