21
—Julián Mallorca —leyó Indiana—, nacido en Buenos Aires, el 16 de mayo de 1986. —Giró la pantalla para enseñarle la fotografía encontrada.
—Seguí leyendo —pidió Santiago con una mueca resignada mientras decidía darle de comer a Homero.
—Cumplió cinco años en Ezeiza por asalto y robo a mano armada. Actualmente trabaja en...
—Las empresas Trelles —interrumpió él, vertiendo un poco de leche sobre un puñado de Trocitos, en el plato del perro.
Indiana asintió y continuó buscando en la laptop.
—No hay mucho más —concluyó—. Tiene un hermano que vive en Francia.
—Lo típico —replicó Araneda al tiempo que guardaba la caja de leche en el refrigerador—, es una tapadera por si lo rastrean.
Ella frunció el ceño de forma interrogativa sin recibir respuesta. Al darse cuenta de que sacaba dos latas más, exclamó divertida:
—¡No podemos emborracharnos, inspector!
—No se preocupe, señorita recepcionista —replicó él en tono jocoso—, nadie se va a enterar, con dos latitas no se emborracha nadie. Además, ¡esta enorme sorpresa lo amerita! —Acomodó sobre la mesita distintos bowls con papas fritas, palitos salados, trozos de queso y fiambres—. Lo que me preocupa de este caso es que, si no lo resolvemos pronto, nos van a matar a todos —murmuró con cierto sarcasmo.
—Entonces lo conocés —interpuso Indiana, pinchando un cubo de queso—. A Iván Carreras.
—Sí, es Julián Mallorca, secretario de Armando Trelles. —Santiago desvió la vista hacia un punto en el vacío, pensativo—. Algo quiso decirme al revelarse. Intuyo que no está trabajando oficialmente. ¿Podés fijarte si sigue activo?
La joven regresó a la máquina.
—No —aseguró tras unos segundos en la pantalla—. Se retiró en 2010. Era muy joven, ¿qué tenía? ¿Veinticuatro años?
—Claro, fue cuando Aruzzi tuvo el accidente. Trabajaba con él.
—Así es. —Sus miradas se cruzaron, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Pasados unos instantes, Santiago levantó el índice y se puso de pie.
—¿Pudiste averiguar algo de Portillo?
—Nada relevante. Paradero desconocido. Su padre, Eugenio Ramos, alias Domingo Portillo, estuvo preso varias veces durante su juventud por robos menores. Cumplió quince años por el asesinato de su esposa.
—¿Quince nada más?
—Buena conducta y dos tercios de la condena cumplidos. Parece que fue en defensa propia, no le dieron perpetua.
Santiago levantó las cejas y sacudió la cabeza.
—Ya veo, pero era la esposa, debería agravarse por el vínculo... Bueno, no me voy aponer a pensar en eso ahora. Analicemos lo que nos concierne: Carolina Machado fue asesinada a martillazos en su propio domicilio. Sin motivo sexual, aparentemente. La autopsia reveló una considerable cantidad de alcohol y cocaína en su sistema —no es raro porque era adicta, aunque, según la hija, intentaba limpiarse—. Lo que sí es raro, es que no se encontró una sola foto de Delfina ni de ningún otro familiar en el departamento, vivía sola. A la última persona que llamó fue al padre de su hija: Armando Trelles. De acuerdo a los registros, él no atendió el teléfono. En la casa se encontraron imágenes comprometedoras de personas públicas y de la jerarquía política. El departamento estaba ordenado, limpio. No fueron a robar, no buscaban esas imágenes.
—Tal vez... —intentó opinar Indiana, pero Santiago la frenó con el índice en alto.
—Las imágenes quedaron allí —prosiguió—. Tal vez el asesino quería que las encontrásemos... Por otro lado, casi al mismo tiempo Trelles empezó a sentir una serie de malestares que su médico personal adjudica a problemas de presión arterial... ¿Hay forma de saber si, realmente, le hicieron estudios a ese hombre? —Indiana regresó al teclado masticando unas papas—. Sabemos ahora que, en las reuniones grabadas en los discos de Machado, participaron jóvenes agrupados en un sitio llamado La Colmena, supuestamente perteneciente a Trelles y regentado por el tal Portillo, del cual asumimos —porque no tenemos pruebas ni cuerpo— que está muerto. Y que, por lo que dijo Johny, fue asesinado también a martillazos. —Araneda caminaba de un lado a otro bajo la atenta mirada de Homero, que se había acomodado a los pies de Indiana—. Y, por último, está Georgina, amante de Trelles y amiga de Delfina, que aparece muerta en el jardín, también a martillazos y desnuda. ¡Está bastante claro!
—¿En serio?
—Sí. Alguien quiere hacer sufrir a Trelles. Coincide con los anónimos.
—¿Cuáles anónimos?
—Unos que me mandaron... Mejor dicho, me dieron. Hablan de que no es venganza sino justicia, bla, bla, bla. Toda esa palabrería rebuscada que usan los fanáticos para autoconvencerse de que tiene razón.
—¿Lo que significa...?
—Eso justamente, una venganza contra Trelles. Creo que están matando gente que, de alguna u otra forma, es allegada a él. Y lo están envenenando o, al menos, dándole algo para que se sienta permanentemente enfermo. ¿Quién puede querer vengarse, de esa manera, de Trelles?
—Supongo que mucha gente —deslizó Indiana—. Gente que, al igual que nosotros, sabe que el tipo, de verdad hizo tal o cual cosa, pero no tiene pruebas y no se siente atada a reglamentos y leyes, como la policía.
—Todos estamos atados a reglamentos y leyes, solo que algunos tienen menos paciencia. Fijate en qué nosocomio está internada la mamá de Blanquita Martínez. Alguien trata de vengarse de Trelles y, a la vez, nos impide llegar a él. ¿Por qué?
—¿Porque sabe que tiene protección? De alguien con poder.
—O alguienes. Creo que son varios, una red. Tal vez por eso atacaron a Lucas, para apartarnos del camino. Lo cual es ridículo, porque eso hace, precisamente, que intentemos con más fuerza dar con el responsable... —Araneda fue bajando el tono de voz hasta terminar casi en un monólogo íntimo—. El asesino tuvo acceso a la casa de Carolina, a La Colmena, a lo de Trelles... Y a mí. Los anónimos me fueron colocados en el bolsillo del saco. Sabían dónde estaba, en qué momento, adónde iba...
Indiana lo miró con preocupación.
Una vez que la recepcionista se marchó, Santiago tomó el teléfono y llamó a Delfina Trelles, que no parecía muy afectada por la muerte de su amiga Georgina. Quedaron en cenar en casa de ella. Para beneplácito de Santiago, la joven le aseguró que no tenía problema alguno en recibir también al perro.
Llegó a las nueve en punto. Delfina vestía un mono corto, blanco, y zapatos bajos al tono. Parecía una modelo.
—Es tranquilo —comentó Santiago con una sonrisa ante los lengüetazos con que el perro aceptaba a su nueva amiga. Ella reía a carcajadas, en cuclillas frente al animal—. Le traje algunos juguetitos para que se entretenga.
—Está bien, pasen. Supongo que primero olfateará la casa; no es muy grande así que terminará rápido —dijo ella cerrando la puerta.
—No te preocupes, no va a hacer pis en ninguna parte.
—¡Genial! Compré cerveza y pedí una pizza. ¿Está bien?
—Creí que eras más del salmón y el champagne —observó él con los hoyuelos marcándose en sus mejillas.
Ella sonrió con sorpresa.
—¡Me encantan, claro! Pero hoy no me pintaba tan high, la cosa, sino algo más... plebeyo. Y no porque vinieras vos, ¿eh? O bueno, sí, la presencia de la policía siempre trae ese tinte...
—¿De pobreza?
—Arrabalero, tal vez. No sé por qué...., será porque en la época victoriana era indecoroso hablar con un policía. —Él levantó las cejas, confundido—. Me gusta la época victoriana —explicó ella entre risas.
—Ya veo... Siempre hemos sido simples y humildes servidores públicos.
—¡Bueno! He conocido varios que, de humilde, cero.
—Sí, yo también. Y por mí está perfecto, ¿eh? Me encantan la pizza y la cerveza, sobre todo con este calorcito prematuro de primavera. Aunque ya estuve tomando un poco de alcohol, hoy... Cualquier cosa, si ves que no camino en línea recta, nos subís a un taxi que Homero me lleva.
—O dormís ahí. —Delfina señaló un precioso futon color crema.
—Mmmm, ya veo —replicó Santiago—, parece muy cómodo.
Se sentaron en unos coquetos silloncitos, forrados en terciopelo negro, frente a una mesa baja donde la anfitriona había dispuesto platos, cubiertos y una botella de cerveza en una hielera. Con gentileza, Santiago se hizo cargo de llenar dos jarritas.
—Por Georgi —dijo ella levantando la suya y bebiéndola luego de una sola vez. Él la miró sorprendido—. No me gusta mostrarme triste —explicó Delfina mientras llenaba de nuevo su vaso—, pero lo estoy, creeme. No entiendo cómo alguien puede ensañarse de esa forma con otra persona. Realmente no lo entiendo. Georgina no era una santa, pero era really, really sweet. Le gustaban los animales, las plantas, el sol, la playa, la buena vida...
—Y andaba en amoríos con tu papá.
—Sí, ¡pobrecita! Aspiraba a ser «la señora de», la mujer de alguien con dinero... No se daba cuenta de que el viejo jamás se casaría con ella.
—¿Nunca hablaron, con tu padre, de Georgina?
—No en términos de que él se acostaba con ella. Hablábamos desde el punto de que era amiga mía. Sometimes.
—¿No tenés idea de quién...? —Un timbrazo lo interrumpió.
—La pizza —dijo ella poniéndose de pie.
—¡Yo la pago!
—Tarde. La pagué cuando hice el pedido. —Delfina regresó enseguida, apoyó la caja abierta sobre la mesita y procedió a servir las porciones ya cortadas—. Retomando tu pregunta —continuó—, no. No tengo idea de quién pudiera querer muerta a Georgi. No encuentro una razón para que alguien le haya hecho eso.
—¿Averiguaste algo de lo que hablamos?
—No. He intentado sonsacarle a Julián pero es duro, el tipo este. Sabe lo que hace. No se deja seducir así nomás. —Santiago sabía muy bien que estaba en lo cierto—. Lo que sí te puedo decir, es que escuché que mi viejo hablaba con Gervassi del lugar ese que me nombraste: ¿La Colmena? Ese. Parece que pasó algo gordo ahí dentro, pero no me enteré qué. Ese Julián, no es de fiar.
—¿Por qué decís eso?
—En otro momento no me habría dado cuenta, pero ahora que ando de detective, noté que está atento a todo lo que hace mi papá, lo espía. Anda siempre merodeándolo.
—Bueno, es su secretario, ¿no? Tiene que estar al tanto a lo que hace. Fijate que si no fuera por él, capaz que tu padre no estaría contando el cuento. Si se llamó enseguida a la ambulancia fue porque él estaba atento.
—¿Y si fue él, el que le hizo algo?
La pregunta descolocó a Santiago por un momento.
—¡No creo! ¡Tu padre no llegó a la posición que llegó por ser un tarado! ¡Si Mallorca se ganó su confianza, debe ser por algo!
—I guess —replicó ella con un suspiro.
Lo mejor era cambiar de tema
—Contame de la gente que trabaja en casa de tu papá. ¿Cuántos son? ¿Hace mucho que están?
—No, no todos son antiguos. Hay tres mucamas, dos de ellas relativamente nuevas. Hará un año que entró Luisita, que vino en reemplazo de Laura. Laura se casó y se fue a vivir no sé adónde. Hará unos... seis meses que está Gloria, que llegó cuando Lorena volvió a su provincia, —of course, que tampoco sé cuál es—. Susana sí, está desde que yo era chica. También hay una cocinera, Silvia, que trabaja con nosotros desde hace años, y su hija, Claudia, la pobre nació prácticamente en casa y ayuda a la madre desde abrió los ojos. Yo jugaba con ella cuando éramos chicas.
—O sea, que tiene más o menos tu edad.
—Es uno o dos años mayor. Ahora nos hablamos poco, está estudiando abogacía. Ayuda a la madre en lo de mi viejo y estudia, otra sweet girl.
—Ya veo... Entonces, el único hombre que trabaja en la casa es Julián.
—Ahora sí porque Jaime murió. Era el jardinero; divino, pobrecito, jugaba siempre conmigo. Ahora hay una mujer que se llama... Rosa, creo, pero ella no vive in the main house, va, hace su trabajo y vuelve a su casa. La verdad es que pienso que debería reportarse cuando llega y cuando se va, porque a veces ni nos enteramos. Eso pasó con el pobre Jaime. Todos pensábamos que se había ido a su casa y resulta que estaba muerto en el bosquecito.
—Ya veo... ¿Era un hombre mayor?
—Bastante, sí. Yo le decía abuelo James, lo extraño ¿sabés? Creo que era el único que me hacía caso.... Any way, después vino la mujer ésta, así que sí, el único hombre es Julián.
—¿Creés que algún empleado se fue enojado de casa de tu padre?
—De la casa, no. Tal vez de los negocios, no lo sé. Ya te comenté que mi viejo no permite que trabaje, así que no me entero de mucho.
—¿Seguís con la idea de hacerte policía?
Ella soltó una carcajada.
—¡No sé si podría! La verdad es que nunca me dejaron hacer demasiado, viví entre algodones toda mi vida, como un parásito.
—Nunca es tarde, Delfina, sos muy joven. Si te gusta, intentalo. Total, el no ya lo tenés.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro