5
Hacia las dos de la tarde, Araneda se preguntó si Lucas habría ido a almorzar sin avisarle. Raro, normalmente trataban de comer juntos y, de paso, charlar de lo que tuvieran entre manos. ¿Habrían quedado en encontrarse en algún lugar y no lo recordaba? Difícil. Para asegurarse, le envió un mensaje. Luego continuó estudiando las escandalosas imágenes grabadas en los discos de Carolina Machado. Anotó nombres, fotografió escenas con el teléfono y, después de meditar un buen rato, decidió no enviarlos a técnica, todavía. Antes de que los analizaran profesionalmente, quería comentarlos con Lucas.
Entre una cosa y otra, el tiempo se le pasó volando. Para cuando se dio cuenta, eran las cinco de la tarde y Barlutto no había regresado. Confirmó en su celular que el mensaje, que le enviara horas atrás, estaba bien. Una o dos veces le había ocurrido de equivocar el destinatario. No era el caso. Al parecer, Lucas había leído el mensaje, pero no hubo respuesta. Eso también era raro. Apretó la llamada y esperó. Tras varios timbrazos, apareció el contestador automático con la robótica voz de la compañía. Santiago grabó unas pocas palabras y, ya preocupado, metió en un sobre plástico los discos que investigaba y la laptop. Se calzó el saco, tomó el morral y bajó al estacionamiento. El Fiat de Lucas todavía estaba allí, cerrado. Se acercó a pie hasta el pequeño restaurante donde solían almorzar. Aunque se había hecho algo tarde, existía la posibilidad de que su compañero anduviera por allí. No. Su intranquilidad aumentó cuando José, el camarero habitual, aseguró no haberlo visto en todo el día.
Volvió a la comisaría, subió a su auto, tiró de mala gana las cosas en el asiento trasero y condujo hasta la oficina de técnica, situada a solo dos cuadras. Por supuesto, estaba cerrada, pero él era policía y lo conocían, así que mostró su placa y no tuvo problemas en ingresar. Subió por un cansino ascensor hasta el sexto piso donde lo recibió un joven de unos treinta años, con rostro agotado y algo excedido en peso.
—¡Hola, inspector!
—¿Cómo estás, Dieguito? Decime una cosa, ¿estuviste en atención al público, hoy?
—Sí. ¡Ojalá hubiera podido estar en otro lado! —contestó el muchacho con media sonrisa—. Ahora me toca ordenar el despelote de papeles y carpetas, como todos los santos días.
—¿Atendiste a Barlutto? Vino a eso del mediodía, a dejar una laptop en el caso 3246.
—No, yo no lo atendí. A lo mejor, Ricardo, que ya se fue. Espere que me fijo. —El muchacho revisó un cuaderno de espiral escrito hasta el cansancio y luego se fijó en la computadora mientras Santiago tamborileaba el mostrador con los dedos—. No. Nadie dejó nada para ese caso —replicó el chico con algo de pena— ¿Está seguro que es el 3246?
—Sí. Bueno, puede que se haya equivocado de número, aunque es difícil, Barlutto es muy meticuloso con esas cosas.
—No vino Lucas hoy, mire. —Le mostró las firmas en un libro de tapas duras. Santiago revisó rápida pero concienzudamente los horarios cercanos y luego los más lejanos. En efecto, Barlutto no había pasado por allí—. Me hubiera saludado si hubiera venido, ¿no? —consideró Diego.
—Ya veo... Sí, claro que te hubiera saludado —murmuró pensativo—. Bueno, también tenía que ir a Catastro, así que me voy a fijar ahí.
—A esta hora debe estar cerrado.
—Pero hay guardia. Gracias, Dieguito. —Le sonrió al muchacho y se fue.
En el siguiente lugar ocurrió lo mismo, Lucas Barlutto no había pasado ni cerca. Santiago salió del edificio con los labios apretados. Al llegar a la vereda respiró hondo con las manos en la cintura. ¿Dónde se había metido el muchacho? El cielo se había despejado y la ciudad aparecía más alegre. Apoyó los codos en el techo del auto y cruzó los dedos hundiendo los pulgares en sus lagrimales y así permaneció durante algunos segundos decidiendo que hacer a continuación. Tomó su teléfono y, luego de cerciorarse una vez más, que Lucas no había respondido, dio parte a su comisaría. Un horrible presentimiento le recorría la espina en forma de escalofrío. ¿Sería posible?
«Ir contra Trelles puede ser una sentencia de muerte», le había advertido Aruzzi la noche anterior al contarle, por teléfono, que habían hallado el cadáver de Carolina Machado.
Ramiro Aruzzi había sido el investigador en el caso Blanca Martínez. Caso del año dos mil ocho en el que nunca llegó a ninguna parte y que se dio por cerrado cuando el hermano de la víctima también desapareció. Una absurda sentencia determinó que el chico había abusado de su hermana y la había matado para luego darse a la fuga. El padre de los jóvenes se había suicidado un año después y la madre quedó internada en un neuropsiquiátrico con un desalentador diagnóstico de depresión profunda.
El nombre de Trelles había sobrevolado aquel caso, que se hizo famoso a través de la prensa, pero nada había podido probarse, el empresario terminó haciendole juicio por calumnias al investigador Aruzzi y había ganado. Poco tiempo después, el policía fue atropellado por un automóvil que jamás fue encontrado, ni siquiera identificado. Salvó su vida de milagro, pero quedó relegado a una silla de ruedas.
Araneda y Aruzzi se habían hecho amigos cuando Santiago quiso investigar el accidente que postró a Ramiro, algo que no consiguió porque sus superiores se lo impidieron.
Subió al auto y cerró la puerta con rabia.
—¡No puede ser! —gritó. Encendió el motor y partió a toda velocidad. Su calma habitual se había ido al garete.
Mientras conducía, llamó por teléfono a Indiana, la recepcionista de la delegación.
—Necesito la dirección de Barlutto y que manden allí una patrulla —ordenó sin dar explicación.
—Copiado. Ya la envío —replicó la chica, y le dio los datos.
No había pasado un minuto cuando el comisario Benítez llamó.
—¿Qué pasa con Barlutto? —preguntó.
—No lo sé, Benítez. No lo encuentro, no responde a los llamados y su vehículo está cerrado en la comisaría.
—Ok. Voy para allá.
Cortó sin dar tiempo a nada más.
Al llegar a la dirección del muchacho, Araneda se encontró con tres patrullas y unas cinco motos policiales.
—Tengo una orden para abrir si no contesta —dijo Benítez saliéndole al paso.
—¿Como...?
—Marcucci la firmó enseguida —explicó el comisario.
Araneda no comprendió por qué Marcucci firmaba una orden de allanamiento si su juzgado se dedicaba a familia, pero no dijo nada. Mientras sirviera, le tenía sin cuidado quién estampaba la rúbrica.
El departamento de Lucas Barlutto estaba vacío. Sus pertenencias, su cama, su mesa, su pc, su ropa, sus platos, sus vasos, todo estaba en orden. Santiago sintió una angustiosa opresión en el pecho y eso no le gustaba. Tiene cierta intuición para la tragedia, y allí olía una muy fea. Hubiera dado la mitad de lo que quedaba de vida por ver a su compañero entrar por la puerta. Pero algo helado en su corazón le advertía que era difícil que sucediera.
Benítez le rodeó los hombros con su largo brazo.
—¡Vamos a buscarlo en cada centímetro de esta puta ciudad! —exclamó.
Santiago asintió, aunque no era consuelo. No quería tener que buscarlo. Quería ir a comer una pizza con él. Lo quería protestando por tener que trabajar fuera de hora. O gastándole bromas porque perdió San Lorenzo.
En una fotografía sobre el mueble del comedor, se lo veía sonriente, acuclillado sobre una roca, junto a un hombre mayor, parecido a él. Dedujo que sería su padre. En el reverso de la imagen se leía «Los Lucas».
—Me lo llevo —informó a su jefe. Benítez aceptó.
Recién a las once de la noche llegó a su casa. Se veía cansado, angustiado, con un sabor a derrota en la boca que le provocaba náuseas. Hasta Homero sintió su desazón, lo recibió con todo el cariño, pero sin abalanzarse sobre él como solía. Él le acarició la cabeza y dio gracias a Dios por la vecina, que lo cuidaba cada día.
—¿Me extrañaste? ¿Cómo te fue con Elvira? ¿Te trató bien?
El perro caminó a su lado con mansedumbre mientras él se quitaba los zapatos y los dejaba tirados en el piso, se quitó la corbata, el cinturón y llegó al dormitorio. Allí entrecerró la puerta. El can se sentó tranquilamente a esperarlo; lo mismo hizo cuando se metió en la ducha. Era su rutina. Santiago le conversaba mientras se aseaba y Homero lo escuchaba con atención.
—Tendría que comer ¿sabés? —comentó—. Pero no tengo hambre. Después de que termine de bañarme, me llevás a pasear, ¿querés? A ver si logro dormir aunque sea un par de horas. Tengo que encontrar a alguien y necesito estar despejado. Sé que vos ya hiciste tu caminata con Elvira, pero ahora me toca a mí, ¿sí?
El perro lo miró con ojos inquietos y la cola inquieta.
A las doce de la noche, vestido con pantalón de gimnasia y zapatillas, el inspector paseaba con Homero por avenida de los Incas.
—Hermosa noche, ¿no te parece? Dejó de llover, por suerte.
El semáforo los obligó a detenerse en una esquina. Frente a ellos frenó un automóvil que a Santiago le resultó familiar, lo miró con todo el disimulo que pudo. Estaba seguro de que era el auto del juez Marcucci. ¿Viviría por ahí? ¿Serían vecinos? Había alguien con él... Los vidrios tintados no dejaban ver mucho del interior. No sabía si Marcucci tenía hijos. O, tal vez, el chico que iba allí no era su hijo.
—No es nuestro problema, ¿verdad? —dijo al perro mientras cruzaban, caminaron hasta la plazoleta—. Nuestro problema es Barlutto —sentenció en voz baja y grave.
«Los Lucas», recordó el reverso de la foto. «Te llamás igual que tu papá. Te voy a encontrar, aunque me cueste la vida, Luquita. Te lo prometo».
—Andá a corretear por ahí, bebote —murmuró con cariño mientras le soltaba el arnés.
Y allí salió Homero, casi pisándose las orejas, a revolcarse en el pasto.
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