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Capítulo 25


El Tiburón Tuerto era la típica posada de pueblo, incluso ostentaba ese olor nauseabundo y característico a fracaso y penas ahogadas en alcohol.

La clientela no distaba de lo común: hombres sucios de aspecto rudo y agresivo que miraban en todas direcciones, como si buscaran algo o esperaran que alguien apareciera de repente y los atacara, aunque ese ataque nunca llegaba.

La luz que entraba por un pequeño ventanuco del fondo y algunas velas encendidas en las mesas redondas dibujaban sombras por todo el lugar, impidiendo vislumbrar el verdadero color de las cosas que había en su interior. Algunos cuadros de peces y de barcos colgaban por las paredes, al igual que restos de animales marinos disecados. Todo muy lúgubre y siniestro, unido a una atmósfera viciada de humo y olores almizclados de perfumes, tratando de disimular la ausencia de baño durante meses.

Alérigan estaba muy incómodo en aquella diminuta estancia: podía oler el sudor de cada uno de los presentes, incluso oía cómo las gotas recorrían las caras de aquellos hombres deplorables hasta caer al suelo desde la nariz. Le ahogaba la pestilencia que atravesaba la puerta del baño a orines de tiempos inmemoriales, ese olor dulzón que se mezcla con el paso del tiempo. Además, oía el entrechocar de los dientes del caballero, por llamarlo de alguna manera, que estaba al fondo de la habitación devorando lo que parecía un pescado. A pesar de que todo se había quedado en silencio, Alérigan seguía oyendo ruidos imperceptibles para el oído humano, como el caminar de las ratas a través de las paredes.

Atendió a un susurro que provenía de dos hombres que estaban sentados en la misma mesa: uno le decía al otro al oído: «Son ellos», mientras el otro asentía.

—Hermano, aquí algo huele muy mal... —dijo Alérigan en voz muy baja.

—Ya lo sé, hasta yo lo huelo sin tus nuevas habilidades. —Anders le sonrió de forma burlona.

—No me refiero a eso, creo que nos estaban esperando.

—¡Mejor! Espero que nos tengan una habitación preparada. —Anders se dirigió exclusivamente a su hermano—. Mantente alerta y no bajes la guardia, pero será mejor que continuemos disimulando.

Alérigan miró a su hermano y asintió con la cabeza. Anders tenía razón, era mejor fingir que no tenían nada que esconder y actuar con normalidad, aunque a Alérigan le iba a costar mucho ahora que todo a su alrededor era un mundo nuevo de sensaciones y olores.

—¡Bienvenidos al Tiburón Tuerto! Yo soy Jack el Tuerto —dijo el tabernero señalando al parche del ojo.

—Y supongo que eso te lo hizo un tiburón, ¿cierto? —Anders se sentó en un taburete de la barra, lo que provocó un gesto de repugnancia en el rostro de Ishalta que había visto lo asqueroso que estaba el taburete.

—No, ¡ojalá fuera eso! —Todos los borrachos de la taberna comenzaron a reírse—. Fue cosa de mi señora esposa, cuando me pilló con su hermana en el catre. —Cogió una jarra y se dirigió a Anders—. ¿Qué os sirvo, viajeros?

Jack el Tuerto era un hombre de edad avanzada, con un prominente bigote amarillento que destacaba más en su cara que el parche de su ojo.

—Mis amigos y yo hemos hecho un largo viaje desde Festa y nos gustaría pasar una noche en un cómodo lecho tras tomar unas jarras de aguamiel, no sé si me entiende, buen amigo. —Anders le guiño el ojo a Jack con un gesto pícaro.

—¡Habéis venido al sitio adecuado, muchachos! —Jack terminó de limpiar la jarra que tenía en la mano con un paño que en su día debió de ser blanco—. ¡A la primera ronda invita la casa!

Les sirvió tres jarras de aguamiel colocándolas en la barra con fuerza, a lo que Alérigan respondió con un gesto de dolor y sujetándose de nuevo los oídos.

—¿Qué le pasa a tu amigo?

—Jack, me imagino que usted habrá visto a muchos malos bebedores en su vida de tabernero

—Anders señaló a su hermano—. Pues aquí tiene otro, aún no se ha recuperado de la borrachera del camino.

Jack prorrumpió en carcajadas estridentes que incomodaron aún más a Alérigan y su oído agudizado.

—Entonces —continuó Anders—, ¿tiene habitaciones libres para nosotros?

—Claro que sí, amigo. ¡Que no se diga que en Olusha no somos hospitalarios! —Jack lo dijo prácticamente gritando y mirando a Alérigan, con lo que continuó riéndose del pobre muchacho—Venid conmigo, os enseñaré la habitación.
Subieron por unas escaleras escondidas en el fondo de la taberna. Con cada paso un crujido siniestro los perseguía, parecía que las escaleras de madera se iban a derrumbar en cualquier momento. En el piso de arriba había solamente tres puertas verdosas, un color un tanto peculiar para las puertas de las habitaciones de una posada. Cuando llegaron a la tercera puerta, Jack sacó un manojo de llaves y abrió al décimo intento.

—Aquí tenéis: la habitación principal. Es la más grande y lujosa —dijo el tabernero con orgullo.

Si había un adjetivo apropiado para la habitación estaba claro que no era lujosa. Las paredes también eran de color verdoso, pero no sabían dónde empezaba la pared y donde acababa el moho. Debían de haberlas pintado de ese color con el propósito de disimular en algo la humedad de aquel lugar. Cuando Alérigan entró sintió una terrible bofetada fétida que lo arroyó, empujándolo incluso fuera de la habitación.

—¿De dónde has sacado a este tipo tan delicado? —Jack miraba a Alérigan con gesto de desprecio.

—Discúlpale, Jack. Es que cuando tiene reseca se vuelve idiota.

—De acuerdo, de acuerdo. —Jack miró de arriba abajo a Ishalta con gesto lascivo—. ¿Y la dama desea una habitación privada?

—¡No! —contestó Ishalta con rapidez—. Me quedaré aquí con mis amigos, muchas gracias.

—Hay una rata —dijo Alérigan desde el otro lado del pasillo.

—¿Cómo se atreve? ¡Está insultando mi establecimiento! —le gritó Jack.

—La estoy oyendo moverse bajo el colchón de la tercera cama a la izquierda. —Alérigan hablaba con la mano en la boca y la nariz, pero era imposible contener el olor del lugar.

—¡Esto es un ultraje!

Anders se acercó al colchón que había dicho Alérigan y cuando lo levantó, aparte de una nube gris de polvo, una rata saltó del interior e intentó huir por la puerta. Jack brincó de tal manera que se quedó enganchado al quicio de la puerta. A lo que Ishalta reaccionó sacando su daga y la lanzó en dirección a la rata, dejándola clavada en el suelo, justo debajo del dueño de la posada.
—Y digo yo... ¿por esto nos harás una rebaja en el precio? —preguntó Anders señalando a la rata clavada al piso.

El señor de Olusha detestaba cuando le tocaba gestionar los barcos llegados de Shanarim; se debía hacer inventario de todo lo de valor que llegara al lugar: era una auténtica pesadilla. A él le gustaba más pasear por la ciudad, ir a La Casa Perlada a visitar a sus antiguos compañeros de trabajo, o simplemente disfrutar del placer carnal en la tranquilidad de su casa. Pero no, su obligación era estar allí parado supervisando el trabajo de los seres inferiores. Puro aburrimiento.

Por suerte para él, hoy venían pocos barcos y en general estaba todo controlado, así que su estancia allí sería por poco tiempo. El almacén se encontraba justo pegado al puerto, de forma que los barcos descargaban la mercancía directamente en sus dependencias. Era gigantesco, quizá el edificio más amplio de toda Olusha, y las mercancías una vez depositadas allí, eran gestionadas y organizadas según el tipo y el lugar de procedencia. Era un trabajo muy meticuloso, sobre todo teniendo en cuenta la obsesión por el orden de su propietario.

—Señor —dijo uno de sus administradores—, un informador os busca. Dice que es urgente. La cara de Lienne se llenó de alegría: la excusa perfecta para largarse de ese sucio y pobre

lugar.

—Muy bien, continúa tú supervisando el trabajo. ¡He de encargarme de asuntos muy importantes ahora mismo!

El informador estaba esperándolo en la entrada del almacén.

—Señor Lienne, tengo información muy importante que darle.
—Sí, sí. Pero será mejor que hablemos en otro lugar, amigo. Aquí las paredes tienen oídos — dijo Lienne mirando hacia los lados.

Todos los presentes en el almacén eran sus empleados y precisamente por eso no se fiaba. Tenía muchos enemigos que envidiaban su posición: enemigos cobardes, por supuesto, incapaces de enfrentarse a él cara a cara. Tenían que urdir sucias tretas para acabar con su imperio, por eso debía tener mil ojos puestos en todas direcciones.

Caminaron juntos por las calles de Olusha sin dirigirse la palabra. El informador iba con nerviosismo mirando en todas direcciones, mientras que Lienne disfrutaba de un maravilloso paseo por sus dominios, saludando a algunas personas por la calle con gesto alegre. Hoy había escogido un modelo blanco impoluto, que acompañaba de un sombrero de ala ancha también blanco y un bastón de madera con una bola nacarada en la parte superior.

Al fin llegaron al palacete que se había construido tras muchos años de duro trabajo. Mucha gente lo juzgaba a la ligera por todo lo que había hecho para llegar a su posición, pero nadie se atrevía a hacerlo en voz alta, por supuesto.

El mayordomo los esperaba en el espacioso recibidor de la entrada. La casa era casi completamente acristalada por lo que la luz entraba por cada esquina y se podía ver el mar desde cualquier parte.

—Bienvenido a casa, señor Lienne. Su ausencia ha sido más breve de lo que esperábamos — dijo el mayordomo recogiendo el sombrero y el bastón de su señor con una reverencia.

—Lo sé, pero ha surgido algo importante que debo atender, así que ahora no nos molestes.

—Por supuesto, señor.
El mayordomo se marchó mientras los dos hombres subían unas escaleras de mármol blanco que se encontraban en el centro del recibidor, por las que podrían subir cien personas a la vez sin entorpecerse las unas a las otras. Justo en la parte de arriba de las escaleras, dando la bienvenida, había un gran cuadro del propio Lienne: pintado como un héroe de épocas antiguas, con el torso desnudo y mil hombres vencidos a sus pies.

Atravesaron una de las primeras puertas que encontraron y llegaron a una habitación bastante más sencilla, sin la ostentación de todo lo anterior. Seguía siendo acristalada en la mayoría, eso sí, pero solo tenía un escritorio blanco en el centro de la sala, con un gran sillón del mismo color.
Lienne se sentó y se quedó mirando a su informador con una de las cejas elevadas.

—Bueno, ¿a qué esperas? —lo apremió.

—S-sí, señor —dijo, nervioso—. Los forasteros se han quedado en la posada del Tiburón Tuerto, como ordenasteis.

—¿Han creado algún conflicto en la posada?

—No, señor. Uno de ellos es algo peculiar y ha llamado la atención por su forma de actuar, pero nada más.

—¿Peculiar? —preguntó Lienne.

—Sí, señor. Parecía que tenía dolor de cabeza, se sujetaba los oídos en todo momento. El otro forastero dijo que tenía mal beber, pero parecía muy raro.

Esos tipos inverosímiles se presentaban en su ciudad sin ser invitados y no solo eso, sino que además tenían la desfachatez de venir armados. Lienne tenía que darles una lección, y hacerles saber que no podían perturbar la tranquilidad de sus dominios.

—Muy bien, muchacho. Esta noche quiero que los sorprendáis mientras duermen y que los traigáis ante mí. —Lienne se quedó pensativo—. Tened mucho cuidado, pueden ser peligrosos. Id un grupo grande, los mejores. Quiero que les tapéis la cabeza antes de traérmelos.

Lienne se levantó de su escritorio y miró a través de uno de sus grandes ventanales, y cuando el informador se marchaba, se percató de algo.

—¡Ah, por cierto!

—¿Sí, señor? —preguntó el muchacho, girándose con rapidez.

—Sed caballerosos con la dama —le guiñó el ojo y volvió a mirar hacia el mar.


Alérigan llevaba toda la noche dando vueltas en aquel asqueroso camastro, mientras Anders dormía a pierna suelta y las respiraciones de Ishalta sobrevolaban la habitación. Con aquella nueva habilidad, el muchacho podía oír los ronquidos de todos los habitantes de Olusha en la noche, y lo que no eran ronquidos.

Lo había probado todo: tapones para los oídos, intentar dejar la mente en blanco, taparse la cara con la almohada y nada le funcionaba. Por suerte para él, había un borracho justo debajo de la ventana entonando canciones de amor bajo la lluvia. La letra de la balada hablaba de despecho y de infidelidad, por lo que podía descifrarse del idioma extraño que hablaba. Además, llegó incluso a oler la pestilencia del aliento del cantautor. Sus sentidos eran máquinas capaces de detectar todo lo que pasaba a su alrededor y eso lo estaba volviendo completamente loco.

Pero tan pronto como había perdido la esperanza, todo a su alrededor se silenció. Por un momento pensó que la habilidad había desaparecido, pero los sonidos seguían estando a su
alrededor: tañían como si les hubieran disminuido la intensidad y aumentado la de otros. Empezó a oír una serie de pasos a través de los adoquines de la calle que estaba justo debajo de la posada. Eran siete personas, según calculaba: siete hombres que medían aproximadamente cerca de los dos metros y pesaban bastante más que él por la intensidad de las pisadas.

Alérigan cerró los ojos con fuerza y trató de concentrarse en el oído y agudizarlo aún más, si fuera posible.

Entonces fue como si lo viera todo a través del sonido que producían las gotas de lluvia al chocar contra los cuerpos de aquellos hombres: iban armados con espadas y dagas, y llevaban las caras tapadas por pañuelos anudados en la nuca. ¡Tenía que despertar a sus compañeros!

—¡Anders, despierta! —Lo zarandeó con todas sus fuerzas—. Tenemos problemas.

—¿Qué te pasa, hermano? Siento que no puedas dormir, pero déjanos descansar a los demás

—dijo el bardo mientras se giraba hacia el otro lado.

Alérigan oyó cómo abrían la puerta de la posada, estaban perdidos.

—¡Despierta, atontado! —Siguió zarandeándolo—. ¡Están subiendo las escaleras!

Alérigan se levantó y sacó las dagas que Bilef les había dado en las cuevas del gremio, preparado para combatir. ¡Como odiaba esas armas tan pequeñas e inútiles!

Los hombres tiraron la puerta de una patada con un golpe ensordecedor que dejó a Alérigan fuera de combate por un segundo, pero enseguida recuperó la compostura y empuñó las dagas con fuerza. Al momento, Anders estaba en pie preparado también para el combate, a lo que Ishalta también desenfundó su daga afilada.

El espacio era muy reducido para luchar, Alérigan tenía que buscar una salida rápida para que no los acorralaran y le impidieran llevar a cabo su danza en combate. Pero sus enemigos también
se habían percatado de la ventaja de acorralarlos en un espacio pequeño, era como atrapar a tres ratoncitos contra una pared.

El primero que entró en la habitación cargó contra Alérigan que lo recibió con una defensa en cruz con sus dos dagas, lo que no le daba demasiada seguridad al ser tan cortas, pero resistió el golpe y el que se produjo en su cabeza por el sonido del acero. Entonces, el guerrero reaccionó rápido y, bajo su cruz defensiva, le propinó a su enemigo una patada en sus partes nobles que le hizo arrodillarse en el suelo bajando su defensa, cosa que Alérigan aprovechó para cortarle el cuello empujándolo hacia un lado, intentando aprovechar el espacio.

Anders también estaba ocupado con otro de aquellos gigantes que no le daba tregua entre golpe y golpe, pero consiguió escurrirse bajo su defensa y apuñalarlo en la barriga. Los dos hermanos se miraron, motivados, viendo que estaban venciendo el combate.

—¡Vamos, cobardes! ¿Quién es el siguiente? —dijo Alérigan pavoneándose.

Pero la alegría se marchó con rapidez cuando se dieron cuenta de que Ishalta estaba atrapada entre los brazos de uno de aquellos brutos, con un cuchillo al cuello rozándole la piel.

—Será mejor que tiréis las armas si no queréis que vuestra pobre amiga pierda la cabeza — los amenazó el que tenía apresada a Ishalta, apretando aún más el cuchillo contra el cuello de la chica.

—¡De acuerdo! —dijo Anders—. No le hagas daño, por favor.

Los dos hermanos tiraron las dagas al suelo con resignación, y con una patada se las acercaron a sus enemigos, que las recogieron con una sonrisa de autosuficiencia.

—Amarradlos bien fuerte, chicos— ordenó el líder.
Dos de ellos comenzaron a atar los brazos de los muchachos a sus espaldas con fuerza, de una forma que quedaron inmovilizados. Los otros dos que faltaban ayudaron a sus compañeros heridos: el que había atacado a Anders se sujetaba el estómago tratando de contener la hemorragia, pero el que había atacado a Alérigan se había desangrado a través del corte del cuello.

—¡Será bastardo! ¡Ha matado a Pet! —Se acercó a Alérigan y le descargó un fuerte puñetazo a la altura de la ceja derecha, que se le partió y comenzó a sangrar.

—¡Basta! —dijo el líder—. El jefe nos ordenó que no sufrieran ningún daño hasta que los lleváramos ante él.

—¿El jefe? —preguntó Anders.

—Sí, chavales. Habéis venido a su ciudad sin permiso, así que desea daros una lección para que aprendáis que las cosas en Olusha no son lo que parecen.

El resto del grupo de asesinos comenzó a reír mientras Ishalta, en medio de aquella prisión de carne, tragaba con dificultad al sentir el frío roce del metal. El bruto soltó a la mujer para que la ataran también, al igual que a sus compañeros.

—Bueno, muchachos, aquí empieza un viaje a lo desconocido para vosotros. Espero que estéis preparados para lo que se avecina, porque no va a ser bonito.

El líder sacó de su alforja tres sacos y se los pusieron en la cabeza. No podían ver absolutamente nada, y el olor de los sacos los mareó hasta que perdieron el conocimiento y cayeron al suelo, emitiendo un golpe sordo.

—¡Buenas noches, princesas!

Entre todos cargaron con los regalos que debían llevar a Lienne. No le iba a gustar mucho que uno de sus mejores hombres hubiera muerto.

Antes de salir de la posada, le dejaron unas monedas en el mostrador a Jack el Tuerto, que seguía allí limpiando sus jarras con el trapo marrón.

—Disculpe las molestias —dijo el líder de los asesinos al dejar las monedas de oro.

—No se merecen.

Y Jack cogió un cubo con una fregona que había preparado para la ocasión, y subió las escaleras para limpiar el estropicio.

Como siempre.

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