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III


13 de febrero

El ceroso rostro de doña Catalina sumado a la palidez de sus labios y uñas denotaban la reciente muerte, un par de horas o quizá menos, era difícil saberlo con exactitud puesto que aunque su cuerpo parecía intacto, la pestilencia de la habitación causaba en los presentes serias arcadas.

Manuel se vio en la necesidad de volver a llamar a la policía mientras veía a la empleada de servicio sumida en un estado de shock limitándose a mirar con horror a la difunda desde un rincón, sin una lágrima en los ojos que cargados de indescifrables pensamientos apenas si parpadeaban.

Las autoridades llegaron alrededor de las 3:00 am. Para ese entonces el psicólogo había sacado a la anciana de la habitación y llevándola a la cocina la sentó en una silla del comedor donde se limitó a platicarle sobre cualquier cosa que no tuviera nada que ver con el terror vivido esa noche. Aunque, cada dos por dos perdía el hilo del discurso y su caprichosa mente partía a la sombría recamara de Catalina, evocando la mirada vacía de aquel cuerpo sin alma y volviendo a sentir ese aroma a muerte rodeándolo. La piel se le erizaba al momento, una angustia desconocida invadía su estómago, las náuseas lo llevaban a respirar profundo y a esconder ambas manos bajo la mesa, de esa forma su acompañante no descubría la tamborína de la que era víctima.

Sólo una cosa le quedaba claro, el asunto con la familia Lozano cada vez se ponía más enredoso.

El cambio de turno de los oficiales zafó al psicólogo de un interrogatorio aún mayor. Los forenses llegaron minutos después declarando después de un breve estudio que todo indicaba que doña Catalina había tenido una muerte natural, un infarto fulminante quizá, eso lo determinarían más tarde los estudios.

Una hora después y ante la inútil manera de hacer declarar a la anciana muda metida en su mente ida de este mundo, dejaron acercar a una de las vecinas cercanas. Una mujer de pelo oscuro, piel bronceada y marcadas curvas a la cual, Manuel había visto en varias ocasiones en la casa de Alondra, una tal, Galilea.

—La vi pasar con su chofer esta mañana mientras barría mi calle. Pero igual ya era una mujer muy mayor, que en paz descanse —respondió la joven con naturalidad, no se le veía para nada afectada o dolida. A contrario sonreía con coquería ante el oficial mientras el pobre individuo apenas si podía escribir una palabra coherente.

Quedo claro que Doña Catalina, a pesar de tener varios sirvientes que iban y venían a todas horas del día, vivía sólo bajo la silenciosa compañía de Lourdes, la anciana muda de cabellos plateados era la única persona que soportaba tener cerca. Quizá por el hecho de no poder pronunciar una sola palabra, o tal vez la bondad de aquella mujer le traía algo de paz. Nadie lo sabía.

Al terminar la entrevista con los oficiales Galilea se acercó a Manuel, el que miraba por la ventana con los pensamientos muy lejos de aquel lugar y de aquellas personas.

—Doctor —llamó tocándole el hombro de forma suave.

Manuel se giró por un momento creyó ver en Galilea una sonrisa muy parecida a la de Alondra, también poseía unos ojos negros, profundos y enigmáticos tan o más llamativos que los de la desaparecida. Llevaba un pequeño vendaje en su brazo derecho que parecía no molestarle para nada.

—Galilea —saludó con sequedad, era obvio que no estaba de humor para una charla social.

—Puedo saber, ¿qué hace usted aquí? —indagó la joven con una sonrisa coqueta mientras con un leve brinco se sentaba con ligereza en el filo de la ventanal.

—Alondra y Elena están desaparecidas, ¿sabes algo de ellas?

Galilea abrió sus negros ojos con asombro.

—No, tengo tiempo sin verlas —afirmó bajando de la ventana.

Manuel asintió prestando atención al temblor de su voz y examinando como el rostro de la mujer cambiaba de expresión.

—Tengo que irme, mi mamá se preocupará si no...

— ¿Sabes algo más? —indagó deteniéndola con suavidad del brazo.

Galilea bajó la mirada, negó con la cabeza y si más se fue. Dejando a Manuel con un millar de preguntas sin responder y la sensación de estar dentro de un extraño sueño. Había sido un día verdaderamente largo, complicado y era obvio que necesitaba descansar.

Media hora después consiguió zafarse de ese lugar, de los policías y de la mujer muda que de un cálido abrazo lleno de agradecimiento lo dejo ir con una sonrisa torcida.

Con rapidez esquivó al montón de curiosos que se habían acumulado afuera de la casona y yendo directo a su coche volvió a percibir ese olor, la cabeza le dolía de un modo constante aumentado las palpitaciones con cada paso, una fuerte migraña se acercaba y ya era tarde para alejarla. El cielo comenzaba a dar suaves destellos de luz, y al girar a la derecha para tomar la carretera vio la figura de Galilea platicando con un desalineado hombre, gesticulaba de forma exagerada mientras el hombre de expresión impasible intentaba calmarla tomándola por los hombros y hundiéndola en su pecho en busca consuelo. Manuel lo pasó por alto, no quería detenerse y verse metido en otro lio necesitaba descansar y era lo único que planeaba hacer todo el sábado.

Siguió el camino marcado por las despintadas flechas como sumido en un sueño. La espesa neblina de la madrugada empañaba los vidrios dándole a la carretera un aspecto espectral, siniestro. Redujo la velocidad pensando por un momento en regresar a Babaal y descansar dentro de su coche un par de horas, desechó la idea al instante con solo recuerdo el cadáver de doña Catalina. A cambio bajó la ventanilla intentando a toda costa ver mejor, era ridículo moverse a 10 k/m por hora de ese modo tardaría años en llegar. El sueño lo estaba venciendo y mientras comenzaba a sentir como sus parpados se cerraban de a poco, experimentó la certeza; no había forma que pudiera evitarlo se quedaría dormido. Un fuerte grito de pánico lo hizo salir de ese estado de somnolencia, al tiempo que pisaba el freno a fondo y las llantas producían un leve sonido chillante.

Con el corazón desbocado bajó del coche, la neblina seguía espesando a su alrededor tanto que le costaba ver sus propios pies.

—Ayuda —murmuró una suave voz apenas audible.

Manuel se llevó ambas manos a la cabeza mientras comenzaba a acercarse a esa voz tan familiar. Caminó hasta que sus ojos se tropezaron con aquel bulto de colores. Vestía de modo ridículo, el oscuro cabello le caía por el rostro resaltando más su blanquecina piel agrietada por el frio.

—Elena —articuló atónito agachándose para poder tomarla en brazos para llevarla al coche.

Atrás quedaron los cuidados al conducir y el sopor del cansancio, ya no importaba la neblina ni los profundos baches ahora Elena era la prioridad, necesitaba llevarla al hospital con urgencia. Y es que si bien respiraba, no lo hacía de manera normal, un feo golpe en la sien empapaba sus cabellos de un color carmesí manchando sus ridículas ropas y aumentaban la angustia de Manuel, que no dejaba de verla de reojo mientras pisaba cada vez más el acelerador.

En menos de una hora aparcó en el hospital de San Javier a las afueras de Mérida. Sin cuidado tomó a la fría joven en brazos para entrar corriendo por la puerta de emergencia, la enfermera de recepción al verlo entrar fue por una camilla, no hicieron falta las palabras Manuel entendió por el gesto de terror en la joven vestida de blanco que Elena estaba verdaderamente grave.



— ¿Señor?

Una lejana voz resonaba entre el sueño de Manuel. Hace cinco horas que había dejado a Elena en manos de la enfermera y después de haber llenado un montón de papeles de rigor fue a sentarse a una de las duras sillas de la fría sala de espera.

—Señor, disculpe —dijo otra vez esa voz.

Podía sentir como alguien lo tocaba con suavidad por el hombro haciéndolo despertar sin saber bien que hacía allí, sintiendo de a poco como el suave bálsamo del sueño lo abandonaba para escupirlo de nuevo en la realidad.

— ¿Sí? —preguntó intentado enfocar con claridad a la mujer.

—Venía a avisarle que la joven que trajo hace un momento está fuera de peligro. En un par de horas la pasaran a una habitación y podrá recibir visitas.

Manuel asintió agradecido por la buena noticia.

—Gracias —dijo poniéndose de pie—, ¿hay alguna cafetería por aquí?

—Si, en el segundo piso.

Sin prisas se dirigió al ascensor añorando como todo ex fumado un café caliente bien cargado. No tardó en encontrar el lugar, y una vez frente a la barra pidió un expreso y fue a sentarse a la mesa del fondo. El calor del primer trago le aclaró la mente, necesitaba hacer una llamada.

— ¿Claudia? Buenos días —saludó tratando de acomodar sus ideas—. Necesito que canceles todas mis citas de hoy, tengo un asunto...

— ¿Con Elena? —interrumpió la mujer usando su ya conocido todo de chisme.

Normalmente no le molestaba la facilidad de comunicación que la caracterizaba, pero en ese momento podía sentir las ganas de colgar la llamada antes de empezar la plática.

— ¿Por qué piensas qué es con Elena?

La mujer guardó silencio un momento, lo que sólo podía significar que efectivamente sabía algo al respecto.

—Mi cuñada me llamó muy temprano para contarme que doña Catalina falleció anoche. Dice que le dio un infarto después de que Alondra huyó con un hombre y abandonó a Elena a su suerte.

Manuel guardó silencio, una sensación muy parecida a la que experimento al ver a Elena tirada en la carretera se le instaló en el estómago.

— ¿Doctor? —llamó la mujer después del lago silencio.

—Claudia, cancela las citas por favor —ordenó colgando de golpe, sin poder identificar bien el sentimiento de inconformidad que tenía en el pecho.

Dos horas después decidió ir a ver a Elena, revisar que estuviera en buen estado físico y lo mejor posible mental e ir a casa a descansar. Al entrar a la habitación se sorprendió de verla amarrada con sábanas, un gran vendaje le rodeaba la cabeza, tenía la boca hinchada y varios feos y profundos cortes en los brazos. A pasar de lo mucho que le había costado entenderse con la joven sintió una profunda pena por ella, su abuela acababa de fallecer y si Claudia tenía razón Alondra la había abandonado a su suerte.

¿Y que no también lo hizo conmigo?, pensó sentándose frente a la joven que comenzó a removerse y abrir los ojos con lentitud.

—Alondra —articuló con un hilo de voz apenas audible.

Manuel se acercó a la cama. Elena lo miró sin expresión alguna, era como si en vez de ojos un par de hoyos negros, vacíos, sin vida, ni expresión alguna analizaran su semblante. Resultaba obvio con sólo un vistazo, algo se había roto en su interior pero, ¿qué?

Elena volvió a balbucear un poco, una rara letanía donde se repetía el nombre de Alondra una y otra vez y la sombra de viento oscuro que se había llevado. De a poco los susurros tomaron fuerza convirtiéndolos en alaridos, estaba entrando en shock, retorcía con desesperación su cuerpo intentado escapar de los amarres. Era como presenciar una escena de horror, Manuel hacía todo para intentar calmarla pero una parte de su erizada piel se negaba a tocarla, su alma quería salir de ese lugar gritándole que algo no estaba bien en esa joven.

Un joven médico entró corriendo.

— ¡Ayúdeme a sujetarla! —ordenó mientras sacaba una jeringa de su bata.

Manuel luchó contra su cuerpo para tomarla por los hombros. Elena se retorcía con asombrosa fuerza gritando palabras inentendibles. El medico le vació el contenido de la jeringa dentro del brazo y poco a poco fue recuperando la calma, cerrando los ojos contra su voluntad, acallándole la voz, arrastrándola de nuevo a la penumbra que llevaba en el interior.

—Ayúdenla —murmuró en tono suplicante antes de perderse otra vez en la oscuridad.

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