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Capítulo 01



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CAPÍTULO 01

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Mis ojos vagaron por el corredor vacío hasta tropezar con la radiante sonrisa de Thomas. Mi mejor amigo desde pañales apareció por la puerta doble, pavoneando su prominente figura mientras, con una mano, despeinó su cabello castaño ondulado. Se detuvo en frente de mí, y a continuación, levantó las cejas pobladas en forma de saludo mientras me susurraba «paz».

Le sonreí, y ambos dejamos descansar las espaldas en los casilleros, limitándonos a observar al resto de alumnos que empezaron a circular por el pasillo.

—Zara, ¿has escuchado hablar del circo de la muerte? —me preguntó y resoplé.

No entendí por qué sacó el tema a relucir. Nunca pensé que se vería atraído por ese tipo de cosas. Pero lo escuché alguna vez, aunque no me interesaban las viejas leyendas inventadas, hasta que oí palabra «muerte» en su interpretación.

—¿Por qué tiene ese nombre? —Quise saber.

Volteó hacia mí, dejando su hombro izquierdo descansar en donde había estado su espalda. Alzó la cabeza en dirección al techo, en busca de mis ojos, y sonrió con astucia. Yo era más alta, siquiera una frente por encima de su metro ochenta.

—Cuentan la leyenda de un circo noruego que, aproximadamente medio siglo atrás, se lo conocía como Stjerne Circus, o al igual que su traducción: El Circo Estrella. Se movilizaba en su viejo ferrocarril por gran parte de Europa, de un puerto a otro. El problema empezó al llegar aquí, a Suecia, a Port Fallen, lugar en el que ocurrió el desconocido incidente que terminó por incinerar la carpa de indumentaria con el dueño en su interior. Desde entonces, cada vez que pretendieron realizar una presentación durante su ausencia, algún personaje de su elenco, ya fuese un trapecista, malabarista, acróbata, equilibrista... Caían desde lo más alto o sufrían terribles accidentes fatales. De ahí el sobrenombre. Se piensa que el dueño acabó por reclamar su dominio y a todos sus partícipes. Y ahora, hacen referencia a esta leyenda como El circo de la muerte. Porque nadie supo más nada de él, pues, igual que si tragado por la tierra, desapareció.

—¿Y? —amonesté. No solía ser crédula con respecto a historias que me resultaran ridículas, pero mi piel ya estaba erizada. Jamás tuve la oportunidad de escarbar tan profundo en esa historia.

—Mira esto. —Thomas examinó sus aledaños, como tratándose de un asunto supersecreto, del que no permitiría que nadie más alcanzara a escuchar.

Del bolsillo de su pantalón extrajo una moneda dorada del tamaño que la palma. Su apariencia era muy lamentable. Un pedazo del borde estaba corroído y parte del material amarillento se había oscurecido. Hasta conservaba un poco de tierra adherida en sus grabados.

—Encontré este medallón entre los objetos almacenados en el sótano de papá —indicó.

El padre de Thomas era policía, así como también lo fue su bisabuelo y otros cuantos hombres en su árbol genealógico. Todos compartían un terrible y fascinante defecto: ser unos coleccionistas impulsivos de objetos históricos que fueron heredándose generación tras generación. Para ellos se trataba de viejos recuerdos, desde antiguas armas ahora inservibles, hasta la zapatilla descosida de la abuela, quien la habría utilizado como equipo de defensa ante un bribón que irrumpió en su hogar alguna noche. Su mala puntería rebotó en uno de los estantes, tumbando las ollas que noquearon al sujeto. Sorprendente suerte como para convertirla en un trofeo.

No supe si echar a reír o hacer caso a la inquietante sensación que se había instalado en la boca de mi estómago. Sin embargo, ya me encontraba examinando la figura lacrada en pleno centro. Tenía la forma tan particular de un cono volteado y enrollado, como si representara una carpa, y sobre esta última, el nombre Stjerne Circus escrito en letra cursiva. Alrededor del conjunto, varias estrellas hacían de margen decorativo.

Miré a Thomas. Él esbozó una elegante y fatua sonrisa.

—Te regañará por haberlo tomado sin permiso.

—No creo que le importe. Además, hay algo que me gustaría comprobar. —Sus ojos brillaron—. Eres mi mejor amiga —continuó—, y cabe recalcar que yo también haría esto por ti. Claro, si pudiera. De todas formas, no es nada del otro mundo.

—¿Qué es entonces? —Me crucé de brazos—. ¿Qué ocultas?

—No es especial. —Se tomó un instante para pensar bien lo siguiente que estaba por decir—. Escucha. Necesito que lo escondas por algún tiempo, tan solo eso.

—Enloqueciste —argumenté un segundo después de entornar la mirada en otra dirección.

—¿Qué? ¿Acaso te asusta? —bromeó.

—No, para nada. Tan solo no quiero tener más problemas con el policía, al menos no en esta ocasión, y tampoco a causa de tu inmadurez.

Todos en el puerto me conocían, pero no por obra mía. Mis hermanos mayores, Josef y Vincent, se la pasaban de problemáticos en el colegio. Normal. Lo que destacaba al par de gemelos era su increíble pasatiempo, que consistía en hurtar de las lavanderías las bragas de las vecinas más simpáticas, y colgarlas en los semáforos de las zonas estratégicas de Port Fallen.

—Solo te pido este pequeño favor —suplicó, poniendo ojos de gato llorón mientras empezaba a picarme las costillas y repetía la palabra «porfi».

—Vale. Ya, ¡detente! —Comencé a retorcerme a la vez que reí sin verdadero deseo—. ¿Tan solo tengo que guardarla?

Asintió con energía.

—Bien —respondí de mala gana.

—¡Te amo! —chilló igual que un gallo desafinado. Al tiempo en el que las miradas se dirigieron a nosotros, lo golpeé en el estómago tan fuerte como para desinflarlo un poco.

Thomas fingió dolor y sonrió ampliamente, ofreciéndome el medallón. Se lo arrebaté mientras, con un extraño escalofrío de por medio y una particular electricidad que me recorrió el cuerpo a plenitud, lo guardé al fondo de mi mochila. Ya poseía una nueva excusa para tenerlo en deuda.

Cuando el timbre de inicio de clases sonó, ambos caminamos hacia nuestros respectivos salones.


«Podemos vernos en la vieja estación, necesito que me lo regreses». Refunfuñé al recordar el mensaje que recibí de Thomas.

Fue una pérdida de tiempo. Es en lo que pensaba mientras salté sobre la vereda de manera disimulada, jugando a no pisar las líneas.

¿Y por qué tenía que ser en ese lugar?

Empecé a indagar entre sospechas cuando un compañero del salón de Thomas me pasó el mensajito escrito en un estúpido papel, tomándome por sorpresa mientras salía de la biblioteca al final del día.

«Los adolescentes tienen poca tarea de verdadera investigación y mucho tiempo libre para las redes sociales», es lo que dijo mi maestra de Historia poco antes de enviarnos un trabajo extenso para la siguiente semana. Por suerte, me gustaba hacer las cosas con anticipación y lo terminé esta tarde.

Thomas y yo teníamos dieciséis años, pero no compartíamos todas las clases, razón por la que, se me ocurrió suponer, no se atrevió a entregármelo en persona. Eso, y que es un cobarde.

Las luces de las farolas se encendieron en un intenso parpadeo, iluminando las seniles y agrietadas calles del pueblo. Empezaba a oscurecer, motivo por el cual apresuré mi caminata.

Cerca de la entrada a la vieja estación se situaba un cruce de rieles, en donde un par de vagones oxidados yacían enterrados entre el alto pasto y la abundante maleza. Me detuve junto al grupo, y a mala hora empecé a recordar la historia que Thomas me contó por la mañana. La noche había caído y un mal presentimiento me intimidó. Por más que me esforcé en mirar alrededor, no existía señal de que fuera a llegar pronto.

Desenfundé mi teléfono celular y marqué su número, pero una y otra vez me arrojó al buzón de mensajes.

—¡Dejaré tu payasada entre los rieles si todo esto se trata de una maldita broma! —Bloqueé la pantalla, y cuando planeaba marcharme, la silueta resaltó entre la inexistente luz. Estaba parada detrás de una cortina de oscuridad—. A la hora —mascullé—, me hacía vieja.

Quise acercarme, pero tuve la ligera impresión de que cada paso que daba hacia él, era capaz de alejarlo más de mí.

En la boca de mi estómago, mis entrañas se retorcieron.

—¡No me da risa! —Pero a él sí, y el sonido como un eco profundo y débil, me puso la piel de gallina. Él, de forma habitual, tenía un estilo de carcajada más escandalosa. Me detuve en seco—. Basta, Thomas, hablo en serio.

Nerviosa aferré los dedos a los tirantes de la mochila que colgaba de mi hombro, y traté de forzar la vista, pero continué sin poder verle con claridad.

—Zara.

Chillé al sentir su aliento rozarme la nuca, y hacia él volteé de un salto.

—¡Por un demonio, Tom! —Situé una mano sobre mi pecho, asegurándome de que todo se encontrara en orden y que mi corazón no hubiera escapado del espanto. Él se apretujó el estómago, ahogándose entre risas.

—¿Cómo llegaste tan rápido? —cuestioné malhumorada.

—Acabo de hacerlo. —Siguió riendo—. Hubieras visto tu cara.

—Sí, ¡cómo no! —Mi voz se alzó demasiado sobre el silencio ligado a la vieja estación—. ¡Hace un segundo estabas ahí! —indiqué, mirando hacia el sitio en donde podía jurar haberlo visto momentos atrás. Pero en lugar de verlo tan oscuro como antes, uno de los viejos faroles que colgaba de una columna metálica se encendió.

Parpadeé rápido, sin entender lo que había sucedido.

—De seguro empezaste a delirar del miedo —interpretó con diversión.

—Mira. Te devuelvo tu estúpida cosa. —Escarbé dentro de mi mochila, y quise devolverle el medallón, pero Thomas no lo tomó de regreso, más bien se lo quedó mirando y luego a mí.

—Zara —dijo con mayor seriedad.

—¿Qué?

—Bueno...

—¡Qué! —exclamé con la paciencia a punto de agotarse y sus labios temblaron. Parecía estarse riendo de mí.

—Nada, tranquila. —Levantó las manos hacia el cielo cuando estuve a punto de soltarle un golpe—. No te molestes.

La vena de mi frente palpitó del enojo y se adelantó diciendo:

—¡Bah! Cambio de planes, si no sucede nada lo devuelvo a su sitio y fin de la historia.

Mi presentimiento empezó a tomar forma. Thomas debió planearlo todo desde la mañana, y caí como gran subnormal.

—¿De qué hablas? —farfullé.

—Escucha, hay algo más detrás de esa leyenda. Se supone que existieron tres medallones similares a este. Y dicen que uno de ellos le pertenecía al dueño del circo, al que murió incinerado en la carpa.

Abrí mucho los ojos.

—¡Agarra tu mierda de regreso! —Se lo pegué contra el pecho, sin embargo, levantó los brazos otra vez.

—No creo en nada de estas cosas, pero ya te dije, si yo pudiera, ya lo habría llevado a cabo.

—¿Qué te impide a hacer el qué?

Thomas guardó silencio y presionó sus finos labios con fuerza, formando una perfecta línea recta. Seguía pensando mucho en las cosas que saldrían de su boca.

—No soy mujer —soltó de repente y ahogué una carcajada.

—Me tomas el pelo —manifesté con fatiga.

—No. Mira, parece algo ridículo, y tal vez lo sea... —Hizo una pausa y levanté las cejas con incredulidad—. Tan solo tienes que decir una frase en el lugar donde ocurrió todo y ya está.

—La antigua estación —razoné—. Por eso me has citado aquí. Dijiste que lo escondiera por algún tiempo, no que tendría que recitar poemas en torno a todo esto.

Volví a empujarlo para que lo tomara de regreso.

—Cobarde —me dijo.

Lo miré, con mis pies sembrando raíces en el suelo.

—Te prestaré ropa y una peluca, al cabo que ni se darán cuenta del cambio.

—¡Bah! —A Thomas le estaba divirtiendo la situación en verdad—. Te reto. No sucederá nada, de eso puedo estar seguro.

Algo me dijo que no debía, pero de todas formas me tomé un momento para asimilar la situación. Y me molestó, sin embargo, la leyenda también me resultaba un poco-bastante ridícula en realidad. ¿El dueño de un circo muerto en un incendio? ¿Dejando medallones tirados en el sótano de las cosas inservibles de Port Fallen como si fueran zapatillas de cristal? Nada tenía sentido.

—¿Qué debe ocurrir? —cuestioné con engorro. Solo quería volver a casa y descansar.

—Dicen que la mujer que pronuncie la frase mientras sostenga el medallón, conocerá el fantasma del dueño del circo y este la proclamará como suya, o algo por el estilo... Pero solo funcionará con la pieza indicada, la que le pertenecía a él.

Estuve a punto de atragantarme de la risa por segunda ocasión.

—¿Y te creíste toda esa basura?

—Hazlo y veremos —me incitó.

Sonaba a estupidez pura, pero no tenía de otra. Thomas solía ser muy insistente y no me dejaría en paz. Ya que contaba con la oportunidad, debía quitármelo de encima.

—¿Qué digo?

Velkommen til Stjerne Circus.

Arrugué la frente.

—¿Qué idioma es ese y qué quiere decir?

—Es noruego. Significa bienvenida al Circo Estrella —explicó.

Bajé la cabeza para mirar al suelo y asimilar un poco la situación.

—Ridículo, contando con el nombre del circo. Ni siquiera sabes noruego. Quisiera conocer el nombre que le pusieron al dueño —me burlé.

Llegado a este punto, estaba convencida de que todo no era nada más que un simple invento. Una mala historia. Como el clásico juego del teléfono roto, que consistía en susurrar una frase al oído de una persona, esta al de otra, y así, hasta que terminasen convirtiéndola en un sinsentido que no tuviera mínima semejanza a la del principio. Dicha cosa que nunca fue siquiera mencionada.

—Ashton, su nombre era Ashton —reveló y no pude ocultar la impresión que originó en mí. De alguna forma me pareció bonito—. Ahora, dilo.

Puse los ojos en blanco y respiré hondo mientras apreté el medallón entre mis dedos. Las palabras se remarcaron en mi cabeza, y durante los próximos segundos mi boca vaciló. Thomas no hacía nada mejor que mirarme. Con satisfacción esperaba escucharme pronunciar las palabras mágicas.

Dispuesta a darle una patada si el payasear era tan solo con la finalidad de burlarse de mí, por fin abrí la boca para decir:

—No lo recuerdo. Repítelo.

Velkommen til Stjerne Circus —enfatizó pausadamente. La seriedad con la que se estaba tomando el asunto era alucinante.

Velkommen til Stjerne Circus —repetí, vocalizando lo mejor que pude.

A continuación, caímos dentro de un profundo silencio y examinamos alrededor, como esperando a que apareciera un trapecista volando en su alfombra mágica o algo similar. Pero, aunque transcurrieron varios minutos, nada ocurrió.

—Espero haberlo dicho bien.

—Sí, lo hiciste mejor de lo que pensé. —Tomó el medallón de regreso y lo examinó con decepción—. Tal vez este no era el suyo.

—Copia barata. Bien hecho, genio —fingí emoción—. Ahora, ¿podemos largarnos de aquí? —Dirigí mi dedo pulgar hacia la salida, a mis espaldas.

El frío empezaba a taladrarme los huesos y me abracé los codos. No podía pasar por alto el hecho de que nos encontrábamos en un cementerio de ferrocarriles, rieles y contenedores. No eran unas vistas muy encantadoras.

Thomas maldijo el pedazo de metal, guardándolo dentro de su bolsillo.

Aproveché para patearle en la canilla y, sin más preámbulos, me dirigí a casa mientras Thomas cojeó en dirección a la suya.


Al entrar en nuestro hogar, por las luces apagadas, me percaté que nadie había llegado todavía.

Era un viernes por la noche, por lo que era normal no encontrar rastro alguno de mis padres, quienes permanecían en sus oficinas hasta altas horas de la noche. Y ni hablar de la barbaridad que podían estar llevando a cabo los gemelos. Nadie pasaba en casa más que el tiempo suficiente para comer, asearse y dormir.

Cerré la puerta de entrada y le eché el pestillo. Luego palpé la pared hasta dar con el interruptor.

Una vez que las luces se encendieron, subí por la escalera y arrojé mi mochila sobre la cama. Varios objetos saltaron de su interior, pero no le di importancia. Estaba cansada y de alguna forma también me sentí ridiculizada.

¿Circo de la muerte? Sonaba a tontería.

—Ashton. —Se me ocurrió probar su nombre entre mis labios—. Ashton —repetí, pero en esta ocasión me causó escalofríos. Fue cuanto menos curioso y extravagante. Tampoco era un nombre común.

Restándole importancia me dirigí al baño y puse a funcionar la regadera. Tras darme una ducha de quince minutos, salí con la toalla enredada en mi cuerpo. Rebusqué el pijama dentro del armario y volteé hacia la cama, quedándome boquiabierta y en una sola pieza.

Sin pensarlo, sobre el colchón alcancé el celular y le marqué a Thomas.

—¡Te partiré la cara con la zapatilla apestosa de tu abuela! —le advertí.

—¿Y ahora qué hice? —preguntó a mitad de un bostezo.

—¡Escondiste el maldito medallón entre mis cosas!

—A punto de caerse de la cama, observé el objeto con cólera y cierta aprensión.

—Espera. ¿Qué? —Se escuchó un sonido de estática, como si estuviera acomodándose sobre la cama o algo similar.

—¡Hablo en serio! —grité—. Más te vale no volver a pedirme otro estúpido favor.

—Yo también lo digo en serio, Zara. Acabo de subir del sótano, lo dejé en su sitio original.

El tenaz escalofrío se arrastró por mi espina dorsal, anunciando, así, la aproximación de pensamientos incoherentes y el pavor que amenazaron con hacerme perder el control.


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¡Hola!, tenemos a Ashton y a Zara renovados en Wattpad. Espero que disfrutes de su historia si eres nuevo, y si acaso lo estás volviendo a leer, gracias por seguir con nosotros ❤️

No olvides disfrutar de la música que preparé para esta historia en sus inicios. La encuentras arriba en multimedia.

Nos leemos pronto 👀


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