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PARADOJA DE EPICURO |03|

LIZZIE

El vehículo iba a su máxima velocidad; nunca había experimentado tal adrenalina, pero ese sería un día que Lizzie jamás olvidaría. Su hijo, en cambio, se encontraba aterrorizado y suplicante, intentando, en vano, hacer que su madre entrara en razón.

Las lágrimas de Lizzie desbordaban sobre sus mejillas y, como si no importaran la maraña de sentimientos que la consumía por dentro, lanzaba carcajadas. El resplandor de la luna sobre el parabrisas iluminaba incluso sus más recónditos secretos. Estaba dispuesta a llevar a cabo un pacto suicida. No podía vivir con lo que había hecho, y tampoco podía permitir que su hijo cargara el peso del pasado sobre sus hombros.

A Lizzie no le cabía ninguna duda: no era una venganza contra sí misma por no haber abierto los ojos a tiempo; era un equilibrio cósmico. Las personas dañadas no podían pertenecer a esta sociedad, porque provocarían aún más daño. Las personas dañadas debían morir.

Intentaba respirar con calma, pero su corazón parecía querer salirse de su pecho. La sofocación la inundó, al igual que la impaciencia. No debía pensar, solo debía actuar; porque si pensaba, se retractaría.

Esa noche había sido testigo de su complicidad muda ante los actos más mundanos del ser humano. No haber podido proteger a su propio primogénito del demonio la había convertido en uno.

Los videos que había encontrado en la portátil de su esposo, donde aparecía su hijo en posiciones más que vulnerables mientras el hombre que había elegido para pasar el resto de su vida se tocaba las partes íntimas de forma inapropiada, habían sido suficientes para hacerla colapsar. Su mente se trastornó, provocando que se escondiera como un ladrón en medio de la noche, esperando a la bestia en su propia casa.

Cuando él apareció cubierto de tierra, con la ropa rasgada, varios rasguños en los brazos y vestigios de sangre en su cuerpo, no tuvo que procesar mucho la información. Con una fuerza casi descomunal que no sabía que poseía, clavó el atizador en la espalda de su marido y volvió a esconderse en la oscuridad, observándolo desangrarse y retorcerse en el suelo mientras la muerte venía en su búsqueda.

Había tocado el fondo del abismo y sentía que nunca saldría de allí. Su primer impulso fue llorar, pero con el llanto nació la alegría. La alegría de haber eliminado un ser perverso y espantoso de la faz de la tierra.

El malestar y el vértigo se adueñaron de ella en un instante, envolviéndola en una nube de sentimientos peligrosos. Supo entonces cuál sería la consumación de su destino. Dominada por el incontrolable deseo de escapar de allí, Lizzie tomó la camioneta de su marido y obligó a su hijo a subir al asiento del copiloto. Él, confundido y aterrorizado, no lograba entender lo que sucedía tras haber encontrado a su padrastro muerto en medio del garaje.

Mientras su madre aumentaba cada vez más la velocidad, el adolescente solo pudo rezar. Rezó a un dios que había dejado de escucharlo, a ese dios que no había podido alejar la maldad de su vida. Le rezó a ese dios que lo había abandonado tiempo atrás, implorando que, por esta vez y solo por esta vez, lo ayudara.

Esa deidad omnipotente en la que, quería creer, no era malévola, no se alimentaba de su dolor ni de la desesperación que volvía a experimentar después de tanto tiempo.

Jefreey no tuvo mejor idea que arrojarse de la camioneta en movimiento, abandonando a su suerte a su madre. La impresión y la sorpresa hicieron que Lizzie girara el volante, estrellándose contra un camión que pasaba por la carretera en dirección contraria.

El adolescente corrió hacia el vehículo averiado, completamente volcado, en un intento por liberar a su madre de la prisión de metal destrozada que la aprisionaba. Los vidrios tintineaban al caer sobre el suelo, y el motor lanzaba chispas que ponían en peligro la vida de ambos.

Dentro del vehículo, la mujer escupía sangre de la boca, intentando liberar su tráquea del nudo que se le había formado hacía horas, todo en vano. Ese nudo no había sido causado por el accidente; tenía un nombre, y se llamaba culpa.

Era la culpa por haber desviado la mirada cuando los indicios siempre habían estado allí; por haber hecho oídos sordos cuando su hijo había dado señales desesperadas de depresión, angustia y tristeza, incluso intentando quitarse la vida años atrás al cortarse las venas.

Observó a su hijo en sus intentos desesperados por asistirla, mientras ella se replanteaba una y otra vez la existencia de un ser tan superior y con poderes tan impresionantes que podría ayudarla a salir de este problema.

Pero sabía bien que no había salida. Mientras Jeffrey seguía gritando con desesperación que saliera de allí, ella solo sonrió.

Pudo reconocer, detrás de su hijo, a la Muerte, que caminaba con una larga túnica negra, mostrando un rostro esquelético apenas cubierto de carne, junto a una hermosa joven de cabello rizado y rojo como el fuego. Se sorprendió a sí misma cuando un sentimiento de paz y tranquilidad la embargó.

Nunca había creído que se sentiría tan bien al morir. Había temido a la muerte toda su vida, y cuando finalmente llegó la hora, se encontró sonriéndole de manera amable.

La Muerte le tendió su mano larga y huesuda, la cual Lizzie aceptó sin cuestionarse. Como por arte de magia, emitió su último aliento. El peso que la oprimía se hizo ligero, permitiéndole salir de aquel lugar, pero no como una bolsa de carne, venas y sangre, sino como un espíritu libre.

Para algunos, la muerte era un castigo. Para otros, un regalo. Y para muchos... un favor.

Lizzie no sintió culpa al dejar a su hijo; más bien, pensó que sería lo mejor, ya que no había sido capaz de protegerlo de Gerald.

Jeffrey presenció el deceso de su madre, observando cómo sus grandes ojos, tan azules como el mar, se apagaban. No podía entender lo que había sucedido y quería creer que las cosas mejorarían, pero ya nada era seguro. Sintió un ligero escalofrío, como si pudiera presentir la presencia del espectro detrás de él. Las lágrimas caían sin que él parpadeara.

Era una verdadera paradoja de Epicuro... ¿Cómo podía existir Dios si permitió que algo así sucediera?

¿Qué sucedería ahora en adelante?

¿Cómo podría subsistir solo con la soledad?

Mientras el sonido de las sirenas de la policía y los bomberos se acercaba, Jeffrey se sentó en medio de la carretera, replanteándose qué pasaría con su vida.

Lo único de lo que estaba seguro era que ya nada sería igual.

•••

FIN

ESPERO QUE LES HAYA GUSTADO ESTE CUENTO CORTO Y CRUDO DE TERROR. NO OLVIDES DEJAR TU VOTO Y COMENTARIO, DICIENDOME QUE TE PARECIO.

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