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En un principio, solo había oscuridad



I:

EN UN PRINCIPIO, SOLO HABÍA OSCURIDAD


Irgan había mantenido conversaciones con gente de diversos países formados por agua, fuego, viento y tierra. Había formulado innegables evasivas a dificultades naturales, e imaginado sobre los más infames males que podrían aquejar el cuerpo de un hombre. Había visto cuerpos devorados por plagas y plagas devoradas por un mal mayor, y por tal causa creía haber visto a la mayor de las plagas, junto a las muertes más deshonrosas. Creía haber pensado más allá de lo que cualquier otro hombre joven hubiera conquistado en su mente, y creía ser distinto, de mayores dotes, incluso entre quienes habían sido bendecidos con la belleza y el ingenio.

Sin embargo, cuando se vio a sí mismo en el enorme desierto, rodeado de granos de arena que sobrepasaban por millones de puñados todas las imágenes que había recolectado durante su vida, con la garganta tan seca que imitaba una textura acartonada cuando el reflejo de tragar se hacía presente, con la demente envidia hacia los animales que arrastrando el vientre se deslizaban con inusitada facilidad sobre la sábana de arena tendida sobre el suelo, cuando llegó al punto de sentir horror hacia algo que le era desconocido, porque entonces había perdido la capacidad de raciocinio, en ese instante, se dio cuenta de que no había pensado tanto como sí había creído, y entendió que su mente solo era enorme dentro de su diminuto cráneo.

Pero, lo que Irgan no había considerado, lo que debía concebir y lo que realmente cambiaría su destino, era que se encontraría de frente con el mismísimo infierno.



Confusión.

Agitación.

Desesperación.

Reflexión.

Tentación.

...dolor.

Bufó al sentir punzadas marcando el terreno de su piel lastimada. Dolía por todos lados; el cuerpo entero sumido en una pesadumbre la cual no recordaba haber experimentado ni en sus peores entrenamientos. Dolía dentro y fuera, desde la garganta hasta el estómago, y el sofoco en el ambiente no hacía más que provocar un bochorno que parecía haber sido embebido por su humor. No lograba concretar sus pensamientos, todo eran retazos desordenados y molestias tras otras. En cuanto logró mirar algo (porque no bastaba con tener los ojos abiertos) se encontró con una pared de piedra rasgada, sin ventanas o algún detalle que provocara consuelo al alma. Todo era desabrido, monótono; el tono opaco a su alrededor lo atormentaba tanto como una nueva herida.

Entre retales de su memoria, recordó las narraciones que alguna vez había escuchado con temor, y las imágenes desplegándose frente a sus ojos le parecieron similares. Aquellos cuentos hablaban de personajes horribles, habitantes de un sitio que aunaba todas las pesadillas humanas.

El calor avivado en cada tramo de su piel provocaba que se alzaran llamas imaginarias sobre las miradas que dirigía de un lugar a otro. Sentía su ser incendiarse, rodeado de pura miseria.

Entonces, entre el límite del desconsuelo, algo logró captar su atención. Era blanco y fresco: colocó agua en sus labios. Esta resbaló por las mejillas, derramándose en su pecho, pero también se coló por su garganta, humectándola, haciéndole entender lo seca que se encontraba. Tosió, y pataleó como los pescados antes de morir fuera del río.

Volvió a desmayarse.


La siguiente ocasión en que abrió los ojos, las llamas habían muerto. La vista continuaba siendo tan desesperanzadora como antes, las paredes de piedra seca lo rodeaban y poco color más que el de los terrones pintaba el lugar, aun así, podía pensar con cierta claridad, al menos tratar de entender la situación en la que se encontraba. Permanecía la fiebre, aunque ya no deliraba. En cuanto probó a tragar notó que tenía sed, pero no a morir, como hacía unos días. Intentó encontrar sentido a lo que tenía en frente, y detalló los recursos a su servicio: tan solo la cama en la cual se encontraba acostado y una mesa con un par de cuencos, además de las horribles y pétreas paredes.

Irgan conocía un nombre que calzaba a la perfección con ese sitio, aunque pensar en ello lo enfermaba aún más. No quería creer en semejante posibilidad y, sin embargo, el calor desgarrador, esa opresión dañando su pecho, el continuo patrón desquebrajado a cada tramo que sus ojos lograban encontrar... También resultaba complejo, incluso ilógico, negarlo. No sabía cómo, ni por qué, pero no podía existir en la Tierra un sitio así; él había pisado el Infierno, aquel vacío olvidado por Dios.

Un escalofrío recorrió su espalda tan solo al pensarlo, sumándose a los anteriores síntomas. Siempre había temido ―como cualquier ser racional― a las trágicas leyendas nacidas en esa monstruosidad de lugar, pero lo que más lo aterraba era la existencia de los demonios, aquellas deplorables criaturas habitándolo.

La puerta rechinó y su cuerpo reaccionó al impulso, resintiendo luego el movimiento. No importó el dolor, pues frente a él se encontraba un ser a quien seguro su horror había invocado. De apariencia frágil ―y esos son los peores― alto, descarnado, con un gesto libre de cualquier emoción bella y una pierna menos. Una pierna menos, sí. Un demonio, sin duda; uno que lo observaba apático, como evidencia lo poco que le importaba su vida.

El ser carraspeó y escupió al piso; después avanzó con ayuda de unos artefactos en que apoyaba las manos, para dejar entrar a otro individuo mucho menos temible. Pintado de blanco, pequeño, silencioso, se escabulló hasta él para posar una mano en su frente, a lo que el invitado reaccionó tratando de retroceder, mas fue en vano. Irgan mantuvo una mirada prevenida conforme el tacto suave revisaba algo en su piel.

Ese no era un demonio, no calzaba con la descripción que conocía de ellos. Su presencia apacible conjugó con el tono de voz que utilizó para preguntarle cómo se sentía.

―Ángel ―susurró el hombre en cama―. Ángel, ¿vienes a sacarme de este infierno?

El ángel se volteó para mirar al demonio, buscando en este la respuesta.

―Esto es un error, he sido un buen hombre, no tendría por qué estar aquí ―suplicó, tratando de hacer entrar en razón al ser de luz.

―Tranquilo ―aconsejó este, al tiempo en que tomaba un trozo de tela y lo remojaba en agua fresca para limpiar su rostro―. Estarás aquí un tiempo, pero ya vendrán por ti.

―¿Me llevarán al Cielo? ―El ángel rio; fue un gesto reconfortante.

―No irás al Cielo, y esto no es el Infierno. No estás muerto, tan solo te encontramos y te trajimos aquí. Descansa, ya lo entenderás mejor.

Justo cuando estaba a punto de hablar una vez más, de intentar hacer ver al ser alado que eso era el Averno y un demonio los acechaba, en el momento en que se dispuso a soltar el discurso que había atendido desde niño, fue testigo de algo aberrante. Algo que lo despojó de toda esperanza. En el extremo del brazo derecho del ente no existía mano, la carne se extendía desde el codo hasta terminar en una forma circular, donde debía empezar la muñeca para luego dar paso a la palma y los dedos.

Irgan se reclinó, abatido por su reciente hallazgo.

No existían humanos sin partes del cuerpo, ni ángeles en el Infierno. Aquel solo era un demonio vestido de blanco.

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