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Capítulo 17

El Sumo Sacerdote estaba enfurecido, una vez más había dado una oportunidad de redimirse a su hijo y había vuelto a fallarle, a traicionar a los suyos, sin ningún tipo de remordimiento. Ahora no tenía otra opción que castigarle, o sus súbditos lo tomarían como una señal de debilidad.

Y ahí estaba Vryëll: arrodillado en el suelo, encadenado de pies y manos, destrozado por las palizas propinadas por los Sacerdotes Victimarios, que sujetaban las cadenas por el otro extremo como si fuera su mascota y la estuvieran sacando a pasear. Sin embargo, y a pesar de toda aquella parafernalia, la cabeza de Vryëll se mantenía erguida, sin respeto hacia su superior y provocándole. «Si aunque solo fuera por una vez en tu vida me mostrarás sumisión, esto no tendría que ser así», pensaba el Sumo Sacerdote, que veía que la sala se llenaba de los atherontes que no estaban de caza. Todos querían disfrutar del espectáculo, adoraban cuando uno de los suyos, que intentaba ser diferente, sufría un castigo apropiado.

Nadie debía volar por encima de su escalafón.

Ahora sí que no había salida para Vryëll, y sufriría la peor deshonra y vergüenza que un atheronte podía padecer.

—Has sido traído hasta aquí por orden expresa de tu Sumo Sacerdote y, por lo tanto, la figura más alta de nuestra sociedad —hablaba Ethelhar con tono irónico—. Y, sin embargo, te has resistido a la autoridad y hemos tenido que utilizar la fuerza para doblegarte.

Mientras hablaba, el Evocador de Fuego se frotaba de forma inconsciente el hombro izquierdo. Vryëll había peleado como un animal herido antes de dejarse arrastrar hasta allí: había podido con
tres Sacerdotes Victimarios y un Evocador de Agua, muy pocas personas en el mundo podían luchar contra ellos y vivir para contarlo. Todo esto hacía que Ethelhar estuviera aún más furioso con él, pero después de lo que le esperaba, todo eso sería historia. Esto le hizo sonreír para sí mismo, porque sabía que, aunque fuera el hijo del Sumo Sacerdote, nadie escapaba a un castigo por traición.

—¿Tienes algo que decir en tu defensa, Vryëll?

—Sí —dijo con voz débil, pues las heridas que provocaban los Victimarios te destrozaban por dentro a pesar de que en el exterior no se manifestaran las graves lesiones—. Ojalá hubiera podido atravesarte con mi espada.

En cuanto terminó la frase, el Evocador le propinó un puñetazo que le partió el labio, dejando que una gota de sangre y saliva callera a través de la barbilla de Vryëll, que volvió a levantar la cabeza con una sonrisa forzada.

—¡Basta! —gritó el Sumo Sacerdote, apartando a Ethelhar—. Es el momento de que yo hable con el prisionero. —Carraspeó y continuó hablando—. Vryëll, ¿eres consciente de lo que se te acusa? —El guerrero asintió, sin apartar la vista del Sumo Sacerdote—. Se te hizo llamar porque fracasaste en la misión que se te había encomendado, además decidiste emprenderla sin informarnos de lo sucedido. Acudiste solo en busca de Lyriniah, sabiendo que encontrarías dificultades.

—Te he dicho mil veces que yo trabajo solo.

—¡No me interesan tus preferencias, Vryëll! Sabías que era una tarea de vital importancia, y aun así pusiste en riesgo la misión. Y no solo eso, sino que además pretendías llevártela lejos de nosotros. Eso... es traición. —Estas últimas palabras fueron como navajas para el Sumo Sacerdote.

—No nos olvidemos de la resistencia que opuso a la autoridad al ser solicitada su presencia, Alteza —dijo Ethelhar con una sonrisa burlona—. Eso también es traición, ¿verdad?

—Así es, Ethelhar. Doble traición, a su propia raza.

El murmullo rodeó la sala, los asistentes estaban agitados esperando un veredicto. Sin embargo, el Sumo Sacerdote no sabía qué hacer, se encontraba en un callejón sin salida. El castigo impuesto a los traidores era la castración mágica, que consistía en impedir que el traidor utilizara cualquier poder mágico, pero con Vryëll aquello no tenía ningún sentido ya que él se negaba en rotundo a utilizar ese poder. Ethelhar esperaba con ansia un veredicto de muerte, pero el Sumo Sacerdote era incapaz de dictar aquella sentencia, de firmar la muerte de su hijo allí, ante toda la sociedad de los atherontes.

Entonces se le ocurrió algo que quizá convenciera a los atherontes como castigo y no requiriera la muerte de Vryëll. Además, podría seguir siendo de utilidad.

—Todos sabemos lo que debemos hacer ante un traidor —dijo el Sumo Sacerdote dirigiéndose a todos los asistentes, que asintieron—, pero en el caso de Vryëll no sería un castigo lo suficientemente duro, ya que la magia no es importante para él.

—Por eso, yo propongo que lo condenemos a muerte, ¡no se merece nada mejor! —Ethelhar trataba de caldear el ambiente, y los atherontes, entre cuchicheos, le dieron el apoyo que deseaba.

—¡Silencio! —volvió a gritar el Sumo Sacerdote, que veía flaquear su autoridad—. Como sigas en esa actitud, Ethelhar, me temo que tendré que considerarlo una falta de respeto a la autoridad y, como ya he dicho, todos sabemos lo que hacemos con los traidores.

El Señor del Fuego cambió por completo el semblante, y se unió al gentío intentando pasar desapercibido; ya había cometido suficientes errores por hoy.

—También sabemos que las habilidades de Vryëll nos han sido útiles en muchas ocasiones — continuó el Sumo Sacerdote y miró a Vryëll—, y sería una lástima desperdiciarlas de esta manera.

Con estas palabras, Vryëll se percató de lo que iba a suceder: finalmente lo iban a convertir en una marioneta, iban a volver a destrozarle la vida, si es que aún había algo que permaneciera intacto.

—¡No! —gritó Vryëll—. ¡Prefiero morir a convertirme en uno de tus esclavos! ¡Matadme, no quiero ser un cuerpo sin vida!

—¡Silencio, Vryëll! Se te está concediendo el honor de ser un Sacerdote Victimario sin haber alcanzado los méritos necesarios.

—¡No! ¡¿No te basta con lo que me hiciste una vez?! —Las lágrimas fluyeron a través de los ojos rubíes del guerrero. Por primera vez, los presentes veían a un hombre: con debilidades.

—La decisión está tomada: preparad el ritual de la Magia de las Ánimas —ordenó el Sumo Sacerdote a sus Victimarios.

—Ni siquiera la recordaré... —dijo Vryëll en susurros.

Para entonces, los sacerdotes comenzaron a tirar de las cadenas para arrastrarlo a través de la sala, bajo los gritos de desprecio y los salivazos de los atherontes.

«Ojalá aquel muchacho hubiera acabado conmigo... Adiós, mi Lyrah», esas fueron las últimas palabras que la mente viva de Vryëll pudo sentir.
Después, solo hubo vacío.

Los chicos ya habían llegado a las faldas de la Montaña Nubia, que se alzaba tan hermosa como siempre, aunque ahora no era más que un fragmento de roca que se encontraba en medio del camino a «casa».

Habían permanecido en silencio durante el viaje, pensativos, ninguno de los dos quería recordar lo vivido en la despedida, aunque en sus mentes silenciosas no había nada más. Siempre la misma imagen, esa que habían visto mientras los portones se cerraban para ellos.

Alerigan continuaba muy dolorido, pero gracias a las pócimas que Soleys le había preparado estaba pudiendo soportar el viaje, y gracias también a que Canela lo transportaba en su lomo. Ella intentaba moverse con la mayor suavidad, porque cada vez que hacía algún movimiento brusco la cara de Alerigan se contraía de dolor.

Decidieron hacer un descanso antes de iniciar el complicado ascenso. Se sentaron a la sombra de los primeros árboles que veían en mucho tiempo, y disfrutaron del frescor que estos les proporcionaban.

Anders llevaba tiempo queriendo hablar sobre la vuelta al gremio, pero no sabía si era un buen momento para Alerigan. Sabía que él también había sufrido con la despedida, y ahora que conocía parte de su secreto, le tenía lástima y no deseaba provocarle más dolor del necesario. Pero había que hablar de ello si querían que Glerath no los pillara desprevenidos.

—Alerigan, he estado pensando sobre la historia que vamos a contar a la vuelta al gremio — dijo Anders con parsimonia mientras miraba su libro, intentando sonar despreocupado.

—¿Y se te ha ocurrido algo? Porque yo estoy sin ideas.

—Por un momento pensé en contar la verdad.

—¿Estás loco? ¡Nos juzgarían por traición! —Alerigan solo podía ver la mirada de decepción en el rostro de Glerath, arrepintiéndose se haberlos acogido.

—Lo sé, lo sé. Ahora tengo claro que debemos inventarnos alguna historia, pero que sea creíble. —El bardo se daba golpecitos en los labios, mientras miraba al horizonte con los ojos entrecerrados.

—Pues no sé, hermanito, se supone que en eso el experto eres tú. Llevas toda tu vida inventándote historias como la de Marnya, la tabernera. —Alerigan comenzó a reírse.

—¡Eh, dijimos que los secretos que contamos esa noche se quedaban allí!

—No es cierto, dijimos que mis secretos, se quedaban allí. Los tuyos son de dominio público

—espetó el chico recalcando el «mis».

—¡Eres un fanghor descerebrado! —le gritó Anders. Canela, que hasta el momento estaba con los ojos cerrados, levantó la cabeza y le dedicó un gruñido a Anders mientras le enseñaba los dientes—. Perdón, comparar a Alerigan con los tuyos es un verdadero insulto para tu raza.

Anders comenzó a reírse a la vez que Canela volvía a cerrar los ojos con un bufido de aprobación. Alerigan miró a ambos y se abalanzó sobre Anders, intentando darle un puñetazo en el brazo, pero acabó retorciéndose de dolor en el suelo como un niño con una pataleta.

—Esperemos que te recuperes pronto de esas heridas, porque a este paso acabarás matándote tú solo —dijo Anders sin parar de reír.

—Sí, tú aprovecha ahora, que en cuanto me recupere pienso darte una paliza. —Alerigan consiguió sentarse y recuperarse un poco del dolor—. Bueno, ¿y qué hay de esa historia de nuestras aventuras?

—¿Y si decimos que nos secuestraron en la Montaña Nubia?

—¿Quiénes? —preguntó Alerigan.

—Los Catalizadores, claro. —Anders hablaba como si todo tuviera mucha lógica—. Y luego nos llevaron a Shanarim para interrogarnos.

—Vale, pero lo importante es: ¿cómo conseguimos escapar? Mírame, está claro que la cosa no fue fácil.

—Podemos decir que mientras a ti te torturaban, yo conseguí escapar y te salvé de la muerte.

—Anders hinchó el pecho con orgullo.

—Claro, ¡seguro que eso se lo van a creer!

—¿Por qué no?

—Pues porque no te gusta la violencia. Siempre actúas con diplomacia. ¡Por el Padre: intentaste negociar con unos golems de la arena! —Alerigan se reía con locura sujetándose el costado, sobre todo por la cara que había puesto Anders.

—Cierto, y casi funciona. ¡Los tenía comiendo de mi mano!

—¿Cuándo? ¿Antes o después de que te colgaran de una pierna? —Alerigan se volvió a poner serio—. Vale, digamos que por un casual se creen tu historia de «Anders, el Héroe», ¿cómo explicas la presencia de Canela?

—Buena pregunta, no había caído en eso. —Anders volvió a adoptar su postura pensativa—. Podríamos decir que Canela nos encontró de camino a la montaña y que nos ayudó, pero no sabemos el porqué.

—Es una locura, no se creerán nada de eso. —Alerigan recordó la profecía que les había revelado la Prístina'dea—. Además, deberíamos advertirles sobre la profecía.

—Podríamos decir que les oímos hablar sobre ello a los Catalizadores que nos capturaron.

—Sería demasiada información para que la hubiéramos oído por casualidad, ¿no crees?

—Tienes razón —afirmó Anders, que seguía buscando ideas.

Los dos hermanos se quedaron durante un momento en silencio, ambos cavilando sobre posibles mentiras para contar a la vuelta al gremio, pero nada les complacía por completo.

—Deberíamos dejarlo como lo hemos hablado, no merece la pena que sigamos aquí parados dándole vueltas. —Alerigan se levantó con dificultad y se estiró—. Sigamos, nos queda todavía un largo camino hasta llegar a casa.

—A casa...

Aquellas palabras sonaron igual de frías para ambos. Nunca una vuelta al hogar había sido tan triste como aquella que estaban llevando a cabo. Parecía que los pies les pesaran toneladas, que el viento los empujara hacia atrás y que la propia montaña creciera con cada paso.

El ascenso se hacía cada vez más y más duro. Los muchachos recordaban la ilusión con la que habían subido esa misma montaña en la ocasión anterior, cómo habían admirado el paisaje con alegría y disfrutado del aire puro. Pero todo había cambiado desde aquel entonces, una parte de ellos se había quedado al otro lado de la Montaña Nubia para siempre.

Alerigan había empezado a subir por su propio pie, ya que los botes de Canela por las rocas le hacían aún más daño que caminar solo. Así que ella aprovechó para disfrutar por primera vez de aquel lugar, y avanzaba saltando de roca en roca con una agilidad pasmosa. Los hermanos miraban cómo se divertía, y esto les proporcionaba un poco de alegría; al menos se habían quedado con algo que les recordaría su paso por Shanarim.

Entonces, Anders se tocó el pañuelo rojo que llevaba atado al cuello y sonrió: «Bueno, nos quedamos dos recuerdos». Pero fue una sonrisa amarga, agridulce. Miró al cielo y pensó que Soleys y Nym estarían contemplando el mismo cielo que ellos, a muchos kilómetros de distancia. Al menos, siempre tendrían eso en común.

Alerigan se dio cuenta del cambio en la expresión de la cara de su hermano. Sabía que estaba pensando en Soleys.

—Creo que si Kindu nos estuviera viendo ahora mismo pensaría que no somos tan débiles los hombres de la primavera, ¿no te parece? —El joven había pensado mucho en el patriarca, y más cuando sentía la furia de Cercenadora en su espalda.

—¿Por qué lo dices, hermano?

—Míranos: hemos tenido el valor de dejar a los amigos atrás por su propia seguridad, y además estamos escalando esta horrible montaña con una resaca horrible de gojoca.

Alerigan ni siquiera miró a su compañero mientras hablaba, lo dijo como si no tuviera importancia, pero había una gran verdad tras aquellas palabras. Anders supo que estaba intentando decirle lo valiente que había sido por haber dejado atrás a Soleys. Sonrió y continuó subiendo.

—Tienes toda la razón. ¡Los hombres de la primavera hemos sido subestimados! —Anders se detuvo, miró al cielo y con un gritó preguntó—: ¡¿Qué te parece, Kindu?! ¡Ya no somos tan débiles como creías!

Tras aquella conversación, habían continuado la subida con más ánimo, sonriéndose el uno al otro y recordando tonterías del viaje. Canela había notado el cambio de actitud de sus nuevos compañeros de viaje y se había unido al ritmo de ellos, ayudando a Alerigan cuando la debilidad
le vencía. A pesar de ello, poder respirar de nuevo el aire húmedo de las tierras de Festa parecía proporcionarle unas fuerzas renovadas.

Cuando llegaron a la cima de la montaña, no cabían en sí de satisfacción: lo habían vuelto a conseguir.

—¡No me lo puedo creer, hemos llegado! —dijo Alerigan con alegría.

—Sí, ahora sí que podemos decir que estamos en territorio de Festa. —Anders soltó los petates en el suelo y se tumbó—. ¡Nos merecemos un buen descanso!

Alerigan soltó la carga al lado de la de su hermano, incluida la Cercenadora, y se tumbó en el suelo. Canela hizo lo propio y los rodeó con sus colas, como protegiéndolos. El calor del sol del mediodía los adormiló, y se dejaron vencer por el cansancio del camino.

No sabían cuánto tiempo habían pasado dormidos, la luna ya se encontraba en lo alto del cielo. Alerigan oyó un ruido procedente de algún lugar cercano adonde ellos se encontraban, como de pisadas sobre hojas secas. Despertó a su hermano con suavidad y le hizo señas de que guardara silencio, mientras él intentaba levantarse con sigilo.

El chico sacó su espada, sentía como si pesara toneladas ahora en su brazo aún resentido. Anders sacó sus dagas y permaneció a la espera de que algo o alguien aparecieran entre los arbustos. Todo se quedó en silencio, demasiado silencio quizá.

De pronto, de entre los arbustos empezaron a surgir figuras de hombres armados que, con la escasa luz que ofrecía la noche y las sombras de los árboles, se hacían irreconocibles.

Anders miró a su hermano, que le asintió.

—¿Quiénes sois y qué queréis? —espetó Anders, tratando de resultar agresivo y de imponer respeto.

Uno de los hombres, el más adelantado, comenzó a reírse escandalosamente de una forma que les resultó familiar.

—¿Ya no reconocéis a los viejos amigos, muchachos? —dijo.

—¿Viejos amigos? —Alerigan se quedó pensando en aquella voz tan familiar. Entonces recordó un momento similar, esa misma voz en la oscuridad del laberinto—. Tiedric...

—El mismo. ¿Qué tal estáis, niños? —Su voz denotaba el odio frío de siempre—. ¿Os habéis divertido en la excursión?

—Déjate de tonterías, Tiedric —le soltó Anders—. Solo estamos deseando volver a casa. Entonces, tanto Alerigan como él envainaron las armas con tranquilidad. Eran sus hermanos,

ahora la vuelta sería más fácil con su ayuda, pero se dieron cuenta de que ellos no habían bajado las armas. Había algo que no encajaba.

—¿Qué pasa, hermanos? —preguntó Anders—. Somos nosotros, Alerigan y Anders.

—Ya lo sabemos, idiotas, pero el problema es que tenemos órdenes de deteneros y llevaros de vuelta al gremio.

—¿Qué? —Alerigan no daba crédito—. ¿Eres tonto? Claro que vamos a volver al gremio, es lo que pretendemos hacer si dejáis de apuntarnos con esas armas. —Señaló hacia los hermanos que se encontraban con los arcos tensados tras los árboles.

Ahora se daban cuenta de que había como quince miembros de la hermandad: diez de ellos ocultos tras los árboles apuntándoles, y cinco con las espadas listas para el ataque, rodeándolos.

—Espera, Alerigan, aquí está pasando algo raro —le dijo Anders.
—Anders tiene razón, como ya os he dicho, tenemos órdenes de deteneros.

—¿Glerath sabe esto? —le preguntó con rabia.

—Son órdenes suyas, queridas señoritas. Así que os sugiero que os dejéis de tonterías y tiréis las armas al suelo —ordenó Tiedric.

Los dos hermanos se quedaron boquiabiertos: las órdenes venían de Glerath. Decidieron no resistirse, no serviría de nada. De todas formas, sus planes eran volver al gremio.

Tiraron las armas al suelo y se quedaron a la espera.

Uno de los soldados que se encontraba más próximo recogió las armas mientras otro recogía los petates del viaje. Los Hijos de Dahyn que estaban tras los árboles bajaron los arcos y se prepararon para iniciar la marcha.

Anders se quedó quieto, viendo cómo uno de sus hermanos, con el que había vivido buenos momentos y había entrenado, le encadenaba las manos. Pero Tiedric aprovechó la ocasión y al ver que Alerigan estaba herido le dio un fuerte rodillazo en el costado que se sujetaba. El chico se desplomó en el suelo, casi desmayado por el dolor.

Tiedric lo encadenó como a un animal, entre risas.

—¿No crees que te has pasado un poco, hermano? —le preguntó uno de los Hijos de Dahyn—

. Glerath ordenó que los lleváramos sanos y salvos.

—Es cierto, pero nadie va a mencionar este pequeño encontronazo a Glerath, ¿verdad? —dijo con tono amenazante.

—N-no, señor —tartamudeó el soldado.

Comenzaron a descender la montaña de nuevo, esta vez en dirección a Festa. Alerigan y Anders iban siendo arrastrados, ambos con la misma expresión en la cara: desconcierto e ira. El
joven herido no podía apartar la vista del hombre que tenía delante, que se había colgado a la espalda el hacha de Kindu.

No sabían lo que les depararía el futuro en el gremio de los Hijos de Dahyn, pero nada bueno, eso seguro.

Canela, que había salido a cazar mientras los chicos dormían, se quedó escuchando la conversación. Cuando vio que sus amigos bajaban las armas, comprendió que habían optado por no luchar, y pudo ver cómo en la mente de Alerigan se mostraba el lugar al que deseaban ir: el gremio de los Hijos de Dahyn.

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