VI
Quizá no fue buena idea ir al lago. Había aumentado su nerviosismo y no podía parar de reprocharse una y otra vez la cruel indiferencia con la que había tratado a Alondra, ¡Dios! Ella le había pintado un cuadro hermoso llenó de dedicación y esfuerzo, y él, él apenas si la veía como un simple objeto.
Y es que después de observar la sublime pintura y desahogar el montón de sentimientos que se agolpando en la quebrantada alma, volvió al departamento dejando todo en su lugar, sin atreverse a tocar nada más, sintiéndose el peor de los hombres, el más vil y bajo. Pasó, claro está, una terrible noche donde cabe destacar que también fue la primera en la que no soñó con ella, y eso más que sosiego le traía una sensación de abandono atroz.
Muy temprano su teléfono sonó con insistencia, siendo presa de un mal humor se levantó a responder, ¿quién llamaba a las 6 en domingo?
— ¿Diga?
— ¿Con Manuel Ballesteros?
—Sí, él habla.
—Le llamó de parte de detective Huama —explicó la voz en medio de un bostezo—. Necesita verlo con urgencia. Es algo sobre la señorita Alondra Montesco.
Un hueco en el vacío estomago le hizo experimentar una terrible punzada de dolor agudo, momentáneo pero profunda.
—Lo espera a las 8 am. En el juzgado puerta 3 por favor —indicó y sin esperar respuesta alguna, colgó.
Después de una rápida ducha Manuel salió velozmente al lugar señalado llegando media hora antes, con el corazón desembocado y el estómago en la garganta.
Al entrar a la puerta indicada se topó de frente con Galilea y su madre, ambas vestían de negro. Sonia sostenía con firmeza un viejo rosario de mármol, tenía los ojos hinchados y unas profundas ojeras a juego. Mientras la joven mostraba una calma inquebrantable esbozando en su delicado rostro una leve sonrisa apenas notable.
— ¿Qué ha pasado? —formuló acercándose muy despacio a las mujeres.
—Lo lamento —respondió Víctor al otro lado del pequeño cuarto atrapando con ese par de palabras su total atención.
Manuel negó energéticamente con la cabeza, ahí estaba de nuevo ese profundo dolor en el hueco del estómago, y ese olor a muerte llego de forma momentánea hasta él, unas rebeldes lágrimas de impotencia ya escapaban contra su voluntad. No estaba triste o melancólico, no eso resultaba insulso ante la rabia y el coraje que experimentaba con él mismo. Debió haberla protegido Alondra siempre estuvo sola, ¿y qué hizo al respecto? Dejarla así, gozar de ella a su entero capricho sin importarle en lo más mínimo su sentir. Era un canalla que nunca mereció el amor de esa mujer y eso justamente era lo que le estaba carcomiendo el alma.
— ¿Cómo..., qué pasó? —formuló tragándose el nudo de emociones.
—El viernes conseguí el permiso del juez para registrar la vivienda de doña Catalina, ayer por la noche encontramos esto.
Víctor tomó del escritorio un maltratado trozo de papel.
El psicólogo lo recibió devorando compulsivamente cada palabra escrita.
—Esto es...
—Si. Lo es —afirmó Huama en un tono que no dejaba duda alguna de la veracidad del documento.
La consternación no le cabía en el pecho nunca pensó que Alondra tuviera esa cantidad de problemas como para tomar una decisión tan grave. Y peor, si ella se sentía de esa manera porqué no acudió a él.
Y él, ¿la hubiera ayudado?
— ¿Puedo verla? —preguntó Manuel devolviéndole la nota suicida.
—Seguimos buscando el cuerpo —respondió volviendo a guardar el trozo de papel dentro del expediente.
—Entonces sin cuerpo, ¿cómo es qué aseguran su muerte?
Un pequeño faro de luz se encendió dentro en su carcomida alma, algo conocido como esperanza, lejana y débil, pero ahí estaba.
—Todo lo indica —respondió Galilea acercándose a los hombres—. La nota, su desaparición, los delirios de Elena, hasta la muerte de doña Catalina. La que resulta muy sospechosa y a estas alturas ya nadie lo puede negar.
Víctor miró con un severo reproche a la mujer no debía hablar demás con un hombre dolido. Su profesión se lo venía enseñando desde hace tiempo.
—Acaso, ¿sospechan que Alondra tuvo que ver en la muerte de doña Catalina y después se quitó la vida? —hiló el psicólogo uniendo cabos.
—Nadie dijo tal cosa...
—Si —interrumpió Galilea en tono autoritario—. Es obvio que así fue.
—Eso no puede ser —respondió Manuel molesto por la acusación—. Alondra no era...no es una asesina y tampoco creo en la autenticidad de la nota.
— ¡Ella la odiaba! —gritó la joven manteniendo los puños apretados.
Manuel se dio media vuelta no estaba dispuesto a escuchar más acusaciones infundadas, ellos no la conocían de verdad, es más, le sorprendía que Galilea su supuesta amiga y prima la culpara con tal firmeza.
Sin más que decir con el corazón al cíen y la razón afectada salió del juzgado.
—Doctor Ballesteros.
Manuel pensó en no detenerse, pero esa voz pertenecía a la única mujer que no había escuchado hablar esa mañana y el tono apremiante con el que le llamaba le decía que quizá sería de ayuda.
Respiró hondo girándose con calma para toparse de frente con la fría mirada de Sonia, la que hinchada y rojiza mostraba tonos melancólicos de auténtico dolor.
—Yo también creo en la inocencia de Alondra —afirmó intentando con todas sus fuerzas mantener las lágrimas en su lugar.
— ¿Sabe algo? —indagó en tono bajo.
La pequeña mujer arrugó la nariz con gesto cansado negó con la cabeza.
—Sé que Alondra no lo hizo. Pero sin pruebas poco vale mi palabra —sentenció Manuel presintiendo que algo ocultaba.
—No lo hizo —aseguró ella al tiempo que le tomaba con fuerza la mano clavándole una mirada llena de significado.
La mujer dio media vuelta y se hecho andar con paso cansino de vuelta al juzgado.
Manuel miró pasmado como se alejaba y una vez desapareció en el pasillo miró con cuidado a su alrededor cerciorándose así que nadie lo veía, despacio abrió el arrugado papel que Sonia había depositado en su mano un segundo atrás.
Leyó: En media. Café Amber del centro.
Manuel volvió a guardar la nota sintiendo como una sobrecogedora angustia se cernía sobre su espíritu, haciéndolo sentir cansado aun cuando apenas eran las ocho. Era como estar dentro de una pesadilla, de la cual, le era imposible despertar.
Tenía que llegar al meollo de todo y si bien su primer aliento para lograrlo era Alondra, ahora estaba también en juego su salud mental.
Con esa convicción se montó en su coche y comenzó a conducir al lugar acordado, una vez allí se forzó a engullir un escuálido desayunar, sin hambre y con la sensación palpitante de que pronto tendría información.
Cuarenta largos minutos pasaron antes de que Sonia apareciera en el lugar.
—Gracias por venir —dijo la mujer tomando el único asiento libre frente a Manuel.
—No entiendo el misterio, ¿qué es lo que sabe? —indagó ya sin formalidades.
Sonia recargó su espalda en el suave respaldo cerrando los ojos un momento, era como si quisiera ordenar sus ideas antes de comenzar hablar.
—Yo nací en Perú. Cuando tenía once años falleció mi madre y solo dos meses después, mi padre, Jerónimo Lozano, decidió casarse con Catalina, en aquel entonces una hermosa joven de buena familia con raíces españolas de tan sólo 19.
¨Al principio todo anduvo bien, se mostraba cariñosa, amable, un sueño de madre y sobre todo por la edad, una excelente amiga —agregó con melancolía—. Un año después mi padre habló con nosotras tenía graves problemas con unas personas, al parecer algo andaba muy mal con los negocios y sobre él pesaban varias amenazas. Así que ese mismo día nos avisó que tendríamos que viajar a un despoblado pueblo de México y nos arrastró a Babaal, claro que en ese entonces no era más que un pueblo con solo algunos indígenas, no contaba con más de un par de casuchas hechas de palos y mugrientos jacales, aunque siempre tanto los habitantes como el lugar tenía ese aire gris tan raro y siniestro. Catalina y yo lo odiábamos. Aunque ella más y por las noches la escuchaba llorar desde mi recamara implorándole a mi padre que volviéramos a Perú, decía que ese pueblo estaba maldito, hablaba de voces por los rincones de la casona, no dormía y apenas si probaba alimento.¨
¨Con el paso del tiempo su carácter dulce se fue agriando por el miedo, el mismo, que cada noche la paralizaba en horribles pesadillas. Y cuando quedó embarazada de mi hermana Camila, terminó por enloquecer, nadie sabe bien qué pasó pero atrás quedó la mujer jovial y llena de vida, se volvió una fanática religiosa, llena de prejuicios e ideas locas sobre la moral. Mi padre no podía regresar a Perú y busco la manera de darle algo de consuelo ahí mismo, mandándole hacer una capilla al otro lado de la calle, ¿sabe? pienso que en el fondo solo quería recuperar a la mujer de antes. No funcionó, Catalina siguió empeorando, las voces la torturaban día y noche. Aun así, ocultó todo eso a la gente del pueblo, excepto a mi padre y a la sirvienta muda que siempre la acompañaba, ellos se volvieron sus únicos confidentes. Hasta que llegó Elena, desde pequeña supimos que era especial, ella hablaba con las sombras de la casona y Catalina comenzó a obsérvala con miedo. Supongo que eso la orilló a llevarla a la iglesia a escondidas de mi hermana, la que a causa de su madre se había vuelto una atea. Y un día...¨
Sonia se interrumpió para darle un largo trago al ya tibio café, quizá se le había secado ya la garganta, o tal vez, necesitaba tomar valor.
Manuel por su parte intentaba absorber la mayor información posible sin presionar o interrumpir.
—Cuando Elena cumplió 15 años... la convenció de hacerse un exorcismo.
Manuel abrió los ojos con ímpetu, sorprendido y atónito ante la declaración.
—Con la ayuda de un charlatán la llevó a la capilla, desconozco lo que pasó dentro, pero mi sobrina jamás volvió a ser la misma y su enfermedad fue empeorando cada vez más. Cuando Alondra la enfrentó ya era tarde, el daño ya estaba hecho, entonces hizo lo más lógico; llamó a sus padres pidiéndoles con urgencia que vinieran por ellas, pero pasó lo del accidente y el resto ya lo conoce.
El psicólogo cerró los ojos con molestia, era increíble hasta donde llegaba la ignorancia de las personas, Elena no tenía que haber recibido tal daño aunque culpar a doña Catalina tampoco era indicado. Él debía haber estado enterado de eso, sobre todo, de la probable esquizofrenia de la abuela de donde seguramente provenían los males de la joven.
—Sé que esta información le puede ayudar para el tratamiento de Elena. Yo juré en la tumba de mi hermana Camila cuidar de sus hijas, cómo ella cuido de...
Se interrumpió a tiempo para darse cuenta que ya estaba hablando de más, simulando un débil y triste sonrisa agregando:
—Le fallé.
Las grises lágrimas de la mujer resbalaban sin parar, una tras otra, la culpa podía con aquel pequeño ser llenó de arrepentimiento y dolor.
—Gracias, estoy seguro que podré usar la información a favor de Elena.
Sonia asintió tomando una de las servilletas para limpiarse.
—Ahora solo me tiene a mí. Por favor no dude en buscarme si necesita algo —pidió recuperando de a poco la calma.
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