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Capítulo 20

Pasaron la noche en la entrada de la cueva con un pequeño fuego que consiguieron prender pese a la humedad de la madera. Había sido un momento mágico bajo la lluvia, pero ahora al estar mojados el aire los estaba congelando. Comieron fruta que les había dejado Bilef en una de las bolsas, y una vez más pensaron en todo lo que le debían a aquel muchachito que se había jugado la vida por darles la libertad de nuevo.

Parecía que a Alérigan ya se le había pasado el efecto de la pócima de Soleys y la euforia del momento lo abandonó, pero ahora se sentían mucho más animados tras saborear la libertad.

La lluvia no cesaba y los hermanos deseaban pasar la noche tumbados sobre la suave maleza del bosque, pero así sería imposible.

—¡Eh, Anders, te echo una carrera!

Dicho aquello, Alérigan se levantó rápido como un depredador listo para cazar y comenzó a correr.

—¡Tramposo! —gritó Anders, mientras salía corriendo tras su hermano.

Eso era lo que necesitaban, ahora se sentían como en casa esquivando los troncos de los árboles, saltando por encima de las enredaderas, y limpiándose la lluvia de la cara. Alérigan llevaba bastante ventaja a pesar de su herida y miraba constantemente hacia atrás, viendo a su hermano esforzarse al máximo para darle alcance. No solo era más rápido que Anders, sino que sus largas piernas le proporcionaban una gran zancada imposible de igualar por los pasos pequeños de su hermano y esa forma tan peculiar que tenía de correr.
Cuando llevaban un buen rato corriendo, Alérigan alcanzó un claro del bosque y decidió parar para esperar y recuperarse del dolor que aquello le había causado. Notaba que gracias a la última pócima había mejorado notablemente, pero aún no estaba recuperado. Anders se frenó en seco y se agarró el pecho, mientras respiraba con cansancio.

—¡Eres un tramposo, hermano! —dijo el bardo entre respiraciones profundas—. ¡Siempre igual, cuando éramos pequeños no parabas de hacerme trampas!

—¿Has oído eso, Anders? —De nuevo el aguzado sentido del cazador hablaba a través de él.

—¡Sí, claro! Ahora yo me haré el tonto y tú volverás a salir corriendo.

—No, hablo en serio. Sígueme.

Alérigan se agachó y comenzó a andar agazapado. Su hermano se encogió de hombros y lo imitó. Caminaron así durante unos minutos con Alérigan deteniéndose de vez en cuando para escuchar con detenimiento y cambiar de dirección.

De pronto, vieron unas figuras blanquecinas que se movían al este de su posición. Ambos se agazaparon aún más, como acechantes bestias de la noche, y se dirigieron al lugar donde se movían aquellas figuras fantasmales.

Era un grupo de personas o eso parecía. Iban ataviados con unas largas túnicas blancas con capucha que les tapaban el cuerpo entero y rozaban prácticamente el suelo, lo que hacía parecer que flotaban en el aire. El frufrú de las suaves telas en movimiento era un sonido casi hipnótico para los muchachos que observaban el espectáculo. Habían estado cien veces en los bosques y nunca habían visto nada parecido.

La primera persona que avanzaba en el grupo llevaba entre sus manos una especie de vasija de un metal plateado que brillaba casi tanto como las estrellas. La llevaba con los brazos elevados
por encima de su cabeza llenándola con agua de lluvia, como si fuera una ofrenda de algún tipo. Los demás llevaban las cabezas bajas, y cargaban cestas con frutas y verduras en los brazos. Sin duda era una ofrenda, pensaba Anders.

Los muchachos decidieron seguirlos en silencio y observar adónde se dirigían. Caminaron durante largo rato entonando una especie de salmo que les resultaba desconocido. Tampoco reconocieron la extraña lengua que usaban.

Entonces se detuvieron frente a un gran árbol cuyo tronco era tan ancho y alto como una montaña, y que desprendía un brillo que embrujaba el ambiente. Era frondoso y sus hojas de color blanquecino parecían elaboradas en plata por un herrero de los dioses.

Anders y Alérigan no entendían cómo no habían encontrado ese lugar antes; aquel árbol descomunal era imposible que pasara desapercibido ante sus ojos. Les recordó un poco al mismo árbol donde habían encontrado a Nym, pero mucho más majestuoso y titánico.

Parecía que ya los sacerdotes habían llegado al lugar de su ritual, porque los salmos terminaron y se detuvieron justo frente al árbol. El que iba en cabeza comenzó a hablar en esa lengua extraña. El resto del grupo contestaba a lo que parecían unas oraciones y fueron dejando todas las cestas de comida a los pies del árbol. Cuando terminaron las ofrendas, formaron una fila delante del principal orador y este fue dándoles de beber de aquella vasija brillante llena de agua de lluvia.

Una vez vaciada la vasija se sentaron, se tomaron de las manos y realizaron una profunda reverencia. Era un espectáculo muy hermoso ver cómo esos seres ataviados con túnicas blancas se movían con tanta destreza y realizaban su ofrecimiento. Permanecieron en silencio durante unos minutos en aquella posición, como si cada uno de ellos estuviera haciendo su propia oración interna. El silencio fue roto cuando se levantaron al unísono y retomaron el camino.
—¡Vamos a seguirlos! —le dijo Anders a su hermano en un susurro.

—¿Estás loco? ¡No sabemos quiénes son! ¡Podrían ser enemigos!

—¡No me puedo quedar con la intriga! —El bardo siguió agazapado, pero reanudó la marcha. Alérigan resopló y siguió a su hermano.

El trayecto fue corto y de pronto se alzó ante ellos una especie de templo antiguo. Su estructura estaba elaborada en mármol blanco que había sido castigado por el paso del tiempo y había adquirido un tono grisáceo. Además, las enredaderas que habitaban en el bosque no se habían quedado al margen y habían colonizado zonas del edificio, resquebrajando y destrozando parte de la estructura. A pesar de aquel aspecto abandonado, el templo tenía una apariencia prodigiosa, como si una música celestial saliera del interior de sus dominios.

Los muchachos se quedaron observando cómo las personas entraban en el templo. Algunas se habían retirado las capuchas al llegar a su hogar y se percataron de que eran humanos, tanto hombres como mujeres. Del interior del templo, salieron correteando algunos niños a los brazos de sus padres, y el ambiente que se respiraba era de tranquilidad: de hogar y familia.

—¿Nunca os han enseñado que espiar es de mala educación? —dijo una voz que provenía de sus espaldas.

Cuando se giraron, vieron a uno de los sacerdotes que había realizado el culto tras ellos, con los brazos en jarras y, de haber podido verle el rostro, probablemente los estuviera mirando con expresión ceñuda.

Glerath había pedido a Bilef que lo acompañara a sus aposentos aquella noche. A la mañana siguiente saldrían a buscar a los prisioneros fugados a través de las mazmorras del gremio de los Hijos de Dahyn. Era una locura, según pensaba Glerath, ya los muchachos estarían en sus dominios, los bosques de Festa, que conocían como la palma de su mano. Él sabía que allí sería imposible encontrarlos.

—Gracias por venir tan pronto, Bilef. —Le sonrió—. Tú siempre tan diligente.

—Gracias, mi señor. —Bajó su enorme cabeza—. ¿Qué puedo hacer por vos?

—Sé que no te hace demasiada ilusión irte de expedición con Tiedric, pero es de vital importancia que los acompañes.

—Lo sé, señor. Sus deseos son órdenes para mí. Los guiaré a través de las cavernas y encontraremos a los muchachos lo antes posible —dijo con un tono triste y lastimero.

—Justo quiero que hagas lo contrario, muchacho.

—¿Qué? —Bilef estaba desconcertado.

—Quiero que hagas que se pierdan en esos túneles. Cuanto más tiempo tengan Alérigan y Anders para huir, mejor será. —Glerath se giró y cogió un viejo libro de su estantería.

—¿Quiere que engañé a Tiedric? ¿Y si me descubre? —El chico le tenía mucho miedo, y sin la protección de Glerath, sabía que estaba perdido.

—No lo hará. Tú simplemente mételos en esos túneles y las arañas gigantes harán el resto. Preocúpate de no salir herido. —Le entregó el libro—. Ten, muchacho, lleva esto contigo.

—¿Qué es? —Abrió el libro y vio miles de letras por todas partes, incluso por los márgenes, y algunos dibujos muy bien elaborados.

—Es el diario de Anders. Siempre lo lleva consigo y ahí están explicadas muchas de las cosas que hicieron cuando se marcharon de aquí. Si hay alguna forma de descubrir hacia dónde han ido, está en ese libro.

—De acuerdo, maestro. Haré lo que pueda. —Cogió el libro y lo apretó contra el pecho con fuerza, sería su tesoro de ahora en adelante.

—Pero, Bilef —Glerath se arrodilló para estar a la misma altura que el muchacho y le puso las manos en los hombros—, no te arriesgues demasiado: si ves que empiezan a sospechar de ti, guíalos por donde deban ir, sácalos de la cueva. Anders y Alérigan son fuertes, no se dejarán capturar tan fácilmente.

—S-sí, mi señor —dijo tartamudeando.

Con esto, Glerath lo guio hasta su armería personal y cogió dos hachas pequeñas, muy ornamentadas, con símbolos similares a hojas y enredaderas en su mango.

—Estas hachas me las regaló un viejo amigo al que aprecio, pero hace mucho tiempo que no veo. —El rostro de Glerath se ensombreció con tristeza—. Era un gran herrero y sus armas se decía que tenían una magia interna que sólo el Portador indicado notaría. —Suspiró—. Espero que aún esté vivo.

Bilef cogió las hachas. Sintió un cosquilleo suave en la palma de la mano y una leve luz salió de ellas, recorriendo los embellecimientos de los mangos. Glerath sonrió ampliamente: había encontrado un portador para sus hachas.

Ahora se sentía más tranquilo, Bilef no volvería a estar indefenso.
Los muchachos fueron empujados al interior del templo por aquel sacerdote. Durante el camino admiraron la construcción del lugar: parte del techo había sido derrumbado, aun así no entraba una sola gota de lluvia en su interior, pero sí que se podía ver el cielo a través de él. Anders pensaba que tenía que ser algún tipo de embrujo que los protegiera de las condiciones climatológicas, porque tras aquellas piedras que debían desprender una humedad que calara los huesos, se percibía un calor muy reconfortante. Casi agradecían que los hubieran capturado de nuevo para estar bajo un «techo» cálido. Además, cuando los había pillado ese hombre decidieron no empuñar las armas contra aquellas gentes, ya que no les habían hecho ningún mal y no parecían violentas.

Llegaron a un salón central donde se encontraban todos los asistentes al ritual, aún con sus capas blancas, y otros miembros del templo ataviados con ropas sencillas.

—Aquí les traigo a unos fisgones que he encontrado por los alrededores —dijo su captor.

—¿Dónde los has encontrado? —preguntó el más anciano de los presentes. Por su voz debía de ser el que había realizado las oraciones en el bosque.

—Creo que nos han estado siguiendo durante el ritual, y lo han visto todo —afirmó con tono de reproche.

—Disculpad, buenos señores —comenzó a hablar Anders—, no hemos querido molestaros. Estábamos corriendo por el bosque y os vimos a lo lejos y nos atrajo la belleza de vuestro ritual.

—Bajó la cabeza—. Si hemos cometido algún agravio a vuestro culto, os pedimos mil disculpas. Anders tenía ese discurso muy ensayado, las disculpas eran parte de su rutina de trabajo cuando
convivía con Alérigan.

Ante esas palabras tan bien elaboradas, los habitantes del templo se miraron con los ojos bien abiertos. De pronto estallaron en carcajadas, incluso el que los había arrastrado hasta allí.
—Ishalta, ¿de dónde has sacado a estos tipos tan raros? —dijo uno de los miembros del grupo, sujetándose la barriga mientras reía.

—¡Y yo que sé! —exclamó su captor, mientras se retiraba la capucha.

Era una mujer, aunque tenía una voz brusca que había hecho pensar a los muchachos que se trataba de un hombre. Bajo aquella capucha aparecieron unos rasgos muy llamativos: la muchacha tenía una mandíbula cuadrada que le confería un aspecto fiero, pero unos ojos marrones avellanados con un toque pícaro e infantil que contrastaban con todo lo demás. Su melena era rizada, salvaje y oscura, a la altura del mentón, y la llevaba revuelta y descuidada.

El más anciano se dirigió a ellos con una sonrisa cálida de bienvenida y les tendió la mano a ambos, con un apretón confiado.

—Bienvenidos a nuestro hogar. Este es el Templo de los Buscadores de la Luz —dijo mientras abría los brazos en dirección al lugar—. Yo soy Droll, el líder de este templo.

Los chicos aceptaron el apretón de manos y se presentaron.

Droll era un hombre de avanzada edad, pero aún conservaba un porte altanero y se podía intuir una espalda ancha y fuerte bajo la túnica.

—Os agradecemos en grado sumo que nos hayáis dejado entrar —agradeció Anders con una sonrisa—. La verdad es que estamos calados hasta los huesos.

—¿Qué hacíais en los bosques con el mal tiempo que hace? —les preguntó Ishalta.

—Es una historia muy larga. Droll esbozó una amplia sonrisa.

—¡Tenemos todo el tiempo del mundo! —exclamó, alegre—. Venid a mi habitación privada, allí os calentaréis y podremos hablar con calma.
Droll e Ishalta los guiaron por el templo hasta una pequeña habitación de piedra, con un hogar en el centro y varias librerías cubriendo las paredes. Al fondo había un humilde camastro que parecía puesto allí de forma improvisada.

Droll les dio unas mantas para que se abrigaran y colocó unas sillas entorno al fuego, donde se sentaron los cuatro.

—Bueno, muchachos. Queremos oír vuestra historia. —Droll se inclinó hacia adelante con curiosidad.

—¡Eso, eso! —se unió Ishalta.

Alérigan miró a su hermano, y ambos mentalmente decidieron que no volverían a mentir a nadie más que les abriera las puertas de su hogar, como ocurrió con Kindu y los Circulantes. Ya lo habían hecho una vez y se habían arrepentido de ello.

—Somos Hijos de Dahyn y nos hemos fugado de nuestra celda —reconoció Anders—. Iban a condenarnos al amanecer por haber ayudado a un lia'harel.

Ante aquellas palabras, los dos miembros del templo se miraron con una sonrisa de satisfacción.

—¡Tenéis que contárnoslo todo! —suplicó Ishalta.

Y entonces Anders volvió a relatar toda la historia de su aventura: desde su salida del gremio, hasta su vuelta a la prisión. La historia había crecido tanto que, cuando se dieron cuenta, el sol ya salía por el este y el fuego se había transformado en cenizas.

—Y tras la huida os seguimos durante el ritual y acabamos en este lugar —finalizó Anders.

—¡Vaya, ha sido una historia increíble!
Ishalta se había sobresaltado incluso cuando Anders contó el ataque de Vryëll al campamento y cómo había fallecido Kindu por darles una oportunidad de sobrevivir. Sin embargo, Droll parecía hipnotizado y no medió palabra durante la charla.

—Sí, hemos perdido mucho en el camino —comentó Alérigan con aflicción, recordando el momento de la muerte de Kindu y acariciando el filo de Cercenadora con el pulgar.

—Pero ahora estáis a salvo con nosotros. Ahora que conozco mejor vuestra historia, podéis quedaros el tiempo que necesitéis para descansa. —Droll les dedicó un gesto de amabilidad y compasión.

—Si no os importa, a mí también me gustaría conocer un poco de vuestra historia ―soltó el joven bardo sin pensarlo.

Droll miró a Ishalta y ella decidió comenzar su relato.

—Hace mucho tiempo que nos trasladamos a este lugar —rememoró la joven con voz cansada—. Al principio, iniciamos nuestro culto en la propia capital, pero fuimos expulsados y repudiados como una religión sectaria. Si preguntáis por ahí, seguramente os digan algo así, pero nosotros no hacíamos daño a nadie, solo queríamos la libertad. —Sonrió mirando hacia el techo inexistente—. Pero en la ciudad nunca la encontramos, así que nos trasladamos aquí.

—Pero ¿en qué consiste este culto del que hablas? —preguntó Alérigan.

—Somos Buscadores de la Luz. Adoramos a Runa, quien se sacrificó por la unión de nuestras razas. —Juntó las palmas de las manos en horizontal y agachó la cabeza—. ¡Alabada sea Runa, Hacedora del Nuevo Mundo!

—¡Alabada sea! —dijo Droll, realizando el mismo gesto que Ishalta.
—¿Runa? —Anders recordaba su historia: la esposa de Dahyn, el Padre, que había traicionado a su esposo por salvar a los suyos.

—Así es, Anders. La hija de Cihe, Sacerdotisa de la Luz. Ella se sacrificó por su pueblo y perdió aquello que amaba por encima de todo.

—Pero a nosotros no nos contaron la historia así —alegó Alérigan—. Se supone que ella había traicionado a Dahyn, dejándolo morir con Áthero.

—¡Eso no es cierto! —Ishalta se levantó furiosa—. ¿Cómo han podido desfigurar tanto a una heroína?

—Tranquila, Ishalta. —Droll la tomó de la mano—. Los Hijos de Dahyn han modificado la historia para conseguir controlar a las masas de forma que los lia'harel sean los malos de la historia.

—¿Y qué ocurrió en realidad, Droll? Alérigan y yo solo hemos podido escuchar las historias que se cuentan en el gremio, pero siempre he tenido mucha curiosidad.

—Runa fue traicionada por la Madre, que le mostró lo que la raza humana pensaba hacer a su pueblo si se quedaban en el núcleo de la tierra, pero no le mostró lo que le sucedería a su amado Dahyn ya que, de haberlo hecho, ella jamás lo hubiera abandonado. ¡Lo amaba de verdad! — Estaba claro que Ishalta vivía el culto intensamente.

—¿Creéis que ella fue víctima de la Diosa?

Alérigan no entendía mucho el tema de las religiones, pero siempre había oído que Runa se había transformado en una especie de ser diabólico que había atacado a la raza humana y liberado a su gente, e incluso había escuchado a un sacerdote de la ciudad decir que ella misma había sido quien había empujado a Dahyn al interior del núcleo, dejándolo atrapado para siempre.

—Runa deseaba cambiar el mundo tanto como Dahyn, pero los seres humanos somos traicioneros y mezquinos—. Ishalta hablaba desde el fondo de su alma, con un dolor tan intenso como el calor que se respiraba en aquella habitación—. Algunos que se han aventurado en el interior del Mausoleo dicen que aún se oye su llanto en el interior, que sigue ahí esperando a que su amado vuelva a la vida.

—Nosotros estuvimos dentro —dijo Anders sin pensar.

Pero entonces miró hacia su hermano y vio el cambio del semblante. Estaba recordando la experiencia vivida tras los muros de la locura.

—¿Y qué descubristeis? —Ahora era Droll el que estaba motivado con el giro que estaba tomando la conversación.

—Nada —contestó Alérigan con voz dura.

—Pero aún hay algo que no entiendo. —Anders cambió de tema rápidamente—. ¿En qué consistía el ritual que realizasteis cuando nos encontramos?

—Lo hacemos una vez cada tres lunas. Consiste en llevar alimento a nuestros hermanos y tomamos el agua del cielo como un acto de fe, pues consideramos que son las lágrimas de nuestra Hacedora del Nuevo Mundo, que alabada sea.

—Alabado sea su espíritu —dijo Ishalta, y ambos realizaron el mismo gesto de nuevo. Anders seguía sin entender muy bien a qué se referían con aquel acto de los alimentos.

—¿A «nuestros hermanos»? ¿A quién os referís?

—A los lia'harel, por supuesto —dijo Droll.

—¿Qué? —preguntó Anders de golpe—. ¿Están en estos bosques?
—No, en estos bosques no —contestó Ishalta—. Bajo estos bosques, concretamente bajo el árbol que visteis. Se trata de la entrada a Eluum, a lo que queda de su hogar.

—Pero Eluum eran unos bosques, ¿no es cierto? —preguntó Anders, sorprendido. Estaba descubriendo tantas cosas.

—Así era, pero ese árbol es lo único que queda de aquellos maravillosos bosques. Y esa raza, antes tan llena de vida y poder, ahora se esconde bajo un árbol casi sin alimentos ni fuerzas para vivir.

—Por eso lleváis alimentos —recordó Alérigan.

—Ahora permanecen escondidos en su madriguera, aterrados por una nueva raza que los atormenta y los caza como animales. —Droll se horrorizaba recordando todos esos sucesos.

—Los atherontes —dijo Anders.

—Sí, como ese tal Vryëll del que nos habéis hablado. —Ishalta pronunció el nombre con repugnancia.

—¿Y ellos aceptan lo que hacéis por ellos? —preguntó Anders. Se los imaginaba como una raza orgullosa e incapaz de aceptar la ayuda de los humanos después de todo lo que habían vivido, después de tantos enfrentamientos.

—Al principio nos negaban el acceso a sus territorios, ya que no todo el mundo puede encontrar la entrada a Eluum, solo aquellos de corazón puro pueden verla. Pero con el tiempo, vieron que lo único que pretendíamos era ayudarlos a recuperar la gloria del pasado. —Ishalta sonrió—. ¡Algunos incluso han venido a nuestro templo a compartir nuestra casa!

Anders no salía de su asombro, al igual que Alérigan. Sentían que habían vivido toda una vida bajo el embrujo de los sacerdotes del gremio y de la ciudad que habían envenenado sus mentes.
Ahora mismo tenían un cúmulo de sensaciones y se sentían un poco mejor por haber ayudado a Nym que, a fin de cuentas, no había sido más que una víctima de una guerra más grande que todos ellos.

—¿Qué pensáis de la profecía sobre la guerra que se avecina? —recordó Anders.

—Pues que los lia'harel lo saben, ellos sienten que la tierra se resiente bajo sus pies —dijo Droll—. Hace mucho tiempo que su líder nos dijo que se temía lo que se acercaba. Los atherontes cada vez son más y más poderosos, mientras que las filas de los lia'harel disminuyen por momentos.

Alérigan se levantó de repente.

—¿Y qué hay de los humanos?

—Los humanos no somos más que un estorbo en el camino de estas dos razas. Cuando ambas choquen en la batalla, nosotros estaremos en medio y ese será el final de los nuestros.

Todos se quedaron en silencio, Alérigan e Ishalta en pie, tensos. Era duro pensar que todo acabaría con una nueva guerra llevada a cabo por dos razas gemelas que habían tomado caminos diferentes y, sobre todo, que los humanos serían como una piedra en el camino: sin pena ni gloria.

—¡Aún podemos hacer algo! —dijo Anders—. Los humanos debemos posicionarnos y luchar para sobrevivir. De nada vale que combatamos contra dos enemigos a la vez.

—¿Y contra quién combatirás, Anders? —preguntó Alérigan—. Los Hijos de Dahyn son enemigos de ambos, han luchado toda su vida así. Es imposible convencerlos de que ayuden a unos y maten a otros: para ellos todos son iguales, todos aquellos que sean diferentes de la raza humana son enemigos.

—Pero piénsalo: la profecía habló de un Hijo verdadero. ¡Puede que haya un salvador de nuestra gente!

—En eso Anders tiene razón —confirmó Ishalta—. Si existe un salvador de la raza humana, tenemos que encontrarlo.

—¿Y por dónde empezamos a buscar? —preguntó Anders, no con ánimo desmotivador, más bien intentando encontrar una idea que los ayudara a avanzar en su travesía.

El tiempo había pasado con rapidez y ya el sol se encontraba en su punto más alto. Ni siquiera se habían percatado del hambre ni del cansancio, estaban centrados en aquella conversación que parecía que no les llevaba a ningún lado.

—Muchachos, creo que llevamos demasiado tiempo aquí encerrados, será mejor que comamos algo y descanséis unas horas—. Droll se levantó y abrió la puerta de la habitación—. Vayamos al comedor y ya continuaremos esta conversación en otro momento.

Tanto Anders y Alérigan como Ishalta, obedecieron al líder de los Buscadores de La Luz, y se dejaron guiar hasta el gran comedor, donde los miembros estaban descansando y comiendo. Se unieron al grupo, y por ahora decidieron olvidarse de todo y dejarse llevar por el ambiente alegre del lugar. Era casi como había sido el gremio para ellos cuando llegaron: un lugar lleno de esperanza.

El Sumo Sacerdote se encontraba en sus aposentos observando con detenimiento al nuevo y mejorado «Vryëll». Nunca lo había visto así, tan tranquilo y sumiso. Era como tener una nueva mascota, pensaba el líder de los atherontes.

Pero había algo que le hacía sentir cierta culpa, pues la principal cualidad de su hijo siempre había sido su rebeldía, su coraje y su temeridad; sin embargo, cuando había hablado de convertirlo en un Victimario, se transformó en el niño asustado que fue cuando el Sumo Sacerdote lo escogió para el sacrificio. Había sentido una regresión al pasado al verlo suplicante siendo arrastrado por las cadenas.

Pero allí estaba, de nuevo en su poder. Cuántas veces había jurado que los abandonaría, pero siempre volvía al hogar: siempre con aquel sentimiento de culpa por abandonar a su Lyrah.

El líder de los atherontes jugueteaba con una pequeña lágrima de cristal con un cordel que tenía en la mano.

—¿Ves esto, Vryëll, hijo mío? —le preguntó, pero no recibió respuesta alguna por parte del guerrero del escudo—. Esto que tienes ante tus ojos es tu alma: eso que te hace sentir, vivir, llorar, sufrir e incluso sonreír. Ya no está en tu cuerpo, puesto que ahora me pertenece. Tú me perteneces

—dijo recalcando el «tú»—. Por eso no sientes nada ni eres capaz de tomar decisión alguna que no salga de mis labios.

Era una situación tan curiosa; veía cómo los ojos rubíes de su hijo lo seguían por la habitación, atentos a cada palabra que pronunciase por si alguna de ellas era una orden, pero ahora carecían del brillo que desprendían cuando combatía o cuando le replicaba y se enfrentaba a sus superiores. Ya no era nadie, no era nada.

—Por un momento, cuando te vi suplicando que te matara, recordé cuando te encerramos en aquel árbol —se rio—, volviste a ser un niño asustado. Supongo que debiste pasarlo bastante mal en tu tiempo de cautiverio, pero ya eso se acabó: ahora no volverás a sentir absolutamente nada,
ni siquiera miedo, ni recordarás nada del pasado. —Se detuvo para luego decir—: Ni siquiera recordarás lo que te hice... no recordarás a Lyriniah jamás.

Este se giró entre risas, pensando en que al final había conseguido tener el hijo que quería: dócil y obediente. Ahora podría sacarle verdadero partido sin recurrir a la manipulación, simplemente con una orden conseguiría lo que quería, como debía ser.

Pero cuando aquel hombre se giró, no pudo ver cómo una pequeña lágrima recorría el rostro de Vryëll, escapando furtivamente de sus ojos color rubí y, por un momento, un débil brillo volvió a refulgir en su mirada, pero se apagó en silencio.

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