•Los cantares dulces•
¿Qué me trajo aquí?
Un dios.
Tiene sentido. Ser arrancado de su mundo y traído a este, nada menos que por un dios, después de la muerte. La muerte en un sueño. Él sacude la cabeza. Parece tan loco. Loco. Imposible. Sin embargo, todo tiene sentido. ¿Qué otra cosa podría hacerle esto, sino un dios? Incluso su madre había sido devota de una diosa del sol. ¿Qué gran salto podría ser que hubiera cientos, o incluso miles, de dioses?
—Existen muchos dioses —comenta la muñeca—. Algunos carecen de rostro. Otros no tienen nombre. Uno en particular es conocido por encima de todos los demás, pero no posee una forma definida. Cada uno es realmente distinto entre sí —juguetea con su pulgar, suspirando sin emitir sonido—. Lamento decirlo, buen cazador, pero cualquier otro conocimiento está fuera de mi alcance.
Yoriichi cierra los ojos, intentando despejar su mente del cansancio que se acumula en sus huesos. La responsabilidad que carga sobre sus hombros tira de él hacia abajo, pero, como un hombre estoico, se niega a demostrar sus emociones. Sus labios permanecen sellados en una línea tensa y su mano se aprieta imperceptiblemente alrededor de la empuñadura de la espada.
¿Quién fue el artífice de tal creación? ¿Qué deidad singular entre miríadas pudo haber revivido a Yoriichi y situarlo como una pieza en este tablero? Aunque la respuesta más obvia parece ser Amaterasu, Yoriichi posee la certeza, tanto a un nivel subconsciente como consciente, de que no es ella quien guía sus pasos. No podría ser mejor; algún dios deseaba algo, y por ello, lo ha colocado aquí, esperando que cumpla su propósito.
Debería estar enojado. Y recién ahora empieza a ser consciente de ellos, de la ira, el enojo, la indignación. Porque ni siquiera después de muerto puede ver a Uta.
—¿Y ahora qué?
—Un cazador debe cazar —afirma la muñeca, sus palabras haciendo eco en el lugar—. Las bestias, las que te mataron. La caza existe para eso.
Por supuesto.
Yoriichi pestañea pesadamente, con su mirada fija en la hoja de la espada que sostiene en sus manos. Examina minuciosamente cada detalle, trazando delicadamente las líneas del metal con la yema de sus dedos, como si buscara algún defecto o irregularidad que pudiera afectar el desempeño de su uso. Su expresión es seria y concentrada, sin ninguna muestra de emoción en su rostro.
—Las bestias no me quitaron la vida. Yo... morí por causas naturales. Mi corazón no aguantó. O puede que sólo haya sido una excusa para no tener que lastimar a Michikatsu. Mi deber era matarlo, y sin embargo... fracasé en el primer corte. Fallé porque no quería hacerle daño.
—Michikatsu... suena como una sombra en tus recuerdos. Un enigma del pasado que aún te atormenta. Las conexiones entre los cazadores y sus seres queridos son complicadas, y a menudo están entrelazadas con dolor y sacrificio.
Yoriichi se sumerge en un silencio inquietante, como si las palabras se hubieran evaporado en el aire y se perdieran en la bruma de su alma. Su semblante, antes sereno como un lago en calma, ahora refleja un cielo nublado. Sus cejas se fruncen ligeramente y, aunque ha aceptado el papel que se le ha dado, una amargura inesperada emerge dentro de él.
En el fondo, se siente usado, manipulado por los caprichos divinos, arrastrado sin piedad a través de los hilos del destino hasta esta extraña y desconocida tierra. La ironía le susurra al oído, susurra que la aceptación no implica ausencia de dolor, que incluso en el abrazo de la muerte, los ecos de la frustración persisten en su ser.
—¿Por qué yo? —murmura en voz baja, y las palabras saben desagradables en su lengua—. ¿Qué es lo que quieren de mí los dioses? ¿Por qué se toman tantas molestias para traerme aquí y ponerme a prueba en este sueño?
La muñeca observa con sus ojos insondables mientras Yoriichi habla, sin interrumpir ni juzgar sus palabras. Una pizca de empatía podría percibirse en su mirada, aunque carece de una expresión facial propiamente dicha.
—Los dioses son seres caprichosos, cazador. Sus razones para actuar como lo hacen a menudo están más allá de nuestra comprensión. Puede que te hayan escogido porque vieron en ti la fuerza y habilidad para enfrentar los horrores de este mundo.
—O quizás me ven como un simple peón en su juego, un entretenimiento para sus divinas inquietudes —Yoriichi aprieta aún más su espada, sintiendo cómo su corazón da un vuelco ante la incertidumbre de la situación—. Si es un juego para ellos, entonces jugaré —dice—. Pero no seré su títere. Cazaré a las bestias y protegeré a quienes pueda, incluso si eso significa enfrentarme a los mismos dioses.
La Muñeca asiente en silencio, todavía sin juzgar, y se apresura hacia adelante, tomando su mano.
Él ni siquiera se estremece ante la sensación de porcelana caliente.
—¿Qué estás haciendo?
—Fortaleciéndote, por supuesto. Hay poder que se encuentra en la sangre. Piensa en ello como un regalo.
Las manos de ella emiten un intenso brillo, cautivando su vista al instante. La luz se desliza sobre su piel y, al mismo tiempo, provoca un efecto en sus venas, haciéndolas palpitar con renovada fuerza. Como una flor que ha pasado por la sequía del invierno, siente cómo sus pétalos se extienden hacia el cálido sol primaveral, anhelando su calor y nutrición. En lugar de la debilidad que lo había inundado previamente, ahora cada célula de su cuerpo está saturada de vitalidad y fortaleza, como si estuviera en su mejor momento.
Impresionante.
—Te lo agradezco.
Se inclina en señal de agradecimiento.
—¡Oh, no, no! No me agradezcas. Es mi deber hacer esto. Y... parece haber algo en ti, buen cazador. Estás empapado en sangre, pero afirmas que nunca antes habías puesto un pie en Yharnam hasta hoy. Es como si...
—Como si hubiera hecho esto siempre, ¿verdad?
La sangre de los demonios que he cazado, sin duda.
—Exactamente, cazador. Es como si llevaras la esencia misma de Yharnam en tus venas —la Muñeca niega con la cabeza—. Por favor, perdóname. Si hablas con Gehrman, en el Taller, él puede decirte qué debes hacer.
—¿Quién es Gehrman?
—El maestro de este sueño.
Yoriichi dirige su mirada hacia el edificio-taller, ahora con pleno conocimiento de lo que representa.
—Bien, llévame con él.
-X-
Gehrman, aparentemente un anciano atado a una silla de ruedas, no está exento de cierta melancolía. En su rostro se reflejan los años que han pasado. Su cuerpo es sólo un recuerdo de cuando solía tener la fuerza para moverse por sí mismo. Su vestimenta desgastada y deshilachada se asemeja a un poncho remendado improvisado con sacos de hilo, una larga tela que cuelga pesadamente de sus hombros. Su sombrero, ciertamente, ha visto días mejores. Los parches y reparaciones de cuero intentan mantener su elegante apariencia, pero ahora los mechones de pelo gris rebasan el borde de su sombrero de ala ancha.
Al ver a Yoriichi entrar al taller, Gehrman no puede evitar reír para sí mismo. Sin embargo, al enfocar su atención en él, sus pupilas se dilatan con cada momento que pasa. Detrás de la socarrona sonrisa que se asoma en sus labios, hay una pequeña llama de desconcierto, como si lo que estuviera presenciando no terminara de tener sentido en su mente.
Sin titubear, Yoriichi se arrodilla en una señal inquebrantable de sumisión ante su presencia.
No obstante, algo en su postura hace que Gehrman dude. La forma en que se inclina, manteniendo sus ojos fijos en los suyos. Este cazador todavía parece muy joven, pero no es un niño en absoluto.
Y esa cicatriz en el lado izquierdo de su rostro...
—Interesante —murmura—. Muy interesante.
El hombre de cabellos rojos se levanta sin desviar la mirada ni por un segundo.
—Tú debes ser el nuevo cazador. La Muñeca te ha hablado, ¿supongo?
—Así es, soy el nuevo cazador. La Muñeca me ha brindado su guía para enfrentar los desafíos que me esperan.
—Es impresionante la forma en que te mueves y te expresas... —dice Gehrman—. Extraordinario, diría... bueno, no importa. Soy Gehrman, un amigo para vosotros, los cazadores —el hombre marchito se inclina hacia delante, mirándolo fijamente con los ojos entrecerrados. Yoriichi nota el muñón de una pata de palo en el lugar de su pierna derecha, una madera astillada con cicatrices—. No pareces extrañado o asustado en lo más mínimo. Es como si nada pudiera perturbar la frialdad en tu rostro. Eso es... inquietante.
Yoriichi alza la comisura de su boca en una leve sonrisa apenas perceptible, como si sus gestos fueran mínimos y su rostro conservara la calma impasible de un lago cristalino.
—La frialdad en mi rostro no proviene de la inquietud, sino de algo mucho más antiguo. He pasado por muchas pruebas y batallas en mi vida, y las cicatrices de esas batallas están grabadas en mí de manera indeleble. Además, he aprendido que en situaciones como estas, es mejor mostrar calma y serenidad en el rostro, sin importar cuál sea la situación. Creo que tú también entiendes eso, Gehrman. Después de todo, ambos somos cazadores, ¿no es así?
Gehrman le devuelve la mirada con una sonrisa irónica, y le responde con voz baja y segura:
—Estoy impresionado por tu habilidad y sabiduría, cazador. Aunque debe ser un poco solitario y aterrador ver el mundo de la forma en que lo haces. Pero supongo que eso es lo que nos vuelve únicos, ¿verdad? Mientras más experimentados seamos, más contemplativos y menos emocionales sobre nuestra situación y sobre los monstruos que nos acechan.
—Sin duda, la caza nos ha llevado a un estado de percepción singular. A veces, la soledad y el miedo se mezclan con la certeza de que es necesario para nuestro propósito. Pero en verdad, cada cazador tiene su propio camino y su forma única de enfrentar esta realidad. Es un equilibrio complicado, y cada uno debe encontrar el suyo.
Gerhman se ríe.
—Parece que tienes una confianza inquebrantable en tu serenidad e ingenio, cazador. Pero permíteme preguntarte, ¿qué te hace creer que eres capaz de mantener esa calma en todo momento? Incluso los cazadores más experimentados se han enfrentado a pesadillas y miedos que han quebrantado su fortaleza. ¿Acaso crees que eres invulnerable a esas sombras que acechan en la oscuridad? —la sonrisa del anciano es fría, desagradable.
Aquello no parece afectara Yoriichi en lo más mínimo.
—No pretendo ser invulnerable. Todos los cazadores, incluso los más experimentados, enfrentamos nuestros propios demonios internos. He tenido mis momentos de desesperación y temor, como cualquier otro. Sin embargo, he aprendido a abrazar esas sombras y a enfrentarlas de frente. La verdadera fortaleza no reside en evitar el miedo, sino en reconocerlo y superarlo.
Gehrman, sorprendido por la respuesta, frunce el ceño y se cruza de brazos.
—Eres un cazador extraño, debo admitirlo. Tus palabras sugieren... experiencia, demasiada experiencia, porque tus acciones y gestos hablan de alguien con una determinación excepcional. Es como si llevaras siglos en este oficio.
Yoriichi no se inmuta. Sabe por qué Gehrman siento eso. Él también era un anciano antes de ser traído hasta aquí.
—Los siglos pueden convertirse en un instante cuando uno se enfrenta a lo desconocido y la supervivencia está en juego. La caza ha sido una parte esencial de mi vida durante mucho tiempo, y cada encuentro con la muerte y la oscuridad ha dejado su huella en mi ser. No es algo que pueda explicarse fácilmente con palabras.
Gehrman asiente, aparentemente satisfecho con la respuesata, aunque aún manteniendo cierta desconfianza.
—Bien, cazador, parece que tienes más secretos de los que estás dispuesto a revelar. Pero ya veremos si esa calma y determinación se mantienen a medida que te enfrentas a las verdaderas pesadillas que acechan en Yharnam. La caza no es tarea fácil, y te advierto que no todos los cazadores sobreviven a su destino.
Yoriichi asiente respetuosamente, sin dejar que la advertencia lo afecte.
—Agradezco tus palabras y consejos. Aceptaré con humildad los desafíos que se presenten y los enfrentaré con valentía y determinación. No soy inmune a los peligros, pero estoy dispuesto a aprender y a crecer a través de cada experiencia que me depara la caza.
Gehrman sonríe, esta vez con una pizca de aprobación en su mirada.
—Eso es lo que espero de un cazador. Acepta tus fortalezas y debilidades, y sigue adelante con firmeza. Ahora, prepárate, porque hay mucho que aprender y descubrir en este mundo de pesadillas. Ahora sal y mata algunas bestias —hace un gesto con la mano hacia la puerta—. Ve. Es por tu propio bien.
En lugar de obedecer, Yoriichi mira alrededor de la habitación, a las cuchillas a medio hacer que cuelgan de la pared, una mesa repleta hasta el borde con las herramientas más extrañas que jamás haya visto.
—Realmente no hay mucho que pueda ofrecerte —Gehrman se aparta de él, pero no sin antes lanzar una mirada astuta por encima del hombro—. No tenemos tantas herramientas como antes, en este viejo taller, pero... eres bienvenido a usar lo que encuentres —la voz del hombre adquiere un tono lascivo—. Incluso la muñeca, si te agrada.
Yoriichi arquea una ceja ante la oferta insinuante del anciano, pero prefiere ignorarla y asentir con calma.
—Agradezco tu generosidad. Pero antes de poner mis manos a la obra, quisiera hacerte una pregunta. ¿Cuál es la verdadera naturaleza de los monstruos que acechan por estas tierras? He visto criaturas más allá de la comprensión humana y me gustaría entender mejor lo que estoy enfrentando.
La sonrisa en la cara de Gehrman se desvanece por un instante.
—Los monstruos aquí en Yharnam son una abominación. Pueden parecer bestias comunes, pero están poseídas por una enfermedad. La sangre que fluye por sus venas está contaminada, lo que los convierte en temibles criaturas con una fuerza y resistencia excepcionales. Algunos dicen que la enfermedad proviene de la veneración de falsos dioses, otros creen que es el resultado de experimentos oscuros llevados a cabo por seres humanos. Pero la verdad es que nadie lo sabe a ciencia cierta.
Yoriichi inclina la cabeza.
—Eso ya lo sabía. Supongo que tendré que descubrirlo por mi cuenta. Es realmente interesante. Espero aprender mucho más sobre estas enigmáticas "bestias" en mis futuras cacerías aquí en Yharnam.
Gehrman sonríe, con una complicidad que traspasa la edad y la experiencia.
—Eso espero también. Ahora, si no tienes más preguntas, deberías ir a prepararte para tu primera cacería.
Las ruedas chirrian contra las tablas del piso cuando sale por la puerta y se dirige hacia el jardín. Yoriichi lo observa por unos segundos más, y si Gerhman siente sus ojos en su nuca, no lo demuestra. El hombre le recuerda... un poco a su padre, en sus gestos y manera de ser
Vuelve sobre sus pasos, encontrándose con la expresión afable de la muñeca.
—Hola, buen cazador —dice ella con una voz dulce y melodiosa—. Vi cómo hablaste con Gehrman. ¿Te explicó todo lo que necesitabas saber?
Yoriichi arquea las cejas.
—No exactamente. Gehrman me dijo... lo que ya sabía. Lo que tú misma me dijiste al principio. No mucho más. Hay cosas que simplemente... deberé descubrirlas yo mismo.
La muñeca avanza hacia él con una serena elegancia en sus movimientos, como si su único propósito fuera ser un bálsamo para calmar su espíritu. Todo su ser emana un aura de sosiego y confort que parece decir: «no te preocupes, todo estará bien».
—Hay mucho que saber sobre Yharnam y sus habitantes. La ciudad está llena de misterios y secretos. Pero no te preocupes, buen cazador. Pareces alguien capaz de lograrlo. Intentaré ayudarte en lo mejor que pueda.
Yoriichi la mira, experimentando una mezcla de gratitud y curiosidad por ella.
—Eres muy dulce, muñeca. Pero dime, ¿quién eres tú realmente? ¿Cómo es posible que puedas hablar conmigo y darme consejos sobre la caza?
La muñeca le sonríe, la luz de las antorchas reflejándose en su rostro de porcelana.
—Soy la creación de Gehrman, una ingeniería hecha para ayudar a los cazadores en su trabajo. Mis conocimientos y habilidades son el resultado de él y de sus años de estudio y experiencia en este mundo. Mi objetivo es ayudarte a ti y a los demás cazadores a enfrentar los monstruos y abominaciones de Yharnam.
Yoriichi asiente en comprensión. Jamás antes había tenido contacto con una reproducción de porcelana tan realista, y sus habilidades sobrepasan todo lo conocido. La más mínima expresión en su rostro, cada detalle meticuloso en su diseño, incluso la suavidad en su piel de seda se conjugan para crear una ilusión de vida que lo tiene hechizado. Es difícil para él articular el asombro en gestos o palabras, pero eso no significa que le sea una emoción ajena. Aquella muñeca sobresale por encima del resto, y es evidente que su creador ha puesto todo de sí para hacerlo.
—De alguna manera, me resultas reconfortante, Muñeca. Tal vez es porque Yharnam es un lugar oscuro y peligroso, pero tu presencia me da algo de esperanza.
La Muñeca le sonríe, acariciando suavemente su mejilla.
—Siempre estaré aquí para apoyarte, buen cazador. Incluso en la oscuridad más profunda, siempre habrá una luz que pueda guiarte. Yo seré esa luz para ti. Ahora dime, buen cazador, ¿eres de la realeza?
Yoriichi arquea una ceja.
—¿No es irónico que sea una muñeca la que me haga sentir tan humano? En cuanto a mi estirpe, no soy de la realeza, soy alguien común. Tenía curiosidad sobre tu conocimiento porque haces preguntas intrigantes en lugar de simples saludos. Me has tomado desprevenido, muñeca.
Sonriendo, la Muñeca inclina la cabeza.
— A veces, las apariencias pueden engañar. Tu valentía y templanza sugieren un origen noble. Si no es mucha molestia, ¿podrías decirme más sobre ti la próxima vez que regreses? Me encantaría tener un conocimiento más completo de tu vida. Si lo deseas, por supuesto.
—Por supuesto que lo haré. Mis responsabilidades me obligan a volver a Yharnam, pero siempre mantendré tus palabras en mi mente. ¿Cómo salgo?
—Déjame explicarte —dice ella apresuradamente mientras señala las lápidas que flanquean su camino. Son las únicas que están erguidas y no cortadas en las esquinas, excepto algunas pocas de enfrente—. Si deseas ir a un sitio que ya hayas visitado antes, sólo tienes que tocar una de estas lápidas y visualizar el lugar en tu mente.
—Ahora entiendo. Muchas gracias por la información.
La Muñeca asiente con una sonrisa.
—De nada. Estoy aquí para servirte en todo lo que necesites. ¿Hay algo más en lo que pueda ayudarte?
—De hecho, ¿qué ocurre si deseo ir a un lugar al que nunca he ido antes?
—En ese caso, no puedo garantizar el resultado ya que es necesario haber visitado el lugar previamente para que funcione. Sin embargo, siempre puedes intentarlo y ver qué sucede.
—Lo tendré presente. De nuevo, gracias por la explicación.
—No dudes en preguntar si tienes alguna otra inquietud.
Un tenue murmullo suena debajo de él, y mira hacia abajo para ver que los Mensajeros han reaparecido, agitando un pequeño monedero de cuero. Se agacha, recogiéndolo con un silencioso "gracias". La bolsa hace un leve traqueteo cuando la abre.
—Son balas, cazador —dice la Muñeca.
Los Mensajeros se despiden mientras él se ata el monedero al cinturón.
—Entonces... —se calla, humedeciéndose los labios mientras se vuelve—. ¿Las balas entran en esta ranura, verdad? No parece ser... demasiado complicado.
Aunque es probable que no use esto.
—Exactamente —Inclinándose, la Muñeca se alisa la falda—. Te esperaré, Cazador, ten cuidado.
—Nos vemos pronto —con gesto solemne, Yoriichi se arrodilla frente a la lápida, pasando los dedos distraídamente por los grabados en su superficie.
No lleva el nombre de una persona, sino un diagrama, el de una clínica muy familiar.
Golpea su dedo contra la talla tosca, la ubicación apareciendo de repente en su mente.
Deseándolo, permite que la magia de la lápida lo inunde, el mundo brillando en una ligera neblina antes de encontrarse arrodillado frente a una pequeña farola en medio de la Clínica de Iosefka.
Un coro de lamentos y gemidos emana de los Mensajeros a su alrededor, que han vuelto a aparecer. Los reflejos de la extraña e inmaterial llama de la farola invaden su piel, prodigando un brillo azul mortuorio. Los diminutos Mensajeros parecen como si estuvieran sufriendo mientras se retuercen en medio de la luz, sus gritos y llantos entremezclándose para crear una cacofonía de lamentos. Al mismo tiempo, el hombre los observa con una expresión grave en su rostro, una sombra de melancolía y pesar que se asoma en sus ojos amatistas.
—Estaré bien —les dice, poniéndose de pie, limpiándose el polvo de las rodillas. No es que importe mucho, ya que está seguro de que acabará salpicado de sangre otra vez.
Se interna en la clínica, siguiendo el olor de la sangre y escuchando un traqueteo a su derecha, escaleras arriba, llegando a la parte superior para encontrar la puerta cerrada.
—¿Hola? Iosefka, ¿estás ahí? —llama suavemente.
—¿Quién es?
—Uno de tus pacientes. El cazador, si me recuerdas —responde—. Tú... me salvaste, no sé hace cuánto tiempo. El hombre, esa criatura...
—Oh. Mis disculpas —divaga Iosefka, el tintineo constante del vidrio filtrándose a través de la puerta—. Puedo oler la sangre a tu alrededor, y sé que nos persigues a nosotros, a nuestro pueblo, cuando dejamos de ser humanos, pero no puedo abrir esta puerta.
—No te preocupes por ello. Comprendo la cautela y la necesidad de proteger a tu lugar. Mi búsqueda aquí es difícil, pero justa. Si hay algo que pueda hacer para demostrar mi intención pacífica o para ayudar de alguna manera, estaré dispuesto a hacerlo. La situación en Yharnam es complicada, y todos buscamos respuestas en medio de la oscuridad y el misterio.
Iosefka se queda un momento en silencio, luego, prosigue:
—Los pacientes aquí en mi clínica no deben estar expuestos a infecciones.
—Oh. Sí, eh —Yoriichi mira al techo, dejando escapar un lento suspiro—. Claro. Sólo quería darte las gracias por ayudarme, y lamento lo que le pasó al otro hombre, en la silla de ruedas.
—¿Qué otro hombre?
—El hombre que me dio una transfusión.
—No conozco a tal hombre. ¿Dijiste que te dio una transfusión?
Yoriichi observa la manija de la puerta. Fácilmente podría romperla y entrar, exigir respuestas, pero decide no hacerlo.
—¿Él no trabajaba para ti? Sin embargo, estaba en la habitación contigo cuando me trajiste.
—Pensé que estabas muerto. Perdóname, pero no puedo recordar tal cosa. A ti te dieron una transfusión, pero yo no he recibido ninguna visita de ningún hombre extraño. No tengo a nadie con esa descripción trabajando a mi lado.
Te estás contradiciendo, Iosefka.
—El contrato...
—¿Contrato?
—... Lo siento. Debo haber estado confundido. Había perdido mucha sangre.
Iosefka resopla desde detrás de la puerta.
—Eres extraño, Cazador. Pero me temo que tendré que pedirte que te vayas, para que no cambies dentro de estos pasillos. No puedo permitir que un cazador ebrio de sangre permanezca aquí.
Eso captura su atención.
—¿Ebrio de sangre?
Hay una risa.
—¿Eres un cazado, no? ¿Cómo es que no sabes sobre eso?
Yoriichi ladea el rostro.
—Lo siento. Hay muchas cosas que todavía... Debería haber evitado que pasara esto.
—¿Qué quieres decir?
—No es nada —responde en voz baja, alejándose de la puerta.
Vuelve a descender por las escaleras.
Sus manos se cierran en puños, formando nudillos pálidos y tensos. Su mirada se enfoca en la esquina del nivel inferior, recordando el encuentro que tuvo con esos hombres lobos, el momento en que los eliminó. Comprende que, si todo es una enfermedad, en algún momento estas criaturas fueron humanas. Al igual que todos aquí. Al igual que los demonios de su mundo. Al igual que Michikatsu.
Yoriichi se adentra con lentitud entre los restos del cadáver del hombre en silla de ruedas, ahora irreconocible. De él no queda más que un charco espeluznante de huesos y sangre coagulada. Observa la escena con una tranquilidad inusitada que podría desconcertar a cualquiera que no lo conoce, incluso confundirlo con insensibilidad. Sin embargo, en su mirada se entreteje la sombra del dolor, densa y fría como una pesada nube de tormenta.
Lo siento, piensa.
Cerca de la puerta abierta, se divisan algunos viales que titilan suavemente a la luz plateada de la luna, como pequeños tesoros esperando a ser recogidos. Tesoros con cosas indescriptibles en su interior. Yoriichi se inclina hacia ellos, desliza sus dedos cuidadosamente sobre los frágiles contenedores y escucha el tintineo metálico que emiten.
Algo lo impulsa a tomarlos.
Mientras recoge los viales, sus dedos se encuentran con los múltiples cinturones y correas que envuelven su ropa, preguntándose en silencio por qué necesitaría tantos. Entre los arneses y las ataduras, descubre algunos lazos cortos con pestillos resistentes al final. Con cautela, inserta los viales dentro de los lazos, cerrando las correas de cuero alrededor de las botellas para protegerlas y asegurarlas.
Qué terriblemente conveniente. De nuevo.
Él acaricia el borde de la entrada astillada, dedicando una mirada escrutadora hacia una esquina para constatar la presencia de un lobo agazapado en las proximidades. El suelo es un verdadero campo de batalla, empapado en un intenso carmesí que evidencia la violencia reciente. La bestia en cuestión no es una excepción, pues sus fauces aún ostentan rastros de sangre y sus garras, literalmente, están decoradas con trozos de carne húmeda y viscosa.
Huele a miedo.
Sacudiendo la cabeza, agarra el mango de la espada, acercándose a la criatura.
No necesito realizar posturas con un enemigo tan débil.
A pesar de los esfuerzos del monstruo por pasar desapercibido, Yoriichi no permite que se escape de él. Con una gracia felina, se abalanza sobre la bestia, el filo brillando como un relámpago rojo en la oscuridad. La sangre espesa y negra del lobo salpica en el aire con un arco siniestro, mientras el lado liso de la cuchilla se abre camino profundamente a través de la carne y los huesos.
Sus aullidos llenan el aire, pero no hay escapatoria para él. Finalmente, se derrumba en el suelo, derrotado. Yoriichi, con una expresión indescifrable en su rostro, coloca su pie con fuerza en la espalda de la criatura mientras retira la hoja de su cuerpo. La sangre carmesí, intensa y fresca, se desparrama por el suelo, cubriendo todo a su paso. En ese momento, sus extremidades comienzan a experimentar una extraña pérdida de control y su mente se siente confusa, lejana.
La adrenalina que había estado corriendo por sus venas ahora se transforma en una dolorosa euforia.
¿Q-qué me está pasando... ?
Se da la vuelta, observando que se acercan más monstruos. Uno a uno, los enormes cuerpos se mueven a través de la oscuridad como sombras vivientes, salpicados con manchas de sangre que denotan sus actividades de caza anteriores. Yoriichi no se contiene, atacando con precisión y velocidad, cortando sin piedad con la hoja lisa de la cuchilla, que brilla carmesí.
Hazlo. ¡Hazlo!
La euforia fluye intensamente por sus venas, iluminando su instinto y nublando todo pensamiento racional. Como si la fina línea entre la vida y la muerte se hubiese difuminado por completo, Yoriichi se siente más vivo que nunca, y la única manera de saciar esa sed de emoción es con la sangre de sus enemigos. Cada uno de sus movimientos es fluido y certero, sin el menor indicio de duda o vacilación. La hoja aserrada, la aserrada está vez, se desliza a través del aire como un corte de fuego, rasgando la carne de los hombres lobos con una facilidad pasmosa, arrancando miembros con la misma naturalidad con la que un tigre desgarra a su presa.
En ese momento, nada más importa que el placer que le produce la caza, la necesidad insaciable de acabar con la vida de sus presas, de beber de su sangre y de sentir el rugido de la victoria en sus huesos.
De nuevo, de nuevo, de nuevo.
Hueso y carne triturada vuelan por el cementerio mientras él convierte la parte superior de los cuerpos de los monstruos en un fino mantillo.
Con cada golpe de su espada, la carne palpitante se desgarra en un rocío de sangre y vísceras, y el cazador se mueve como si danzara en medio de la batalla, cortando y machacando sin el menor atisbo de piedad. Los huesos crujen bajo la fuerza de sus cortes, y el sonido siniestro del metal al chocar contra la carne y el hueso se mezcla con el alarido de las bestias mientras arrasa una y otra vez. Pero nada puede frenarlo en ese instante. La sangre le hierve en las venas, una sensación de absoluto descontrol que nunca había sentido antes, empujándolo a despedazar más fuerte y más rápido, sin detenerse a pensar en las consecuencias de sus acciones.
El suelo se transforma en un tumulto de restos ensangrentados mientras el cazador rebana y destroza con precisión implacable, como un dios de la muerte dispuesto a reclamar todas las almas del lugar.
Levantando la cuchilla por encima de su cabeza, la estrella contra el cráneo de la última criatura, justo entre los ojos.
Parpadea.
¿Q-qué estoy haciendo?
Se frena en seco en medio de la carnicería, su hoja aserrada aún goteando sangre fresca. La mirada se posa en sus manos, cubiertas de un rojo oscuro, que mancha también su ropa y su rostro. Se siente desconcertado, con la mente aturdida por las emociones que lo asaltan. Un momento antes, había estado sumido en ese frenesí, disfrutando de cada golpe y cada caída de sus enemigos. Pero ahora, la hoja aserrada tiembla levemente en su agarre, percatándose de que no había estado usando la parte lisa.
Yoriichi se lleva una mano al rostro, intentando limpiar la sangre que lo cubre, sin mucho éxito. El rojo se dispersa por su piel, esparciéndose como la marca indeleble de la matanza que acaba de cometer.
Con un giro brusco, su cuerpo se retuerce en un espasmo violento. La angustia acumulada cobra forma de vómito que brota de sus labios, arrastrando consigo bilis que quema y hormiguea en su lengua. A pesar de la sangre que cubre su cabello empapado, no se preocupa por él y lo deja revolotear sin control sobre el suelo.
Los cuerpos de esas criaturas, que alguna vez fueron seres humanos, yacen ahora en pedazos informes y sin vida.
Oh, dioses...
Esto no es caza. Esto es masacre.
Las muertes no fueron limpias, ni rápidas, ni metódicas. Al contrario, fueron un acto perverso de hedonismo asesino, guiado por un fervor ciego que nunca antes había experimentado.
Odia la violencia, odia quitar vida, ¿y entonces por qué había perdido el control de sí mismo? La pregunta resuena en su mente como un eco insidioso. Él, que siempre se había considerado una persona pacífica y respetuosa de la vida, se ha convertido en la antítesis de todo aquello en lo que creía.
La respuesta, sin embargo, no parece sencilla. Hay algo en su sangre, algo diferente, que ha hecho que su razón se nuble por completo. ¿Ha sido el miedo, la locura, el estrés acumulado? ¿O quizás algo mucho más oscuro y desconocido?
Dios, cómo lo enferma.
«No puedo dejar que un cazador ebrio de sangre permanezca aquí».
Ebrio de sangre...
La transfusión...
A eso se había referido Iosefka. Esa irrefrenable fuerza que bulle dentro de él, una despiadada corriente, un vendaval incontenible que amenaza con arrastrar todo a su paso. Siente su poderío, desatándose con violencia en su torrente sanguíneo y extendiéndose como un veneno letal que se apodera cada vez más de su mente y su cuerpo. La sensación no es agradable, sino peligrosa y descontrolada. Arde tan ferozmente que parece que su piel va a estallar en llamas, y su corazón late con la fuerza de un martillo que golpea en su pecho al compás de la euforia que lo envuelve. La mágica y amenazante sensación resulta tan abrumadora que Yoriichi piensa que podría desgarrar el mundo con tan solo un movimiento.
«¿Es esto lo que se siente convertirse en demonio? ¿Esto sintió Michikatsu?»
Con un zumbido persistente en su mente, arrastra la hoja inerte sobre el suelo en un andar pesado que denota el agotamiento y la perturbación que lo afligen. Abandona el cementerio con lentitud, como si el mundo en su conjunto se resistiera a verlo partir de allí, lejos de la quietud macabra de la muerte. Contempla la misma primera visión de Yharnam que había captado hacía unos... ¿días?, y aunque todo parece igual, en su interior sabe que nada es lo mismo. La ciudad está envuelta en una bruma siniestra, acechada por peligros ocultos que lo observan y esperan. La hoja, su aliada, le recuerda que su protección es frágil, y que en cualquier momento puede hallarse en riesgo. Con esa opresión en el pecho, avanza, saturado de una inquietud que no lo abandonará en mucho tiempo.
—Hermosa —murmura, alzando la vista hacia la luna, y se sorprende la torpeza en sus palabras.
No es él mismo en este momento.
El orbe cuelga bajo en el cielo, inmenso y majestuoso, tan vibrante que parece rivalizar con el sol en su intensidad y esplendor. Sus rayos plateados bañan el mundo, extendiéndose hasta el horizonte distante. La luna se ve fría, distante, pero resplandece en una belleza cautivadora que lo deja profundamente extasiado. Luce inaccesible, un tesoro precioso que sólo los más valientes y aventureros pueden ser capaces de alcanzar. En su fulgor, parece envuelta en una seda fina y delicada que bien podría ser codiciada por cualquier rey o señor que deseara poseerla como objeto de su incalculable fortuna. No es de extrañar que se la conside un dios, Tsukuyomi, pues su presencia en el cielo parece tener tanto poder como Amaterasu.
—Está bien.
Yoriichi sigue avanzando por el camino, pasando más allá del caballo en descomposición cuyos huesos se han revelado completamente, y cuya carne se ha convertido en una sopa maloliente de gangrena y podredumbre. Su estómago se revuelve ante el olor enfermizo, pero continúa adelante, tan regio como una estatua. A medida que marcha, puede oír las voces y sentir la presencia de la gente a su alrededor, aunque no puede verla todavía. Un hedor a perro mojado alcanza su nariz, acre e intenso, anunciando la proximidad de algo aún más peligroso.
¿Otro hombre lobo... ?
Los susurros enloquecidos y el sonido de metal contra piedra se intensifican, como un presagio amenazador que se acerca sin descanso. Pero el cazador continúa aproximándose lentamente, sin caer en la tentación de aumentar el ritmo y mostrarse vulnerable. Sus ojos recorren el entorno, buscando en cada rincón una señal de peligro, preparado para enfrentar la adversidad que se le presenta. Al girar la mirada, se topa con otro hombre aún más bestial que los que yacieron muertos no hace mucho, cuyos restos ensucian el pavimento en un macabro espectáculo.
Sus dientes presentan una curvatura ganchuda y ominosa, retorcidos en gruesas espinas que sobresalen con prepotencia desde sus labios. Cada uno de ellos parece estar perpetuamente manchado, amarillento y lleno de decoloraciones que subrayan su naturaleza enfermiza. Pero es su piel la que más impacta, por la cantidad de parches y la rampante sarna que la consume.
Se asemeja a un cadáver abandonado, demasiado tiempo expuesto a la putrefacción, restos mórbidos de un pasado terrible. Los salientes ásperos que sobresalen debajo de su piel son tan evidentes como amenazantes, y parecen estar en constante movimiento, como si el cuerpo del individuo fuera el huésped de un parásito aterrador. Pero es la horquilla, sujetada con una fuerza preternatural en sus manos, lo que evidencia la tragedia en proceso. Siente la emoción, un tipo de inquietante presencia que cuestiona la naturaleza de la humanidad misma.
Aparecen más, muchas más.
Estos monstruos que están ante él alguna vez fueron humanos, individuos corrientes como cualquier otro. Pero algo les ocurrió, algo que los cambió hasta lo irreconocible. Ahora son una pervivencia deformada, un error de la naturaleza que hace pensar en las supersticiones más antiguas de los hombres. Son como los demonios: despiadados, malévolos y con una apariencia igualmente brutal. Pero hay algo en su forma que inquieta a Yoriichi aún más: los restos apagados de sus almas, las cenizas que persisten incluso cuando sus cuerpos ya no responden a su vieja fisonomía.
El alargamiento de sus dientes, el que sus caras sean cada vez más afiladas y en punta, el vibrar de sus miembros como si las fuerzas oscuras se movieran dentro de ellos. A lo mejor es algún tipo de protección inútil, una especie de defensa ante la transformación feroz y despiadada que los ha convertido en lo que son. Yoriichi puede ver a través de su piel y músculos, incluso de sus huesos, y sabe que nada queda de humanidad en estos seres. Parecen haber sido enredados en las fauces de otro mundo, arrastrados por un torbellino despiadado que los ha arrojado a una forma de vida diferente, condenada.
Yoriichi observa su espada por un instante breve pero intenso. La hoja, aunque aserrada y áspera, no es nada indigna de la Danza del Dios del Fuego. Hasta el momento no había realizado ninguna respiración, pero bien podría intentarlo ahora.
«Primera postura, ¡vals!»
La espada traza un arco siniestro, brillando con una luz carmesí que emana de su filo. La hoja parece una extensión de sus manos, una parte fundamental de su cuerpo. Sin embargo, no hay nada mundano en su imagen. La tosca espada sigue su danza mortal con un movimiento rápido y circular, envuelta en llamas solares que parpadean y arden en un festival de fuego. La velocidad del ataque corta el aire con un silbido ensordecedor, dejando tras de sí una estela de destrucción y chillidos. La vista del cazador desaparece por segundos bajo el escarlata que envuelve su hoja.
El olor a carne quemada es abrumador, combinándose con el sonido de los lamentos que se elevan hasta los cielos. Los gritos inhumanos de desesperación no son como nada que él haya escuchado antes; son un llanto oscuro que lo estremece hasta lo más profundo de su ser. Los cuerpos de las criaturas yacen esparcidos por el suelo, partidos a la mitad, víctimas de una fuerza inhumana, su carne chamuscada y humeante por los efectos del fuego abrasador. El suelo se ha vuelto una superficie tiznada, cubierta de restos humeantes.
Yoriichi siente una fuerte punzada en su cabeza y, con gesto de dolor, se lleva una mano a la marca en su rostro. Lo que sigue es una especie de nebulosa roja que poco a poco se extiende por su mente, tomando el control de sus pensamientos. El ardor es intenso y se mezcla con una conocida sensación que recorre sus venas, como si algo se enroscara con vigor, apretando sin piedad. En ese instante, escucha un susurro, pero no es uno cualquiera. Es la voz suave y seductora de la sangre, que lo hipnotiza. Las palabras que se le presentan son dulces, pero también atemorizantes. Hablan de derramamiento de sangre y terror, como si fueran las únicas cosas que verdaderamente importan. El cántico se convierte en un laberinto de emociones que se entrelazan y se confunden, y por un momento, Yoriichi pierde el contacto con la realidad.
¡BASTA!
Con la mente todavía turbada, encuentra un momento de lucidez al pasar el filo de su espada por su brazo. El zumbido que antes lo había invadido comienza a desvanecerse lentamente, y la sensación de la hoja rasgando su piel le ayuda a recuperar el control de la situación. Dirige la vista al suelo. Los cuerpos inertes parecen reprocharle su acción, como si hubiera cruzado un límite peligroso. Yoriichi se apoya fuertemente contra la pared, tratando de comprender la magnitud de lo que ha hecho.
En su mente, una voz lejana vuelve a susurrarle y le sugiere que la única forma de encontrar la paz es a través de la violencia. Sin embargo, no se deja arrastrar por su oscura sugestión y en lugar de eso, la entierra profundamente.
Mientras observa su sangre escurrirse de la herida, siente una extraña mezcla de alivio y repulsión al verla acumularse entre los surcos de la piedra. No puede evitar pensar en la facilidad con la que parece solucionar sus problemas con un simple corte, pero sabe que es una ilusión peligrosa y autodestructiva. Yoriichi se aparta de la pared, intentando alejarse de su propia locura y de las visiones que lo acechan en la oscuridad. Sabe que si sigue permitiendo que esa voz insidiosa lo controle, ya nada podrá detenerlo.
Recupera la compostura, apretando el mango de la tosca sierra.
—¿Es esto lo que te convirtió en lo que eres? —pregunta a uno de los cadáveres, sin esperar respuesta.
«Por supuesto que sí».
Arranca un trozo de la camisa de algodón que lleva bajo el abrigo y se ata la herida.
Ignora la náusea que amenaza con resurgir mientras mira a su alrededor y nota un extraño artilugio, una palanca, que descansa junto a la pared. Siguiendo su curiosidad, envuelve sus manos alrededor de ella y tira hacia atrás, el pesado clic del hierro resonando a través de la calle yerma. Una escalera desde muy arriba repiquetea contra el suelo, deslizándose hacia abajo como un reloj.
La mira, percatándose de que conduce a otra capa de la ciudad.
Frunciendo levemente el ceño, Yoriichi la sube.
La escalera es irracionalmente larga, subiendo y subiendo.
Si no fuera por su resistencia, podría haberse quedado un poco sin aliento al llegar a la cima, alzándose sobre otra capa de densa mampostería, más casas esparcidas por todas partes y otra puerta cerrada.
Pero, la linterna que sobresale del suelo ante él es lo que capta su atención, apagada pero todavía de alguna manera emanando ese mismo brillo inmaterial. Se arrodilla para examinarla, maravillado por el tenue resplandor y, curioso de por qué los Mensajeros no están allí bailando alrededor de ella, intenta encenderla con una mano, pero no parece surtir efecto. En lugar de darse por vencido, Yoriichi balancea la linterna de un lado a otro, tratando de encontrar una respuesta a su extraña inactividad. Buscando pistas, explora meticulosamente cada detalle, desde la decoración hasta el tipo de vidrio utilizado. Finalmente, le nace un extraño impulso.
Muerde la linterna repentinamente, como si fuera un perro. Y por alguna razón insondable, eso parece funcionar. El familiar humo plateado se arremolina en la base de la misma.
A pesar de su éxito, Yoriichi se da cuenta de lo absurdas que fueron sus acciones y se detiene, reflexionando sobre su conducta desagradable. Se tranquiliza y recupera la compostura, pero no sin sentir cierta vergüenza por haber sido tan infantil. Suspira profundamente y escanea el objeto mágico por un momento más, antes de levantarse.
El olor a incienso flota en el aire.
—El incienso se utiliza para alejar a las bestias —murmura.
—Usted parece estar bien informado.
Con una rápida reacción, Yoriichi se voltea en dirección a la misteriosa voz y divisa una figura masculina. La silueta del hombre es recortada por la luz que emana de la ventana próxima a él, lo que lo hace resplandecer en la penumbra de la habitación.
—Parece que estás enfermo, puedo olerlo —y verlo, piensa, pero no lo dice.
—Sí —el hombre tose violentamente, provocándole una arcada tan fuerte que teme que sus costillas se fracturen—. No pude evitarlo. ¿Tú también eres un forastero? —pregunta con voz áspera.
—Lo soy. ¿Y tú?
El hombre asiente.
—Vine aquí con la intención de sanar heridas y tratar enfermedades, porque los rumores se habían extendido hasta mi pequeño pueblo. No obstante, no he escuchado mucho acerca de personas ajenas convirtiéndose en cazadores. ¿Cómo sucedió eso?
—Nací para esto —responde Yoriichi, observando sus pulmones inundados de sangre por su Visión del Mundo Transparente, la enfermedad que poco a poco comienza a devorar sus órganos—. Simplemente... es mi destino. Sin embargo, no sé cómo llegué a este lugar, sólo... sucedió. Debería estar muerto, pero no.
—Bueno, Yharnam tiene una forma especial de tratar a los invitados. Aquí no encontrarás a muchas personas dispuestas a darte su tiempo. No es una vida que yo desee, aún así, me mantiene completo —el hombre se interrumpe por otro ataque de tos, jadeando—. Toda la ciudad está maldita. Por lo que, sea cual sea tu camino, cámbialo. La única opción es planear una forma rápida de huir.
—No tengo muchas opciones, incluso si quisiera irme —reflexiona—. Yo sólo... ¿Qué sabes sobre los cazadores "ebrios de sangre"? ¿Es cierto lo que les sucede?
—Aunque no soy un experto en el asunto, la mayoría de los cazadores terminan convirtiéndose en bestias, perdiendo su humanidad y volviéndose locos. Se dice que cuanto más sangre bebes, más difícil es volver al estado humano. Es por eso que debes tener cuidado. No te permitas ser consumido.
No he venido sangre todavía.
—Aprecio tus advertencias y consejos. Es cierto que el camino de un cazador es peligroso y tentador, pero prometo que intentaré no caer —hace una pausa, recordando de repente las palabras de la voz: esa criatura, ese dios que le habla—. ¿Es por la sangre pálida, no es así? Las personas empezaron a consumirla.
—Así es. La sangre pálida es la fuente de todo esto, la maldición que ha caído sobre Yharnam —el hombre se estremece—. La Iglesia de la Sanación debería tener respuestas más concisas que yo. Controla todo el conocimiento de la Ministración de Sangre.
Yoriichi se inclina respetuosamente.
—¿Podrías indicarme dónde puedo encontrarla?
—Al otro lado del valle, hacia el este. Es la Catedral Ward. Algunos dicen que es el lugar donde nació la iglesia, pero no puedo confirmarlo por completo —responde con una risa—. A los forasteros no se les brinda mucha información, y no es un lugar agradable, aunque no es que tengas más opciones, ¿verdad?
—No, no las tengo —él mira hacia el puente y nota la presencia de siluetas moviéndose a través de la estructura en la distancia. Bestias, por supuesto—. Gracias por ayudarme. Por cierto, disculpa mi grosería, ¿cuál es tu nombre?
—Gilbert. Mi nombre es Gilbert.
—Ah, entiendo. Muchas gracias por tu ayuda, Gilbert. Espero que te recuperes pronto.
Gilbert se ríe de nuevo, sacudiendo la cabeza.
—Ojalá, cazador. Cuídate y no dejes que los de la iglesia te desvíen.
Ofreciéndole otra inclinación, Yoriichi se vuelve y empuja la puerta.
Nada.
Sin saber por qué esperaba algo distinto, dobla la esquina. Al hacerlo, se encuentra con una escena que, si bien no le sorprende, sí resulta un poco inquietante. Ante él, el imponente puente se extiende casi a la misma altura que el camino que recorre. Sin embargo, aunque parece estar a sólo unos pasos, sabe que deberá recorrer un buen trecho para llegar allí. Avanza con rapidez hasta toparse con una pequeña plataforma desde la que se divisan algunos vagones carbonizados y un grupo de hombres bestia que se mueven lentamente hacia el fuego de una hoguera. La luz de las llamas parpadea sobre las paredes de piedra y se refleja de manera misteriosa en el pavimento.
Yoriichi escudriña con detenimiento al grupo de criaturas, reflexionando sobre si deberá continuar por esa ruta o buscar una alternativa menos... desordenada.
Parece que no.
Cruza el paso elevado, saltando ágilmente sobre unas pilas de cajas cuando un monstruo arremete contra él, blandiendo con furia un cuchillo de carnicero. Sin pensarlo dos veces, el filo de la hoja separa la cabeza del cuello, y la criatura se desploma en el suelo con un ruido sordo, tiñendo de rojo la superficie circundante. Trabaja rápidamente, abriendo a más hombres bestias que se abalanzan, cortando una vez, dos veces, cuatro, hasta diez veces, dejando cadáveres a su paso.
Humanos infectados, se dice a sí mismo, con la sangre retumbando en sus oídos mientras baja los escalones y asesina a las tres bestias que caminan hacia el fuego.
Lucha, lucha, lucha, lucha-
Mata a otro antes de que pueda siquiera gruñir de dolor, las piernas cayendo debajo de él cuando golpea el suelo.
Si hay algo que sabe hacer, es pelear.
Yoriichi ha paleada toda su vida, enfrentándose incansablemente a los hombres, a los demonios, a las circunstancias que intentaron derribarlo. Incluso su propio hermano, Michikatsu, es considerado en esa contienda, aunque la simple idea de causarle daño le resulte aborrecible.
Desde el mismísimo inicio de su existencia, la lucha fue prácticamente inculcada en él, arrojado a un mundo que lo idolatraba, lo odiaba, viéndose forzado a enfrentarse a los estigmas de su propio nacimiento, a la crueldad de un padre que intentó privarlo de la vida y a las espinas de un sendero que no había pedido sortear. Sin embargo, de alguna manera, todavía se espera que él luche incluso después de morir.
Es tan injusto.
Yoriichi se lanza hacia ellos con una velocidad arrolladora, su hoja brillando de color rojo. El zumbido de la sangre en su mente se vuelve constante y opresivo, al punto de que es lo único que puede oír. La euforia en sus venas se torna visceral, una onda sísmica que recorre su estructura, mientras el terror se apodera de los cuerpos de sus enemigos y su espada atraviesa la carne con tanto poder que el sonido se convierte en una forma de crueldad acústica. La sangre late fuerte y pulsante en sus entrañas, y hay un temblor en sus piernas, y siente una conocida emoción en el pecho.
Pelear es sin duda una experiencia extraordinaria. Uno debe moverse con una velocidad casi frenética y pensar con una rapidez impresionante. Cada paso, cada flexionar de los músculos es como un empujón ciego hacia adelante, impulsado por la intensa descarga de adrenalina que corre por sus venas. La visión de Yoriichi peleando parece combinada con la idea de una hermosa marioneta, moviéndose rápidamente en un baile intrincado de alma y cuerpo. Todos sus contragolpes, todas sus embestidas están alimentadas por una fuerza ciega, un descarga implacable que, en otras circunstancias, tal vez nunca hubiera experimentado. Pero aquí, en este lugar, tiene que ser suficiente para dominar el campo de batalla.
Otra de las criaturas se retuerce y aúlla de dolor al sentir el filo del arma atravesar su carne. Esto no parece detener al cazador, quien, despiadado, aplasta la pelvis del monstruo con un pie, causando que se rompa bajo el impacto y las entrañas se derramen sobre el suelo. El crujir de los huesos mezclado con sus lamentos hacen eco en el lugar, pero nada lo disuade. Otro agita una antorcha hacia él, un escudo improvisado hecho de madera y clavos oxidados levantado frente a su pecho.
—¡Vete! ¡Fuera bestia asquerosa!
Yoriichi lo ignora, atraviesa el escudo como si fuera de papel y entierra la cuchilla en su pecho, la malvada hoja sobresaliendo de su espalda y goteando sangre. Con facilidad, la arranca, salpicándose de rojo y manteniendo su expresión imperturbable. Sin el menor esfuerzo, el hombre corta al resto de las criaturas y, de repente, una bala atraviesa su estómago con una precisión sorprendente. A pesar del dolor y la sorpresa inicial, conserva la calma y se voltea para enfrentar a su atacante. Un monstruo de aspecto temible empuña un rifle torcido y tembloroso. El gatillo hace clic otra vez, pero no sucede nada, y la criatura gime lastimeramente al percatarse de que ya no hay balas.
Yoriichi la observa, pero entonces su cuerpo se ve sacudido por una inesperada reticencia que lo obliga a dar un paso hacia atrás bruscamente. Trata de comprender lo que está viendo, pero una mezcla aterradora de sensaciones toma el control de su ser. El miedo lo invade y la niebla roja que en un principio cubría sus ojos, poco a poco se desvanece, y ahora es capaz de ver todo de nuevo, y de súbito se encuentra con una mirada que traspasa el alma.
Ahí, entre aquellos ojos ahora claros, se encuentra la verdad que lo deja sin habla. La criatura que creía monstruosa no es más que una mujer. No hay cuernos ni garras, no hay dientes filosos ni un cuerpo enorme y aterrador. Sólo una mujer.
Una mujer.
Yoriichi se queda petrificado. Cualquiera que sea la aflicción que afecta a los habitantes de Yharnam, es terrible.
—Eres... —susurra, sintiendo cómo el líquido rojo gotea de su abdomen.
Un aroma metálico llena el aire, inundando sus sentidos de un hedor que sólo puede ser descrito como una pútrida mezcla de carne cruda, sangre y vísceras. Es un olor cercano y personal, como si hubiese metido la nariz en las entrañas de un cadáver recién desollado. El sabor inconfundible del hierro impregna sus labios, mezclándose con el olor y provocando una arcada en su garganta. La visión de los restos de sus víctimas reaviva el mal sabor en su boca, los pedazos dispersos por el campo de batalla, con sangre fresca tiñendo el suelo y empapando la piedra dura.
Él hizo esto.
Él lo hizo.
¿Cómo pasó repentinamente de sentir horror absoluto, nada más que repugnancia hacia lo que debía hacer para abrirse camino en esta ciudad, a... a... esto?
Aún puede sentirla, su sangre. La saborea con intensidad, percibiendo cuán espesa es, adhiriéndose a sus dientes, experimentando su dulzura mientras se acumula en su boca como saliva. Está empapado en ella, y detesta cada segundos.
Las gotas que manchan su piel y su ropa se sienten como una traición, una muestra de lo que ha sido capaz de hacer. La culpa lo invade, dejándolo mareado e indefenso. El líquido pegajoso se aferra a él como una segunda piel, evidenciando el dolor, la violencia y la tragedia que acaba de ocurrir. Es como si estuviera arrastrando un peso insoportable que le dificulta la respiración.
Se permite caer de rodillas.
¿La sangre? ¿Es todo la sangre?, piensa, recordando la forma en que su cuerpo se estremeció, avivando el fuego que siempre había permanecido con él, convirtiendo el suave calor en un incendio imparable. Se pregunta cómo es posible que algo tan rojo, tan intenso, pueda ser tan frío y desagradable. Piensa en cómo la sangre se pegó a su piel, pero también recuerda el zumbido de energía que lo inundaba cada vez que veía el líquido moverse violentamente dentro de los cuerpos de sus enemigos.
—¡Forastero! —la voz de la mujer es un chillido que lo saca abruptamente de sus ensoñaciones, moviendo el pulgar en el gatillo de la escopeta y tratando de apretarlo—. ¡Tú los mataste! ¡Los mataste!
—Pensé... pensé que eran bestias.
«Todavía no».
Yoriichi mira fijamente a los ojos de la mujer, incapaz de levantarse del suelo. Es como si su cuerpo estuviera amarrado por cadenas invisibles. Su conciencia es un remolino de culpa y remordimiento. Él... él merece la muerte, ¿no? Quizás incluso más que aquellos cuerpos destrozados que yacen inertes en la calle. Siente un agudo dolor en el pecho que lo hace bajar la cabeza, cerrar los ojos y presionar su rostro contra la fría piedra en un intento de buscar algo de alivio. Y es que no puede soportar la vista de esos cadáveres desperdigados. Pero lo que más lo atormenta es la imagen de su propia cara, cubierta de sangre, reflejada en los ojos de la mujer, como una quemadura indeleble.
Una expresión de culpa y miedo se dibuja en su rostro, y parece que el peso de lo acontecido cae sobre él como una losa.
Hice esto.
Tragando pesadamente, pega la frente aún más contra el suelo.
—Hazlo.
La mujer lo intenta, pero el rifle parece estar vacío de balas. Aprieta el gatillo repetidas veces, sin éxito. Yoriichi escucha cómo, sin opciones, lo suelta y abandona el lugar con un último grito.
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