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PARADOJA DE EPICURO |02|

GERALD

El sabor a sangre inundó la boca de Gerald, acompañado de unas náuseas de muerte que le provocaban una extensa agonía. ¿Cómo había terminado así... tirado en el suelo, con un dolor punzante e insoportable en la espalda, esforzándose por respirar?

¿Cómo era posible que hubiese cometido tantos errores?

Había comenzado su día como todas las mañanas, levantándose temprano para desayunar en familia. Su esposa le había preparado un suculento desayuno, y el hijastro de Gerald se había esforzado por dejar de lado las diferencias que tenían y también había participado.

Jeffrey era fruto del primer matrimonio de su esposa. Él y Gerald no se llevaban bien por errores del pasado que aún no habían podido dejar atrás. El padrastro intentaba hacer lo posible por agradar al joven, pero todo era en vano. Los niños no olvidan fácilmente, y mucho menos cuando enfrentan el rostro del abuso diariamente, bajo el mismo techo.

Gerald luchaba día a día contra sus impulsos, anhelos y fantasías. Sabía que lo que experimentaba estaba mal, muy mal, pero era mucho más fuerte que él. Había asistido a terapia varias veces, disfrazando su trastorno; aunque había logrado apaciguar un poco aquellos intensos y recurrentes comportamientos, no los había erradicado por completo. Sabía que se trataba de un trastorno grave y bastante cuestionado, pero... ¿cómo hacía para luchar contra eso?

Se contentaba con usar las redes sociales bajo una identidad falsa y la fotografía de un adolescente muchos años menor que él para acosar a jóvenes con mensajes de amor, esperando alguna reciprocidad.

Por lo general, no respondían a sus intensos mensajes.

Pero un día apareció Winnifred. Como un ángel salvador de sus necesidades más mundanas, la fotografía de esa hermosa joven de cabello rizado, del color del fuego ardiente del infierno, provocó un sinfín de sensaciones dentro de Gerald. Esa piel tan blanca como las colinas nevadas en los inviernos de Aspen, aquellos ojos almendrados que hipnotizaban con solo mirarlos, y una sonrisa encantadora que, en su imaginación más demente, proyectaba conocer en persona.

Había estado meses hablando por mensajes y llamadas con la preciosa Winnie, a escondidas de su dulce esposa, quien nunca habría sospechado tener a un monstruo durmiendo en su misma cama.

Ese día en particular, nació en él un deseo irrefutable de querer conocerla después de que la joven pelirroja le dijera que lo apreciaba.

Ella lo apreciaba.

No creía que era un monstruo. Lo apreciaba.

Se le ocurrió citar a la joven en un lugar estratégico de la ciudad, solo para observarla de lejos. Nada más. Ella no le diría que no a su queridísimo Paul.

Paul era un invento, pero todos los consejos que le había dado a Winnie nacían de Gerald; así que, en esencia, Paul y Gerald eran uno solo. Gerald lo consideraba su nom de plume, ese seudónimo que usan los escritores para no revelar su verdadero nombre. Paul había nacido para proteger la identidad de Gerald.

Quería guardar la imagen de Winnifred en su memoria de una forma positiva, demostrarse a sí mismo que no era aquel oscuro trastorno el que lo dominaba.

Cuando la joven aceptó la cita, decidió que el encuentro sería en la plaza principal. No era demasiado concurrida en invierno, y los árboles alrededor le servirían para esconderse, observándola entre las sombras como un verdadero voyeur.

Al llegar la hora acordada, se encontraba impaciente, y la puntualidad de la joven lo sorprendió gratamente. Era aún más hermosa de lo que esperaba. Winnifred acomodó un mechón de su cabello detrás de su oreja, y este se mezcló con su extensa cabellera de rizos que le llegaban hasta la cintura.

Un intenso deseo de aspirar su aroma, de sentir el olor que emanaba de su piel blanca e inmaculada, hizo que Gerald cayera en sus más bajos instintos. Un insostenible anhelo de perversidad predominó en su alma, incitándolo a dejarse llevar y a violar, una vez más, su propia naturaleza.

Se acercó a la joven, quien se abrazaba a sí misma intentando apaciguar el frío de aquella noche cruda. Llevaba puesto solo un suéter de lana fino y un short de algodón. Al detenerse frente a ella, el rostro fino y hermoso de Winnifred despertó en él los deseos más oscuros y perversos. Trató de controlar el impulso, pero su mente se llenó de pensamientos atroces.

—Buenas noches —saludó el hombre con una amabilidad calculada.

—Buenas noches.

—Eres Winnifred, ¿verdad?

—Sí, lo soy. ¿Nos conocemos? —preguntó ella tímidamente. Era preciosa.

Su voz era un canto celestial, podía sentir la ópera en su cabeza mientras ella recitaba cada palabra que salía de esos dulces y apetitosos labios. Se imaginó recorriendo su piel desnuda con los dientes, lamiendo cada parte de su cuerpo.

—Paul me dijo que estarías aquí. Se retrasó y me pidió, por favor, que te llevara hasta donde se está quedando.

Ella dudó, pero no quiso ser descortés.

—No sé, no puedo esperarlo mucho tiempo más.

—Será solo un momento, no tardarás nada ―declaró, completamente seguro de sí mismo ―. Después podemos llevarte a tu casa en mi coche.

Ella lo medito unos segundos, y le sonrió.

—Está bien.

La joven acompañó al extraño amigo de su amigo virtual hacia la camioneta. Gerald se sintió nervioso, pero ya estaba en el juego; no podía echarse atrás.

Gerald llevó a Winnifred hacia la casa que había sido de sus padres, pero que ahora solo era un lugar sombrío y abandonado. Al darse cuenta de dónde se encontraba, un estremecimiento la recorrió hasta la médula, pero no quiso creer que había sido engañada; aún confiaba en la bondad de todas las personas. Lo que no sabía era que se equivocaba como nunca: no había una célula de bondad en el cuerpo de Gerald; él era pura morbosidad, perversidad y deseo.

Gerald invitó a pasar a la joven abriendo la rechinante puerta de entrada. Un olor a humedad y suciedad predominó en el aire, pero Winnifred era demasiado amable como para hacérselo notar. Ella solo esperaba ver a Paul y contarle la pelea que había tenido con su compañera de clase el día anterior.

Pasaron los minutos, y Gerald no podía apartar la mirada de la hermosa pelirroja, sentado frente a ella. Se sentía nervioso y luchaba contra su propio ser para no caer en la tentación. Quería probarse a sí mismo que podía superar esta prueba con éxito, pero cuando Winnifred se levantó con intenciones de irse, enloqueció, y su mente se sumió en las tinieblas más profundas.

—Lo siento, debo irme ya.

—Claro —respondió nerviosamente el hombre. Pero justo antes de que la joven girara la perilla de la puerta, un golpe contundente en la cabeza la arrojó directo al suelo.

Gerald la empujó hacia un costado en su intento de demostrar quién dominaba la situación. Ya no había amabilidad en su mirada; ahora Winnifred podía ver al diablo y mirarlo directo a los ojos.

Desesperada por escapar, se arrastró nuevamente hacia la puerta, pero un segundo golpe logró desmayarla por completo.

Al despertar, junto con el dolor punzante en la cabeza, se sintió ahogada bajo el peso del asqueroso ser desnudo sobre ella, mientras el dolor en sus entrañas hacía que las lágrimas brotaran de sus ojos de rabia.

Gerald, por su parte, se excitaba cada vez más con la sumisión, los golpes y los gritos de Winnifred. El monstruo que habitaba en él se había despertado, y no había forma de aplacarlo. Esa era su esencia, su ser; no era un hombre, sino una bestia. Su corazón, con cada latido, bombeaba el veneno que su sangre había llevado durante tanto tiempo, propagando la corrupción y la maldad por todo su cuerpo.

Disfrutaba al hacerla sufrir: la respiración entrecortada de la joven, presionada por su gran mano en su pequeño cuerpo, los rasguños con los que ella intentaba defenderse y los golpes que la hacían retorcerse, todo esto lo sumergía lentamente en una ligera abstracción llena de lujuria y pecado.

Su espíritu se negaba a razonar; estaba inundado de tanto éxtasis que no podía pensar con claridad. En un impulso diabólico, apretó su cuello con tal fuerza que vio cómo la vida se extinguía en cuestión de segundos, hasta que el brillo en los ojos de la joven se apagó por completo.

Gerald pensó que, a partir de ese momento, Winnifred siempre sería parte de él y nunca se iría. Era como esas personas que dicen que deben completarte. Gerald se sintió completo al comprender que la vida de la pelirroja le había pertenecido, que había sido su dueño durante unos minutos, y ahora le pertenecería por toda la eternidad.

Cuando el raciocinio volvió a adueñarse de Gerald, se encontró frente al cuerpo desnudo de una joven, sin vida, en el sillón de la casa de sus padres. El temor, la ansiedad y la fatiga lo invadieron. Debía deshacerse del cadáver y borrar toda evidencia que pudiera incriminarlo en el crimen.

La primera idea que llegó a su mente fue enterrarla en el terreno abandonado a las afueras del pueblo. En esos lugares no solían suceder este tipo de situaciones, así que no levantarían sospechas. Nadie la encontraría allí, y él tendría un lugar para regodearse de su logro por el resto de su vida.

Subió el cuerpo envuelto en una vieja y harapienta manta que había pertenecido a su madre. Condujo durante más de quince minutos hacia el desolado y tenebroso lugar, asegurándose de que no hubiera nadie cerca antes de comenzar a cavar un hueco en el suelo.

Tuvo que doblar el cadáver con fuerza para poder encajarlo en esa pequeña caja de madera. Aunque Winnifred era delgada, al ejercer presión, pudo escuchar el crujido de uno de sus huesos al romperse. Comenzó a tapar su crimen rápidamente, mientras tarareaba una canción.

—Winnie, Winnie —recitó—. ¡Hasta tu nombre es dulce!

En su distracción, la pala que usaba para levantar la tierra se rompió en dos. Entre insultos y maldiciones, subió a su camioneta y se dirigió a buscar otra. No podía ir a un mercado; lo verían en las condiciones en que estaba: sucio, manchado de sangre y con la ropa rasgada, lo que sería sospechoso.

No tenía otra opción que buscar una pala en su casa. En el camino, pensó en todas las excusas posibles que podría dar si se cruzaba con su esposa, quien seguramente estaría durmiendo como un bebé a esa hora, pensando que él había estado en el bar, bebiendo con unos amigos.

En ningún momento se preocupó por idear una excusa para Jeffrey; él sabía la clase de monstruo que era Gerald y ahora no estaba dispuesto a ocultarlo.

En un principio, se asustó de sus acciones, pero al notar el poder que tenía en sus manos, algo dentro de él murió por completo. Esa vocecita en su interior, que lo incitaba a hacer el bien y la empatía que solía sentir, quedaron enterradas junto con Winnifred.

Caminó hacia el interior de su casa con la intención de buscar directamente lo que lo había llevado allí, pero la puerta entreabierta de su despacho llamó su atención. Su portátil yacía en el escritorio, encendido y desbloqueado, algo que le sorprendió, ya que nunca ocurría. Frunció el ceño, desconcertado por el suceso, pero no podía perder el tiempo en algo tan insignificante. Tenía un problema mucho mayor que resolver.

Se dirigió al garaje, pero antes de poder hallar aquello que tanto anhelaba, un dolor insoportable en la espalda lo obligó a perder el equilibrio y caer al suelo. Curioseó con la mano el lugar donde esa punzada escabrosa pretendía dejarlo sin aliento, y notó cómo se llenaba de un líquido viscoso y rojizo.

Comenzó a entender el espantoso horror de su estado al sentir la opresión en los pulmones y la necesidad desesperada de intentar respirar ante la sofocante asfixia. Nunca había experimentado un momento tan angustioso; era una tortura que jamás habría imaginado, un horror inconcebible.

Cada segundo que pasaba, la vida se le escapaba en intentos fallidos de respirar. A través de su visión borrosa, logró divisar a su verdugo, pero cuando entrecerró los ojos, una figura espectral apareció, llenándolo de terror, rabia, desesperación y vergüenza.

Poco a poco, ese espectro se acercó al cuerpo inmóvil del hombre, quien solo podía observar sin poder hacer nada para salvarse. El cuerpo de Gerald se retorció con violencia cuando el espectro depositó los labios desprovistos de carne en los suyos, dándole el beso de muerte y atrapando así su fétida, negra y repugnante alma por siempre en el infierno.

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PARTE 2 de 3

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