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•El cazador que despertó en la niebla pálida•

La brisa marina provoca que la salinidad inunde sus sentidos. La playa desolada se extiende ante él, una mezcla de tonos grises y azules deslucidos que se funden en el horizonte. La arena se asemeja más a un suelo de grava, con un montón de piedras afiladas que se intercalan de forma irregular con oscuras y misteriosas conchas. El sonido de las olas, que se rompen suavemente, provocan un apagado arrullo. La sensación de soledad que impregna el ambiente aumenta a medida que se da cuenta de que es el único testigo de este espectáculo lúgubre, un mundo inhóspito que le devuelve la sensación de estar solo en medio de la inmensidad del océano.

La arena blanca es lo que viene a la mente, el agua de un azul tan brillante que parece reflejar el cielo: un sol cálido que cae y transmite una serenidad casi palpable.

Esta playa, por el contrario, apesta a melancolía, a muerte.

Las rocas escarpadas y angulares se yerguen impasibles en la costa, como guardianes fríos y calculadores que observan con arrogancia la boca cavernosa de la ensenada. Su presencia imponente se siente en los huesos, como si estuvieran esperando algún tipo de sacrificio. Los barcos que una vez surcaban el mar ahora parecen esqueletos retorcidos, que se tambalean y se desmoronan bajo la feroz embestida del océano. Los mástiles rotos y astillados emergen de la superficie gris, como intentando desesperadamente alcanzar la luz del día. Pero las aguas grises, llenas de oscuridad y enojo, los han tragado a ellos y a sus infortunados ocupantes, llevándolos a las profundidades insondables.

Yoriichi se pregunta por esto, este limbo en el que se encuentra.

No es el infierno, pero se siente como tal, la inquietud adhiriéndose a sus huesos.

No eres bienvenido aquí, dice alguien, no con una voz, sino con un sentimiento. Algo tan terriblemente crudo como para perturbar sus propias emociones y enviar la pizca de cordura que tiene huyendo a los rincones más oscuros de su mente. Este cementerio, esta prisión. Estás perdido, en mente y cuerpo. La sangre pálida, ¿sí? Oh, cómo llama tan dulcemente.

Se queda de pie en la orilla, observando cómo se elevan las olas, trepando a su alrededor. Se envuelven alrededor de su cintura con amor, una caricia, tanto de muerte como de consuelo.

No tengas miedo de tu destino, Cazador, para que no caigas en la locura. La Sangre canta en tu corazón. La Pesadilla será tuya, si así lo deseas.

Las olas rompen a su alrededor y él siente que podría ahogarse en su agarre maternal.

De repente, unos gritos lacerantes atraviesan el escenario, como si emanaran de una dimensión desconocida y se materializaran en el aquí y ahora. La presencia que provoca ese sonido es inquietante, y por un momento piensa que podría estar escuchando el canto de las ballenas, pero su instinto le dice que es algo mucho, mucho más indescriptible, algo surgido de las profundidades del miedo. La atención de Yoriichi se desvía del panorama del mar lejano hacia la fuente de ese desagradable ruido.

Allí, en la arena, se extiende una figura tan extraña que incluso para un cazador experimentado como él, resulta difícil de identificar. La criatura yace en la oscuridad de la playa como una amalgama de tentáculos y volantes vacíos, su piel traslúcida cobrando vida como un lienzo sin forma ni límites. Aunque aparentemente inerte, hay algo en ella que él encuentra turbadoramente familiar. Su mente se siente atraída, como si hubiera descubierto una conexión profundamente arraigada. La propia anatomía de la criatura es un misterio, pues parece estar desprovista de huesos, flotando como una masa informe de piel y carne, colgando suelta sobre su cadáver.

Yace sobre la playa, pero de alguna manera parece cruda. Viva. Y se siente como una presencia consciente. Observarla es casi abrumador, como estar ante un enigma. La mirada que brota de sus ojos, si se le pueden llamar ojos, es un portal hacia los abismos entre mundos, una brecha que ningún ser humano debería mirar directamente. Y sin embargo, allí está él, desafiando esos límites, sintiendo que miles de agujas se clavan en sus retinas, el dolor extendiéndose por todo su cráneo. La piel de la criatura reluce con un fulgor propio que emana de sus mismas entrañas, una luz distorsionada en los confines del universo. El cielo nocturno, de un gris casi fantasmal, se refleja en su pálida figura. Y a medida que la inspecciona, se pregunta cómo pudo nacer en este mundo donde seres como éste existen.

Imposible.

Esa es la única palabra para describir algo así, tan aterradoramente equivocado y a la vez tan increíblemente correcto que siente que su mente podría partirse en dos si continúa mirando. Pero como cazador, sabe que debe enfrentar lo que se interpone en su camino, buscar respuestas y desentrañar el misterio que se extiende ante él. Yoriichi no está asustado, aunque siente que su corazón palpita un poco más fuerte de lo que debería. No hay miedo en su mirada, sólo una determinación fría y calculadora mientras escudriña cada ápice de la criatura.

Sus ojos no se aferran al cuerpo físico, porque sabe que eso no importa. Lo que le interesa es lo que hay detrás de esa masa informe, lo que se esconde en su insondable interior. Esos pensamientos, esas energías, esa sensación que sólo se puede percibir pero nunca explicar. Permite que sus sentidos se abran, escuchando con atención los sonidos emanados, sintiendo la vibración de los latidos y detectando los pequeños detalles que podrían ser la clave para desentrañar su verdadera naturaleza. No le importa cuánto tiempo tarde en entenderla, en comprender los motivos detrás de su amenaza. Él sólo sabe que debe hacerlo.

Y así, mira directamente al centro de su ser, a lo que la hace palpitar, lo que la hace temblar, y de repente, se sobresalta cuando vuelve a escuchar los lamentos del principio. Es un sonido visceral, salvaje y crudo, que parece retumbar en sus huesos y sacudir cada fibra de su alma. La desesperación que emana, el dolor inconcebible, lo hace sentir impotente, cruel, y desesperado. El grito de luto despierta un instinto primitivo dentro de él, una necesidad de hacer cualquier cosa para detener el ruido, para cortar el cuerpo de la criatura y poner fin a su tormento.

El ser que solloza y grita contra el mundo está muerto y no, atrapado en algún punto intermedio. Yoriichi no puede ponerle una palabra, un lenguaje para capturar una existencia tan terrible.

Pero el sentimiento, el sentimiento, .

Yace muy dentro de él, una pena tan arrolladora que podría partir la tierra en dos. Una sensación intrínseca de repugnancia, como si se tratara de una infección que contamina todo a su paso, trazando un rastro de miasma en el aire. Es un veneno que se adhiere a la piel y que erosiona lentamente la vida misma. Basta un simple roce para sentir cómo quema los músculos y cómo hiere el alma, dejando una huella indeleble de desesperanza en todo lo que le rodea. Cualquier intento de escapar de ella se ve frustrado por su presencia tóxica y constante, que se alimenta de la oscuridad y el dolor.

Un niño... lo escuchas cantar, ¿verdad? Pero fue arrancado de mi vientre, expulsado con violencia hasta que no quedó nada más que una brasa apagada de lo que fue en algún momento, de lo que podría haber llegado a ser.

Yoriichi se desploma de rodillas sobre el suelo, su cuerpo inclinándose hacia delante y sus dedos clavándose con fuerza en la arena. De su rostro se desprende una cascada de lágrimas, las cuales no encuentra manera de contener. El dolor lo consume, su respiración lucha por equilibrar su ritmo a medida que un huracán de tristeza y desesperación arrasa con sus entrañas. La escena de Uta y el niño desgarrado en su vientre se reproduce en su cerebro de una forma tan vívida que es como si lo estuviera viviendo de nuevo. La pregunta que repite una y otra vez es sólo un eco en el vacío de su alma quebrada: ¿Por qué?

La difícil situación del hombre, una curiosidad engendrada en la cara de algo más allá de su comprensión, responde alguien, parece que la codicia siempre será la perdición de aquellos a los que se intenta salvar. En su búsqueda de la riqueza y el poder, pierden de vista lo verdaderamente importante, olvidando los valores que dan sentido a la vida. Y cuando se dan cuenta de lo que han perdido, es demasiado tarde para recuperarlo. Es descorazonador ver que, a pesar de todo lo que tienen, aún están hambrientos de más, nunca satisfechos y dispuestos a hacer cualquier cosa para conseguirlo. En última instancia, la avaricia es una tontería, una ilusión que sólo deja ruina y soledad en su estela.

Permanece de rodillas mientras el mundo frente a él cambia, antinatural, vacilando como un espejismo. A su alrededor, los escarpados acantilados se desvanecen para dar paso a unas torres oscuras y siniestras, cuyas formas retorcidas se elevan hacia el cielo en una suerte de arquitectura retorcida e imposible. La ciudad que se extiende ante él parece desafiar toda ley de la física y la razón, como si fuera una ilusión creada por la realidad misma. Unas nubes etéreas parecen flotar en la bóveda celeste, y aunque el sol brilla con suave luz, es incapaz de disipar la extraña sensación de oscuridad que reina en el lugar.

A pesar de que la ciudad se despliega como un desafío para los arquitectos más famosos que han vivido, parece que han logrado desarrollar construcciones impresionantes.

La esencia del hombre dada a sí mismo. Un pantano, este lugar, no de agua y ceniza sino de hueso. Hierba hecha de carne. Los árboles -edificios que suben, suben, suben- echando raíces sobre sus antepasados ​​de abajo.

Yoriichi puede ver un largo puente en la distancia, tan hábilmente diseñado que lo habría hecho detenerse para apreciar el diseño si el resto de su vista no estuviera lleno de ataúdes y manchas de sangre, ropa andrajosa dejada esparcida por el suelo hace mucho tiempo olvidada. La escena que se desarrolla ante sus ojos es sobrecogedora: junto a él yace un animal sin vida, un caballo esquelético con las costillas sobresaliendo y el cuerpo descompuesto, víctima del tiempo y la negligencia humana. El ambiente espeso e irrespirable está impregnado con el hedor insoportable de la podredumbre, atrayendo innumerables insectos carroñeros que se amontonan en el cadáver, revoloteando frenéticamente sobre su carne fétida.

¿Qué es este lugar?, piensa, contemplando la espantosa vista con ojos ilegibles.

Yharnam. La ciudad llamada así por tu madre, una Reina Pthumerian tocada por el Gran Vacío –un vacío amable como si fuera un amante–.

Mi madre se llamaba Akeno y era la esposa de un samurái. Me estás confundiendo con alguien.

Se aprieta un brazo, clavando las uñas y extrayendo un poco de sangre, sorprendido por el repentino dolor agudo que le provoca.

-Esto no es un sueño.

Es lo que haces de ello.

Los primeros pasos lo apresuran y su cuerpo instintivamente busca avanzar. Las escaleras gigantes parecen engullir la distancia, la ciudad desplegándose delante de él y abarcando el horizonte, dando la impresión de derretirse en la nada. Se queda embobado ante el espectáculo, sintiéndose obligado a admirar a los constructores que crearon algo tan sorprendente con sólo sus habilidades musculares y sudor. El paisaje lo magnetiza, y junto con cada acelerado paso, su mente busca la respuesta a la pregunta: ¿cómo es posible que el trazo majestuoso ante él derivara únicamente de la perseverancia de unas manos humanas?

¿Es mágico?

No lo sabe, pero hay un sentido en ello que lo lleva a creer que lo es. La forma en que un edificio se convierte en muchos, retorciéndose de una manera que hace que incluso el castillo de un Emperador parezca arcilla formada por las torpes manos de un niño.

Sin embargo, hay una locura en la ciudad. Es un hervidero de caos y desconcierto, los edificios vibrando con una energía inquietante que se esparce como una infección. Está repleta de ataúdes con candados. Extrañamente, la mera presencia de esta amenaza no parece afectarle en lo más mínimo. No obstante, hay algo en el aire turbio de la ciudad que le hace estremecerse. Una presencia casi palpable flota en el ambiente, un hedor a pelo y carne quemados que no puede dejar de notar. El olor, fétido y nauseabundo, parece tener un origen humano. Aunque no sabe cómo pudo haber sucedido, es una locura que se extiende por la ciudad, cobrando el precio de incontables vidas.

—Decadencia —murmura Yoriichi, incapaz de apartar la mirada. Las calles desprenden un olor a podredumbre, igual que los humanos que las habitan. También hay miedo en el ambiente, y siento la presencia de la ruina y la desesperación. Pero no sólo hay eso, también hay algo más allí: pesadillas encarnadas.

Entre el caos que lo rodea, la voz en su cabeza se hace más clara y persistente. Es tu destino, le susurra una y otra vez con una urgencia que lo sobrecoge, erradicar el mal.

Mientras se concentra en esa voz, siente la barandilla fría y áspera en sus manos. Los surcos profundos en la superficie sugieren que algo o alguien la ha maltratado con garras y golpes. La experiencia es extraña, inquietante, como si el metal fuese una parte viva en el tumulto nefasto del entorno. Las señales son claras, el mal ha invadido la ciudad, y no puede permitir que siga arrasándolo todo. Siente la determinación crecer en su interior, sabe que es su responsabilidad llevar a cabo esta misión, aunque no entienda exactamente cómo es que está vivo en primer lugar.

Cierra los puños, consciente de que no se detendrá ante nada para asegurarse de que la ciudad sea liberada del mal que la aqueja. Su destino es claro y no hay vuelta atrás.

Entonces, lo siente.

Los oídos de Yoriichi captan los sutiles sonidos de cada paso, advirtiendo la presencia del intruso incluso antes de que se le presente. Su respuesta es instintiva a la vez que precisa: agarra con fuerza la empuñadura de su espada en su vaina y se gira con elegancia hacia el origen del ruido, su rostro una máscara sin emociones. Sus ojos rojos no se limitan a escanear la superficie del monstruo, sino que penetran profundamente en la estructura anatómica, descubriendo sus debilidades. Sin perder detalle alguno, examina concienzudamente los órganos y puntos vulnerables, como si pudiera leer las entrañas de su presa.

El hombre frente a él es una cosa retorcida. Lo más llamativo son sus brazos, anormalmente alargados y deformes, con los codos unidos cerca de sus muslos y las extremidades finales rematadas en unas manos nudosas, preparadas para despachar a cualquier enemigo que se atreva a interponerse en su camino. En una mano, sostiene un cuchillo de carnicero oxidado, y en la otra, una antorcha que ilumina parcialmente su rostro ensangrentado y cubierto de raídos mechones de pelo oscuro. Sus ojos, salvajes, están inyectados en sangre y a punto de salir de sus órbitas. Su túnica rota, empapada con un líquido oscuro, cuelga flácidamente de su cuerpo, que casi parece deshacerse.

Un impulso intrínseco lo consume, una chispa ancestral que arde en lo más profundo de su ser y lo incita a entrar en acción. Su instinto lo alerta, y sus músculos se tensan al reconocer la monstruosa creación que tiene delante. Es una sensación que le resulta familiar, que surge cada vez que experimenta un encuentro con estas criaturas indeseables. Es igual a la que sintió cuando se cruzó por primera vez con Muzan, como si su cerebro hubiera registrado una amenaza arcaica y su cuerpo hubiera decidido actuar para combatirla.

La sangre canta LA SANGRE CANTA LA SANGRE CANTA

El hombre grita, estremeciendo sus músculos y provocando un dolor punzante en la parte superior del cráneo de Yoriichi. Sus ojos se desenfocan, asaltado por una cascada de imágenes a las que no puede dar nombre: basta basta basta basta por favor basta basta detente...

En una milésima de segundo, atisba el destello de un cuchillo. El arma corta su pecho y ocurre una explosión de sangre que deja sus rasgos cubiertos por la intensidad del rojo.

La mente de Yoriichi se emborrona mientras su cuerpo se derrumba inmediatamente en el suelo, su katana resbalando de sus dedos sin control, cayendo con un ruido metálico. Se lleva una mano al pecho, apretujando la herida. La levanta, observando la mano ensangrentada como si no pudiera procesar lo que ha ocurrido. Este corte, esta sensación de mortalidad...

El monstruo no tiene oportunidad de realizar un segundo ataque. De repente, el cazador recupera su espada y desaparece en un abrir y cerrar de ojos, reapareciendo con una velocidad impresionante. Como un rayo en la oscuridad, el filo perfora el aire y corta limpiamente desde la carne de su hombro hasta la cadera. La espada carmesí se desliza sin esfuerzo a través de los huesos y músculos, dejando tras de sí un desastre sanguinolento que brota a borbotones. El cuerpo de la criatura se divide en dos, sus miembros convulsionándose violentamente en un intento fútil por aferrarse a la vida. Y luego se queda quieta.

La espada de Yoriichi brilla con una malevolencia letal, colmada de la sangre del monstruo, ahora inmóvil, y el cazador se derrumba sobre el suelo.

La mano cubierta de sangre se aferra a su rostro, mientras su marca late con un dolor punzante e implacable. Trata de concentrarse en su respiración, pero el malestar es demasiado intenso. Afloja su mano y se ve empañado por la vista borrosa, sin poder distinguir nada en la oscuridad que lo rodea. Escucha murmullos en la distancia, y poco a poco, su mirada comienza a enfocarse en una figura arrastrándose hacia él. Es una mujer con el cabello completamente blanco que se desliza hacia él en silencio, el miedo y la preocupación escritos en sus facciones. Él la mira con los ojos entrecerrados, sintiendo la frialdad y la aspereza del suelo bajo su piel. La mujer se acerca y, con una mano temblorosa, toca su rostro, provocando un estremecimiento en todo su cuerpo dolorido, pero también proporcionándole cierto alivio.

—¿Q-quién eres tú... ? —tose violentamente, con tanto dolor que apenas puede respirar-. No lo sé, sólo, sólo sangre pálida...

La mujer lo toma en sus brazos, esforzándose por cargarlo.

—Silencio —chasquea la lengua, y Yoriichi ahoga un gemido cuando su herida se abre más, las costillas tensándose y la carne agrietándose—. Estás herido.

A medida que su mente comienza a entender la situación, una sensación de pesadez la invade, mientras se da cuenta de que está muriendo una vez más. Su cuerpo es arrastrado con premura por una serie de escaleras angostas, al mismo tiempo que navega por las inquietantes tierras de un cementerio desconocido. Los pasillos oscuros a ambos lados parecen estar llenos de sombras que se agitan insidiosas, emitiendo un escalofrío en sus huesos y agitando su espíritu. Finalmente, alcanzan un edificio en ruinas, con las sombras de las tumbas cercanas proyectadas en su porche. El sonido de arrastrar la camilla suena fuerte en sus oídos cuando lo llevan adentro por una puerta destartalada. El frío metálico de la camilla le provoca varios estremecimientos, luchando contra la sensación de hastío y agonía que se cierne sobre él.

Le tiemblan las extremidades, y su cuerpo se tensa involuntariamente mientras los seres anónimos y desconocidos a su alrededor trabajan para remediar su patético estado. Se esmera por mantenerse despierto, sintiendo que el sueño de la muerte vuelve a alcanzarlo con fuerza. Con cada respiración percibe que su vida se va desvaneciendo, como si simplemente fuera una llama efímera que pronto se apagará.

Yoriichi gime, su corazón latiendo a toda velocidad, como si estuviera a punto de salir de su pecho. La sensación del aire frío se asienta en él, haciendo que todo su cuerpo tiemble sin control alguno. De repente, un hombre cubre su periferia. Yoriichi puede ver que tiene una tela envuelta alrededor de sus ojos y que lleva un sombrero de copa de ala ancha, ligeramente torcido en su frente. Con un profundo suspiro, el hombre se balancea suavemente en su silla de ruedas, el chirrido de las almohadillas de cuero resonando en la habitación.

El cazador permanece acostado en la fría cama, sintiendo que la realidad comienza a difuminarse ante sus ojos mientras lucha por comprender lo que está sucediendo a su alrededor.

Después de unos momentos, se calma.

—¿Dónde... dónde estoy? ¿Adónde se ha ido esa mujer?

El hombre lo ignora y mira a Yoriichi de forma maliciosa a través de sus vendajes.

—Dijo que necesitabas la "sangre pálida". Bueno, has venido al lugar correcto —se agacha, palpando el interior de su harapienta chaqueta, sacando un trozo de papel—. Obtenerla es bastante sencillo, con sólo un poco de tu propia sangre de Yharnam.

—¿Sangre? ¿Una transfusión?

—Exacto, lo has adivinado rápido —se ríe entre dientes, tendiéndole un contrato—. Fírmalo y podemos empezar.

—Necesito una pluma.

—Sin plumas, sólo así —él le sujeta una mano, poniendo un dedo ensangrentado sobre el papel. Yoriichi se lo permite, a pesar de que fácilmente podría zafarse.

Con un violento ataque de tos, el líquido carmesí brota de su boca y recorre su mentón. El brazo le tiembla al deslizar el dedo sobre el contrato, dejando una delgada línea escarlata.

—Muy bien, comencemos —dice el hombre, levantando la mano y agarrando una aguja que está conectada a un largo cordón de látex suspendido de un frasco hasta el borde de sangre. Con un movimiento brusco, la entierra en el codo de Yoriichi sin titubear y éste permanece impasible ante la punzada de dolor que recorre su brazo—. Una vez que todo haya terminado, esto parecerá un mal sueño.

Mi existencia ya es un mal sueño... ¿Cómo podría olvidar esto?

Mientras siente la sangre correr por sus venas, ardiendo como fuego, sus ojos se cierran de golpe.

-&-

—Ah, te has encontrado un cazador...

-&-

Yoriichi abre los ojos y observa fijamente la escena ante él, la sorpresa parpadeando en sus rasgos por un segundo: un pequeño océano de sangre que se acumula sobre el suelo cubierto de tablas, y una enorme mano con garras emergiendo de la piscina, su piel desgarrada y apuntando hacia él con malicia. A pesar de que su rostro no delata temor alguno, su katana no está a la vista y un debilitante cansancio lo invade, haciendo que sus extremidades se sientan temblorosas y frágiles bajo la más mínima presión. Es en ese momento que una cabeza se une a la mano, y él nota que es la de un lobo.

El lobo se arrastra más cerca, aún sumergido, asomando entre listones de madera.

Que no te limite una espada, cazador.

De repente, la bestia aúlla cuando las manos del cazador se aferran con fuerza a su cabeza, el fuego envolviendo su pelaje. Una gota de sudor corre por la frente de Yoriichi, sus rasgos pálidos e inusualmente tensos, mientras contempla la agonía del monstruo. El sonido penetrante del grito se mezcla con el crujido de las llamas consumiendo la piel y los huesos del animal, cada segundo convirtiéndose en un esfuerzo titánico que agota sus últimas reservas de energía, a la vez que su mente lucha por mantenerse enfocada en su objetivo. La criatura se retuerce un poco más antes de finalmente ceder al calor y transformarse en cenizas.

Con la respiración agitada, el hombre se desploma sobre la camilla, sintiendo cada resorte de la superficie bajo su cuerpo. Un sudor frío cubre su piel mientras sus pulmones buscan desesperadamente aire. Inhalando profundamente, la comodidad que le proporciona el colchón se mezcla con la sensación incómoda de cada músculo dolorido y agarrotado que lo aqueja. Sus manos están temblando y el calor residual se aferra a sus dedos.

¿Qué... qué me está pasando?

Tan pronto como logra ralentizar los latidos de su corazón, una repentina ráfaga de escalofrío le recorre la columna. Siente dedos fríos, húmedos y pegajosos enroscarse en su ropa, envolviéndolo en un agarre de hierro. Escucha un bajo y gorgoteante gemido, que suena como si viniera de un bebé moribundo con los pulmones sibilantes. La repugnancia instintiva lo sobrecoge en momentos como éste, y la sensación de que algo retorcido e inexplicable se cierne en la oscuridad es tan densa que su estómago cae. A medida que su mente se descompone y se sumerge en experiencias delirantes, las pesadillas se convierten en su única compañía.

Desplomado en el colchón, intenta alejarse, pero está debilitado y le resulta difícil mover la cabeza, aún menos los brazos.

Criaturas como nunca había visto se deslizan sobre él, sin ojos, sin bocas, algunas de ellas mutiladas, con sus rostros cortados en dos mitades, dejando a la vista una carne rosácea y sangrienta que se extiende desde la barbilla hasta el cuero cabelludo. La carne hendida parece moverse por sí sola, los pequeños seres desplazándose por su cuerpo como si buscaran algo, dejando un rastro húmedo y viscoso en su piel. La tensión se acumula en sus músculos.

Esto es el infierno...

La feliz inconsciencia lo alcanza.

...

De vez en cuando, Yoriichi se despierta para vislumbrar a la misma mujer de cabello blanco que lo trajo al lugar. Él la observa a través de una distorsión brumosa causada por los medicamentos, mientras ella deambula por la clínica, deteniéndose ocasionalmente para revisar su estado. Al parecer, la mujer está anotando algo en un cuaderno con prisas, frunciendo el ceño y refunfuñando consigo misma a medida que pasan los segundos, los minutos y las horas. Su movimiento errático y desordenado sugiere cierta impaciencia, como si estuviera corriendo contra el tiempo para realizar una tarea en particular. Yoriichi se da cuenta de que la mujer parece estar muy preocupada por él, aunque no puede estar seguro de qué es lo que específicamente la aflige. Poco a poco, la neblina de la somnoliencia lo envuelve de nuevo y se pierde en un sueño profundo, acompañado sólo por la silueta borrosa de la mujer y su constante andar en círculos.

Iosefka es su nombre, lo aprende de los comentarios difusos y de las preguntas de algunos visitantes, los cuales están muy lejos y son pocos.

El paso del tiempo es difícil de distinguir en su estado previo, pero ahora, al despertar, siente que han sido semanas. El sol ya no está en el cielo; en su lugar, la luna llena cuelga en el firmamento nocturno, iluminando la habitación con una luz blanca, nítida y radiante. Su brillo atraviesa la ventana y se dispersa, creando un escenario tenebroso, pero a la vez, mágico. El hombre, debilitado y adolorido por sus heridas, mira a su alrededor. Busca alguna señal del lobo que lo atacó salvajemente, pero no encuentra ninguno. Tampoco hay rastros del charco de sangre del que había procedido, puesto que los signos de la breve lucha han sido limpiados.

La única ausencia que realmente le preocupa es la de la mujer que lo cuidó con tanta dedicación y destreza. Él no sabe su nombre, pero aún así ella se había asegurado de que pasara su convalecencia más o menos decentemente. Ahora, sin embargo, la mujer se ha esfumado sin dejar rastros. Con la luna llena como única luz, el hombre se levanta con mucho esfuerzo y, mientras se acerca a la ventana, comienza a sentir una presión punzante en su rostro. La marca del cazador está ardiendo con un calor insoportable, como si estuvieran presionando hierro fundido contra su piel. A medida que la agonía aumenta, se tambalea, pierde el equilibrio y se desploma en el suelo, de rodillas, jadeando fuertemente.

Yoriichi intenta erguirse, pero su debilidad es tal que no consigue hacerlo. Se ve obligado a apoyar su cabeza en el suelo frío y sentir el dolor cronificarse y extenderse por los distintos puntos de su cuerpo. Con cada palpitación en el lado izquierdo de su rostro, el dolor aumenta, como si las terminaciones nerviosas estallaran y se volvieran en su contra. Sus jadeos se tornan más fuertes y cada respiración duele. En algún momento, logra levantar la cabeza lo suficiente para ver su reflejo deformado en la ventana. La cicatriz brilla en rojo y el sudor le impide distinguir con claridad el rostro que lo mira de vuelta.

El hombre se acurruca en el suelo, tratando de soportar el dolor, preguntándose qué es lo que le está sucediendo. Sus pensamientos se ven invadidos por las distintas posibilidades que podrían estar ocasionando tal malestar. Quizás su propio cuerpo está rechazando la transfusión de sangre. Parece ser una opción.

Dioses, duele... Por favor...

Un sollozo inevitable escapa de su garganta, rompiendo el silencio que se ha ido formando en la habitación. Es débil y frágil, pero contiene toda la agonía que Yoriichi ha soportado en las últimas semanas, y mucho más. El sonido se extiende, resonando en la madera oscura y en los frascos llenos de despojos. El hombre se aferra al suelo, sintiendo cómo cada latido de dolor se apodera de su cuerpo y lo deja incapaz de pensar en otras cosas. La habitación parece girar alrededor suyo, mientras continúa sollozando, esperando que alguien lo ayude, que alguien apague el fuego que arde dentro de él.

Yoriichi acuna su cabeza entre sus manos, temblando.

Siente una extraña mezcla de debilidad e incertidumbre al levantar su mano hasta su pecho, apartando su haori con torpeza para inspeccionar el vendaje que cubre su herida. La duda y la inquietud lo atormentan mientras mira fijamente los vendajes, preguntándose si las cicatrices han desaparecido o si las heridas siguen ahí, aguardando su curación. Con cuidado, se deshace de la tela, inspeccionando lentamente la piel dañada. El nudo en su estómago se afianza mientras se inclina más cerca, percatándose de que su encuentro con la realidad es desalentador: las cicatrices y la desintegración de la piel muestran signos de una recuperación incompleta y poco prometedora. Yoriichi se siente decepcionado ante la evidencia de su aspecto débil y enfermizo.

Al alzar su mirada, sus ojos se posan en una prenda extraña y enigmática que se encuentra delicadamente colocada sobre uno de los muebles en la habitación. Arquea una ceja, curioso. La prenda es de un color oscuro y profundo, con una textura acolchada que combina perfectamente con el cuero de alta calidad utilizado en su confección. La misteriosa prenda también tiene una capa corta que se extiende por encima de los omóplatos. Sus ojos rastrean lentamente todo lo que hay en el mueble, notando con asombro los zapatos brillantes que parecen ser parte del atuendo. Además, una extraña boina y otros complementos llamativos contribuyen a darle a la prenda un toque de distinción y elegancia.

Busca la sangre pálida, la voz se desliza suavemente en su mente, ronroneando como un gato, Trasciende la caza.

—...

«Sí, por supuesto... Ahora recuerdo. Estoy aquí para cazar el mal. Es mi destino y mi carga. Cómo pude haber olvidado semejante responsabilidad, no lo sé...»

Yoriichi levanta la mirada, mientras sus pensamientos se van organizando. Sí, es para esto que él había venido a este lugar, no es otra cosa sino para aniquilar la podredumbre y proteger a aquellos que lo necesitan. Yoriichi sabe del fuego que arde en su interior, su instinto para cazar y perseguir cualquier amenaza. Esa aversión instintiva a todo lo que sea impuro, malicioso, esa necesidad de luchar contra el mal, corre por sus venas. Ese es su destino, su propósito. Nació para eso.

Con gran dificultad, se incorpora y, aunque su cuerpo parece carecer de fuerzas, se dispone a cambiar de atuendo. Con cuidado y precisión, se despoja de la última prenda que cubre su forma y, sin dudarlo más, selecciona el conjunto que descansa sobre la cómoda, esperando ser elegido. Con un suspiro profundo, se enfunda en la ropa, sintiendo cómo ésta se ajusta suavemente a su figura, como una segunda piel.

Sin embargo, su atención se desvía súbitamente hacia la entrada abierta, cuyo último recuerdo es difuso e incierto. Un profundo silencio se extiende por el ambiente, simplemente interrumpido por el sonido regular de sus pasos, que suenan tan inseguros como cautelosos. Entonces, una oleada de algo nauseabundo y repulsivo golpea su nariz, llenando sus fosas nasales con un hedor familiar y a la vez aterrador: sangre. El cazador se mueve lentamente hacia la salida, el rostro en un gesto sombrío cuando sus ojos se desplazan por las paredes del lugar. Siente un rastro de humedad en sus mejillas, pero se las limpia con la manga de su chaqueta mientras se enfoca en el olor a sangre que flota en el aire. El hedor es tan intenso que puede sentirlo atravesando sus fosas nasales, adhiriéndose a su piel y ropa.

Entonces se detiene en seco, su garganta cerrándose en un nudo a la vez que toma una respiración profunda. El hedor a sangre no viene de la habitación. Está presente en el pasillo, inundando el edificio entero. El olor metálico es tan penetrante que casi puede saborearlo. Parece impregnar las paredes, las esquinas, el techo. Es como si lo piedra hubiera sangrando. Su estómago se revuelve mientras sigue avanzando.

Con un ritmo pausado, Yoriichi baja las escaleras, sintiendo cómo las suelas de sus zapatos nuevos rozan en los peldaños desgastados. Finalmente, entra en la sala de espera, expectante y curioso de lo que encontrará allí. Pero su sorpresa se transforma en un asco inmediato cuando sus ojos se topan con los armarios oxidados que llenan el sitio. Con un escalofrío desagradable recorriéndole el cuerpo, se acerca un poco más para examinar su contenido.

La vista es insoportable, varios frascos dispuestos a lo largo de los estantes, cada uno albergando un órgano diferente, sostenido por hierro y sumergido en una mezcla efervescente de alcohol y sangre. La mayoría son corazones, pero algunos tienen otros órganos, extrañas adiciones que los hacen aún más siniestros. Yoriichi no puede evitar sentir una arcada subiendo por su garganta, la bilis amenazando con derramarse fuera de sus labios. Recuperándose lo mejor que puede, inspecciona los frascos, tratando de encontrar alguna explicación para semejante cosa.

Los corazones se han estado fermentando en sus propios jugos, la putrefacción visible y el olor repugnante. También es capaz de vislumbrar dedos amputados, lenguas cortadas y ojos que parecen estar fijados en él de forma directa. Aquello es tan terrible que incluso a Yoriichi le cuesta trabajo contener el impulso de vomitar de nuevo.

De repente, su oído capta un gruñido bajo acompañado de sonidos húmedos y crujidos de huesos. Intrigado, voltea para encontrarse con una criatura similar al lobo al que había derrotado antes.

La bestia está ensangrentada, en parte por el hombre que yace debajo de ella, con el pecho desgarrado y la garganta desollada. El hombre en cuestión es el mismo que había estado sentado en una silla de ruedas, cuyos ojos estaban cubiertos con un trapo ajado. La sangre que cubre al monstruo y el resto del suelo pertenece en gran parte a él, con sus brazos y pecho destrozado en profundidad, con la carne en tiras irregulares, como si hubieran sido atravesados en lugar de cortados por un cuchillo afilado. Mientras el lobo se cierne sobre el cadáver reciente, sus ojos se posan en Yoriichi, absolutamente hambrientos ante la posibilidad de obtener una nueva presa. Con secciones de su cuerpo cubiertas de sangre y algunos cortes aún frescos, la criatura muestra una ferocidad que parece provenir del mismo infierno.

Sin embargo, a pesar de no tener su katana a mano y sentirse extremadamente débil, con un cuerpo magullado y dolorido, Yoriichi no vacila ni por un instante, clavando sus pies en el suelo y cargando hacia la criatura, asestándole un golpe con los puños enguantados, escuchando un crujido repugnante al tiempo que evade sus garras con una agilidad sobrenatural. La necesidad de proteger a aquellos indefensos, incluso si ya es demasiado tarde, lo empuja a seguir adelante hasta la última consecuencia.

Sus pensamientos son cortados por una súbita preocupación que lo invade: ¿dónde estará Iosefka? La incertidumbre lo embarga y, en un rápido movimiento, esquivando sus embestidas y anticipando sus ataques, Yoriichi siente el cansancio mientras se desplaza a la velocidad del rayo.

Los gruñidos del lobo resuenan y eventualmente ambos atraviesan la puerta, astillándola por completo y topándose con un cementerio familiar. Él jadea, intentando mantener a raya las garras de la criatura, sintiendo la saliva gotear sobre su rostro.

Vamos, buen cazador. Esto no es nada para ti...

Con un rugido feroz, el monstruo se retuerce de furia cuando Yoriichi le sujeta inesperadamente la garganta con un brazo y su otra mano se hunde en su espalda, los dedos deslizándose a través de los músculos y enroscándose en la columna vertebral. La criatura aulla de dolor, presa de la mortalidad que se cierne sobre su destino y, con un crujido áspero, la columna vertebral es arrancada abruptamente, propiciando un chorro de sangre viscosa que le mancha las ropas. Sus patas traseras se aflojan y se derrumban bajo el peso insoportable de la muerte, su dolor difundido por el cementerio como un eco desesperado, un clamor a los dioses oscuros que nunca responden.

-&-

El cazador jadea mientras lucha por levantarse del cuerpo ensangrentado del lobo. Su rostro y ropa están empapados en sangre, mientras sus manos aún tiemblan con la adrenalina del enfrentamiento que ha tenido lugar. Con ojos ilegibles, estudia la forma destrozada de la criatura antes de alzar la vista hacia su entorno. A su alrededor, los terrenos del cementerio están desolados y oscuros, con tumbas de ángulos extraños y vallas de hierro oxidado flanqueando el ambiente. Un edificio de piedra se encuentra al final de un camino corto, una masa oscura en la penumbra de la noche. Además, yace bajo la sombra de un árbol gigante, cuyas ramas se extienden por encima de su cabeza, creando un juego de luz y sombra irregular sobre el suelo.

La tierra está enmarcada por imponentes pilares, cuyo porte parece querer alcanzar las estrellas y reunirse con la luna. Como si emergiera de la nada misma, una sustancia fluye lentamente, sin un solo viento que agite la espesura. La quietud del lugar es tal, que los arbustos que bordean las tumbas permanecen inmóviles, al igual que los cuerpos que descansan debajo de ellos. Las flores blancas son la única compañía silenciosa en este campo de reposo. El ambiente que se respira es mortuorio, decadente, como si la vida hubiera decidido marcharse y nunca más volver. La sustancia fluye suave, casi sigilosa, a través del paisaje, haciendo que la sensación de vacío y desolación sea aun más intensa.

—Ah, buen cazador —dice una voz dulce—. Bienvenido al Sueño.

Yoriichi se vuelve bruscamente hacia la criatura que lo ha llamado. Allí se encuentra con una doncella de belleza excepcional. El cabello de la joven es como una gruesa capa de nieve fresca que yace recogida en un rizo apretado detrás de su oreja. Incluso sus pestañas parecen estar hechas de nieve, incoloras y frías. Pero, es esa característica misma la que hace que su hermosura sea tan impresionante, tan singular. Yoriichi absorbe su imagen pura y etérea, como si el tiempo se hubiera detenido y nada más importara en ese momento.

Sin embargo, sus ojos son azules, frígidos como el hielo, pero extrañamente dulces, y sus manos, se da cuenta él, son...

—¿Una muñeca?

—Sí —repite la Muñeca, ofreciéndole una elegante reverencia. Su rostro es de porcelana, con articulaciones visibles entre cada nudillo; sin embargo, en lugar de hueso, tiene un globo de plata brillante—. Estoy aquí en este sueño para cuidarte.

—¿Cuidarme? Esta ciudad se llama Yharnam, ¿verdad?

—Así es.

—Yo... fallecí en mi mundo y ahora me encuentro aquí. Mi objetivo es acabar con el mal.

—Sí, cazador. Esta ciudad ha sido asolada por una plaga siniestra, pero no estás solo en esta lucha. Te ofrezco mi ayuda como muñeca.

—¿Qué es esta plaga que ha sumido a la ciudad en la oscuridad?

—Es una enfermedad que se propaga por la sangre. Se dice que aumenta la fuerza física y agudiza los sentidos, pero también convierte a las personas en bestias sedientas de sangre. Es una maldición que ha caído sobre Yharnam y la ha transformado en un lugar de muerte y desesperación.

Yoriichi se queda en silencio, reflexionando sobre la plaga que ha azotado a la población y su similitud con las criaturas demoníacas que ha combatido en el pasado. Recuerda las múltiples batallas y encuentros con demonios que había librado y cómo falló en derrotar a su líder. Pero ahora, enfrenta un enemigo muy diferente, uno que es por completo invisible y mucho más peligroso que los demonios de Muzan. Sin embargo, la propagación de esta plaga sigue un patrón muy similar, utilizando la sangre como medio de transmisión. Debe llegar a la raíz del problema.

—Entiendo. Pero, ¿cómo puedo detenerla?

—Hay una verdad oculta en el corazón de esta ciudad, la clave para desentrañar los misterios de la plaga y poner fin a ella. Pero es peligroso, cazador. Necesitas habilidad, valor y determinación para encontrarla.

—No me detendré hasta que descubra la verdad y destruya a los responsables de esta maldición. Te agradezco tu ayuda, muñeca.

—No hay de qué, cazador. Estaré aquí para guiarte en tu camino, y si alguna vez necesitas descansar, siempre puedes volver a este sueño y estarás a salvo.

Yoriichi mira hacia la niebla.

—Mi espada se perdió, así que necesito una.

—Por supuesto, cazador. La espada es una herramienta esencial en este lugar de pesadilla. Pero ten en cuenta que no cualquier espada servirá para vencer a tus enemigos. ¿Qué tipo de espada buscas?

—Algo que sea fuerte y efectivo contra las criaturas horribles de Yharnam. Algo que pueda cortar a través de la carne y los huesos con facilidad.

En ese preciso momento, como si fuera una respuesta inmediata a una llamada o una señal sobrenatural, una oxidada hoja surge del suelo. La espada se mantiene suspendida en el aire, sostenida por un grupo de diminutas manos de piel pálida y viscosa. Esas mismas criaturas misteriosas que se presentaron anteriormente en la sala de la clínica mientras yacía indefenso, emergen de un vaporoso charco de niebla brillante y continúan avanzando hacia él con sus cabezas sobresaliendo.

De algún modo, esta vez no parecen amenazantes. O quizás es que simplemente ya no está tan herido y desorientado.

—¿Quiénes son ellos? —pregunta el cazador, intrigado.

—Son mensajeros, buen cazador —responde amablemente la muñeca—. Han llegado con un regalo especial para ti y desean entregártelo.

—¿Un regalo? —Yoriichi mira entre la hoja y la Muñeca, su expresión grave—. ¿Por qué?

-Un cazador debe cazar, ¿qué mejor que con una espada diseñada por el mismo Gehrman?

La espada, sin duda, ha sobrevivido a un pasado horripilante. Su superficie denota años de uso y abuso. Un velo de oxidación cubre su cuerpo de metal, como si hubiera sido víctima de un deterioro irreversible que la ha dejado marchita y desgastada. Además, el arma está envuelta en tiras de tela blancas con la intención de proteger su hoja filosa. Sin embargo, dicha protección es escasa y, de hecho, parece más una armadura improvisada que no podría resistir mucho tiempo.

El borde del arma es una verdadera pesadilla; tiene dientes que rodean la hoja de manera similar a las fauces de un pequeño animal deseoso de morder. Cada uno de ellos es tan afilado como un cuchillo, con una punta curvada que se dirige hacia el interior. Es imposible no sentir cierta aprensión al imaginar su capacidad para cortar profundamente. Cada diente está diseñado, con tanta malicia y retorcimiento como el creador de esta obra, para causar el máximo sufrimiento y daño posible.

La intención es clara.

Cortar. Desgarrar. Despellejar.

Su filo yace dentado, curvado y afilado y, al contrario de una espada, esta herramienta no tiene nada de noble; simplemente se creó con el propósito de causar agonía. No es un arma convencional, de ninguna manera, pero sobre todo parece efectiva. Demasiado grande, demasiado terrible para cualquier cosa que no sean monstruos.

Esta espada no está destinada al hombre.

Con cierta inquietud, se inclina hacia ella, sus músculos tensos y alertas mientras sus dedos se estiran con gracia hacia el arma que los Mensajeros le ofrecen. El ruido pacífico de sus voces resuena a su alrededor cuando acepta la espada, examinando su peso y balance en su mano con seriedad. Luego observa cómo los Mensajeros desaparecen por un momento antes de reaparecer, ahora con una vieja pistola, aunque Yoriichi no puede reconocerla. Huele a pólvora, , pero es un objeto curioso que nunca había visto antes.

—¿Ustedes... quieren que tome eso también?

Asienten con fervor, las diminutas cabezas moviéndose de un lado a otro mientras levantan el arma aún más.

—Interesante —él la sujeta, observando detenidamente el mecanismo, tratando de averiguar cómo funciona. Se hace una vaga idea, pero no puede estar seguro.

Mira hacia abajo y encuentra una pequeña funda que ya cuelga de su cinturón, que parece el lugar exacto donde se guardaría esta arma.

Conveniente.

—Yo... ¿no soy el primero en venir aquí, verdad?

—Lamento informarte que siempre hay un cazador muerto o dos. Pero no te preocupes, los cazadores son cazadores incluso después de la muerte.

Yoriichi arquea una ceja.

Eso fue exactamente lo que me sucedió.

—¿Y cuáles son los cazadores cazando en los sueños?

—Los monstruos, por supuesto.

—¿Y cuál es su presa habitual, en estas circunstancias?

—El más honorable de los mayores.

—Qué cazadores tan valientes... perseguirán los sueños eternamente... incluso si sus armas se oxidan y sus cuerpos se descomponen...

—Pero si cometiste algún pecado, debes de hacer penitencia. Si quieres que algo valioso sea recompensado, tienes que poner algo valioso a cambio —le dice la muñeca.

—Es justo.

Con precaución, Yoriichi coloca la hoja de su espada sobre las escaleras, el sonido del metal resonando en el ambiente al entrar en contacto con la superficie de piedra. Aunque no se trata de una tradicional katana, sabe que será suficiente para lo que necesita en este momento.

¿Qué queda de la vida si no hay locura que desafíe los límites de la realidad?, piensa, resignado. Si no hay peligro que haga latir desbocado el corazón y si no hay monstruos ocultos en las sombras que nos hagan desear la seguridad de la luz... Sin embargo, él sabe que lo que está experimentando ahora es diferente, es algo que va mucho más allá de lo que ha conocido antes.

Un mundo distinto se extiende ante él, un tiempo que parece estar en una dimensión paralela. ¿Es una ciudad atrapada en el futuro, o tal vez ese es simplemente su presente alterado? Lo que sea que esté sucediendo en este lugar, está mal, profundamente mal. Algo tan terrible y perverso que hace que su instinto de supervivencia entre en acción y se prepare para lo que se avecina.

Esa playa... La voz que le hablaba en sus sueños. Había estado con él durante tanto tiempo. No siempre lo mismo, no siempre una playa, esa playa, pero ¿la voz? Lo había seguido desde la infancia, sólo apareciendo cuando dormía. Él había pensado que era sólo una pesadilla recurrente, algo con lo que todos los niños, todas las personas, lidian. Porque ¿quién no tiene pesadillas? ¿Quién no se despierta con un sudor frío después de haber vivido todo lo que él?

Y ahora... ¿sería capaz de salvar esta ciudad?

—¿Como llegué aqui?

La Muñeca parece vacilar y, aunque no se mueve, Yoriichi lo sabe. De alguna manera, él lo sabe.

—Numerosos cazadores han visitado este lugar en sus sueños, aunque no sé exactamente cómo —informa, cruzando las manos frente a su regazo y inclinando ligeramente la cabeza—. Lo siento si estás confundido o asustado. ¿No eres de Yharnam, dices?

—No soy de Yharnam. Te dije que había muerto. Y luego...

—¿De dónde eres?

—Soy de un país oriental llamado Japón. No es nada parecido a Yharnam, tal vez hayan pasado cientos de años desde entonces.

La muñeca asiente, pensativa.

—Nunca había escuchado hablar de ese lugar.

—Yharnam está muy por delante. ¿Este edificio? —Yoriichi señala uno que yace a menos de diez pies de distancia—. ¿Es nuevo?

—Yo diría que sí —la muñeca inclina la cabeza—. ¿Por qué?

—Porque no hay edificios así en el lugar de donde vengo. Es demasiado exótico, demasiado nuevo. Además, la forma en que hablas es bastante curiosa, parece otro idioma, pero extrañamente lo entiendo. Y tus armas son... impresionantes —levanta la pistola—. Es la primera vez que veo una así. Se usa con pólvora, ¿no? Y esta espada... parece que se mueve.

—Así es.

—¿Como funciona?

—Aquí —dice la Muñeca—. Tienes que presionar el gatillo... sí, ese... en combate. Y en cuanto a la espada, sé que tiene un aspecto inusual, pero es muy sencillo usarla —señala una ranura en el mango—. Solamente presiona y desliza.

Yoriichi hace lo indicado, viendo que la cuchilla se mueve hacia adelante, revelando una sección lisa de la hoja, sin ganchos ni dientes. Esto está mucho mejor, piensa.

Un dolor punzante se instala en sus sienes.

JAMÁS ESCAPARÁS DE LA CAZA, CAZADOR. TU DESTINO ESTÁ ATRAPADO EN ESTAS TIERRAS , CONDENADO A VAGAR POR LA PESADILLA UNA Y OTRA VEZ. AQUÍ EN EL SUEÑO DEL CAZADOR, SERÁS ETERNAMENTE ESCLAVO DE TU SED DE SANGRE Y TU LUCHA CONSTANTE CONTRA LAS CRIATURAS DEL ABISMO

El arma escapa de sus dedos y choca contra la piedra con un estremecimiento que retumba en la noche. El hombre se retuerce, cayendo sobre sí mismo mientras se agarra desesperadamente la cabeza. Su cicatriz, la cual había permanecido en silencio durante tanto tiempo, comienza a pulsar con una fuerza inusitada, como si la estuvieran sumergiendo en hierro líquido.

—¡Buen cazador! ¿Qué es?

—Es esa... voz...

La Muñeca corre hacia él, tomando su rostro.

—¿Qué voz?

La suavidad que siente Yoriichi alrededor de su barbilla lo sorprende, al igual que la calidez que emana de esos dedos que parecen envolverle con delicadeza. Con los ojos rojos, empañados por una neblina carmesí, el cazador parece estar sumida en una agonía que sólo él comprende. La sangre que se percibe en su mirada añade una nota de tensión a su expresión.

—Algo... algún ser, no lo sé. Me... me ha seguido toda mi vida, cuando duermo. Creo que me trajo aquí —responde, aferrándose al regazo de la muñeca.

—¿Al sueño? —susurra ella, inspeccionando las marcas en el lado izquierdo de su rostro—. Yo... sólo sé de una cosa que podría traerte a Yharnam, y si lo que dices es cierto, puede que...

—¿Qué? ¿Qué podría haberme traído aquí?

—Un Dios.

































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