Capítulo 22
Los atherontes habían sido convocados a la Gran Sala común. Corrían rumores sobre una posible lucha, y estaban motivados ante la idea de armarse para la batalla. Llevaban casi toda su vida esperando ese momento: el combate cuerpo a cuerpo, la sangre enemiga encharcando sus armaduras y espadas, el cansancio tras un duelo a muerte y la celebración de la victoria.
Pero no era nada de eso, la guerra estaba tan cerca que se podía oler el hedor a muerte, pero aún no era el momento. Un alzamiento en armas ahora lo echaría todo a perder y el Sumo Sacerdote lo sabía perfectamente, por eso había convocado a sus siervos para informarles de la importancia de la situación que se les presentaba.
En la sala se respiraba la exacerbación de los presentes: era como tener un ratón encerrado en una habitación rodeada de gatos hambrientos y juguetones. El Sumo Sacerdote disfrutaba con aquella situación, viendo cómo todos se deshacían en ansias de sangre lia'harel.
Entonces se percató de la presencia que ahora lo seguía a todas partes, su hijo Vryëll. Estaba en pie a su lado, casi sin pestañear con la mirada perdida en el vacío, como perdida estaba ahora su alma y espíritu. Era curioso revivir los momentos anteriores al ritual: tan valiente y rebelde, y en qué había quedado... en una marioneta más en el juego de la vida.
Ethelhar irrumpió en la sala y todas las miradas se dirigieron a él, con su túnica color rojo carmesí y las llamas dibujadas en las telas. Era un superior como controlador del fuego, algo de lo que carecían el resto de los atherontes. Muchos intentaban alcanzar ese poder, pero morían calcinados en su propio fuego. El Sumo Sacerdote sabía que las llamas ostentaban su propio
espíritu y eran muy difíciles de doblegar, por eso aquellos que se confiaban acababan convertidos en cenizas. Sin embargo, Ethelhar aprendió a no subestimar su propio poder de destrucción y eso era lo único que lo mantenía con vida. Aunque cuando desataba su cólera los resultados eran impredecibles. Por ello el Sumo Sacerdote había decidido que no iría a esta expedición, no si querían recuperar a Lyriniah sana y salva.
—Os he reunido aquí porque sé que todos hemos sentido los cambios en la tierra. —Decidió que era el momento de aclarar la situación o se generaría un conflicto entre sus súbditos—. Pero aún no ha llegado nuestro momento de gloria.
El Sumo Sacerdote se levantó de su trono y se situó en el centro de la sala, donde podía ver y ser visto por todos los presentes.
—Nuestro Padre aún aguarda en su lugar de descanso, esperando por nosotros y ¡aún no ha perdido la fe en sus guerreros!
Con aquella afirmación los atherontes prorrumpieron en gritos de apoyo y de fidelidad, alzando los puños en señal de ansia de gloria.
—Está todo listo para su vuelta. Llevamos siglos buscando aquello que nos permita traerlo de nuevo a la vida, y ahora ya lo hemos encontrado. —Realizó un silencio dramático para caldear aún más el ambiente. Pero cuando lo teníamos entre nuestras manos y estábamos a punto de cerrar el puño, ¡esos malditos humanos nos lo arrebataron! —Hizo el gesto de cerrar la palma de la mano con dramatismo: si había algo que sabía el Sumo Sacerdote era que el teatro es la mejor forma de embelesar a las mentes débiles.
—¡Malditos humanos! ¡Acabemos con ellos, no son más que un estorbo! —gritó uno de los guerreros, enarbolando su espada.
Los presentes le apoyaron entre gritos y gruñidos de rabia.
—Los humanos, como todo en esta tierra, tienen que cumplir su función. No podemos exterminar una raza sin más. —Sonrió y añadió—: Aún no. Cuando Áthero se despierte, será él quien decida el destino de los humanos, pero hasta entonces los mantendremos a raya.
—¿Adónde queréis llegar con todo esto, mi maestro? —preguntó Ethelhar cansándose de tanta parafernalia. La suya estaba claro que no era una mente débil.
—Esos humanos se llevaron nuestra llave hacia la eternidad, hacia los tiempos de Áthero, el momento en que Él regresará para que nuestra raza alcance la máxima gloria. ¡Y debemos recuperarla!
De nuevo todos saltaron de emoción, el Sumo Sacerdote había conseguido lo que quería. Ahora era el momento de explicar la misión que se les iba a encomendar.
—He decidido crear un equipo que se encargará de encontrar a esos seres repugnantes y traer de vuelta aquello que nos pertenece. Ya Vryëll les dio la oportunidad de entregarla por las buenas, ahora debemos acabar con ellos de una vez por todas.
Los atherontes miraron hacia lo que quedaba de Vryëll, no podían creer que aquel guerrero nato les hubiera dado la oportunidad siquiera de hablar.
—Gran señor, me presento voluntario para llevar a cabo tal cometido. —Ethelhar se arrodilló a los pies del Sumo Sacerdote.
—Me temo que no eres el más apropiado para esta misión, Ethelhar. Tus habilidades me son muy útiles, pero no esta vez.
—¿Qué? Maestro, os he servido fielmente en todos los cometidos que me habéis encomendado, dejadme seros útil una vez más. —La voz del Conjurador sonaba suplicante y anhelante.
—Quiero que se encarguen de esto los Conjuradores del resto de Elementos, pero no de Fuego. Lo último que queremos ahora es causar la destrucción de otra ciudad humana y que estos se conviertan en un estorbo para nuestros plantes.
Ethelhar se levantó del suelo y miró fijamente al Sumo Sacerdote, su superior, olvidando por un momento quiénes eran y dónde estaban.
—Aquello fue un error y no volverá a pasar. Y recuerdo que vos estabais allí cuando las llamas crecieron y no lo impedisteis.
De pronto, una fuerza invisible golpeó al Conjurador en las piernas, y cuando se dio cuenta volvía a estar arrodillado en el suelo con una sensación de opresión en el pecho que le iba arrebatando el aire con cada respiración. El Sumo Sacerdote se acercó y colocó su cara a la altura de Ethelhar, mirándolo a los ojos fijamente.
—No te olvides delante de quién estás. No vuelvas a utilizar ese tono conmigo, no me gustaría perder ese don tan maravilloso tuyo por una pataleta de niño pequeño —le dijo en voz baja, de forma que solo pudieran oírlo ambos—. Así que de ahora en adelante acepta mis órdenes sin rechistar porque si fui capaz de hacerle eso a mi propio hijo, imagínate lo que haré contigo que no significas absolutamente nada para mí.
La amenaza le heló la sangre, se quedó inmóvil durante unos segundos, allí arrodillado bajo la atenta mirada del resto.
—Sí... sí, mi señor. Si no deseáis que acuda en esta expedición, lo comprendo.
—¡Estupendo! —El Sumo Sacerdote continuó, olvidándose de que aún Ethelhar estaba allí arrodillado bajo su fuerza psíquica—. Bueno, como he dicho antes, quiero que la expedición esté formada por los Conjuradores del resto de los Elementos.
Seis Conjuradores dieron un paso al frente y se arrodillaron ante el Sumo Sacerdote. Pero aquel equipo estaba vacío: tenía una gran potencia mágica, pero les faltaba músculo, fuerza física. Entonces se percató de que Vryëll seguía allí parado, quizá había llegado el momento de poner a prueba su nuevo juguete.
—Además, Vryëll os acompañará y será mis ojos y mis oídos en todo momento. El guerrero carente de alma se colocó al lado de los Conjuradores y se arrodilló.
—Muy bien, ahora sí que está completo. Partiréis al anochecer, os dirigiréis hacia el gremio de esos fanáticos, pero no quiero ningún escándalo. Debéis ser sigilosos y solo atacar cuando estéis seguros de que la muchacha está con ellos.
Y la jugada estaba hecha, ahora todo dependía de la suerte que tuvieran en su búsqueda. Aquellos Hijos de Dahyn morirían muy pronto, sus vidas pendían de un hilo muy fino que él mismo segaría.
Ishalta había corrido hacia la entrada de Eluum en cuanto vio que Anders y Alérigan se marchaban a Olusha. Aquello le había supuesto un dilema: ella creía que debía marcharse con ellos, pero por otro lado estaba su deber como Buscadora de la Luz.
Pero la muchacha sabía que, de haber una respuesta, los lia'harel se la darían y en una situación como aquella no se negarían a escucharla. Las vidas de humanos y lia'harel estaban en juego de la misma forma.
Cuando llegó a la entrada a los pies del gran árbol, se arrodilló y comenzó orar en la lengua de los habitantes de Eluum. La oración hablaba de buscar refugio en la Madre cuando no había esperanza. Ante sus palabras, unas puertas de madera blancas se abrieron en el mismo tronco del árbol desprendiendo una luz cegadora. Por muchas veces que Ishalta había visto aquello no dejaba de sorprenderla y aterrarla al mismo tiempo, podía sentir la magia resurgir del árbol, una magia tan intensa que recordaba los tiempos antiguos cuando cualquier árbol de Miradhur era capaz de provocar esa luz.
Ante ella aparecieron dos lia'harel: un hombre y una mujer. Armados con sus largas lanzas de madera blanca y vestidos con trozos de cuero que tapaban solo su intimidad. Los caminos de savia brillaban con tal intensidad aquella noche que le era casi imposible reconocer quién se hallaba ante ella.
—Ishalta, ya hemos hablado de esto. Tu condición no te da derecho a venir a reclamar la ayuda de la Madre —dijo el hombre, hablando en el idioma de los habitantes de la superficie perfectamente.
—Discúlpame, Sefiir —Ishalta había reconocido la voz de un viejo amigo—, pero esta vez es de vital importancia. No habría acudido a vosotros si yo misma hubiera sido capaz de solucionarlo.
—Siempre nos dices lo mismo, pero no podemos cuidar de ti. Sabes que no eres de los nuestros, al menos no del todo —dijo la mujer que acompañaba a Sefiir—. Por atender tus súplicas podemos sufrir graves consecuencias.
Ishalta no podía evitar que la tristeza la azotara con aquellas palabras: «No eres de los nuestros, al menos no del todo».
—Y si no soy de los vuestros y tampoco soy de los humanos, ¿adónde pertenezco?
—Ishalta, por desgracia has nacido entre dos mundos muy distantes. Algo que para tus propios padres es una vergüenza, nosotros no podemos aceptarlo sin más. —Sefiir se acercó a ella y le colocó las manos en los hombros—. Al menos heredaste el gran corazón de tu madre y su fuerza, eso es algo que nadie te puede arrebatar y siempre podrás llevar con orgullo.
—Y su magia... —dijo Ishalta con una media sonrisa de condescendencia.
—Cierto. Además, la Madre te ha obsequiado con el don de la magia tan diferente que utilizaba ella. Sé que te sientes perdida, pero no temas porque con el tiempo encontrarás tu lugar en este mundo.
—Si es que queda algo de mundo para entonces, Sefiir —le contestó la muchacha.
—¿Qué quieres decir?
—He oído una profecía que le fue revelada a unos jóvenes humanos, traidores a su gremio. Por eso he venido en busca de vuestro consejo.
—¿En qué consistía esa profecía, muchacha? —dijo la otra lia'harel, que hasta el momento había permanecido ausente.
—Iba sobre el fin de ambas razas, la de mi padre y la de mi madre. Hablaba del despertar de Áthero, que vendrá a cuidar de sus hijos, y algo así de que solo el hijo verdadero luchará. —Ishalta dijo esto último intentando quitarle importancia, pero se percató de la contracción en el rostro de aquellos dos seres majestuosos al oír el nombre del mago más temible de todos los tiempos.
—Ishalta, amiga mía. Tienes que relatarme esa profecía completa con las mismas palabras que utilizaron esos muchachos y decirme de dónde la obtuvieron. Es muy importante —suplicó Sefiir.
La Buscadora de la Luz le contó todo lo que Anders le había explicado, incluso lo que habían hecho esos muchachos por Nym, aquella misteriosa dama presa de un árbol.
—¿Y dices que la muchacha estaba viva cuando la sacaron del árbol? —preguntó Sefiir, dándole más importancia a la historia de Nym que a la propia profecía.
—Así es. Dicen que tardó mucho en despertarse y que cuando lo hizo hubo una gran explosión o algo así, y destruyó una montaña entera.
—¡Por la Madre, el fin está muy cerca! —Sefiir miró a su compañera, con los ojos muy abiertos y el miedo trazado en la mirada.
—Por eso necesitaba vuestro consejo, Sefiir. ¿Qué he de hacer?
—Debes seguir a esos humanos. Ayúdalos en lo que te pidan y cuando encuentres a esa muchacha, Nym, debes acabar con su vida.
—¿Qué? ¿Estás loco? Es un lia'harel, es una chica inocente. Yo jamás la mataría. —Ishalta se levantó del suelo y comenzó a andar nerviosa por el claro.
—Tú no lo entiendes, ella será la responsable de nuestro fin. —Sefiir sabía cómo podía obtener lo que necesitaban de Ishalta, pero no quería hacerle daño a la pobre muchacha.
—No, me niego a hacer algo tan horrible. Además, Anders y Alérigan me matarían a mí después. No, no, no lo haré. —A pesar de la constante negación, la duda asomaba tras las palabras de la joven.
Entonces Sefiir miró a su compañera y esta le habló a través de la mente, una habilidad de la que disponían todos los Lia'harel.
«Sabes que tenemos que conseguir que acaben con esa chica, sino estaremos todos perdidos». «Ya lo sé, pero no quiero utilizar a Ishalta para este cometido, tú misma dijiste que no era de
los nuestros. Si no lo es para lo bueno, no debe serlo para lo malo». «Pero podría ser su momento de formar parte de nosotros».
Sefiir se dio cuenta de lo que quería decir. Si Ishalta conseguía hacer eso por los lia'harel, era probable que finalmente fuera aceptada. Si no era así, siempre podían engañarla.
—Escúchame, Ishalta, si tú acabaras con esa chica podrías ser aceptada como lia'harel de una vez por todas. Nos habrías salvado y podrías venir con nosotros a Eluum —dijo señalando al interior del árbol de donde procedía aquella luz purificadora.
Ishalta se quedó hipnotizada, viendo en su mente imágenes de Eluum, de ella misma entrando y siendo vitoreada por todos los lia'harel presentes. Incluso se imaginó conociendo a su madre, si es que aún estaba viva, esperaba que sí. Y todo eso, todo lo que había soñado, a cambio de la vida de una desconocida, alguien que no era nada para ella y que, según le había contado Anders, ni siquiera tenía recuerdos de una vida pasada.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Ishalta decidida a cumplir su misión.
—Sigue a esos humanos adonde vayan, que te lleven hasta ella. Cuando la encuentres tendrás que atravesarle el corazón. Pero asegúrate que no respira antes de marcharte, que derrama hasta la última gota de su sangre, pues solo entonces habrá muerto por completo —le explicó Sefiir mientras le entregaba una daga que llevaba atada a la cintura—. Esta es una de nuestras armas más utilizadas, está muy afilada y te servirá en tu cometido.
—Pero no entiendo qué ocurre con esa joven, por qué es tan importante que muera. —Ishalta estaba decidida, pero aún tenía dudas sobre todo aquello.
—Esos traidores llevan décadas intentando resucitar a... —con su silencio Sefiir demostró el pavor que sentía ante la idea de la vuelta de la oscuridad de Miradhur— a su Padre, como ellos lo hacen llamar. Pero han fracasado estrepitosamente. Todos aquellos a quienes han utilizado para obtener el poder de la resurrección han muerto o fracasado, pero ahora tú me hablas de esa profecía y de esa muchacha que ha conseguido sobrevivir a su confinamiento. Todo eso solo puede significar una cosa: ya han obtenido el poder necesario para la resurrección.
—¿Nym resucitará a Áthero? —Ishalta estaba ahora tan asustada como Sefiir.
—Ahora mismo es difícil de explicar, pero creemos que de eso se trata. Si ella consigue llegar al Mausoleo, estamos perdidos, tanto los lia'harel como los humanos. —Sefiir le puso las manos de nuevo sobre los hombros, y la zarandeó de forma que se quedara mirándolo fijamente—. ¡Por eso es de vital importancia que acabes con su vida antes de que todo eso pase, sino todos estaremos perdidos y la Edad Oscura volverá a Miradhur!
—¡No, yo lo impediré! Te lo prometo, acabaré con esa joven y el Mago Oscuro no volverá a la vida. ¡Lo haré por todos, por mi familia humana y mi familia lia'harel!
Después de eso, Ishalta cogió la daga que le ofreció Sefiir y corrió en dirección a Olusha con todas sus fuerzas. No defraudaría al mundo, los salvaría a todos y conseguiría un lugar junto a los lia'harel.
—¿Crees que lo conseguirá? —preguntó la mujer que estaba junto a Sefiir.
—Tengo que creer en ella, es nuestra última esperanza. Al menos ya se ha ganado la confianza de esos dos hombres, a nosotros nos sería imposible.
—¡Humanos, siempre tan imprevisibles y pasionales! ¡Qué asco!
Sefiir se rio y volvió a entrar en su mundo, en Eluum.
Era cierto que los humanos se dejaban llevar por sus instintos y pasiones, pero Sefiir siempre había querido, al menos por un momento en su vida, tener un corazón humano y vivir intensamente como si cada día fuera el último.
Probablemente los humanos eran los únicos seres en la tierra que vivían la vida como debía ser, que sentían como se debía sentir: cada soplo del viento, cada nota musical, cada caricia en su piel como si fuera la última, pues así era: ellos eran los únicos conscientes de la fugacidad de la vida mortal.
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