Capítulo 18
La humedad del ambiente se les estaba metiendo en las articulaciones. Los dolores de Alérigan habían aumentado desde que los habían llevado a aquellas catacumbas, que a pesar de todos los años que llevaban en el gremio no habían visto nunca. Eran unos calabozos oscuros dentro de la misma piedra de la montaña, y bastante amplios, o eso creían ellos, ya que no veían fondo a través de las tinieblas. Habían encadenado a cada uno de los hermanos en una esquina de la celda y desconocían cuánto tiempo llevaban allí.
Fueron arrastrados montaña abajo sin ninguna delicadeza, por lo que el descenso se les había hecho bastante rápido, sobre todo a Alérigan, que pasó la mayor parte del trayecto en un nivel de consciencia entre un mundo y otro, incapaz de hablar, incapaz de detener el avance hacia el gremio. Cuando llegaron los guiaron directamente a las catacumbas, y desde el momento en que las puertas de la celda provocaron el retumbar de la piedra, no volvieron a oír ni a ver nada, solo aquella puerta al inframundo que parecía devorar hasta la respiración de los hermanos.
Lo que peor llevaba Anders era la pérdida de la noción del tiempo: no tenía ni la menor idea de cuánto llevaban allí encerrados. Podían ser horas, o días, o quizá semanas. No lo sabía. Además, podía oír cómo la tos de Alérigan empeoraba por momentos en ese ambiente húmedo y frío. Oía su sufrimiento tan alto como el retumbar de los tambores en un Joqed, pero no podía ver nada y las cadenas le impedían aproximarse hacia donde imaginaba que estaba su hermano.
El bardo comenzó a notar cierta debilidad, posiblemente porque llevaban mucho tiempo sin comer. No podía creer que sus compañeros del gremio les estuvieran haciendo eso, era cruel e
innecesario. Sobre todo viendo el estado de salud en el que se encontraba Alérigan, cuya respiración se debilitaba cada vez más sin los remedios de Soleys.
«Soleys... ¿será este mi final?», pensaba Anders sin remedio. Pero decidió que no se dejaría vencer tan fácilmente, no sin luchar.
—¿Alérigan? —le susurró. No hubo respuesta—. Alérigan, por el Padre, dime que me estás oyendo. —Siguió sin haber respuesta—. ¡Alérigan!
—¡Calla, estaba intentando dormir! —En la oscuridad, Anders pudo detectar el tono burlón de siempre, pero sabía que estaba mintiendo—. ¿Qué te pasa? ¿Te da miedo la oscuridad?
—Ja, ja... Muy gracioso... ¿Cómo te encuentras?
—¿Sinceramente? —preguntó Alérigan.
—Sinceramente.
—Creo que estoy en las últimas, Anders. —La voz sonaba entre castañeteos de dientes—. Aunque cabe la posibilidad de que me vuelva loco antes de morir y acabe matándote a ti primero.
—Se oyó lo que parecía una risa, oculta entre los extraños ruidos que emitía el joven moribundo.
—No puedo creer que nos estén haciendo esto. ¡Hasta hace un par de semanas estábamos entrenando juntos en ese patio!
—Eso ya no importa, hermanito. Hemos decepcionado a Glerath y este es nuestro castigo. Moriremos aquí... en el olvido. —Las palabras iban desvaneciéndose poco a poco en su garganta y cada vez eran menos perceptibles.
—¡Me niego! —Anders se enfureció y se levantó del suelo, seguido del tintineo de las cadenas—. Encontraré una forma de salir de aquí, no te preocupes.
Pero esta vez no hubo más respuesta, ni broma irónica que proviniera del otro extremo de la cueva, solo hubo silencio, lo que hizo que Anders se temiera lo peor. Por suerte, el castañeteo de los dientes reveló que aún le quedaba algo de vida en el cuerpo.
El chico comenzó a explorar a través del tacto el poco tramo que le permitían sus cadenas, pero no encontró nada, y cuando se disponía a tirar la toalla, una luz se aproximó hacia ellos proveniente de una especie de pasillo que llegaba hasta la caverna. Por un momento aquella luz cegó a Anders, que se obligó a abrir bien los ojos para examinar por completo la cueva en pos de encontrar y memorizar la ubicación de una salida. A pesar de ello, lo único que pudo vislumbrar fueron unas dimensiones gigantescas de gruta habitada por estalactitas y estalagmitas.
El sonido de unas llaves introduciéndose en la cerradura de la celda le hizo volver la vista hacia el visitante misterioso. No podía diferenciarle bien el rostro, oculto tras las sombras provocadas por la antorcha que llevaba en la mano derecha. Este hombre misterioso se acercó a él, le dio un cuenco con algo que parecía ser comida y dejó otro junto a su hermano.
—¡Espera! —le gritó Anders—. Tienes que ayudarnos. Mi hermano está muy enfermo, no creo que aguante mucho más.
El hombre se giró para continuar su camino, pero probablemente la desesperación que irradiaba la voz de Anders le ablandó el corazón y se dirigió hacia Alérigan, que farfullaba palabras incomprensibles, fruto del delirio provocado por la fiebre. Le colocó la mano en la frente y la retiró rápidamente con un movimiento brusco. Tal vez por el calor que desprendía, pensaba Anders.
—Por favor, solo te pido que me permitas acercarme a él y darle de comer —rogó Anders.
—De acuerdo —aceptó el desconocido.
Aquella voz le sonó familiar. Por un momento se sintió trasladado a una época muy antigua pero inolvidable.
—Bilef, ¿eres tú? —preguntó.
Bilef había sido un muchacho tímido que había perseguido a Alérigan durante un tiempo; lo admiraba mucho. Su hermano le había enseñado muchas técnicas de combate, pero estaba claro que no era lo suyo: era torpe, lento e incapaz de sujetar una espada con firmeza. Glerath lo sabía, y lo había destinado a otras tareas que los chicos desconocían: ahora veían de cuáles se trataban.
El muchacho se puso nervioso y no supo qué hacer. Se quedó en medio de la caverna moviéndose sin ir a ningún lado, lo que provocó en Anders una risa que enseguida contuvo para no ofender al muchacho. No quería que se sintiera herido.
—Tranquilo, Bilef. No pasa nada, soy yo, Anders.
—Ya lo sé. Pero se suponía que no debíais identificarme, por eso llevo capucha —dijo señalándose la cabeza. Era cierto que llevaba capucha, una demasiado pequeña para su enorme cabeza, lo que le hacía parecer un bebé gigante—. Ahora todo se ha ido al garete y Glerath me castigará.
—No, tranquilo. Él no tiene por qué saberlo, yo no se lo diré. —Anders le dedicó una sonrisa—
. Alérigan y yo no volvimos a saber de ti. Pensamos que te habías marchado del gremio.
—No, qué va. Glerath me mandó a servir en las mazmorras. Aquí me siento bastante cómodo, ¿sabes?
—Me alegro mucho de que encontrarás tu lugar en la hermandad. —Anders no lograba entender cómo alguien podía sentirse cómodo dentro de aquella fría roca—. Oye, Bilef, tengo que
pedirte algo. Alérigan está muy enfermo, tiene una fiebre muy alta y hay una cosa que podría curarlo.
—¿De qué se trata? —El muchacho quería ayudar, pero estaba asustado.
—Cuando nos trajeron hasta aquí, traíamos varias alforjas, ¿verdad?
—Sí, Tiedric las confiscó todas.
—Pues en una de esas alforjas hay una serie de pócimas de colores en botes de cristal. — Anders cogió aire y soltó—: Tienes que traérmelas.
Bilef se quedó con la boca abierta, mirando de un lado a otro: primero a Anders con cara suplicante, para luego saltar al otro chico. Él sabía que un héroe como Alérigan no podía morir en un lugar así, tendría que ser luchando contra bestias gigantes y salvando damiselas. Pero si los ayudaba se jugaba el cuello. «¡Qué duro es ser carcelero!», pensaba el muchacho.
Tomó una decisión y se acercó a Anders. Comenzó a soltarle las cadenas y, una vez liberado, el joven se acarició las muñecas que llevaban días resentidas entre aquellos grilletes.
—Si te traigo la alforja, ¿Alérigan vivirá? —le preguntó con timidez.
—¡Claro! Te lo prometo.
—¡Las traeré lo antes posible!
El muchacho atrancó las puertas y se marchó correteando por el pasillo como un niño pequeño. Anders confiaba en que su inocencia infantil le permitiera acceder a sus cosas sin problemas, era su única esperanza.
Se comió el plato de comida y ayudó a su hermano a comer algo, aunque con mucha dificultad.
Bilef sonrió para sí, decidido. Era su momento de gloria, tenía que demostrarle a Alérigan y a Anders que él también podía ser un héroe. Pero la voluntad no lo era todo, tenía que entrar en los aposentos de Tiedric y sacar la alforja sin que se diera cuenta, cosa bastante complicada.
Tiedric era un imbécil, constantemente se portaba mal con él, y lo insultaba y avergonzaba delante de los otros hermanos. Alérigan siempre lo había defendido de tipos como ese y por eso lo admiraba tanto, aunque fuera un poco tosco a la hora de relacionarse con la gente. Tenía buen corazón, él lo sabía.
Abandonó su ensimismamiento y se centró en aquella misión de vital importancia. Llevaba largo tiempo observando los movimientos de Tiedric para saber dónde se encontraba en cada momento. Ahora estaba en la sala común, se había tomado unas copas y estaba solo en una mesa, con la cabeza incrustada en su jarra de aguamiel.
Era el momento perfecto.
Corrió a toda velocidad, de puntillas para ser más sigiloso, atravesando la sala común y se dirigió a los aposentos de los hermanos. El de Tiedric estaba al fondo del pasillo; era el más grande, ya que era un cargo importante dentro del gremio. Cuando intentó abrir la puerta vio que estaba cerrada, pero ese no era impedimento para un hábil carcelero como él.
Muchas veces las cerraduras de las mazmorras se atrancaban por el óxido y él había desarrollado una herramienta muy novedosa y de máxima elegancia que le permitía abrir las cerraduras sin introducir la llave. Esta herramienta consistía en un fino alambre doblado de forma estratégica que, con determinados movimientos, abría cualquier cerradura. «¿Una ganzúa? ¡No! ¡Las ganzúas son inútiles al lado de mi invento!», pensaba siempre Bilef cuando se metían con su ingenio inventor.
Con un ligero clic la cerradura quedó abierta. Por ahora la misión estaba siendo pan comido. Al abrir la puerta, lo abofeteó un tufo a calcetines sucios que casi lo dejó inconsciente.
La habitación era un verdadero desastre: había ropa por todas partes, papeles por el suelo, la cama deshecha. La cosa se complicaba para Bilef, era el momento de buscar.
Cerró la puerta tras de sí y comenzó la búsqueda del tesoro. Anders no le había descrito la alforja, pero recordaba haberla visto cuando llegaron los prisioneros. Lo primero que encontró fue una maravillosa hacha de un tamaño descomunal. Creía que también pertenecía a los chicos, pero eso sí que le costaría llevárselo. Aunque había algo más que le llamaba la atención: una especie de cuerno de madera que desprendía un brillo especial. Tenía que cogerlo todo, seguro que eran cosas importantes para sus amigos.
Al fin encontró la alforja con las pócimas. Cargó como pudo con ella, el cuerno y el hacha, pero cuando se dirigía hacia la puerta, Tiedric ya estaba allí observando la escena.
—¿Adónde te crees que vas, carcelero? —le preguntó con esa voz que le hacía temblar hasta las entrañas.
—Yo... es que... necesitaba... él tenía que... —Una frase se le unía con otra y se convirtió en el discurso más incoherente jamás pronunciado.
—Será mejor que sueltes todo eso y lo dejes donde estaba si no quieres que esto acabe mal.
—El tono amenazante de Tiedric hizo que las piernas del muchacho entrechocaran entre ellas.
—No lo escuches, Bilef —dijo una voz tras Tiedric.
Glerath había entrado en la habitación y los miraba con ojos inquisitivos.
—Le he ordenado yo recuperar esos objetos, ya que no son de tu propiedad y deben ser sometidos a una investigación exhaustiva por mi parte.
—Discúlpeme, maestro, desconocía tales órdenes. —Tiedric se desinfló completamente mientras Bilef sonreía—. De todas formas, me hubiera gustado que se me hubiera pedido permiso, y que Bilef no entrara en mis aposentos sin avisarme.
—Perdónalo por esta vez. Cuando le mando las cosas aprisa, hace lo que sea necesario para obedecerme. —Glerath le sonrió—. Ve a mis aposentos, Bilef, y deja allí todo lo que te he pedido.
Bilef salió corriendo de la habitación, y al pasar al lado de Tiedric agachó la cabeza; sabía que le estaba clavando una de sus miradas asesinas. Subió a los aposentos de Glerath y dejó allí el hacha y el cuerno, pero cogió algunas pociones de la alforja, todas las que pudo, y se marchó de vuelta a las cavernas.
Cuando Bilef abrió la puerta de nuevo, los dos hermanos estaban dormidos el uno al lado del otro. Alérigan continuaba respirando de aquella forma extraña, agónica. Parecía que se estuviera ahogando constantemente. Soltó todas las pócimas, y con el tintineo del cristal contra el suelo Anders se despertó sobresaltado.
—¿Lo conseguiste? —Aunque se acababa de despertar, Anders tenía los ojos abiertos como platos.
—¡Claro, tenía que salvaros! —exclamó el muchacho con una amplia sonrisa y los brazos en jarras.
El joven bardo no se lo podía creer: no había traído la alforja, pero estaban todas las pociones necesarias para que Alérigan se recuperara, al menos por un tiempo. Comenzó a dáselas una por
una: primero una para el dolor, luego otra para la temperatura elevada, otra para las contusiones, y así hasta un total de siete brebajes.
—Gracias, amigo. Si no llega a ser por ti, ahora mismo mi hermano estaría muerto. —Anders le puso la mano sobre el hombro.
Por un momento pensó en golpearlo y coger las llaves para escapar, pero el pobre muchacho se había esforzado tanto por ellos que le dio lástima y decidió buscar otra salida menos violenta.
A lo que Anders consideraba que era el día siguiente, recibieron otra visita inesperada. Ya Alérigan se estaba recuperando, al menos podía hablar y respiraba con normalidad, pero aún le dolía todo.
Glerath acudió a verlos y tras abrir la portezuela se quedó allí de pie, sin dirigirles la palabra. Algo que hacía que los chicos se sintieran aún peor de lo que ya se sentían.
—¿No vas a decirnos nada, maestro? —le preguntó Anders cabizbajo, en señal de respeto.
—¿Para qué? Ya sabéis todo lo que vengo a deciros.
—Glerath, tienes que escucharnos. Danos la oportunidad de explicarte todo lo sucedido, por favor.
—No, Anders. Ya sé lo que sucedió: encontrasteis a un Catalizador en la Montaña Nubia, y en lugar de acabar con él, como os correspondía, le salvasteis la vida. —Glerath miró a Alérigan—. ¿No es así, renacuajo?
—Sí, así es —contestó él avergonzado.
—¡Pero no fue así! Ella era inocente, maestro. Estaba enferma.
—¿Ella? —preguntó Glerath.
—Sí, era una muchacha. La encontramos dentro de un árbol y sin querer la liberamos, aún no sabemos cómo. —Anders había decidido que ya no había mentiras que valieran—. Luego buscamos la forma de despertarla y acabamos metidos en un cúmulo de locuras. Fue todo...
—Culpa mía —terminó Alérigan la frase de su hermano, que lo miró desconcertado—. Anders me dijo que debíamos acabar con su vida, pero yo fui incapaz de hacerlo. Pensaba ayudarla a recobrar el sentido y luego dejarla marchar.
Glerath sabía de la curiosidad de Anders hacia los lia'harel. Tenía claro que la decisión de salvarla había sido cosa suya, pero algo en la expresión de Alérigan le hacía pensar que él tampoco había deseado matarla.
—Aún recuerdo al primer lia'harel que conocí —dijo Glerath—, también era una mujer: joven, muy hermosa. Tenía unos ojos capaces de hipnotizar al más inteligente de los hombres y yo no fui una excepción.
—¿Te enamoraste de ella? —preguntó Anders con mucha curiosidad, aunque luego se arrepintió de la pregunta.
—Como un tonto. Pero por suerte para mí nadie lo supo nunca, y mi traición quedó oculta tras la guerra que había comenzado entre nuestras razas. —Glerath recordó la crudeza de aquellas batallas y, por un momento, volvió a encontrarse entre un mar de cadáveres.
—¿Supiste qué fue de ella, maestro? —Ahora Alérigan también se mostraba curioso.
—No. Supongo que murió al igual que otros muchos de su raza. Pero lo importante es que yo me di cuenta de mi error y lo corregí con creces. —Glerath los miró a ambos—. Sin embargo, vosotros no habéis tenido tanta suerte como yo en su día, pues vuestra traición ha sido conocida por todos y no puedo dejar que quede impune.
Glerath odiaba ese momento que le había tocado vivir. Eran como sus hijos, los que había tutelado y guiado desde pequeños. Nunca olvidaría aquel momento en que los vio salir del laberinto del Mausoleo de Dahyn. Pero un líder debe imponer la ley, así debe ser.
—¿Qué va a pasarnos?
—Me temo que seréis entregados al Padre al amanecer. Seréis sacrificados por vuestra deshonra en el mismo lugar donde un día realizasteis el juramento que hoy habéis incumplido.
Con aquellas palabras, Glerath cerró la portezuela de la mazmorra y se marchó, dejando a los jóvenes en un estado de desesperanza absoluta. No solo habían herido a una de las personas que había creído en ellos, también estaban deshonrando a todo el gremio de los Hijos de Dahyn al completo.
—¿Te arrepientes de algo, Alérigan? —le preguntó de repente Anders, mientras se volvía a apoyar contra la pared al lado de su hermano.
—De muchas cosas —dijo sonriéndole—. Me arrepiento de no haber visitado más mundo, siempre quise conocer la ciudad de Olusha. ¿Y tú?
Olusha era una ciudad portuaria que se enriquecía gracias a la pesca y al comercio de sus productos con Festa. Alérigan recordaba oír hablar en la ciudad del festival de la pesca que se celebraba allí, donde se premiaba a los mejores pescadores y había bailes donde las mujeres se decoraban los cabellos con flores silvestres y danzaban hasta que el sol despuntaba al alba. Debía de ser digno de ver.
—Pues... —Anders se quedó un momento pensativo—. Me arrepiento de no haber visitado Olusha contigo, hermano.
Ambos sabían que aquello era mentira, tanto por parte de uno como del otro.
Alérigan se arrepentía de tantas cosas. Ahora, al borde de la muerte, pensaba en su padre, en dónde estaría y si seguiría con vida. Esperaba que no, que hubiera muerto de una forma atroz como su madre. Y, para su sorpresa, la imagen de Nym vino a su mente. «¿De qué me arrepiento exactamente?». Decidió no pensar más en ello.
Anders cavilaba sobre los Circulantes, en la visión que había tenido de una vida con ellos, con aquella familia imaginaria. Pero sobre todo pensó en Soleys, pero no se arrepentía de no haberle dicho lo que sentía, sino de no haberle dado más fuerzas para luchar por su pueblo. Si Soleys supiera de sus sentimientos hacia ella, su pérdida solo supondría más sufrimiento.
—Podría haber sido peor, ¿sabes, Anders?
—¿A qué te refieres?
—A nuestra forma de morir. Podríamos haber muerto en alguna batalla, los dos separados y tirados en medio de un centenar de muertos. De esta forma por lo menos lo acabaremos juntos, como empezamos.
—Tienes razón.
Era un consuelo inútil, pero en aquel momento era lo único que tenían aquellos dos muchachos: el consuelo de que no morirían solos.
Compartirían la vergüenza hasta el final.
Los volvió a despertar el tintineo de las llaves en la puerta, pero esta vez no era Glerath el que entraba, sino Bilef. Alérigan no entendía qué quería. Hacía poco que les había traído la comida, no les tocaba comer de nuevo. Pero entonces se fijaron en que llevaba varias bolsas.
—¿Qué ocurre, amigo? —le preguntó Alérigan.
—Os marcháis de aquí ahora mismo, chicos —dijo con una sonrisa socarrona, dejando las bolsas en el suelo.
—¿Qué? —preguntó Anders, aún adormilado.
—Aquí dentro hay comida para el viaje y algunas pócimas más que pude coger de vuestra alforja. También he robado unas dagas de la armería, por si encontráis dificultades en el camino.
—El muchacho hablaba con mucho orgullo y más cuando veía las caras de Anders y Alérigan.
—Pero... ¿por qué haces esto? Te estás jugando mucho ayudándonos, Bilef.
—Tranquilo, Alérigan. No os merecéis morir como si fuerais traidores, no permitiré que acabéis así.
—¡Muchas gracias, Bilef! ¡Te debemos la vida! —Anders le dio un abrazo tan fuerte que levantó al muchacho en peso.
—¿Y qué le dirás a Glerath cuando encuentre la mazmorra vacía? —Alérigan no quería que el muchacho sufriera un duro castigo por su culpa, no podría cargar con esa culpa.
—Tranquilo, yo me encargo —dijo con mucha seguridad—. Lo importante es que os marchéis ya, o no tendréis tiempo de alejaros lo suficiente de aquí.
Los dos jóvenes se levantaron del suelo y Bilef soltó las cadenas de Alérigan que, hasta el momento, habían sido completamente innecesarias. Ya con los petates cargados, Alérigan se quedó pensativo; Anders estaba en la puerta, rumbo a la libertad y volvió la vista.
—¿Qué te pasa, Alérigan?
—No me voy de aquí sin Cercenadora. —Alérigan había hecho una promesa que pensaba cumplir costara lo que le costase.
—¿Estás loco? ¡Muerto no podrás vengar a nadie! ¡Tenemos que largarnos!
—No, Anders. Hice una promesa y no voy a faltar a ella. No romperé otro juramento. —El guerrero aún conservaba el dolor de haber roto su palabra hacia el gremio.
—¿Quién es Cercenadora? —preguntó Bilef.
—Quién no, más bien qué. —Anders movió la cabeza en gesto de negación—. Es el hacha que llevaba Alérigan cuando llegamos aquí.
—¿Os referís a esta cosa? —Bilef arrastró hasta la celda a Cercenadora.
—¿Cómo la has encontrado? —La ilusión volvió al rostro de Alérigan.
—La robé de la habitación de Tiedric, junto con esto —dijo mientras sacaba de debajo de su túnica el cuerno de Anders.
—No puede ser, ¡el cuerno de Koreg! —El bardo se lo quitó de las manos y, por un momento, se sintió como un niño pequeño el día del aniversario de su nacimiento.
Ahora sí se sentían con fuerzas para realizar el viaje, pues todo aquello que habían perdido de valor lo estaban recuperando.
—Ahora, marchaos antes de que se despierten los hermanos y os pillen a medio camino. Os enseñaré un túnel que desemboca en los bosques de Festa. Tened mucho cuidado, hace años que no se utilizan y a saber las bestias que habitan en su interior.
Salieron de la celda y caminaron unos cuantos metros. A lo largo de la caverna había una veintena de túneles, los jóvenes no sabían cómo era capaz aquel chico de guiarse.
—Es este —les dijo señalando uno de los túneles—. No tiene bifurcaciones, es solo seguir recto. —Agachó la cabeza con timidez—. Espero haber sido de ayuda y que algún día me llevéis a vivir una aventura con vosotros.
—¡A la próxima, te apuntas! —Alérigan le puso la mano en la cabeza—. Gracias, Bilef. Estaremos eternamente en deuda contigo.
Anders se despidió del muchacho y comenzaron a atravesar el túnel que les llevaría a su libertad.
Glerath se encontraba en su cómodo sillón con una copa de un vino tan amargo y oscuro como la sangre en abundancia. Daba vueltas a su copa con gesto nervioso, expectante, mientras observaba la lluvia tras el ventanal de sus aposentos. «Un día aciago para planear una huida», pensaba para sí mismo.
Un suave golpeteo lo sacó de su trance y ordenó al visitante que pasara. Los pasos de Bilef siempre habían sido muy sigilosos, una cualidad que el maestro valoraba mucho y que había empezado a darle un uso apropiado.
—Pasa, muchacho. ¿Deseas una copa de vino? —le ofreció.
—No, maestro. Pero gracias. —Siempre hablaba con timidez, sobre todo delante de él—. ¿Me habéis hecho llamar, mi señor?
—Claro, hijo. Quería saber si las cosas iban bien por ahí abajo, en las mazmorras quiero decir. Me ha parecido oír jaleo.
—No, señor, todo va según habéis planeado. —Bilef hizo una reverencia bastante cómica.
—Bien, me alegro mucho. Te has convertido en alguien muy importante para mí, Bilef. Eres un buen muchacho y algún día llegarás lejos, seguro.
Glerath se levantó de su sillón con la copa vacía, la llenó de nuevo con aquel vino extraño y se pasó la copa por la nariz, absorbiendo el aroma profundo del brebaje. Entonces volvió a mirar por la ventana y le surgió una duda.
—¿Les diste ropa de abrigo?
—No... no, señor. —Bilef se golpeó la frente—. ¡Se me olvidó!
—Lástima —dijo Glerath con una sonrisa en los labios—. ¡Está lloviendo a cántaros!
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