La bella durmiente
(Por: Kyle)
Ni Irina ni James parecieron notar que nos fuimos. Quería saber cómo era que podían absorberse tanto en sí mismos cuando peleaban así. Probablemente volverían a iniciar una lucha con agua y fuego como sucedió cuando llevábamos cuatro horas y Emmeline y yo tuvimos que abrir las ventanas para que se disipara el vapor mientras usábamos hechizos aislantes para no quemarnos.
Salimos a los pasillos vacíos y empezamos a caminar hacia el final del tren, donde había una pequeña terraza.
Afortunadamente, estaba vacía. O tal vez era que solo nos faltaba una parada antes de llegar a Beckendorf.
Unos cómodos sillones estaban atornillados en dirección a los rieles que íbamos dejando atrás. Emmeline se ubicó en el que estaba a la izquierda. Si algo sabía sobre los trenes de Igereth es que era imposible huir o suicidarse saltando fuera, pues había hechizos repelentes en cada posible resquicio. Era tranquilizador en varios sentidos, a menos que tuvieras un mínimo deseo de escapar para no ir a tu internado de castigo. Aunque tampoco hubiera servido, pues los magos que nos escoltaron pusieron un hechizo sobre nosotros para hacernos imposible salir del tren hasta que llegáramos al final.
—Oh, esto es mucho mejor —exclamó con fervor—. Debimos venir desde el inicio. ¿Nos podemos quedar hasta que lleguemos a Beckendorf?
—Entonces deberías ir por tu abrigo —le recomendé echando un vistazo a su fino suéter—. En unos minutos vamos a llegar a Cadbury y desde allí empiezan los vientos del norte. Te vas a congelar.
—No volveré allí, prefiero conjurar un demonio de fuego para entrar en calor.
—Increíble que sean nuestros mejores amigos, ¿cierto?
—Nunca pensé que diría esto pero estoy esperando fervientemente el momento en que se den cuenta que se aman y nos dejen en paz.
Me reí. Había pensando lo mismo solo unos minutos atrás.
—Avísame la próxima vez y encontraremos un lugar para escapar.
Me sonrió en agradecimiento y luego se hizo un ovillo sobre el sillón. Empecé un nuevo dibujo mientras ella intentaba conciliar el sueño. Sin embargo, no pude concentrarme en los árboles. El lápiz empezó a delinear el sillón y el entramado del forro. Luego, la delicada forma de su rostro, la suave curva de sus labios, las fluidas ondas de su cabello...
El tren emitió un pitido y empezó a detenerse. Emmeline abrió los ojos y automáticamente desvié la vista, fingiendo que admiraba el pueblo.
—¿Cadbury? —preguntó.
Asentí e hizo un mohín. No entendí por qué hasta que desvió la vista hacia la puerta que nos conducía de vuelta a los vagones.
Me puse de pie y me quité el abrigo. Emmeline se sonrojó.
—Kyle, no tienes que...
—Ya convocaré un demonio de fuego —bromeé.
—Pero te vas a morir de frío.
—Sobreviviré.
La verdad, estaba fanfarroneando un poco. Sabía que nos aproximábamos al norte y las temperaturas en invierno llegaban a quince grados bajo cero, pero confiaba en que algún hechizo de Curación Avanzada me ayudara.
Emmeline empezaba a temblar y eso me convenció. Le puse el abrigo como una manta ya que no parecía capaz de moverse. Se acurrucó aún más y cerró los ojos cuando el traqueteo del tren continuó. Me aburrí rápido de mirar los rostros curiosos de la gente que veía pasar el tren y me concentré en volver al dibujo de Emmeline.
Siempre me ha gustado dibujar, el poder captar la esencia de algo. Pero me gusta realmente absorberla y plasmarla a mi manera. A Emmeline, por ejemplo, la recordaba luchando contra el hombre lobo, salvándome la vida y enviando a un demonio de vuelta a su dimensión.
Pero la dibujé como estaba ahora, con esa apariencia de fragilidad y belleza sublime. Derrumbada junto mi abrigo que le venía grande, con pequeñas nubes blancas emergiendo bajo su aliento. Examiné el dibujo cuando terminé de poner la última sombra en sus mejillas. Se me escapó una sonrisa al contemplarla en el papel, dormida para siempre. Solo entonces me di cuenta de que mis dientes estaban castañeando. Apreté la mandíbula y moví los dedos para insuflarme calor. Funcionó a medias y me pregunté cuánto faltaba para llegar. La respuesta me llegó un segundo después cuando el tren dio un pitido y la silueta de un castillo apareció a lo lejos.
Emmeline se removió y el abrigo casi se cae. Me alegré de haber terminado el dibujo antes de que eso pasara.
—Llegamos a Rootshire—anuncié.
—¿No llegábamos a Beckendorf?—preguntó ella extrañada.
Me puse de pie con dificultad y le tendí la mano.
—No, es como en todos lados. Ningún tren te llevará directamente a la academia. Medidas de seguridad.
Emmeline asintió y me tomó de la mano. No fue una buena idea. La suya estaba caliente y pude sentirla estremecerse cuando me tocó.
—¡Estás helado!
Mi abrigo cayó al suelo. Lo recogí y lo puse sobre sus hombros. Ella se resistió, sus ojos brillando en mi dirección.
—Conseguiré el mío en un minuto —dijo tendiéndomelo de vuelta con decisión—. O tendrás que explicarles a Irina y James por qué lo tengo y están tan faltos de distracciones que apuesto que no te dejarán en paz.
Lo acepté. Ella realmente tenía un punto.
Regresamos al vagón, donde Irina y James no parecían haber advertido nuestra falta. Ni siquiera notaron que teníamos que bajarnos. Solo seguían discutiendo sobre cómo el hecho de que él no hubiera tomado el lugar de Emmeline con el demonio, había empeorado las cosas. Probablemente creyeron que era una parada más. Emmeline entró, bajó su mochila del compartimiento superior y un abrigo emergió de ella. Se lo ajustó rápidamente.
—...mi sangre también estaba en el círculo. Y tú estabas herida, si no hubiera curado algunas heridas probablemente habrías terminado realmente cortada a la mitad.
—¡Y me hubiera recuperado de eso! Soy un vampiro por si no lo has...
—¡Chicos! —exclamó Emmeline de repente. Sonó tan exasperada que incluso yo salté—. Ya tenemos que bajar.
Todos continuamos mirándola estupefactos, por lo que ella solo resopló y salió de allí. La seguí y un segundo después Irina ya tenía su bolso colgando de su hombro.
Salimos a una estación vacía excepto por un hombre viejo que llevaba un gran abrigo de pieles y un extraño collar de cuentas azules. Nuestras maletas estaban apiladas junto a él. Sus ojos se abrieron al ver a Irina pero luego se desviaron hacia nosotros. Vi sus labios contar hasta cuatro.
—¿De Diringher? —preguntó en un marcado acento norteño.
—Sí —respondimos los cuatro.
—Por aquí.
No se molestó en comprobar si lo seguíamos hasta un carruaje que parecía sacado de un cuento de hadas y tirado por una cuadrilla de gingoc* del tamaño de caballos.
—Tiene que estar bromeando —susurró James.
Irina los miraba con curiosidad.
—Nunca vi gingoc tan grandes —le dijo al hombre viejo—. ¿Cuántos años tienen?
Se acercó despreocupadamente. El hombre intentó detenerla pero pareció recordar un segundo después que era un vampiro y no corría peligro real.
—Unos veinte excepto el líder, que tiene treinta y tres.
—Increíble —la oí susurrar.
Los animales solían salir corriendo en dirección contraria cuando un vampiro estaba cerca; sin embargo, los gingoc se mantuvieron en su lugar. Me pregunté si tenía que ver con la particularidad híbrida de Irina o si los habían entrenado para enfrentar submundos.
Tal vez fuera lo primero porque los acarició con una sonrisa y ellos se derritieron bajo su tacto como mansos cachorritos.
—Tenemos que irnos —dijo el hombre cuando uno de ellos empezó a tensar las correas en su deseo de acercarse a ella.
Irina asintió y se retiró con una última mirada de nostalgia.
Sobre el carruaje, no dijo ni una palabra, incluso cuando James intentó provocarla incontables veces. Ni siquiera una exclamación cuando las puertas de hierro a la entrada de la academia aparecieron a lo lejos.
El exterior de Beckendorf incluía una gran extensión de prados medio marchitos, un bosque y muchos pantanos. Además, era un castillo que, comparado con Diringher, daba pena. Parecía haber sido construido hace más de dos mil años y no haber tenido una remodelación desde entonces. Lo cual era más o menos cierto.
Antiguamente cuando apenas fue construido, eran enviados a Beckendorf los hijos de la realeza y los más grandes luchadores de la Cofradía. Ahora, era prácticamente un reformatorio. Era famosa por la disciplina que aplicaba a los estudiantes con historiales de delincuencia suficientes para hacerlos un peligro pero no para que ya se hubieran unido a un grupo criminal.
Había averiguado todo lo que había podido antes de venir. Aunque, como siempre, muchos detalles se omitían por la seguridad de la academia y sus propias ganas de reservarse sus secretos.
Y no es que a la gente le interesara escribir sobre Beckendorf. Era más emocionante Vienhel, con sus hermosas estructuras de hielo y sus impresionantes torreones que se fundían con las montañas de piedra que la rodeaban; Caprelen, y su lago que era la única entrada al reino submarino para los que no pertenecían a él; Andeliq, con su emplazamiento tan alto en las montañas que sus bóvedas tocaban las nubes o Diringher, con uno de los bosques más grandes de Igereth y la academia más grande y antigua del mundo.
Incluso se hablaba más de Ferbus y Anietha, las dos academias que habían desaparecido después de una serie de guerras y ataques de los que no se recuperaron.
Beckendorf, en cambio, ni siquiera era contada entre los castillos importantes.
A pesar de estar en el norte, estaba ubicado en un prado magnífico que se había ido deteriorando con los años, cuando los alumnos dejaron de trabajar en él.
Muchas cosas se habían perdido, como el mejor invernadero del país. Los especímenes que se conservaban allí fueron trasladados al museo botánico de Igereth alrededor de 1950, cuando la Cofradía recibió noticias del hecho.
Toda la información sobre Beckendorf estaba en libros con más de quinientos años de antigüedad y no sentía ningún deseo de bañarme en polvo cuando iba a ver personalmente los despojos de lo que una vez fue una gran Academia. Y, me recordé con un estremecimiento, iba a estudiar allí.
*Gingoc: Una especie exclusiva de Igereth, un tipo de lobo cuyo pelaje tiene cualidades mágicas curativas.
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