24
—¿Saliste anoche? —Armando Trelles miró a los ojos de su asistente cuando indagó.
—Sí, señor —respondió el muchacho ajustando sus anteojos—. Era el cumpleaños de un conocido que hace tiempo no veía.
—¿Y por qué no lo veías?
—No vive en Buenos Aires.
—¿Dónde vive? —Mallorca lo miró con cierto recelo. Trelles sonrió apenas y caminó hacia el ventanal—. Perdoname. No quise entrometerme en tus cosas, es que esto de Georgina me tiene mal. Su muerte fue tan... grosera. Esto de tener policías por la casa no me gusta.
—Descuide, señor. Lo comprendo, y quédese tranquilo que soy muy discreto acerca de mi trabajo.
—Lo sé, querido. Lo sé. —La voz del hombre sonó tan paternal que el joven policía tragó saliva con dificultad.
—¿Mi hija ya se enteró? —preguntó con voz apenas audible.
—Sí, señor. Yo mismo se lo comuniqué ni bien sucedió.
—¿Cómo lo tomó?
—Mal. Pero no se preocupe, no va a venir. Y, antes que pregunte, está bien protegida. Yo mismo me encargué.
—¿Ya vinieron a buscar a Penique?
—Lo retiran los sábados, señor. Hoy es miércoles.
—¿Y dónde está?
—En el parque, por ahí... ¿Quiere que lo busque?
—No, yo voy. Necesito tomar aire. ¿Me acompañás?
El día estaba espléndido, el césped reverdecido hacía que la casa y sus alrededores se vieran como una postal. Solo el vallado amarillo y negro del acceso principal les recordaba que allí se había cometido un crimen atroz, y la presencia de los tres policías que custodiaban la escena sobrecogía un poco.
Trelles y Mallorca caminaron por los alrededores de la piscina junto a Penique, que corrió a recibirlos ni bien se asomaron por la puerta de la cocina. Era un hermoso bóxer color caramelo.
—¿Sabés algo de Gervassi?
A Julián lo sorprendió la pregunta. El médico había estado con ellos cuando, tras el hallazgo del cadáver de Georgina, lo asistió en uno más de sus constantes mareos.
—No, señor. Después que se fue, ayer, no volví a verlo.
—¿Le habrá gustado La Colmena y se quedó por allá? —se preguntó con un triste tono burlón.
—Tal vez. Ahora lo llamo —Julián sacó el teléfono y, mientras el jefe se entretenía arrojando una vara de madera para que el perro la recogiera, esperó que atendieran. Nadie respondió, ni siquiera el contestador. Una grabación le informó que el aparato se encontraba fuera del área de cobertura o apagado.
Mientras desayunaba, Santiago, que había dormido unas cuatro horas, llamó por teléfono a Juárez quien se encargaría, a su vez, de comunicarse con Benítez. Los dos comisarios eran piezas fundamentales en la reunión programada para esa misma noche.
Se encargó también de reforzar la custodia en la habitación de Barlutto y en todo el hospital, como también, en base a lo acordado con Julián Mallorca, colocarle una discreta pero fuerte seguridad a Delfina Trelles.
Muchas de las fotografías tomadas por el detective Carreras podrían ser de gran ayuda una vez preparado el caso contra el empresario si es que, alguna vez, lograban componerlo. De ellas se desprendía, entre otras cosas que, aunque el hombre lo negara sistemáticamente, usaba más de dos aparatos celulares. Era fundamental hallarlos y estudiar sus contenidos. Mallorca había fotografiado y copiado los directorios de cada uno, lo cual, comprometía a incontables autoridades y famosos locales, pero no tenían el historial de mensajes y cruces de llamadas. También había pruebas de doble facturación en sus negocios y una que le produjo una enorme satisfacción: un mail, fechado diez días antes, salido de la propia computadora de Trelles. Usuario: Rodman A. Sellert. Santiago sonrió.
El timbre de la puerta lo sobresaltó. Al abrirla se encontró con el rostro sonriente de Elvira, que levantaba un pequeño paquete marrón.
—¡Traje masitas! —exclamó. Santiago la abrazó.
—¿Qué sería de mí sin vos?
—¿No te cambiaste todavía? —preguntó ella asombrada al verlo en short, remera y descalzo.
—No. Me voy tarde hoy, a la noche. ¿Vas a poder quedarte con Homero?
—¡Por supuesto! ¿Dónde está mi pichicho?
—¡No le digas así, que se ofende!
Ambos rieron, pero Homero, apenas vio a la mujer, gruñó mostrando los dientes.
—¡Hey! —reprendió Santiago—. ¿Qué modales son esos?
Por toda respuesta, el perro dio dos cortos ladridos y avanzó amenazante hacia Elvira, que retrocedió asustada.
—¿Qué te pasa? —preguntó Santiago acariciando el cuello del can—. Te dije que se ofendía —le susurró a su amiga, que lo miraba atónita.
—Yo te juro que no le hice nada —balbuceó la mujer—. ¿Estará rabioso?
Santiago soltó una pequeña risotada.
—¡Tiene todas las vacunas! Me parece que no te perdona que lo hayas dejado atado, solo y abandonado en tu casa. ¿Es así, Homero? —le hablaba con cariño mientras rascaba sus largas orejas. De todos modos, no hubo forma de que Elvira pudiera acercarse al animal.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó ella.
—No te preocupes. Yo me encargo, a la noche me lo llevaré y ahora..., bueno, ¿podrás volver más tarde?
—¡Sí, sí, claro! Vengo a limpiar un poco cuando se hayan ido pero... —Elvira tenía los ojos llenos de lágrimas. Santiago volvió a abrazarla y Homero a ladrar.
—Tranquila, está muy sensible.
Una vez cerrada la puerta, miró al perro.
—¿Qué te pasó? —Se agachó y lo acarició, le extrañaba su conducta, nunca antes se había negado a quedarse con Elvira. Y ya iban dos consecutivas. Algo había sucedido—. ¡No podés ser tan susceptible, Homero! ¿Tanto te ofendió que te dejara atado? ¿O hay algo más, que yo no me enteré?
—¡Parece que te gustó venir! —exclamó Aruzzi, riendo, cuando Homero entró moviendo la cola.
Frente a la puerta abierta, Santiago sonreía y, junto a él, un joven observaba la escena con curiosidad.
—Ni lo digas —suspiró Araneda—, le gustó tanto que ya no quiere saber nada de quedarse con Elvira.
—¡Claro que no! —sostuvo Ramiro—. ¡Seguro que acá lo pasa mejor! ¡Pero bueno! ¡No te quedes ahí, entrá! Entren —se corrigió, reparando en el muchacho.
Santiago los presentó y ambos estrecharon sus manos.
—Johny, él es Ramiro. Ramiro, él es Johny —expresó señalándolos graciosamente. Aruzzi se hizo a un lado para que ingresen.
En el balcón terraza ya estaban los demás invitados, sentados en derredor de la mesa blanca. Luego de los saludos y las presentaciones, Santiago dispuso, antes que nada, el escueto banquete de Homero en la sala. Recién después ocupó su lugar. El comisario Juárez tomó la palabra. Era un hombre de rostro endurecido y piel bronceada, surcada por algunos suaves pliegues, intensos ojos oscuros y cabellera gris, recortada de manera impecable.
—Bien, señores —comenzó, con voz potente—, creo que al fin estamos a punto de aprehender a este delincuente que tanto daño ha hecho, al menos a algunos de nosotros: Armando Trelles. ¿Esto es así, inspector Araneda?
Santiago levantó las cejas, sorprendido de que le cediera la palabra. Solía ser una persona verborrágica, gustaba mucho de los soliloquios.
—Así parece. O eso es lo que esperamos —contestó—. Estamos en condiciones de vincular a Trelles con La Colmena, el sitio en donde venden drogas y sexo, y que está avalado por, al menos dos jueces del Estado: Marcucci y Fabbiani.
—¿Hay pruebas? —preguntó el otro comisario, Benítez.
—Hay pruebas. Y testigos —Santiago miró de refilón a Johny, que tosió brevemente y se acomodó en su silla con los ojos bajos.
—¿Estás dispuesto a declarar? —consultó Juárez con impaciencia.
Santiago le pidió mesura levantando su palma.
—Habrá más pruebas mañana —aseguró—. Es el día clave.
—¿Por qué? —preguntó Juárez.
Santiago tuvo la sensación de que Julián quería decir algo, por eso, antes de contestar, detuvo sus ojos en el joven.
—Gervassi desapareció —dijo éste—. La última vez que lo vimos fue el martes, en la mansión, luego del descubrimiento del cuerpo de Georgina. Don Armando se descompuso y lo llamamos.
Johny se retrepó en su silla y parpadeó repetidas veces.
—¿A qué hora estuvo con Trelles? —preguntó.
—Al mediodía —respondió Mallorca.
El chico volvió a removerse en su silla.
—Llegó a La Colmena como a las dos de la tarde —informó—. No sé a qué hora se fue...
—¿Gervassi es el médico de Trelles? —quiso asegurarse Juárez, entrecruzando los dedos sobre la mesa.
—Sí —respondió Santiago—. Médico y amigo. Tan amigo, que tras la muerte de Portillo, que era el regente del lugar, Trelles lo puso al frente de La Colmena. ¿No lo viste salir? —preguntó, volteando hacia Johny.
—No.
—¿Dónde está La Colmena? —inquirió Juárez una vez más. El joven miró con cierta desesperación a Santiago.
—Vamos despacio —respondió éste—. Mañana caeremos allí con todo el peso de la ley, previo haber dado ciertas garantías a algunas personas. —Ante la inquisitiva mirada de Juárez, que estuvo a punto de quejarse, Araneda continuó—: Primero tenemos que resolver otras cuestiones —Paseó sus ojos celestes por cada uno de los presentes y luego se centró en el chico—. A ver, Johny, Gervassi tendrá auto. —El muchacho afirmó—. ¿Estaba el auto cuando vos saliste?
—Ni idea. El garaje está en el subsuelo, los coches entran por una calle lateral. Yo no tengo auto, así que ni piso el subsuelo. Ninguno de nosotros lo hace, a no ser que se vaya con algún... cliente, lo que sería raro.
A Santiago se le cruzó la imagen de Marcucci en el auto de vidrios tintados y el joven sentado a su lado. ¿No era Johny?
—¿Hay denuncia de la desaparición del médico? —preguntó Aruzzi.
—No, que yo sepa.
—Es casado, ¿verdad? —interrogó Santiago.
—Sí, pero para los papeles y las apariencias nada más —respondió Julián—. Vive con la mujer pero no hay nada entre ellos.
Johny esbozó una sonrisa. —No es el único —afirmó.
—Bien —retomó Santiago—, ya investigaremos su desaparición. Ahora, definitivamente, podemos decir que Trelles no es el asesino de su ex esposa, ni de Georgina, ni de Portillo. Todos ellos eran personas de utilidad para él, ¿verdad? La desaparición de Gervassi —si es que realmente desapareció—, reafirma la teoría de que alguien quiere vengarse haciendo daño a quienes supone, son sus allegados. Y ése —golpeó la mesa con el índice—, es nuestro asesino. ¿Cómo vamos a vincular a Trelles con las muertes de Blanca Martínez, de Victoria Montero, de la desaparición de Adrián Martínez, etc, etc, o con lo que le ocurrió a nuestro amigo Ramiro, o al pobre Barlutto? No sé si podamos.
Un silencio molesto y largo se apoderó de la escena.
—¿Vio las fotos? —le preguntó Julián.
—¡Sí! —Araneda agradeció que lo preguntara porque había estado esperando el momento de exponerlas. Abrió el morral, que había colgado de la silla y sacó dos sobres—. Imprimí algunas —explicó.
Al ir a colgar de nuevo el bolso, unos sobres resbalaron y cayeron al piso, desparramando su contenido. Johny, que estaba a su lado, lo ayudó a recoger las fotografías. Una le llamó la atención y se quedó viéndola. Santiago se acercó, era la impresión que había hecho Indiana de la fotografía modificada de Adrián Martínez tras pasarla por el programa de envejecimiento.
—Así se vería Adrián Martínez hoy, bueno, más o menos así —explicó Santiago extendiendo la mano para que se la devolviese
Johny se la entregó con lentitud . —Es Román —dijo con voz apenas audible.
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